«Nada se pierde en realidad, o puede perderse». Así empezaba Walt Whitman Continuities, un poema de 1888 conformado por once versos libres que, traducido a una lengua romance, siempre gana en extensión, tal es la modernidad y flexibilidad del inglés del poeta estadounidense.
Whitman reivindica un panteísmo próximo al expuesto por uno de sus primeros admiradores públicos y artífice de su reconocimiento a raíz de la publicación artesanal de 795 copias de la primera edición de Hojas de hierba en 1855, el poeta y ensayista Ralph Waldo Emerson, algo mayor que él y tanto social como literariamente establecido.
Cuando Emerson leyó «Hojas de hierba»
Medio siglo antes de que Whitman compusiera Continuidades, Emerson había pronunciado un célebre discurso de graduación en la Divinity School de Harvard, donde él mismo había estudiado una década antes.
El discurso tenía un tono directo y subversivo para el contexto, pues Emerson dejaba atrás la relativa tolerancia universalista de la iglesia Unitaria a la que se adscribía la Universidad y abogaba por una relación libre y personal con un Dios que debía equivaler a una divinidad panteísta (similar a la de Spinoza) o, de lo contrario, los estadounidenses evolucionarían hacia un mundo etéreo y alejado de las realidades de la existencia, tales como una relación directa con la naturaleza.
Estados Unidos era un país-continente con una naturaleza ajena al mundo romanizado europeo, y el país debía crear su propia filosofía. Emerson la llamará trascendentalismo y, si bien tiene similitudes incuestionables con el idealismo alemán de Kant y sus discípulos, trata de albergar en sí al buhonero y al buscavidas, al leñador y al nativo americano.
Hojas de hierba era poco menos que la materialización de una intuición: Emerson había pensado en un carácter estadounidense alejado del paternalismo de la vieja metrópolis o la sofisticación intelectual del aliado francés, y figuras como Whitman convertían meras intuiciones en una convicción.
Ruralidad de Long Island
Unos años antes de publicar Hojas de hierba, Whitman seguía los pasos de otro niño buscavidas que había acabado en el periodismo, Benjamin Franklin. La inestabilidad económica y profesional del aprendiz de imprenta Whitman tiene ecos en la pauperizada clase creativa surgida con Internet y la digitalización del contenido. Es más fácil y barato que nunca escribir o publicar, si bien el éxito y la autonomía económica parecen al alcance de una minoría.
El joven Walt Whitman, originario de Long Island, conocedor de la realidad a las afueras de Nueva York antes de que sucesivas oleadas de inmigrantes procedentes de Europa Occidental y del Este engrosaran los arrabales de la gran urbe, una infraclase que, décadas antes de que un pionero del foroperiodismo, Jacob Riis (amigo del joven Teddy Roosevelt) publicara su libro How the Other Half Lives (1890).
La Nueva York del joven Whitman era todavía una ciudad relativamente pequeña y su ritmo era más parecido al de Philadelphia que al de Londres. Entre trabajos casi siempre mal pagados y temporales, el joven buscavidas (lo que el lenguaje popular llamaría más tarde un reporte «hobo»), se abrió paso entre las firmas habituales de las numerosas publicaciones de Nueva York, donde publicaba crónicas y relatos cortos.
Un tal Whitman escribe al editor del New Yorker
En paralelo, el joven escritor y reportero empezó a trabajar en los poemas que estaba determinado a publicar en pequeñas tiradas, aunque el pudor y la seguridad le obligaran a no firmar.
En el otoño de 1850, cuando Whitman tenía 31 años, The New Yorker debutaba en Manhattan. El semanario prometía a sus suscriptores «una serie de novedades o historias del más alto mérito, con anterioridad a cualquier otra publicación».
El semanario, que se autoproclamaba quizá prematuramente «el mejor periódico familiar de la Unión», recibió una carta de «un escritor de Brooklyn» fechada el 10 de octubre, dirigida al editor, Carlos D. Stuart.
En la carta, el escritor ofrecía su servicio voluntario en todo tipo de quehaceres:
«¿Tiene usted algún tipo de “puesto” en su nueva empresa adecuado a los servicios que yo pudiera facilitarle? Me he quedado sin empleo regular y soy un apasionado de la prensa —y, si usted estuviera dispuesto a “jugársela”, me gustaría tener una entrevista con usted, con el propósito de comprobar si pudiéramos llegar a algún acuerdo. En cuanto al salario, mi idea es “muy” moderada.
«¿Le interesaría una historia de cierta extensión para su revista?»
El New Yorker no era ni de lejos la única publicación que estaba recibiendo semejantes misivas. A los treinta años, Whitman había publicado una novela que había vendido miles de ejemplares (trabajo que él detestaría más tarde), así que una veintena de folletines, o relatos que aparecían en la prensa periódica de la época.
El vigor de un país joven e inocente
Sin embargo, en esos años Whitman pasará de publicar relatos y poemas en el formato más popular de la época para garantizar su publicación en los diarios, a trabajar en un nuevo tipo de poesía, caracterizado por su libertad estilística y proximidad a la prosa. Este nuevo lenguaje-río fascinará a Emerson y a otros autores de la época. Hojas de hierba estuvo cerca de ser una obra formalmente muy distinta, o incluso una novela en prosa, según algunos críticos.
Sin embargo, Whitman trató de crear una nueva poesía narrativa a la altura de su «necesidad». Había que cantar los caminos no trillados y una afirmación individual vitalista, y para ello era necesario contar con un lenguaje joven y formalmente poco encorsetado. Una vez ejecutado y reconocido por Emerson, corremos el riesgo de pensar que la deriva era indiscutible y la suerte estaba echada.
Sin embargo, el que sería tratado más tarde como poeta indiscutible de un país joven, inocente y enérgico, reiteró que ni Hojas de hierba ni su trabajo poético habrían sobrevivido si su voz en prosa y su trabajo en la prensa le hubieran colmado. Años más tarde, el poeta describiría a su amigo Horace Traubel por qué se la había jugado con un nuevo tipo de poesía:
«Siempre he defendido que Hojas de hierba va más allá de cualidades y particularidades. Se trata de atmósfera, unidad: no ha sido concebido para dividirse en peculiaridades, sino como una sinfonía».
La «atmósfera» de la que habla Whitman es reconocible en la búsqueda panteísta de otros autores, cada uno de ellos con su voz, Emerson y Thoreau entre ellos. Un lector de los trascendentalistas, el joven escritor ruso Lev Tolstói, se inspirará también en esta intuición holista, el carácter de sinfonía que trata de manifestar una intuición panteísta sobre el mundo.
Esto no es un libro
Es como si, al hablar de la realidad palpable y de lo que ésta le sugiere, Whitman tuviera que reconocer y dar la bienvenida —sin juicios de valor, sin condenaciones moralistas, sin instrumentalización— a sus contradicciones. En 1874, un crítico escribía sobre la obra, convertida ya en clásico estadounidense:
«Es como si el reconocimiento de su intelecto finito fuera el principio subyacente que une las cosas, armoniza todas las discordias, anula el antagonismo entre el bien y el mal, el dolor y el placer, el pasado y el futuro, el tiempo y la eternidad».
Deberían pasar muchas décadas para que las intuiciones plasmadas por Whitman en su obra, ese poeta que, en palabras de Borges, había sido, ante todo, un hombre bueno, alguien que no jugaba a los versos, sino que escribía para crear un arquetipo encarnado del estadounidense medio, de buen fondo y buscavidas, siempre dispuesto a empezar de nuevo y a dejarlo todo por la perspectiva de un trayecto con lo puesto rumbo a lo desconocido:
Camerado, this is no book,
Who touches this, touches a man.(Camarada, esto no es un libro;
quien toca esto toca a un hombre.)
Un libro puede ser más que su representación material. Al ser leído, puede encarnar mucho más. Su trayecto más allá de la vieja moral, su canto a la inocencia, emparentan al poeta de Hojas de hierba con el Nietzsche de Genealogía de la moral.
Whitman moriría en 1892, antes de que la relativa prosperidad y estabilidad de finales del XIX e inicios del XX derivaran, casi por aburrimiento, en el patriotismo de cartón piedra que animó la escabechina de la Primera guerra mundial.
Humanismo en tiempos tribales
Décadas más tarde de la muerte de Whitman, un escritor francés de entreguerras, un idealista bonachón dispuesto a sacrificar su carrera para movilizar a los escritores y artistas europeos contra una nueva contienda total europea que retomara las calamidades de la Gran Guerra, expresará en qué consiste el pensamiento literario con vocación panteísta de Whitman, algunos pasajes de Tolstói y otros.
Su nombre es Romain Rolland, autor reconocido y alabado en El mundo de ayer de Stefan Zweig como el tipo de europeo que podría haber florecido en el nuevo siglo si el cosmopolitismo hubiera logrado moderar las tensiones entre nacionalismo y lucha de clases.
Este «buen europeo» (expresión de Nietzsche sobre lo que se requería en el futuro) había quedado sepultado por el ruido de los demagogos, agresivos y oportunistas. Pero la biografía de Rolland nos recuerda hasta qué punto es difícil distinguir lo honorable de lo monstruoso cuando está ocurriendo: Rolland alabó a Josef Stalin en los años 30. Las atrocidades del gulag y la economía planificada no se conocerían con certidumbre hasta más tarde (Rolland moría en diciembre de 1944, a los 78 años).
El sentimiento oceánico
Más popular en la Europa de entreguerras que después, Rolland avanzó en las ideas no dualistas de pensadores como los presocráticos (Parménides, que nos llega, como Sócrates, a través de la interpretación que hace Platón al escribir sobre ellos) y los filósofos orientales (Lao-Tsé). Abrazar la contradicción y comprender la belleza y limitaciones de la existencia conducían a un tipo de sensación que Romain Rolland llamó «sentimiento oceánico».
La noción espiritual de Rolland quizá surgiera durante sus jornadas maratonianas para ayudar a autores y amigos de Europa Central a escapar de la persecución. De nuevo a solas con su voluntad de crear, Rolland trató de definir la sensación que nos lleva a intuir una unidad entre todas las cosas de la que formamos parte, una sensación metafísica próxima a la creencia religiosa, al aceptar implícitamente la existencia de algo «más grande que uno mismo».
El pensamiento oceánico del que habla Romain Rolland tiene ecos en otros pensamientos, pero se aleja del nihilismo planteado por Schopenhauer y por autores que asistieron, como Rolland, a los horrores de inicios del siglo XX, como el Albert Camus de la época de la filosofía de lo absurdo (posteriormente, la posición de Camus será más próxima al humanismo con toques nietzscheanos de Rolland).
Romain Rolland mencionó la expresión por primera vez en una carta a su amigo Sigmund Freud, para argumentar la sensación de conformar una unidad con el universo (o ser, como articula la filosofía oriental, un recipiente del resto de cosas).
En la filosofía occidental, quizá el neoplatonismo de Plotino explore los conceptos más próximos al sentimiento oceánico (eso sí, sin recurrir a la imagen del océano como medio de la vastedad universal).
Sincretismo
El filósofo del siglo III, que rehuyó el cristianismo por su tosca obsesión por la encarnación de lo divino en material, creía que el alma era como una escultura que ha alcanzado su forma óptima después de desprenderse de capas redundantes.
Para Plotino, la inteligencia y la belleza son ejercicios para avanzar hacia una unidad superior que, al ser alcanzada, ya no necesita «logos», pues es un territorio más allá del ser. Se trata de «lo unificado» o Uno, una especie de intuición conformada por lo bello y noble cuando es desprovisto de todo lo individual y supletorio.
Cuando Rolland mencionó a Freud su inquietud universal o «sentimiento oceánico», la contestación del fundador del psicoanálisis, y ambos acabarían explorando las tesis de la filosofía india, así como el panteísmo de Spinoza.
En una carta fechada en el 14 de julio de 1929, Freud escribe a Rolland:
«Su carta del 5 de diciembre de 1927 y sus reflexiones sobre el sentimiento que llama oceánico me han mantenido en vela».
El sentimiento de unión indisoluble con el gran Todo, de pertenencia a una cierta universalidad, se convierte así en una intuición compartida por Occidente y Oriente.
La toma de conciencia non dual de la naturaleza del hombre, intuida por Friedrich Nietzsche para lograr salir del callejón sin salida del idealismo, no dejaba de ser una apreciación del mundo de tradición cristiana por las tesis sincréticas que había sepultado bajo siglos de ortodoxia endogámica.
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