Hace un tiempo, tuvimos la oportunidad de visitar Ghesc, una aldea piamontesa junto a la frontera alpina con Suiza, gracias a la invitación de Maurizio Cesprini y Paola Gardin, que han decidido restaurarla con la ayuda de voluntarios. Hemos recopilado nuestras impresiones en un vídeo de Kirsten, así como una galería fotográfica desde la perspectiva entre bastidores. Ahora llega el turno de estas notas deshilachadas.
Maurizio y Paola crearon una asociación, Associazione Canova, para coordinar estancias de estudiantes interesados en aprender a trabajar la piedra con métodos tradicionales de esta zona alpina, similares a los que se emplearon en una buena parte de Europa desde la expansión romana.
El conocimiento de Maurizio sobre geología, antropología y técnicas de construcción enriqueció la visita y aportó una visión optimista, que apela al futuro comprendiendo con profundidad el pasado, mostrando el camino hacia técnicas de construcción y asentamientos capaces de integrarse en su entorno y de envejecer con la humilde belleza que lo hacen las aldeas europeas.
Pero la historia de Maurizio y Paola no es el llanto por el despoblamiento rural europeo, proceso que se remonta al colapso de los usos y sistema burocrático del Antiguo Régimen, en el que la Iglesia Romana suplió el tejido administrativo y alfabetizador del Imperio Romano tras el colapso de éste.
Raigambre de usos y abusos del Antiguo Régimen
Las invasiones bárbaras (o, más tarde, las invasiones árabes de la Península Ibérica, Sicilia y el sur de la Península Itálica, así como la presencia otomana en los Balcanes) no sustituyeron a la cultura romana, sino que suevos, vándalos y alanos, francos, visigodos, ostrogodos, etc., adoptaron la cultura romana como suya, manteniendo la organización administrativa eclesiástica, e incorporándose como miembros de pleno derecho a la sociedad propietaria y patricia (el Primer Estado, compuesto por nobleza y clero).
Siglos más tarde, la Revolución Industrial y el aumento de la natalidad fomentaron un despoblamiento del sur europeo hacia las Américas. En la zona de la actual provincia italiana de Verbano-Cusio-Ossola —ribera este del lago Maggiore— donde transcurría la vida de los paisanos de Ghesc (nomenclatura tradicional piamontesa; Gesio en italiano) hace 150 años, muchas familias encontraron cobijo en Estados Unidos a través de Ellis Island, así como en América Latina (con Buenos Aires como epicentro).
Maurizio no vive en el pasado y es consciente que los usos de la tierra y el ritmo de la existencia de la era preindustrial no volverá con las connotaciones de antes, ni sería deseable retornar desde la era tecnológica actual a una época pretérita, gestionada por el poder eclesiástico y administrativo de la Europa rural de finales del siglo XIX, así como por un conocimiento limitado a las intuiciones de almanaque y a ricas supersticiones que combinan refranes dignos de Sancho Panza, usos de raigambre pagana y efemérides de santoral.
No deberíamos caer en la tentación de confundir una apreciación sana y necesaria de las técnicas del pasado para que nos ayuden a resolver proyectos de hoy con sueños de un retorno a la Arcadia o a la Edad Humana de Giambattista Vico.
El pasado rural perdido, tan próximo y a la vez alejado de nuestra vida cotidiana, puede ayudarnos a construir considerando el contexto y el rendimiento a largo plazo sobre consideraciones a corto plazo, como el coste de construcción aportado por materiales y técnicas que no podrán «retornar a la tierra» con la humilde elegancia de los viejos materiales y técnicas (como los polímeros de plástico, favorecidos en acabados y aislamiento ante alternativas naturales de alto rendimiento por razones estrictamente económicas, y no de eficiencia).
Una nueva organización del campo: la sombra de Tolstói
¿Podemos mantener las aldeas, aunque seamos conscientes de la imposibilidad de importar a nuestros días un romanticismo que combine usos del Antiguo Régimen con una apreciación del campo desde una óptica y formación cosmopolitas?
Somos conscientes de caer en una paradoja contemporánea, cuando nuestra intuición nos acerca a posturas de regeneración del campo como las sostenidas antaño por tolstoianos y entusiastas centroeuropeos de la Lebensreform (artículo), una especie de versión europea del movimiento panteísta y de vuelta a la tierra que protagonizaron en Estados Unidos los filósofos y escritores trascendentalistas, desde Emerson a Thoreau y Whitman.
La paradoja consiste en constatar que la apreciación por el campo del neorruralismo y de pioneros ecologistas procede a menudo de habitantes urbanos, cuya formación y estatuto social son fruto de la sociedad contemporánea, eminentemente urbana, tecnológica y estratificada por acceso a métodos reconocidos de conocimiento.
Nuestra conversación con Maurizio y Paola tuvo que centrarse en su trabajo en la restauración de Ghesc y los planes de futuro con que cuenta tanto la familia como el caserío, que pueden seguirse en el sitio web de la propia Associazione Canova.
Me hubiera gustado que hubiéramos podido conversar sobre nuestra propia experiencia de observadores del ocaso de realidades rurales en el sur europeo, a menudo tan próximas a la tristeza antigua, a las injusticias descritas por Los santos inocentes (y su exquisita adaptación al cine), a los eventos amargos de biografías trágicas anónimas de ese siglo XX paralelo que se jugó en el campo europeo (está en La familia de Pascual Duarte y, para los republicanos españoles, en Réquiem por un campesino español o en Crónica del Alba).
La inocencia de Azarías y la falsedad pintoresca de «Viaje a La Alcarria»
En muchos lugares de la Europa mediterránea, las versiones locales del Señorito Iván de la adaptación de Mario Camus de Los Santos Inocentes (y de Paco el Bajo, y del bobo «lúcido» Azarías —«milana bonita»—, y del hijo de Paco, que abandonará las estructuras del Antiguo Régimen y tratará de acelerar un cambio político), son demasiado dolorosas como que para los descendientes de viejas realidades rurales dormiten lamentándose de supuestos paraísos perdidos.
Sus estertores están también en libros que se centran en la caída de las últimas hojas, cuando el viento frío y seco de la montaña en invierno desnuda los árboles y permite ver, desde la lejanía, las últimas chimeneas de un pueblo que aún liberan humo, hasta que llega el día en que ya no queda ninguna.
Se puede explicar como lo hace Julio Llamazares en La lluvia amarilla, esa triste novelilla que tantos hemos comprendido en Iberia, porque es la historia del despoblamiento del campo para acudir a la ciudad. La otra cara del desarrollismo franquista y, antes, la consecuencia más amarga de las peores batallas de la Guerra Civil, como las acaecidas en el Frente de Aragón.
En ocasiones, esta decadencia se transmuta artificialmente en supuestas esencias que se nutren de un pintoresquismo postizo a partir de una representación esforzada de lo que nunca fue. El ruralismo moderno, a la par del de Camus, de Camilo José Cela en La familia de Pascual Duarte contrasta con la aberración pintoresquista de su prescindible Viaje a La Alcarria, compendio de tópicos de una supuesta España profunda elaborado con un tono distante y condescendiente (si hay que pasear con la mochila por los pueblos, habrá que hacerlo atento a los acentos y a lo que se dice y se come en cada lugar, como supieron hacer Nicolas Bouvier en Francia y José Antonio Labordeta en España).
El cielo gira
Tampoco mencioné a Maurizio y a Paola que, hace ya unos años, volví a ver, esta vez con Kirsten, un documental que me había dejado buen sabor de boca y me había dado esperanzas sobre el documentalismo de bajo presupuesto (hablamos de un mundo pre-YouTube): me refiero un pequeño documental español que pasó desapercibido ante el gran público y sigue siendo desconocido fuera de España, El cielo gira, primer documental de una entonces todavía estudiante Mercedes Álvarez, sobre el ocaso de la pequeña aldea soriana de sus antepasados, Aldeaseñor.
Somos muchos los habitantes europeos que hemos emulado durante el fin de semana a ese personaje protagonizado por Andreu Buenafuente en alguno de los Torrente: el de padre de familia de mediana edad, con empleo, familia, automóvil, piso casi pagado en una ciudad dormitorio cualquiera y la decencia de salir el fin de semana a tomar el aire, al campo o la playa.
Domingueros con dinero para un apartamento o casa rural (como los de Verano azul, la serie de Antonio Mercero rodada en Nerja y casi tan vista en los Balcanes como en España) o con lo justo para salir a plantar el equipo completo de complementos de camping en algún lugar periurbano —preferiblemente, zona costera o rural con una silueta urbano-industrial en el horizonte—, muchos han mantenido una relación cotidiana con los últimos usos rurales tradicionales, cuando avanzaban tanto la mecanización del campo como el reloj biológico de quienes sostenían las viejas historias.
Ghesc ha recuperado algo importante, en palabras de Maurizio Cesprini, con la construcción de un horno comunitario para cocer pan y pizza. De momento, no obstante, el lugar carece de los núcleos familiares suficientes (los «fuegos» a los que se refería el mundo administrativo de la Edad Media, embebido en el derecho romano y la autoridad eclesiástica más cercana), y eso se nota.
Quién se acuerda del hidalgo Don Luis
Los pueblos y aldeas de toda la Europa de clima suficientemente amable durante una buena parte del año, contaban con lugares de reunión inmemoriales adonde se acudía a dormitar junto a otros lugareños: charlar, escuchar, jugar a naipes, comentar novedades, tejer y destejer expectativas como Penélope, esperar a la llegada triunfal de algún «emigrado»… O planear alguna quijotada como la expuesta por Luis García Berlanga en Bienvenido Mr. Marshall (que no es la quijotada del Quijote del pueblo descrito por Berlanga, el hidalgo Don Luis, para quien el mundo está bien como está, pues ya le va bien que el Antiguo Régimen no muera del todo).
De ocurrir en una cantidad suficiente, el retorno al campo europeo de «pioneros» de origen urbano no asumirá el tono del neorrealismo italiano y de las corrientes inspiradas en éste, como el cine de Berlanga; éste estará más relacionado con nuevas maneras de hacer viable una economía rural en la que no sólo cuenta el rendimiento económico —o este factor no es el esencial—, sino que se reconoce un valor intrínseco a la experiencia rural, que puede rendir tanto beneficios intangibles (bienestar, trabajo en contacto con la tierra) como económicos, atrayendo a visitantes con poder adquisitivo y produciendo bienes con un valor potencialmente superior —sean éstos agropecuarios, como el emergente mercado de la alimentación biológica, o técnico-artesanales—.
La velada en Ghesc aún nos deparaba una sorpresa. Cuando empezaba atardecer, y mientras se alargaba la charla en la terraza profesional que Maurizio y Paola han ensamblado a la espera de tener el tiempo y los recursos para instalar una versión con voluntad de permanencia, la conversación viajó desde el localismo hacia la posibilidad de un europeísmo atento a la riqueza de lo particular y de lo compartido.
Herederos de los usos romanos del territorio
Maurizio me mostró un libro de consulta sobre arquitectura tradicional europea, en italiano de tapa dura y gran formato: L’Eredità Romanica: La casa europea in pietra, un trabajo bien documentado del profesor de arquitectura italiano Santino Langé, editado por primera vez en Milán por la editorial Jaca Book en 1988, y difícil de encontrar en librerías que no se circunscriban al ámbito académico italiano.
Afortunadamente, existe una edición en francés de 1992, publicada en Lieja. Me sorprendió, ya en Ghesc, el mapa con el que abre el libro: una carta de una Europa dividida por la mitad, en una frontera imaginaria que corta Gran Bretaña en dos, se adentra en el continente europeo y lo cruza en tangente a la altura de París, de Alsacia y de la falda norte de los Alpes, para seguir por el interior de los Balcanes hasta las islas griegas, ya en el Jónico.
Al norte de esta línea imaginaria, se encuentra —nota Santino Langé— la Europa donde dominó durante el Antiguo Régimen la construcción en madera de los edificios no suntuosos; la línea de transición descrita por Lange combina tradiciones en madera y piedra, en función de la disponibilidad y de dinámicas locales olvidadas. Al sur de esta línea Maginot transcontinental, este Telón de Acero de la construcción vernacular continental, se encuentra la Europa románica.
En la parte inferior de esta línea tangente, aparecen diversas regiones europeas en gris, donde abunda la construcción tradicional en piedra, que hunde sus raíces en los cánones rurales romanos y su combinación con el sustrato ancestral, así como la deriva vernacular acaecida tras el colapso del Imperio romano.
Una divisoria continental ancestral
No es casual, subraya Santino Langé, que la arquitectura de piedra en la parte occidental de Gran Bretaña, en Irlanda, en Francia, el norte de la Península Ibérica, en Italia y los Balcanes, conservara lazos coherentes, una similitud que no es casual: se trata de regiones próximas a las grandes rutas de peregrinación medievales, tales como el Camino de Santiago, la peregrinación a Roma y al Mont Saint Michel, y las rutas por tierra y mar hacia las cruzadas en el Levante.
Si nos atenemos a la parte occidental del mapa con el que Langé abre su exquisito libro, que dedica una cuidadosa atención al patrimonio rural en Portugal, España, Francia e Italia, observamos el paralelismo entre la división ancestral europea de la construcción de viviendas rurales en piedra y en madera, y el mapa de la evolución de confesiones religiosas en el Viejo Continente: la línea trazada por Santino Langé para dividir las regiones con construcciones de madera de las regiones con construcciones de piedra sirve, a grandes rasgos, para constatar la separación entre la Europa católica y la protestante.
El sur rural europeo, despoblado y empobrecido, trata de regenerarse con proyectos originales, a menudo con experimentos nada desdeñables sobre estilos de vida alternativos, ajenos a los mandatos a corto plazo del utilitarismo económico.
La región que Santino Langé loa en su libro, y que nos permite sumergirnos con sorpresa y respeto en aldeas de piedra desde los finisterres hasta Roma, asistió también a una persistencia particular de una economía y usos agrarios tradicionales apegados al Antiguo Régimen.
Las guerras de religión y el campo europeo
El sociólogo alemán Max Weber trató de exponer un mapa similar al de Langé, no ya relacionado con el material y el aspecto de las viviendas rurales, sino atento a los valores confesionales de las zonas rurales en la Europa protestante como contraste a la católica.
La Europa rural que floreció en el románico permaneció aletargada hasta que una agonía de siglos la convirtió en un hermoso cadáver romántico, para regocijo de visitantes en busca de «ruinas» y «descubrimientos». Quizá, la mentalidad de los antiguos lugareños y clases dirigentes influyeran en las migraciones de antaño, o quizá la llamada de la modernidad pudo más que la vida dura en rincones con inviernos tan rigurosos como Ghesc.
Max Weber relacionó la propia emergencia de la sociedad capitalista con el cambio de mentalidades surgido durante el protestantismo, cuando la relación entre la actividad personal manual y la interpretación religiosa se convirtió en una experiencia íntimamente ligada. Según luteranos y calvinistas, el trabajo manual (y luego técnico) próspero era fruto de cierta combinación de objetivos entre la fe religiosa y la prosperidad material.
La noción de la predestinación, esencial en el mundo rural europeo previo a la educación universal, más atento a almanaques y supersticiones que a las nociones renacentistas e ilustradas que florecían no tan lejos, siguió una deriva muy distinta en la Europa católica con respecto a la protestante: ciertos movimientos protestantes alemanes favorecieron un ascetismo profesional que relacionaba el trabajo en tanto que vocación con la elevación espiritual o la gracia divina.
Orígenes del desdén por trabajo manual y materias técnicas
Esta convergencia entre trabajo manual y ascetismo en el mundo rural protestante se puede sintetizar, reflexionaba Max Weber, en el término alemán «beruf», que hoy se emplea bajo la acepción de trabajo (oficio, profesión, misión en la vida), pero que etimológicamente está asociado de manera indisoluble a «berufen» (llamada —de Dios—).
La llamada de Dios y el trabajo están lingüísticamente asociados en el campo protestante europeo, mientras las zonas rurales católicas permanecían relacionando el trabajo manual y menestral con las obligaciones del Tercer Estado, al que se prohibía la tarea ennoblecedora de «las ideas» (estudio retórico e intelectual universitario, seminario religioso).
La pequeña nobleza depauperada del sur europeo no logró desligar el viejo desdén eclesiástico a las tareas manuales de su propia existencia, y ocuparse en oficios menestrales o comerciales constituía un deshonor que todavía está presente entre la nobleza francesa de provincia descrita por Honoré de Balzac ya bien entrado el siglo XIX, después de que la Revolución Francesa diezmara para siempre al antiguo Primer Estado.
De estas viejas divisiones, hoy largamente olvidadas, proceden evoluciones y realidades que nos cuesta analizar de manera aislada y abstracta, al haber evolucionado junto a viejas barreras, mentalidades y métodos de transmisión del prestigio y las costumbres. Así, cuando nos preguntamos hoy de dónde viene el largo desdén cultural e institucional en el sur europeo por la educación técnica y profesional, por los trabajos manuales, nunca asociamos esta división entre el fracaso de la formación profesional en la Europa católica y viejas mentalidades descritas por Max Weber.
La llamada del trabajo personal
En la Europa protestante, la que construía en madera en el campo, como constata Santino Langé en su libro, los oficios profesionales y artesanales nunca perdieron parte de su prestigio, de la intrincada relación presente en «beruf», oficio personal y a la vez llamada divina para la autorrealización.
El carácter de Benjamin Franklin, hombre de Estado y a la vez cacharrero, inventor y aficionado a mil y una cosas manuales, ejemplifica la evolución del ideal protestante, y algo tendrá más allá del cliché, si constatamos el prestigio de los empleos técnicos cualificados en Centroeuropa y el norte europeo.
El físico y ensayista francés Étienne Klein dedicaba recientemente una edición de su programa en France Culture, la radio pública francesa, a indagar en esta brecha europea en lo que respecta al prestigio histórico de los oficios manuales en el norte europeo, y el desdén de los oficios manuales (y, por tanto, no intelectuales) en el sur europeo.
La reflexión presente en el programa de Klein, que recupera asimismo el trabajo de Max Weber, gana de nuevo actualidad cuando las barreras mentales erigidas en el siglo XX en torno a la supuesta superioridad del empleo de «cuello blanco» como contraste a los empleos de «cuello azul», se transforma como lo hacen los propios roles profesionales:
- muchos empleos de cuello blanco se limitan a la repetición administrativa y han sido desprovistos de cualquier esfuerzo de reflexión original, alejándose de viejos clichés;
- en paralelo, renace el prestigio de empleos manuales y técnicos que requieren una compleja combinación de experiencia, destreza, mirada propia, creatividad: las escuelas que combinan lo manual y lo intelectual toman más fuerza que nunca, arropados por el centenario de la escuela Bauhaus.
Renacer evolutivo de artes y oficios manuales
Asistimos a un tímido pero perceptible repunte del prestigio de movimientos inspirados en los centros de artes y oficios (Arts and Crafts en el mundo anglosajón, modernismo español, Conservatoire National des Artes et Métiers en Francia —donde se formó Jean Prouvé—, etc.).
El «cuello azul» ya no denota los padecimientos de un proletariado apegado sin remedio al trabajo mecánico junto a una máquina, como el descrito por la filósofa francesa Simone Weil. Del mismo modo, la aspiración de todo el mundo a que sus hijos logren una posición respetuosa en el ámbito de los empleos de «cuello blanco» está también en entredicho.
A lo lejos, sobre la montaña, observamos la terraza, todavía precaria pero con vistas inconmensurables, desde donde Maurizio y Paola deciden su día, otorgando a su trabajo el valor simbólico que desean. Su formación intelectual les ha otorgado la libertad de elevarse por encima de clichés y descubrir los secretos de la piedra y el ritmo de las cosas en una aldea abandonada de los Alpes.
Hay otras tantas historias que se fraguan y resuenan de manera similar. Es, de momento, un trabajo pionero y minoritario.