Entre 1865 y 1869, un entonces desconocido Georges Clemenceau, ciudadano francés, residió en Estados Unidos, donde ejerció de profesor de instituto de educación secundaria y envió crónicas a la prensa del otro lado del Atlántico. Décadas después, Clemenceau se convertiría en presidente de la República Francesa durante la época de entreguerras.
Los boletines del joven Clemenceau sobre Estados Unidos recogen con una prosa precisa y vivaz los acontecimientos de la época en un país que crecía con rapidez y ascendía como potencia mundial, con las esperanzas y contradicciones de una población que se recuperaba de las heridas de la Guerra de Secesión (1861-1865) y se mostraba incapaz de pasar la página de la esclavitud, abolida por el presidente republicano asesinado al final de la contienda, Abraham Lincoln.
Contamos con el punto de vista de Clemenceau para observar los eventos ocurridos durante los años de inestabilidad que seguirían al magnicidio, años convulsos en los que se produciría el primer proceso de destitución («impeachment») recogido como derecho en la Constitución de la república estadounidense.
Un espectáculo carnavalesco (en la década de 1860)
El proceso de destitución contra Andrew Johnson, decimoséptimo presidente de Estados Unidos, empezó en febrero de 1868 y fue desestimado por el Senado en mayo del mismo año, pero sus efectos serían decisivos: los excesos ejecutivos de Johnson limitarían el poder presidencial y forjarían el equilibro gobernativo entre el Congreso y el presidente.
Los excesos de la época recogidos por Clemenceau en sus crónicas evocan algunos de los sainetes a los que hemos asistido con el showman Donald Trump desde 2016. En su carta del 23 de septiembre de 1868 y a propósito de unas elecciones presidenciales en un clima de crispación social, Clemenceau escribe:
«El carnaval americano se repite cada cuatro años y dura en torno a dos meses. El pretexto de este desmadre de los espíritus es la elección presidencial. No es que la gente no se lo tome en serio. Uno muestra, al contrario, un interés tan grande que la fiesta acaba raramente sin disturbios ni batallas campales. Pero el juego consiste precisamente en otorgar una forma grotesca a un acto solemne y meditado. Hay que reconocer, además, que la ocasión se las trae».
Patrick Weil, historiador y director de investigación del CNRS francés, considera que las cartas de Clemenceau conceden una de las claves del fenómeno Trump:
«Cuando uno estudia la posguerra de Secesión, los Sudistas que salieron derrotados reconstituyeron una memoria positiva al decirse: “No hemos combatido para mantener la esclavitud, sino que lo hemos hecho para conservar los derechos de nuestros Estados, para conservar lo que somos con respecto al Estado federal”. Este es exactamente el tipo de ideología que se encuentra en la base del éxito del trumpismo, es decir, el rechazo del aborto y las leyes votadas en los Estados donde dominan los demócratas: “Queremos mantener nuestro poder en tanto que Estados federados porque contamos con la ventaja del Electoral College para ello”. Se trata de reconstruir, con otros temas, el mismo tipo de batallas de tienen lugar en la América contemporánea».
El carnaval contemporáneo, cuatro años después
Si 2016 representó la pérdida de la inocencia con las redes sociales, dado su papel amplificador de bulos y mensajes polarizadores durante las campañas del Brexit y las presidenciales de Estados Unidos, 2020 se convierte en el año en que la propaganda y la desinformación de masas migró a las aplicaciones de mensajería cifrada, EMA en sus siglas en inglés.
La atención sobre el rol editorial no confesado de las redes sociales en el discurso político de la opinión pública ha obligado a estos medios de Internet —que, recordemos, rechazan su estatuto de «medios» y la responsabilidad editorial sobre lo publicado que ello conlleva— a redefinir sus posiciones maximalistas en libertad de expresión y combatir la desinformación con criterios «humanos».
How Americans see U.S. tech companies as government scrutiny increases https://t.co/ujCF4zZRek
— Pew Research Fact Tank (@FactTank) October 30, 2020
Este papel editorial implícito en la edición de contenido extremista reconoce con los hechos la responsabilidad ética y jurídica que los principales repositorios de contenido de terceros tienen sobre lo que se difunde en sus plataformas. Eso sí, las redes sociales niegan este rol moderador que tratan de realizar lejos de la atención de los medios y el público (sobre la cual influyen directamente).
Cuatro años después del éxito sonado en el núcleo de Occidente del discurso iliberal promovido por los que el ensayista italiano Giuliano da Empoli ha llamado «ingenieros del caos», el tecnopopulismo sigue beneficiándose de la capitalización del descontento a través de la fusión entre el viejo populismo y los macrodatos.
Reconstruir un suelo de decencia que no tiene fondo
Estos cuatro años han confirmado nuestra capacidad de adaptación a «nuevas normalidades» y nos hemos tenido que habituar a la desaparición de lo que David Brooks, comentarista conservador del New York Times, ha llamado «el suelo de la decencia»: fenómenos como la victoria de Trump en noviembre de 2016 se alimentan de un comportamiento teóricamente tan descalificador que su apoyo se convierte en un acto simbólico de castigo contra las élites, en una instrumentalización del descontento que ideólogos como Steve Bannon supieron recuperar de la vieja propaganda de entreguerras.
¿Acabará 2020 con un cambio de rumbo que reconstruya el «suelo de decencia» colapsado en los últimos años? Ni siquiera la derrota de Trump en las elecciones garantizan el retroceso de la polarización en sociedades como la estadounidense, tal y como demuestra la escenificación antagonista entre quienes se manifiestan contra la injusticia racial y grupos abiertamente supremacistas, que amenazan con contestar en la calle (y armados) cualquier resultado contrario a una visión de la realidad cuyo extremismo ha sido normalizado por la propia Administración estadounidense.
Pero la última encuesta de Pew Research entre el público estadounidense confirma el cambio de percepción en torno a las redes sociales: la mayoría del público cree que las principales redes sociales juegan un rol político desmesurado. Asimismo, habría aumentado el escepticismo en torno a la veracidad información difundida en las redes sociales, así como también el apoyo a la regulación de las grandes firmas tecnológicas que controlan la difusión informativa en la Red.
Según Pew Research, el 47% de los estadounidenses dicen que las principales tecnológicas deberían estar sometidas a un mayor control gubernamental que el actual. Casi tres cuartos (el 73%) muestra poca o ninguna confianza en la capacidad de las firmas tecnológicas para evitar el uso irregular de sus plataformas para influir sobre las elecciones presidenciales del 3 de noviembre.
(Des)información en redes sociales y opinión pública
Asimismo, el agotamiento en torno al espectáculo de la polarización y la machacona telerrealidad en que Donald Trump ha sumergido al público hace acto de presencia: el 64% de los estadounidenses cree que las redes sociales ejercen un efecto sobre todo negativo en la marcha del país.
Siete de cada diez estadounidenses creen que las redes sociales acumulan demasiada influencia política, mientras el 73% cree que intereses como el económico determinarían la censura de contenido o la difusión de información y anuncios políticos tendenciosos, a menudo indistinguibles los unos de los otros.
Dada la gravedad de la amenaza, la opinión pública estadounidense podría estar desarrollando sus propios anticuerpos para garantizar la viabilidad de la sociedad abierta y un sistema democrático que debe demostrar su madurez y pretendida solidez en los próximos meses.
US citizens are less confident that the election will be conducted accurately — and more concerned about election irregularities and voter suppression — than they were four years ago. #GraphicTruth @gzeromedia https://t.co/EKsUaPpFPx
— ian bremmer (@ianbremmer) October 29, 2020
Algunas cosas no han cambiado desde las elecciones de 2016 y los mensajes polarizadores y tendenciosos, cuando no conspirativos, dominan el contenido más popular en aplicaciones que fidelizan a su audiencia y garantizan su retorno con una llamada implícita a la reacción contra supuestos oprobios percibidos. En un año de elecciones, los medios de información que logran mayor repercusión entre los usuarios estadounidenses de Facebook no son las principales cabeceras tradicionales, sino personalidades que muestran su indignación partidista ante supuestas afrentas de sus antagonistas.
¿Cómo y dónde establecer los límites de la libertad de expresión en plataformas cuya sede se encuentra en un país que reconoce este derecho explícitamente en su constitución, pero no elabora su desarrollo práctico? ¿Cómo crear un marco inequívoco entre opiniones legítimas y discursos denigrantes o que inciten a la difamación gratuita, la violencia implícita o el odio contra personas o grupos?
La punta del iceberg de la desinformación
Tanto Facebook/Instagram como YouTube y Twitter han tratado de responder al reto de establecer reglas a la libertad de expresión a raíz del control del Senado de Estados Unidos a la posible injerencia de los mensajes difundidos en las aplicaciones de Facebook, Alphabet y Twitter en las elecciones y la propia marcha de la democracia estadounidense.
TikTok y Twitch (donde la diputada demócrata AOC cuenta con cerca de 800.000 seguidores), con un formato adaptado a los más jóvenes, sirven de canal alternativo a «influencers» políticos para difundir mensajes a menudo dirigidos o incluso remunerados.
El carácter progresista, casi siempre muy a la izquierda del candidato demócrata Joe Biden, de parte de la actividad más popular en ambos repositorios, no oculta algunas contradicciones: en TikTok, los contenidos políticos asociados a Estados Unidos se difunden con mayor libertad que los contenidos asociados a las tensiones internas en China, país donde el servicio tiene su sede. Sus usuarios estadounidenses no parecen afrontar dilema moral alguno al usar el servicio.
Los focos de los grandes medios permanecen en los sospechosos habituales: la posible influencia del contenido polarizador en los servicios de Facebook, Alphabet y Twitter sobre la opinión pública en un momento tan crítico.
De poco han servido las medidas, consideradas como simbólicas por muchos analistas, de suspender la actividad en sus redes sociales de personalidades que habían contribuido a la normalización de posiciones de extrema derecha entre amplias capas influenciables de la audiencia, tales como Alex Jones (Infowars), Milo Yiannopoulos, Laura Loomer, Paul Nehlen, Louis Farrakhan o Paul Joseph Watson, entre otros.
El submundo de las granjas de moderación
Estas medidas, que empezaron en 2016 con el bloqueo de la cuenta de Twitter de la entonces personalidad de la autoproclamada «derecha alternativa» Milo Yiannopoulos, ejercieron un rol cosmético y de relaciones públicas dirigido tanto a la audiencia menos polarizada de estas plataformas y a su creciente escepticismo ante la supuesta neutralidad y buena fe de los repositorios donde consumían una parte creciente de su información y entretenimiento, como a unos anunciantes preocupados por la repercusión de asociarse a contenidos abiertamente extremistas.
Las granjas de moderación de contenido contrataron a miles de trabajadores que se convirtieron en el lumpen del mundo tecnológico, al trabajar como moderadores del contenido más deleznable y retorcido imaginable por salarios irrisorios en comparación con los recibidos por los asalariados de las propias tecnológicas.
Accelerating levels of crazy in the US:
% who feel it’s justified for their party to use violence in advancing political goalsNov '17:
Dem 8%
GOP 8%Oct '18:
Dem 13%
GOP 11%Dec '19:
Dem 16%
GOP 15%Jun '20:
Dem 30%
GOP 30%Sep '20:
Dem 33%
GOP 36%YouGov/Voter Study Group
— ian bremmer (@ianbremmer) October 9, 2020
Estos moderadores subcontratados no son personajes surgidos de una novela de ciencia ficción, sino más bien el equivalente contemporáneo a los cínicos empleados de centros de llamadas en décadas pretéritas. Casey Newton les dedicó un reportaje en The Verge en febrero de 2019, que abre con una escueta frase:
«Los ataques de pánico empezaron después de que Chloe viera a un hombre morir».
Cancelar cuentas en Facebook, YouTube, Twitter o Instagram de personalidades extremistas y conspiracionistas desde 2016 no evitó fenómenos más complejos y difusos tales como el auge de la teoría conspirativa QAnon, cuyo argumentario delirante, a menudo caótico y alimentado de manera colectiva como otros tipos de contenido popular en la Red, simpatiza con Donald Trump, quien ha realizado guiños a los seguidores de este culto apócrifo por razones electorales.
Cuatro años después de las elecciones estadounidenses de 2016 y tras un año en el que milenaristas y conspiracionistas encontrarán tantas señales como deseen (desde grandes incendios a eventos de clima extremo, pasando por una pandemia que entra de lleno en su segunda ola y que muchos, empezando por el propio presidente de Estados Unidos, minimizan o incluso niegan), las principales redes sociales han tratado de demostrar su buena fe con el bloqueo de cuentas falsas que amplifican desinformación y la eliminación de cuentas y contenido relativo al bulo QAnon.
Editorialización de contenido político en la Red
Un mayor celo en el patrullaje de cuentas conspiracionistas o difamatorias teledirigidas por terceros y la atención de medios y la comisión de Comercio, Ciencia y Transporte del Senado de Estados Unidos sobre la posible injerencia en las elecciones de la desinformación difundida en las redes sociales, ha acelerado una tendencia ya observada en distintas partes del mundo en los últimos años: el auge de la mensajería encriptada como medio de difusión masiva de propaganda, desinformación y teorías conspirativas.
Is anybody else shattered that this was even necessary? https://t.co/iEtz8GTh9w
— Laurie Garrett (@Laurie_Garrett) October 29, 2020
A diferencia del relato periodístico según el cual el contenido extremista moderado en las grandes redes sociales está promoviendo un trasvase de personalidades y usuarios de este ámbito a alternativas como Reddit, 8chan y 4chan, un informe del grupo de interés Brookings Institution describía en mayo de 2020 que son las las aplicaciones de mensajería cifrada las que ganan terreno como medios de propaganda de masas.
«En los últimos años, campañas de propaganda que usan desinformación a través de aplicaciones de mensajería cifrada (EMA) han contribuido al aumento de la violencia en la vida real en varios países: Brasil, India, México, Myanmar, Sudáfrica, Sri Lanka, Estados Unidos y Venezuela. Las EMA se están convirtiendo con rapidez en el medio preferido para complejas campañas encubiertas de propaganda en muchas partes del mundo. En plena pandemia de Covid-19, la mensajería cifrada se ha convertido en un medio decisivo para difundir bulos médicos, engaños y estafas».
Tal y como señalaba en 2018 el Institute for the Future (IFTF), la información difundida entre personas y en grupos privados a través de mensajería encriptada pierde su contexto original y toma el tono del mensaje de quien lo comparte:
«Millones de personas anónimas contribuyen al aumento del flujo de información a través de aplicaciones de chat. Al compartir mensajes individuales que parafrasean, editorializan y contextualizan la información, estás personas transforman el contenido. Esto pone potencialmente en riesgo la integridad de las noticias y traslada la autoridad desde los periodistas profesionales a ciudadanos comunes».
Reconstruir puentes
Pero, en ocasiones, los supuestos «ciudadanos comunes» difunden o amplifican bulos de manera consciente, como parte de esquemas de desinformación que han contribuido a fenómenos como la persecución de minorías y personas percibidas como antagonistas.
Las aplicaciones de mensajería también han cambiado el modo en que la información se produce y, a menudo, se instrumentaliza y tergiversa.
En los últimos años, varias democracias maduras han experimentado una erosión similar a la estadounidense. Lo que hasta hace poco se definía como mera crispación o polarización en sistemas donde quienes se percibían como oponentes reconocían a sus adversarios en función de un baremo reconocible, se ha transformado en un fenómeno distinto. David Brooks lo considera una «crisis de legitimidad»:
«Se trata de la intención de anular a otros ciudadanos, la suposición de que las instituciones, como los sistemas electorales, son fundamentalmente fraudulentos y han sido manipulados. Esto es lo que Trump ha sabido explotar».
Cuando el público pierde la fe en sus conciudadanos y la cohesión se convierte en un ideal abstracto e inalcanzable, la desconfianza mutua se instala y lo que hasta entonces se había solventado a través de los canales habituales de una democracia representativa se transforma en demonización del adversario y crisis de legitimidad del sistema.
Después del empacho
Un estudio de YouGov muestra el aumento siginificativo de votantes estadounidenses que considerarían legítimo el uso de la violencia por parte de su partido para avanzar en objetivos políticos marcados.
Los períodos donde la opinión pública justificó de manera mayoritaria la anteposición del fin a los medios para lograr objetivos políticos abrieron paso a algunos de los momentos más oscuros del siglo XX.
Quizá, en esta ocasión baste con sólo asomarse al abismo para constatar que los suelos de decencia son necesarios en una sociedad abierta. La pandemia nos ha hecho apreciar la rutina cotidiana pretérita que dábamos por garantizada.
¿Puede el empacho de exabruptos y telerrealidad vacunarnos contra cultos a la personalidad que creíamos circunscritos a otras realidades y épocas?
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