Una nueva hipótesis antropológica estipula que el consumo de grasa fue el factor crucial que aceleró la evolución cerebral en homínidos, y no el aumento de la ingesta de proteínas en forma de carne seca y manipulada con fuego para facilitar su ingestión.
La nueva hipótesis parte, explica Sapiens, de un yacimiento etíope con restos de homínidos y en sus presas en lo que fue un lecho lacustre hace 3 millones de años. Homínidos, así como huesos de hipopótamos, antílopes y elefantes aparecen esparcidos en un escenario dominado hoy por sedimentos de piedra caliza.
El buen estado de los huesos del yacimiento de Dikika, descubierto en 2010, permite observar signos de despiece de carne con herramientas especializadas, así como signos de acceso al tuétano (el contenido de médula en el interior de los huesos, de alto contenido graso).
Previos hallazgos habían puesto en entredicho el rol de cazadores de nuestros ancestros: el estudio yacimientos que remontan 2 millones de años atrás sugiere una relación entre homínidos y restos de animales más propia del comportamiento de grupos organizados de carroñeros que cazadores.
Carroñeros especialmente interesados, parece, en el contenido graso de la médula ósea de las presas ya descartadas por otros depredadores más ágiles y agresivos que los propios grupos de homínidos.
Carroñeros atraídos por la mejor grasa: la médula ósea
Los hallazgos de Dikika hacen retroceder 800.000 años las época estipulada sobre el inicio de técnicas depuradas de despiece, al contar con las nuevas marcas en huesos que datan de hace 3,4 millones de años. Los hallazgos, publicados en un artículo del número de febrero de 2019 de Current Anthropology, contradicen la teoría más respaldada hasta ahora, popularizada en los años 50 y según la cual la caza de animales cuya carne es rica en micronutrientes (vitaminas y minerales) y macronutrientes (glúcidos, proteínas y lípidos que suministran la energía del organismo), como el antílope, había permitido a nuestros antepasados desarrollar un cerebro más grande con mayores necesidades energéticas.
Desde mediados de los 80, una teoría adyacente había descartado la visión de nuestros antepasados remotos como cazadores especializados, sustituyéndola por las tesis de la ingesta de restos animales en calidad de carroñeros. En estos restos, la carne menos expuesta a la rápida putrefacción —expone el nuevo estudio— habría procedido de las partes protegidas de la intemperie: los sesos y la médula ósea.
Las primeras evidencias fósiles que confirman el inicio de una dieta rica en grasa animal coinciden con la evolución de la anatomía de los restos homínidos a partir de hace 3,76 millones de años, cuando éstos cubren mayores espacios, caminan más erguidos y aumentan su perímetro craneal. Los percutores —herramientas líticas especializadas— se encuentran entre las claves de esta transición, al ser esenciales para acceder al contenido graso de los restos animales descartados por especies carnívoras.
Los fósiles de Dikika dejan incógnitas sin resolver: el primer espécimen conocido del género homo vivió hace 2,8 millones de años, si bien las muestras de uso de herramientas para despiezar restos animales y, probablemente, acceder a la preciada médula ósea de los restos, retroceden hasta hace más de 3,4 millones de años.
Ossobuco de Antropoceno
Para el antropólogo Craig Stanford, no hay incongruencias entre el hallazgo y previas constataciones en la disciplina, pues abundan los animales carroñeros que no cazan, añade.
La predilección por la carne y su contenido graso nos precede por tanto como especie y quizá fuera decisiva para la evolución que daría origen tanto a nuestros antepasados directos como a otros linajes hoy desaparecidos.
Hoy, en pleno Antropoceno, cuando artículos científicos y medios mencionan la médula ósea, se refieren a los avances en su trasplante. Alejados de la constatación antropófaga que nos dejan los fósiles de homínidos tanto en África más allá, hoy la médula animal, el tuétano, sigue constituyendo un ingrediente para el caldo y la preparación de platos como el ossobuco —o —«hueso con hueco»— milanés.
Desde el merodeo en pequeños grupos para lograr restos de carroña en buen estado a la producción industrial de carne (y sustitutos artificiales de base vegetal que emulan sus propiedades, aroma y sabor): un avance rápido desde nuestros orígenes remotos hasta la actualidad nos permite confrontar una realidad inmutable: la predilección de la mayoría por la carne, pese a los efectos de su ingesta excesiva y al impacto medioambiental de la cría animal derivada.
La preocupación sobre la salud, el impacto medioambiental y el bienestar animal, aspiraciones, entra en contradicción con el aumento sostenido del consumo de carne roja en el mundo emergente.
Atestando el impacto de los aditivos cárnicos
Una dieta especialmente rica en derivados cárnicos aumenta la incidencia de dolencias cardiovasculares, determinados tipos de cáncer y (posiblemente) alteraciones del sistema inmunitario:
Un estudio reciente sobre el aditivo TerButilHidroquinona (TBHQ) usado por la industria de derivados alimentarios (entre ellos, los cárnicos) para mejorar la conservación y el aroma, lo asocia a disfunciones graves en el sistema inmunitario.
Investigadores de la Michigan State University han constatado esta transformación en experimentos con roedores, si bien éstos demostrarían la correlación entre una dieta abundante en el compuesto TBHQ (su número E en las etiquetas alimentarias es E319) y la malfunción de las defensas del organismo, pues la sustancia activaría proteínas que anulan la actividad de las células T (linfocitos) encargadas de combatir las infecciones.
El consumo de carne a la escala industrial actual impulsó la expansión de granjas de cría intensiva que convierten a los animales en productos de una cadena desprovistos de cualquier atención individualizada, con abusos en el uso de compuestos alimentarios, hormonas y antibióticos (en la mayoría de ocasiones, para paliar las condiciones en las denominadas CAFO.
«Dieta planetaria» no tiene por qué equivaler a comida rápida, homogénea y nociva
Una vez despiezada, la carne es envasada en condiciones ricas en nitratos para prolongar su buen estado de conservación; sin embargo, el abuso de nitratos y nitritos aumenta el riesgo de padecer cáncer. No ingerimos únicamente nitratos en alimentos que incluyen carne procesada, sino que también contaminan el agua potable en zonas próximas a explotaciones de ganadería intensiva (pese a las regulaciones y esfuerzos para hacerlas cumplir).
Si, además de analizar la incidencia sobre la salud, tenemos en cuenta el impacto medioambiental y sobre el bienestar animal, el consumo excesivo de carne se convierte en uno de los epicentros del debate público mundial en las próximas décadas.
El aumento del consumo de carne roja en países emergentes que se enriquecen con dietas tradicionales ricas en proteínas compuestas de origen vegetal, contrasta con la evolución contraria en los países más desarrollados, donde aumenta la población concienciada que transita desde una dieta abundante en derivados cárnicos a otra dieta más variada y atenta a alternativas nutricionales como las proteínas vegetales (resultantes de la combinación entre granos, legumbres y fermentos).
EAT, una organización sueca sin ánimo de lucro que estudia el impacto de la transformación alimentaria sobre la salud humana, el medio ambiente y el respeto animal, ha impulsado con la revista científica The Lancet una comisión sobre una «dieta planetaria» capaz de alimentar a 10.000 millones de personas en las próximas décadas y, a la vez, hacerlo del modo más sostenible posible.
CAFO: el imparable crecimiento de una aberración
El informe de la Comisión EAT-Lancet sobre Alimentos, Planeta y Salud, elaborada por 37 expertos de 16 países, es un ejercicio de futurología para explorar métodos sostenibles, nutricionales y respetuosos con las tradiciones locales que garantizaran una dieta equilibrada y de escaso impacto a toda la población del planeta en 2050.
Las recomendaciones del equipo de expertos no sorprenden a nadie, pero conservan el tono de los preceptos sugeridos por autoridades conocedoras de, una vez más, la evidencia no importará lo suficiente para lograr los cambios profundos necesarios en la producción y el consumo de alimentos.
The Lancet lo sintetizaba en un editorial:
«La producción intensiva de carne se encuentra en una trayectoria imparable para convertirse en la actividad que más contribuye al cambio climático. Las dietas dominantes de la humanidad no son buenas para nosotros, ni tampoco son buenas para el planeta».
Entre las recomendaciones para reducir esta trayectoria, destacan:
- insistir en campañas informativas para reducir el consumo de carne vacuna y bovina a un máximo de 3 raciones semanales (se puede ser algo más generoso con carne de cerdo, aves y huevos, y pescado —alternativas menos nocivas para la salud humana y planetaria);
- avanzar hacia una segunda fase dominada por dietas que ofrezcan proteínas saludables derivadas de plantas;
- sustituir el consumo de hidratos de carbono poco saludables, al ser de rápida absorción (azúcares, arroz blanco, harina blanca, patatas) por hidratos de carbono de lenta absorción, procedentes del consumo de granos integrales, legumbres y leche.
Las recomendaciones de EAT-Lancet tampoco olvidan el consumo de grasas, esencial en nuestra evolución como especie, tal y como constatábamos al principio del artículo: es preferible tomar derivados lácteos y otros alimentos fermentados, que ayudan a mantener un equilibrio de la flora intestinal.
Un viejo proverbio
Lo que aprendemos al hojear el trabajo de la Comisión EAT-Lancet es lo que intuían nuestros mayores, a cuyas dietas deberíamos acudir: si no reconocemos la naturaleza de un alimento procesado y éste viene aliñado con azúcares procesados y sal en abundancia, mejor abstenerse de su consumo.
Afortunadamente, hay tradiciones de alimentación saludable en las que inspirarse, tales como la dieta mediterránea o las igualmente variadas gastronomías asiáticas.
El periodista y ensayista estadounidense Michael Pollan, autor de El dilema del omnívoro, recordaba en otro de sus ensayos (en este caso, el más ligero y simplón Food Rules, con consejos nutricionales dedicados al gran público), que la dieta popularizada en las últimas décadas por la conveniencia, la publicidad y la industria agroalimentaria es menos saludable y no necesariamente más económica.
Los alimentos procesados ricos en derivados cárnicos, aditivos, conservantes y granos refinados, padecen niveles más elevados de obesidad, diabetes del tipo 2, dolencias cardiovasculares y cáncer.
Michael Pollan recupera un proverbio chino que, quizá, debería volver a popularizarse el el país de origen, dada la rápida evolución de la dieta china hacia patrones occidentales menos saludables, incluyendo el exceso de carne roja y derivados cárnicos con nitratos y nitritos.
Se trata de un proverbio chino que aparece en Food Rules: comer aquello que se sostiene sobre una pata (plantas y setas) es preferible a comer lo que se sostiene sobre dos (aves), que a su vez es preferible a comer lo que se sostiene sobre cuatro patas (ternera, cabrito y cerdo).
El confucianismo guarda puntos en común con la cultura mediterránea presente en la cocina estoica de los platos apicios, sobre todo aquellos que manan del sentido común ancestral.