¿Qué ocurre cuando buena parte de los estudios y metaanálisis (estudios de estudios, sin información de primera mano) en ciencias y humanidades se basan en trabajos cuyas estadísticas no pueden reproducirse con el mismo resultado que condujo a la hipótesis sostenida?
Asistimos a una crisis de reproducibilidad: el requisito principal de lo que consideramos “ciencia” no se cumple en un preocupante número de ocasiones. Pero este dato podría constituir apenas el efecto superficial de un fenómeno más profundo: nuestra predilección por otorgar un relato “científico” a ideas culturales y preconcebidas.
Al fin y al cabo, nuestra conciencia dedica una parte del cerebro, denominada intérprete, a establecer un relato con sentido a partir de lo que observamos con los sentidos, lo que recordamos, lo que sentimos o tememos, etc.
Reduccionismo científico como dogma
A menudo olvidamos, decían los románticos (al fin y al cabo, ilustrados críticos con el progreso de la Ilustración más reduccionista) que la ciencia puede ser tan dogmática como las supersticiones que trata de superar.
La importancia del método empírico, recordaba Popper ya a mediados del siglo XX, es muy relativa en el progreso, pues el avance científico y técnico está más relacionado con un proceso más humilde, que carece de letras de oro y ha sido olvidado en el parnaso de los grandes doctores: la sustitución de viejas conjeturas por nuevas hipótesis más precisas a través del ensayo y error.
Trasteando y refutando viejas teorías, en definitiva, hemos avanzado. Popper llamaba a este proceso racionalismo crítico, falsacionismo o principio de falsabilidad.
Pero el arte de contrastar una teoría intentando refutarla (para comprobar así si se sostiene -y cuenta, por tanto, de una consistencia y calidad a prueba de ingenio-) carece del atractivo estético y formal del método empírico y las grandes ideas de la Ilustración clásica: ese momento de ingenuidad científica y creencia reduccionista en la técnica (que comparaba el universo con un gigantesco engranaje) que creía en un espacio y un tiempo con valores absolutos (Isaac Newton) y pensaba en el ser humano como la versión orgánica y sofisticada de un autómata.
Sistemas con más propiedades que la suma de las partes
A partir del romanticismo, una corriente de científicos y filósofos mantuvo los logros de la Ilustración (valor de la razón y el progreso para crear sociedades más prósperas, ensalzamiento de la curiosidad humana y las artes al modo del Renacimiento y la Época Clásica, etc.), mientras a la vez reconocía sus limitaciones y su dogmatismo.
Muchos procesos no podían reducirse a la suma de sus partes, pues los sistemas complejos -comprobaron- poseen a menudo un comportamiento o resultado distinto al que se obtendría con la mera suma de sus unidades: hipótesis sobre la conciencia, sobre el propio universo, sobre el comportamiento de las partículas elementales, o sobre la complejidad de sistemas colectivos en la naturaleza (ciudades humanas, hormigueros, panales de abejas, etc.), muestran los límites del reduccionismo y refuerzan el emergentismo.
Asimismo, como comprobaron los primeros filósofos románticos en avanzar hacia el existencialismo (Schopenhauer, Nietzsche, Kierkegaard, Brentano; y antes que ellos Michel de Montaigne, Baltasar Gracián, el obispo Berkeley, etc.), el propio ser humano se enfrenta a contradicciones internas y limitaciones que impiden, por ejemplo, estudiar la realidad sin que ésta pase por el filtro de nuestros sentidos (todo lo que estudiamos es percibido, de manera que todo cuenta, lo queramos o no, con nuestra perspectiva).
Después de lo absoluto: el papel del observador
El perspectivismo entroncó con los filósofos presocráticos que, con cierto humor, habían reiterado que la única posición intelectual coherente era el escepticismo filosófico. Pero, llevado hasta el extremo, el escepticismo lleva hasta el absurdo o, peor aún, al solipsismo (pensar que todo lo que ocurre es un invento de nuestra mente).
Y, claro, del escepticismo al solipsismo hay un trecho. Físicos como Ernst Mach, filósofos como Baltasar Gracián y Friedrich Nietzsche concluyeron que la posición intelectual más sólida era la que aunaba con cierta solidez:
- por un lado, la constatación de que la realidad observada es subjetiva (al partir del observador);
- y, por otro, renunciaba a caer en el absurdo de los escépticos radicales de la Antigüedad, afirmando que lo observado desde la subjetividad tiene cierto valor y, si se estudia con detenimiento, puede conducir a hipótesis válidas para el progreso humano.
Auge de la pseudociencia
Es así cómo el perspectivismo, o constatar que la realidad debe ser apreciada desde cuantos más puntos de vista mejor, para así celebrar su complejidad (aunque el modelo no pueda acercarse al original, al ser una superposición de perspectivas subjetivas), se abrió paso en la filosofía (Nietzsche), la ciencia (Einstein, Schrödinger, Heisenberg) y el arte (diálogo interior, cubismo, obras de fragmentos, etc.).
La riqueza del punto de vista (perspectivismo) y la constatación de que el progreso es posible creando conjeturas que funcionen en cada momento susceptibles de ser mejoradas a medida que son refutadas por mejores explicaciones (falibilismo de Popper) creó un método científico más acorde con las limitaciones del conocimiento humano: más humilde, pero capaz de evitar el dogmatismo científico o la pseudociencia.
Precisamente uno de los grandes inspiradores de Albert Einstein, Ernst Mach, creía que la única manera de avanzar con solidez en el conocimiento era manteniendo el escepticismo recomendado por personajes como Montaigne, para evitar así que las falsas afirmaciones o las explicaciones que apenas eran teorías culturales (como el dualismo cuerpo-mente de Occidente) se confundieran con verdades con el sello sancionador de la ciencia.
Aspiraciones de los primeros ilustrados
Una de las críticas de románticos como los primeros existencialistas, con Friedrich Nietzsche en cabeza, consistió en criticar a los Ilustrados que habían sustituido -o identificado, o combinado- el dogma de fe por el dogma científico, o creer que el método científico (inducción y deducción) lo explican todo, cayendo en el reduccionismo:
- simplificación conceptual convertida en “verdad” a través de la historia, como el dualismo cuerpo/mente: desde Platón (y la Iglesia, que se inspiró en éste), dualismo cartesiano e idealismo del siglo XIX;
- aspiración a explicar el universo con una ontología de racionalidad matemática y con la precisión de un reloj, lo que llevó a confundir creencias y percepciones culturales con la “verdad” científica: hasta la teoría general de la relatividad, se creía que tiempo y espacio eran valores absolutos, porque así lo había “demostrado” Isaac Newton.
La evolución de la física moderna es la constatación de que cada gran avance parece ser el definitivo… hasta que, en ocasiones, explicaciones más complejas (que requieren otra mentalidad totalmente ajena a la anterior) superan anteriores conjeturas.
De la copia exacta a la perspectiva
Sea como fuere, como ocurría a inicios de la Ilustración, caemos en el error de pensar que las grandes explicaciones culturales (como la que considera el método científico la gran herramienta del avance en los últimos siglos, en vez de la mejora de conjeturas a través del ensayo y error) son las definitivas, sosteniendo un dogmatismo que sustituye a dogmatismos anteriores.
Galileo entroncó con los físicos de la Antigüedad y, jugándose la vida como Giordano Bruno, explicó un poco más sobre el universo; sus avances fueron ampliados -y esclarecidos o parcialmente refutados- por Isaac Newton; hasta que la explicación de Newton fue superada por una teoría que tenía en cuenta al observador, estableciendo que tiempo y espacio dependían de las condiciones de cada punto.
Pero Einstein, subido a hombros de Galileo y Newton, volvió a caer en la misma piedra que éstos, al refutar al fin de su vida la evidencia que constataba el extraño y contradictorio comportamiento de la física cuántica, afirmando su famoso “Dios no juega a los dados”.
Espejismos: confundiendo realidad con explicaciones
Y así, quizá sin quererlo ni ser conscientes de ello, las grandes corrientes de pensamiento desde la Ilustración se basan en “estudios” y “evidencia científica” en ciencias aplicadas y puras, pero también en humanidades y en dominios que tradicionalmente han pertenecido a la metafísica.
Como paradoja, a menudo que avanzan las mejores conjeturas en campos experimentales y ajenos al método científico (por la imposibilidad de emplear la deducción o la inducción para corroborar o refutar hipótesis), como la física, estas disciplinas “científicas” vuelven al terreno de la especulación, fundiéndose con la filosofía… y de paso perdiendo su aureola “científica”, confundida con “verdad” u “objetividad” absolutas.
Nuestro interés por otorgar un relato al universo y a la experiencia humana hace que la ciencia, entendida en abstracto, haya sustituido a la religión como instrumento reduccionista de una realidad compleja.
Y esta confusión entre realidad y la explicación científica de la realidad (casi siempre mejor que la superstición o el desconocimiento, pero en cualquier caso incompleta y, en palabras de Karl Popper, falible o sujeta a la revisión cuando sea posible) ha conducido a una crisis actual en el sistema de corroboración científica: el diseño y publicación de estudios que, en teoría, demuestran algún fenómeno.
Cocinando argumentos con estudios a la carta
Para sostenerse como hipótesis científicas, estos estudios deberían poder someterse a la reproducibilidad: reproducir el estudio para obtener el mismo resultado de la publicación original.
Como se ha demostrado, un porcentaje preocupante de estudios no supera la prueba de la reproducibilidad.
A estas estadísticas que fallan en lo esencial (al no poder ser replicadas, deberían ser refutadas, según el escepticismo científico de Popper), hay que añadir los estudios que carecen de un diseño sólido o coherente y tratan de explicar fenómenos complejos eligiendo evidencias “a la carta”: destacando lo que interesa y obviando lo que no corrobora un resultado al que se aspira a llegar de antemano.
Lo que “aprendemos” en instituciones ilustradas
La crisis de reproducibilidad ha llegado a tal punto que campos de las ciencias sociales como la economía o el periodismo se dedican a “cocinar” hipótesis a la carta sirviéndose de un interminable listado de pseudo-estudios que sirven para “demostrar” (añadiendo la sanción de credibilidad de un estudio “científico”, y que no falte la coletilla “según un estudio de Fulano para la Universidad Zutana) cualquier argumentación, sin importar cuán descabellada.
El riesgo de adaptar estudios para apoyar una idea o agradar a una persona o grupo invita a pensar que, quizá, la crisis de replicación en estadísticas que sostienen los estudios de ciencias puras, aplicadas y sociales, está relacionada con la tendencia de nuestra cultura a elaborar un relato con moralina que nos inspire.
El periodismo o la economía son campos que se han especializado en estos relatos inspiracionales, tomando estudios y pseudo-estudios para vestir hipótesis que explican una u otra interpretación de la realidad: los siglos XIX y XX están repletos de ejemplos basados en este proceder, hasta el punto de que muchos de nosotros pasamos los años universitarios aprendiendo teorías “clásicas” y “marxistas” de cada materia o contexto (con las actualizaciones en el nomenclátor de las últimas décadas, para en el fondo seguir igual: neoconservadurismo, ecologismo, altermundismo, anti y pro-globalización, etc.).
Nuestra predilección por los relatos
Hace ya algún tiempo, el economista estadounidense Tyler Cowen nos recordaba que era sano mantenernos alerta y mostrarnos escépticos ante una cultura que promueve los relatos (desde las primeras epopeyas y textos sagrados a las historias con moraleja de TED Talks): al fin y al cabo, nuestra cultura se aglutina en torno a historias, y todas ellas siguen unos parámetros parecidos.
Las historias simples y sugestivas, dice Cowen, tienen la limitación de no interesarse por lo desordenado, lo complejo, lo irracional de este mundo. Y, nos guste o no, la realidad no está sujeta a nuestros relatos, por muy atractivos que sean y mucho que los hayamos perfeccionado.
Cowen cita el ensayo de Christopher Booker que analiza los tipos de relato que nos explicamos; el autor reduce todas las historias a 7 tipos. Tyler Cowen aclara:
“Existen [historias sobre], monstruos, de la penuria a la riqueza, búsqueda, viaje y retorno, comedia, tragedia, renacimiento. Uno no tiene que estar de acuerdo con esta lista a rajatabla, pero la cuestión es la siguiente: si uno piensa en clave de relatos, uno se está explicando las mismas cosas una y otra vez.”
La ciencia no piensa
Con errores de base como confundir método científico con realidad y elaborar estudios que tratan de secundar ideas predeterminadas, la ciencia ha llegado hasta la problemática crisis de reproducibilidad actual.
Un escéptico pragmático como Karl Popper ofreció la solución a mediados del siglo XX: el falsacionismo, o crear mejores explicaciones refutando las anteriores, avanzando hacia una visión más rica de la realidad, pero todavía lejos de explicaciones “completas”, “objetivas” o “irrefutables”.
La ciencia, explicaba el filósofo alemán Martin Heidegger (inspirado en Nietzsche y Brentano, entre otros), no piensa. Somos nosotros los que nos empecinamos en adaptar lo observado o conjeturado a nuestra propia visión preconcebida.
La física opera con el tiempo y el espacio, pero no se pregunta por la naturaleza u origen de estos valores; es la filosofía la que puede completar el saber “ciego” de la ciencia, pensaba Heidegger.
Parábolas
En nuestra aspiración a explicarlo todo con precisión matemática, corremos el riesgo de pensar, cayendo una vez más en el reduccionismo, que todo merece tener sentido y que todo en el universo encaja como una melodía celestial.
Pero nuestra aspiración ilustrada a la carambola matemática no debería hacernos olvidar lo desordenado, lo aparentemente caótico, lo que carece de explicación, o lo que ni siquiera concebimos en la actualidad que en un tiempo enriquecerá un poco más nuestra visión “científica” de las cosas.
Esta complejidad es la que llevó a autores como Montaigne, Pascal o Nietzsche a recurrir a la parábola: cuando hay que sugerir más que lo que el lenguaje explica en términos puramente semánticos, sólo la elevación poética logra la sugestión perseguida por el autor.