Mediodía veraniego. Guarecidos entre plantas e idealmente algún humilde curso de agua, reflexionamos sobre todo y nada. Las musas del duermevela se posan a nuestro alrededor.
Pandemia o no, recuperamos la apreciación del sonido de una fuente y su efecto refrescante a su alrededor. Aromas, recuerdos e ilusiones toman una forma onírica y comprendemos nuestra capacidad para evocar viejas percepciones.
La paciencia se regenera y podemos incluso disponernos, aunque sea por un instante, a reflexionar sobre todo y nada. Así, sin recurrir al móvil, tal y como ocurría no hace tanto tiempo.
Mientras las pantallas nos llaman
En esos momentos, cuando la actividad frenética de las pantallas digitales que nos reclaman cae en saco roto, nos reconciliamos, de manera consciente o por ósmosis cultural, con las reflexiones presocráticas sobre el paso del tiempo y su significación.
«Una sociedad crece saludable cuando sus ancianos plantan árboles a sabiendas de que no podrán disfrutar de su sombra».
Un proverbio griego, apócrifo o no, nos invita a reflexionar sobre una de las tensiones contemporáneas: la preponderancia de lo inmediato e instantáneo sobre el largo plazo.
La sensación de que la urgencia, integrada en la sociedad desde que los relojes modernos empezaran a imponer la precisión de las horas primero desde los campanarios y luego en casa o en el bolsillo y la muñeca, parte de la escasez de esa medida que desaparece en la física teórica: la sensación de premura, la carrera para atrapar una hora o situación, el tiempo que nos resta, tic, tac, tic, tac. Una premura a menudo autoimpuesta pero que parece manar de las verdades esenciales del universo. Nada más lejos de la realidad.
Cuando el tiempo se reduce a rendimiento económico
Con la sociedad ilustrada y el utilitarismo aparecen consejos prácticos como la filosofía popular del almanaque y la autobiografía de Benjamin Franklin, «el tiempo es oro» y no hay que «perderlo» o «malgastarlo». Industriosidad, obsesión por un destino manifiesto.
En la reducción del tiempo a vehículo de producción, no hay diferencias sustanciosas entre las teorías sobre acumulación de tierras del economista clásico David Ricardo y las reflexiones sobre la plusvalía de Karl Marx, tal y como reflexiona Thomas Piketty en la introducción de su ensayo El capitalismo en el siglo XXI.
Una visión del mundo que sentó las bases del caos cotidiano que observamos al acceder a las redes sociales, donde amigos, conocidos y perfectos desconocidos eligen dudosas colinas en las que sacrificar el honor y la integridad de su avatar digital.
Séneca, uno de los favoritos del Siglo de Oro (y de la autoayuda anglosajona contemporánea, que trata de abandonar su tradicional hiperactividad con el abuso de consejos de filosofías de vida constituidas en torno a ideales como la tranquilidad, la ausencia de tormento y la mesura), sirve para todo, y ese es el riesgo.
Vida de los antiguos en el Mediterráneo
En la árida fertilidad del Levante mediterráneo, entre el sustrato de Atenas y el de Jerusalén, situamos e imaginamos todos los manantiales, humildes pero profundos, que nos constituyen y que posibilitan el equilibrio de nutrientes y sabores del epicentro del mundo que queremos enmarcar en ventanas, cuadros y recuerdos: campos de trigo, olivares y viñedos. De ellos parten, o así lo creemos, la ataraxia y el consejo de Delfos: «meden agan». Nada en demasía.
A diferencia de los presocráticos, situados todavía más allá de los conceptos del bien y del mal y próximos a la tensión entre lo corporal y lo mental (lo dionisíaco y lo apolíneo que ilustra la tesis musical de Nietzsche), los estoicos hacen de la mesura y del buen uso del tiempo el eje central en torno al que deben girar los otros engranajes de un universo determinista.
El «fatum» latino, el destino, se ampara del movimiento implacable de todas las cosas en el universo de los estoicos. De ahí su «fatalismo» y el carácter absurdo de tratar de vencer al tiempo. Evocamos, de nuevo, las reflexiones de Nietzsche en torno al «amor fati».
Afrontemos nuestra mortalidad como los antiguos, pues eludir la especulación mortificadora en torno a lo finito de la existencia nos libra de una especulación paralizante (uno de los motivos que inspirarán la filosofía existencialista) a partir de la angustia de Schopenhauer y Kierkegaard, de la que Nietzsche trata de escapar con una prescripción: crear, evolucionar, luchar por convertirse en lo que uno todavía no es.
Antes de que cambiara la semántica de «apatía»
Para los estoicos, la «apatheia» es un estado mental que denota poco menos que el equivalente a un Nirvana de la filosofía mediterránea, la ausencia de turbaciones externas y alteraciones emocionales. Pero la evolución semántica de la palabra griega nos ofrece pistas sobre una profunda transformación de valores.
Si la «apatheia», asociada al ideal de tranquilidad de los estoicos romanos, nutre conceptos cristianos como el de la contemplación, aparece ya como poco menos que una dolencia o vicio en los almanaques y los preceptos enciclopédicos. Si el tiempo es oro para Franklin, la apatía es poco menos que gandulería.
El término medio de Aristóteles («metriopatheia») y la actitud virtuosa que proyectarían los justos («eupatheia»), capaz de nutrir la felicidad o eudemonía del pensamiento aristotélico, será retomado por el cristianismo primitivo y los neoplatónicos, pero la libertad de necesidades externas y la capacidad para controlar los impulsos perderán su lustro cuando la industriosidad y el cientificismo permitan contar la realidad con precisión; y el reloj, con su movimiento implacable, servirá también de utensilio y metáfora de lo que hacemos por unidad de tiempo. La productividad no puede ser apática.
En sus Diálogos, concretamente en la epístola dedicada a su cuñado Paulino, De la brevedad de la vida, Séneca advertirá sobre el riesgo de confundir existencia con ocupación constante:
«Mientras tú estás ocupado, huye aprisa la vida».
Camisetas con proverbios apócrifos serigrafiados
Cuando medimos el tiempo en fragmentos de productividad potencial, abandonamos viejos preceptos de sabiduría que permitían que, por ejemplo, los ciudadanos de mayor responsabilidad pública y los artistas clásicos consideraran el «otium» una actividad esencial y «productiva». Sin la dignidad del ocio («otium cum dignitate»), cualquier actividad en la esfera pública («negotium») se resiente y llega incluso a perder su sentido.
En la actualidad, el sacrificio del ocio contemplativo se extiende en forma de alertas automáticas de pantallas digitales y servicios en los que se ofrece tanto contenido multimedia como requiera nuestra angustia. La narcosis del bufé libre promete el bienestar imposible de una actividad continua alquilada a terceros.
Abandonamos la posibilidad de ser dueños de nuestro ocio productivo, la posibilidad de reflexionar cuando cae la tarde junto a una fuente doméstica, en favor de un torrente histérico de contenido remezclado, insustancial, polarizado, deshumanizado.
En la sociedad contemporánea, los ancianos no plantarán árboles, ya que se les enviará por WhatsApp el supuesto proverbio griego que inicia el artículo en forma de «meme» en tipografía Comic Sans y una melodía insustancial de fondo. En este meme, quizá aparezca un enlace comercial a alguna de las adaptaciones comerciales del texto, de pósteres a camisetas. Abrazar lo instantáneo (y, quizá, pagar más por el envío postal inmediato) para contar con la derivación comercial de un proverbio que condena el culto a ese tipo de falsa premura.
Comprar la camiseta o la taza de café con el apócrifo proverbio griego no garantiza, por tanto, una mayor comprensión de la mentalidad o filosofía de vida que lo podría haber inspirado.
El apetito por lo inmediato
Para el individuo, la gratificación instantánea no ofrece los mismos efectos que un control efectivo de los impulsos para aspirar a una autonomía con respecto a condiciones que no controlamos. A escala social o de civilización, la precipitación impulsiva y la atención desmesurada por las necesidades supletorias del presente puede conducir a desequilibrios colectivos.
Viejas filosofías de vida ceden terreno ante el nihilismo, la idolatría New Age o la versión más bulímica del hedonismo; el interés personal acaba sobreexplotando los recursos naturales; y la inercia del progreso material cuantificable se antepone a consideraciones de largo recorrido como el bienestar real de la población, la cohesión social o una evolución controlada del clima que evite catástrofes.
Asimismo, la propia evolución de un discurso público polarizado en democracias consolidadas, que se resiente como consecuencia, conduce a la clase política a buscar el efectismo que otorgue réditos a corto plazo y a desatender necesidades a escala de civilización (actuaciones que, a menudo, comportan estrategias de varias décadas o incluso varias generaciones).
Una mentalidad que acaba traduciéndose en el aumento desaforado de la deuda pública, o la indiferencia de la clase dominante actual ante el aumento de lo que una sociedad debe pagar en forma de intereses en el futuro, lo que es poco menos que «colonizar el futuro», expresión usada por el ensayista británico Roman Krznaric.
Dialéctica entre lo superficial y lo profundo
Como ocurre a nivel individual, una sociedad debe en ocasiones afrontar situaciones difíciles para poder disfrutar a la larga de los réditos de un esfuerzo coordinado por organizar respuestas a desafíos colectivos y a menudo sistémicos.
Según el ensayista, pionero de la cibernética y futurólogo Stewart Brand, el pensamiento a corto plazo está impulsado en gran medida por la necesidad de buscar o lograr «lo último», lo novedoso.
En su reflexión sobre la evolución de las sociedades, Stewart Brand imagina las distintas capas o estratos que constituyen una civilización concreta, superpuestas las unas sobre las otras, donde las más próximas al núcleo evolucionan más lentamente (naturaleza, cultura, gobernanza), mientras las superficiales (moda, comercio) están más atentas a los cambios ambientales pero son menos decisivas. Con el tiempo, solo los cambios sustanciosos ocurridos en la superficie acaban permeando hacia las capas inferiores y contribuyen a transformar el conjunto.
Según Stewart Brand, si el pensamiento a corto plazo busca lo novedoso, el pensamiento a largo plazo está condicionado por el «mantenimiento», o la capacidad de los sistemas más exitosos para repararse y adaptarse con efectividad a partir de la lenta influencia de lo más memorable entre lo nuevo.
El ritmo de los árboles
Aprender a no dejar lo difícil para el futuro no implica trabajar constantemente. Un mero cambio de mentalidad permitiría asumir lo difícil, pero también lo agradable, a cada momento, según un juicio ponderado de la situación, intereses y contexto, y evitar así la perpetuación de estereotipos como el de una primera edad adulta productiva en la que hay que mantenerse ocupado (mediante el trabajo y un «descanso» dominado por el ocio multimedia), seguida de una vejez en la que «descansar» debe significar el abandono absoluto de toda actividad asociada al esfuerzo intelectual o el trabajo.
En De la brevedad de la vida, Séneca ilustra ilustra esta paradoja, que hunde sus raíces en una realidad fisiológica (la fuerza y energía de la primera edad adulta, contra la relativa fragilidad física de la madurez):
«Oirás a la mayoría decir: “A partir de los cincuenta me retiraré a descansar, los sesenta años me librarán de obligaciones”. ¿Pero a quién tomarás que te avale una vida lo bastante larga? ¿Quién dará permiso para que eso salga como dispones? ¿No te da vergüenza reservar para ti los despojos de tu vida y destinar para el bien espiritual solo ese tiempo que no se puede dedicar a ninguna cosa? ¡Qué tarde es empezar a vivir justamente cuando hay que dejarlo! ¡Qué olvido de nuestra mortalidad tan estúpido aplazar los planteamientos sensatos para los cincuenta o los sesenta años y pretender empezar la vida en un momento al que pocos logran llegar!»
El propio Roman Krznaric estrena ensayo, The Good Ancestor: How to Think Long Term in a Short-Term World, sobre las supuestas ventajas que podrían lograrse (de nuevo, a escala individual y colectiva) si la impulsividad del pensamiento a corto plazo pudiera contrarrestarse con una estrategia a largo plazo.
Juego de perspectivas
Como especie, tenemos una ventaja evolutiva, según Krznaric: la capacidad para centrar nuestra atención en una escala de segundos, años o incluso siglos, según nuestros intereses, capacidades y formación.
Pero hemos dejado de usar esta ventaja y, en situaciones complejas, esta incapacidad para afrontar grandes retos a largo plazo debilita cualquier respuesta.
En el plano sanitario, en el tecnológico, el climático, el terreno del urbanismo y las infraestructuras, el consumo y las filosofías de vida… Se imponen los intereses a corto plazo:
«Al mismo tiempo, las empresas apenas pueden aventurarse más allá de los próximos resultados trimestrales, somos adictos a la información instantánea 24/7 y nos cuesta resistirnos ante el botón de compra instantánea».
Roman Krznaric ha demandado a «varios expertos» de «distintos ámbitos» en qué consistiría la receta para lograr pensar más a la larga y, si bien muchos coinciden en el diagnóstico, pocos saben definir en qué consistiría el pensamiento a largo plazo y cómo sería posible integrarlo en nuestro contexto.
Entre las obsesiones de nuestra sociedad cortoplacista, observamos tendencias que contrastan con un pensamiento capaz de situar la atención en ciclos de tiempo más extensos e intereses que van más allá de una etapa o generación.
Alinear acciones cotidianas con legado
El corto plazo estaría supeditado a la cuantificación del tiempo como herramienta de productividad, las distracciones digitales, el presentismo político, el capitalismo especulativo, la incertidumbre distribuida (como las cadenas de suministro actuales, que han demostrado su debilidad durante la pandemia), o la obsesión por el progreso material perpetuo (indefinido en un mundo finito).
Por el contrario, el pensamiento a largo plazo dependería de una humildad que se nutre de factores que logran o recuperan poco a poco su prestigio:
- el «tiempo profundo» (la certidumbre de nuestra falibilidad, nuestra mortalidad e importancia relativas, tal y como reflexiona Marco Aurelio en sus Meditaciones);
- una mentalidad atenta al legado y la posteridad;
- comprender conceptos como el de justicia intergeneracional (lo que evitaría, tal y como hemos mencionado la colonización económica y medioambiental del futuro a partir del uso desmesurado de la deuda);
- pensar como los constructores de catedrales (planes que se extienden más allá de una vida humana, como la construcción de la basílica de la Sagrada Familia en Barcelona);
- el uso de modelos holísticos, capaces de tener en cuenta la complejidad de distintos sistemas;
- y no olvidar el potencial de tener grandes objetivos a escala planetaria, dada la interdependencia de la biosfera y de las capas tecnológicas que hemos construido sobre ella.
El ensayo de Roman Krznaric sigue el manido patrón ensayístico de obras que sacrifican sustancia en favor de una mayor difusión. Sin embargo, las reflexiones recopiladas sirven de portal hacia conceptos que debemos (re)visitar por la cuenta que nos trae.
Quizá hayamos contribuido, después de todo, una de esas reflexiones veraniegas que, gracias al ocio productivo y la divagación, podrían inspirar una actitud orientada hacia los cambios que intuimos necesarios, para que la percepción de distintas escalas de tiempo no sea un mero recurso literario en busca de rememorar el efectismo de la magdalena de Proust.
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