Los estoicos se sirvieron de una simple herramienta lógica para escrutar la realidad: el “modus tollendo tollens”, o ley de contraposición, consistente en abrir nuevos caminos de investigación refutando creencias anteriores con una evidencia.
Este “modo que al negar niega” permite impugnar cualquier conjetura encontrando una negación o excepción que la invalida (no todos los cisnes son blancos si encuentro uno de otro color).
Esta herramienta algebraica clásica, una de las bases de la informática (álgebra booleana) nos sirve para inferir que, al escrutar nuestro aguante físico o mental, lo que antes era el punto de culminación se convierte en una etapa más.
Cálculo booleano
El límite de mi aguante físico no equivale al último resultado, sino que precisamente es superior a éste.
El significado de las nuevas cotas en deporte, ciencia, técnica o arte puede leerse en la matriz algorítmica de los estoicos: a medida que logramos metas, alumbramos lo que hasta entonces era desconocido o carecía de interés, pero este proceso nos abre a su vez un territorio desconocido adyacente mucho mayor.
El polímata francés del siglo XVII Blaise Pascal reflexionó por esta paradoja ya comentada por Sócrates, según la cual uno aprecia cada vez más claramente lo poco que sabe a medida que acumula conocimiento. Pascal explicó el fenómeno comparando el saber personal con una esfera que, al extenderse, aumenta su superficie de fricción con lo desconocido.
“El conocimiento es como una esfera, a mayor volumen, mayor es su contacto con lo desconocido.”
De esta metáfora se infiere también el sentido del “sólo sé que no sé nada” atribuido a Sócrates: podemos refutar una conjetura encontrando la excepción, pero es imposible afirmar una conjetura buscando todos los ejemplos que la sostienen.
La esfera de Pascal
Las lecturas sobre lógica y positivismo de Borges, mutadas con la alquimia del Siglo de Oro que encontró ya en la biblioteca familiar, alimentaron pequeños ensayos como La esfera de Pascal (del compendio Otras inquisiciones, 1952), y el escrutinio del autor de El Aleph nunca acabó, dejándonos sin una gran novela río que lo contuviera todo, pero al menos dibujando artilugios como bibliotecas infinitas, puntos de conocimiento absoluto y otros artefactos que podemos imaginar, pero que todavía no se encuentran dentro de los límites humanos (que, al haber sido alcanzados, pueden por tanto ser superados).
Bajando un poco el vuelo para que la mención de los estoicos (el “per aspera ad astra” -a través de las dificultades, hasta las estrellas”- de Séneca; o la paradoja no menos válida de Buzz Lightyear, “hasta el infinito y más allá”), o la mención de Pascal y Borges, no nos acerquen tanto al infinito que demos la vuelta hasta acercarnos demasiado al cero (lo que nos evocaría algún manido eslogan publicitario del estilo “impossible is nothing”, donde “nothing” equivale a cero), a medida que exploramos el mundo físico, encontramos más matices que, a su vez, dan lugar a una riqueza todavía mayor.
La esfera de Pascal a la que se refiere Borges es una referencia a la capacidad del polímata francés para expresar pensamientos abstractos sirviéndose de una herramienta que conocía y que contribuyó a expandir: las matemáticas.
Cuando el objetivo mecanizar los humanos (y no humanizar las máquinas)
Sus aportaciones en el cálculo mecánico y la teoría de la probabilidad no diluyen la importancia de un trabajo más abstracto y espiritual: sus aforismos. Una tradición académica arraigada priva a Blaise Pascal de la consideración de filósofo; ninguno de sus lectores célebres dudó sobre su talla filosófica (entre ellos, el precursor de la fenomenología Henri Bergson).
Cuando Pascal aseguraba que conocemos la verdad no con la razón, sino con el corazón, no indagaba en la manida tradición dualista, tanto platónica como teológica, sino que reconocía el vitalismo (irreductible a la suma de sus partes, aspiración mecanicista que se impondría con la Ilustración).
La posición de Pascal, tan reconocido por sus aportaciones matemáticas como ninguneado por el oficialismo filosófico, inspiró a Henri Bergson, que abrazó el caos creativo -del ser humano del universo-, adaptando su filosofía a la evolución de la física teórica y las aportaciones del romanticismo.
Como pionero del emergentismo, Bergson concedió importancia a rasgos como la creatividad, la intuición o lo que llamó “élan vital” -la fuerza o impulso vital, idea que lo entronca con Emerson y Schopenhauer-).
Intuiciones sobre lo que se escapa al cálculo
Como Pascal, Bergson es difícil de catalogar, pues sus ideas sobre vitalismo, intuición y creatividad lo acercan a la llamada filosofía continental, si bien partía de una convicción matemática y positivista que lo unían a filósofos analíticos (tradición anglosajona) como el estadounidense William James.
La realidad compleja que el mecanicismo era incapaz de condensar en sus postulados, al existir fenómenos (como la propia conciencia humana) en apariencia irreductibles a la suma de sus partes, fue expresada por Pascal con una belleza matemática que roza la poética, pues su uso de términos como “esfera” o “infinito” no son nunca conceptos cuantificables o intercambiables, pero guardan a la vez su misterio y su verdad lógica, huyendo del “modus tollendo tollens” de los estoicos y situándose en lo trascendental:
“La naturaleza es una esfera infinita cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguno.”
El “modus tollendo tollens” sí nos recuerda que lo que parece agotado adquiere tantos matices como lo permita la nueva observación, y lo que en principio parecía tan claro y anodino como una figura euclidiana se transforma en una porción llena de vida abierta a un escrutinio inabarcable, ya se trate de el estudio de las costumbres de los insectos sociales, el alpinismo o la arquitectura: cada menester elegido, si escrutado con la suficiente ingenuidad y voluntad de autenticidad, es un pozo sin fondo que nunca acabará de sorprender al observador.
Giacometti y la escultura del origen
La diferencia entre la simplicidad matemática del mundo euclidiano y la riqueza irreductible del mundo, que conduce (a Pascal, a Nietzsche, a Camus, a tantos otros) a reivindicar el “amor fati” de los estoicos: en vez de obsesionarse con ser diferente, o mejor, o puro, o algo que no se es por naturaleza; en vez de anteponer el fin a los medios y justificar las acciones que visten cualquier horror (de las matanzas revolucionarias a la eugenesia cultural o biológica), comprender la riqueza de la realidad. Amar, como dice Camus (incapaz de revolcarse en el nihilismo).
Quizá la capacidad de sorprenderse con lo mundano separa a quienes conservan su ingenuidad infantil del resto de los adultos, y conduce a todas las disciplinas a escrutar los mismos derroteros una y otra vez, pues la nueva mirada transforma una actividad potencialmente anodina en una experiencia memorable.
Una vez la costumbre hace que estos mismos individuos “exploradores” agoten los derroteros ya manidos por otros, llega el momento de explorar nuevas opciones. Así, lo que separa la escultura de Auguste Rodin de la obra de los realistas del XIX, o la que distingue las esculturas antropomórficas alargadas de Giacometti de algunos ídolos de la escultura africana, es la voluntad de volver una y otra vez al origen para encontrar el camino propio, a menudo ya trillado y en apariencia agotado.
Arte de encontrar originalidad en lo descartado
Uno de los problemas que afrontan los estudios en ciencias sociales es el fenómeno conocido como crisis de replicación, o incapacidad de ratificar el resultado de un estudio reproduciendo con éxito los mismos resultados sobre los que se basa su hipótesis.
Quizá haya llegado el momento de reconocer en campos tan sujetos a la interpretación, que repasar y encontrar defectos en ideas sostenidas con anterioridad contribuye a observar el mundo con mayor riqueza.
Este fenómeno está presente en la investigación sobre inteligencia, explica un editorial de Nature (22 de mayo de 2017).
Según este editorial, uno de los mejores modos de encontrar nuevas ideas consistiría precisamente en escrutar hipótesis ya manidas, pues en la información recolectada (y en sus defectos, así como en sus conclusiones reduccionistas) hay oportunidades para obtener nuevas ideas y líneas de investigación: de nuevo, la observación de lo mismo aporta potencialmente nuevos matices. Quizá principios de grandes hallazgos.
La primera visita es el principio, no el final
Podemos tener la sensación de que la superficie terrestre sobre la que hemos evolucionado se nos ha quedado pequeña al constatar la evolución de algunos fenómenos:
- el descenso del cineasta James Cameron a la Fosa de las Marianas;
- el ascenso del ultradeportista Kílian Jornet al Everest por su cara norte (la difícil) sin oxígeno ni cuerda fija en 26 horas (tiempo de un profesional habituado: 3-5 días); no contento con la hazaña debido a un virus estomacal que había frenado su ritmo, Jornet volvió a subir la cima, una vez recuperado, seis días después de su primera cumbre (y, en esta ocasión, reduciendo el tiempo hasta las 17 horas desde el campo base, cuatro horas y media menos);
- los efectos de nuestra propia actividad sobre la superficie y atmósfera del planeta;
- etc.
La exploración del océano no se ha agotado porque un miembro de nuestra especie haya descendido hasta su fosa más profunda por un instante, ni el Everest deja de ser menos mágico porque Kílian Jornet suba en 17 horas lo que hasta 1953 era imposible para un ser humano (hasta que Edmund Hillary y Tenzing Norgay lo refutaron alcanzando su cima), y todavía hoy requiere entre tres y cinco jornadas a los montañeros habituados.
Bergson y la física del siglo XX
Ni el mundo deja de ser menos mágico porque constatemos por primera vez que el impacto de la actividad humana ha alcanzado unas dimensiones tales que la atmósfera del astro está ahora sujeta a nuestros caprichos demiúrgicos, y ningún rincón parece lo suficientemente apartado u hostil a la visita de nuestra especie (y la posterior difusión de la hazaña en redes sociales).
Cuando en 1642 Pascal dio con la manera de realizar cálculos aritméticos automáticos a través de sus ruedas y engranajes, demostró su adherencia al método científico, dejando claro que había dominios que no podían reducirse a la lógica aristotélica y el “modus tollendo tollens” de los estoicos.
Para Pascal, las matemáticas más abstractas pertenecían al dominio de lo que se escapaba a nuestra percepción, pues sugerían que hay fenómenos complejos irreductibles a sus componentes, o que se escapan a nuestra capacidad descriptiva (o voluntad de categorizar todos los fenómenos según nuestros baremos y sin equívoco).
Ya en el siglo XX, la física teórica discutiría sin cesar el concepto de materia, ante la incomodidad de constatar que las partículas podían ser ondas, y a la inversa.
Matemática práctica y pensamiento lejano
Como Pascal, Bergson reivindicó 250 años más tarde el vitalismo y denunció la tosquedad con que muchos filósofos materialistas explicaban todos los fenómenos, incluyendo la conciencia, a una serie de procesos reproducibles una vez la técnica avanzara lo suficiente, y esta corriente reduccionista de la filosofía analítica está presente en los trabajos actuales sobre inteligencia artificial.
El espiritualismo de Pascal, centrado en una relación de uno mismo con sus creencias que alcanza el pietismo de la mística española, se convierte en Bergson en una reivindicación del carácter único de cada ser humano: nuestra conciencia es inescrutable y hay intuiciones más allá de los límites del saber científico que nos inspiran y conmueven, animándonos a seguir explorando.
Conocedor de la matemática y la mecánica, Bergson acabó como Pascal: cuestionándose sobre conceptos matemáticos que se alejan de la práctica utilitaria cotidiana y nos acercan a verdades difíciles de simplificar: la esperanza novedosa del inicio de un día (o un nacimiento), la creatividad, la fuerza vital, la repetición de una puesta de sol, la muerte.
Positivismo y autenticidad
En el siglo XX, los existencialistas franceses reivindicarían tanto el vitalismo de Pascal y Bergson como la tradición equivalente alemana, desde Schopenhauer a Nietzsche, pasando por la fenomenología.
Esta filosofía, que reivindicaba la experiencia personal, fue sustituida por la corriente estructuralista: la cultura humana debía comprenderse estudiando la relación entre sus elementos, arrojando luz sobre un sistema que había que estudiar desde distintas disciplinas y puntos de vista.
…Y ni siquiera el pensamiento sistémico de los estructuralistas respondió satisfactoriamente a esas cuestiones que, según Bergson, se escapan al saber científico y el positivismo.
Al intentar condensar sus explicaciones complejas en un nuevo edificio filosófico, los estructuralistas se encontraron ante la disyuntiva de:
- o bien simplificar nuestra visión del mundo (reduciéndola a una descripción positivista);
- o bien reconocer la belleza de lo espontáneo, lo intuitivo, tan singular como la propia conciencia de cada ser humano (y acercándose, así, al vitalismo afirmador de la tradición introspectiva francesa de Montaigne, Pascal, Bergson o Camus; pero también a la corriente alemana influida por el español Baltasar Gracián, desde Schopenhauer a Nietzsche).
Contradicciones de filósofos-matemáticos
La escritura apresurada y falible de Pascal en sus Pensamientos no es un error de estilo, como a veces han confundido sus críticos, sino una intención consciente: exteriorizar el discursos mental sin añadiduras posteriores ni alambiques postizos, representando las conjeturas tal y como hayan llegado, pues el ser humano es impulsivo y contradictorio, y no debería dedicar sus esfuerzos a introducir la complejidad de la vida humana en las leyes perfectas del mundo de las matemáticas.
Pascal y Bergson, dos portentos matemáticos, constataron el fenómeno que los hace vigentes en nuestra época. Según ambos, hay dos ámbitos difíciles de armonizar en la conciencia lúcida:
- el mundo del “modus tollendo tollens”: el dominio de las matemáticas, con su claridad, economía, leyes inmutables, capacidad de verificación y refutación, permite avanzar en el conocimiento y abrir nuevos caminos una vez los anteriores han sido agotados;
- por otro lado, la existencia de incluso la mente más racional (no hay que olvidar la obsesión de Newton por el ocultismo) de una intuición superior, imposible de someter a la verificación de la pequeña ciencia, pues más allá de la esfera del conocimiento de Pascal hay sólo sombras, potencial, intuiciones; también hay un reflejo de lo mejor y peor del ser humano, desde nuestra debilidad a nuestra falibilidad e incomodidad ante el caos.
Esta dicotomía permanece irresuelta y, allí donde aparece la oscuridad o los matices alcanzan una riqueza que somos incapaces de definir con nuestros sistemas de medición, surgen la música, la poesía, la metafísica (y, en los espíritus más holgazanes o incapaces, la superstición, que Sócrates equiparó a maldad).
La alegría contenida en “Tristes tropiques”
Se trate de vitalistas, existencialistas, estructuralistas o postmodernos desganados, los grandes pensadores nos ofrecen a veces pequeños centelleos de lo que de momento son intuiciones: a veces en forma de melodía, como unos versos, en forma de artículo científico…
O de pequeña descripción en un ensayo antropológico. En 1955, el estructuralista francés Claude Lévi-Strauss publicaba Tristes tropiques, lo que debía ser un ensayo científico sobre su convivencia con varias tribus amazónicas y otros pueblos nativos a lo largo de los años, y sin embargo trasciende las meras reflexiones etnográficas y se convierte en un tratado filosófico que desborda el estructuralismo: hay nociones vitalistas que lo acercan a Pascal o a Bergson, por no hablar de Nietzsche, así como descripciones de indudable belleza poética.
En las notas sobre su primer viaje en barco a Brasil, Lévi-Strauss reflexiona sobre el sentido que el ser humano ha otorgado a fenómenos como la puesta de sol y el amanecer, observaciones relacionadas con conceptos metafísicos como el de eterno retorno.
El alba es siempre una expectativa, el inicio de algo, mientras que el crepúsculo se ha asentado en nuestro imaginario como una dolorosa repetición, recordatorio -eso sí, lleno de matices- de nuestras limitaciones.
El espanto de Pascal
Buenos Aires, 1951. Jorge Luis Borges dedica un pequeño texto a perseguir una imagen recurrente desde los presocráticos: una esfera, cuyo centro está en todas partes y circunferencia en ninguna”. Tituló el texto, con cierta ironía, La esfera de Pascal.
Borges parece amonestar a Pascal por haber dejado entrever sin pudor en sus escritos que, en efecto, sufría físicamente (y, quizá por ello, “sintió el peso incesante del mundo físico, sintió vértigo, miedo y soledad”).
Borges nos revela un detalle esclarecedor de la intimidad de Pascal.
En efecto, el autor de los Pensamientos había anotado:
“La naturaleza es una esfera infinita, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna.”
Sin embargo, la edición crítica de Tourneur (París, 1941), anota Borges,
“…que reproduce las tachaduras y vacilaciones del manuscrito, revela que Pascal empezó a escribir ‘effroyable’ [espantosa].”
Borges nos invita a reflexionar sobre la semántica de “infinita” y “espantosa”. Pero, sobre todo, nos recuerda que las metáforas son ante todo eso, metáforas, y seguimos reflexionando sobre las mejores parábolas porque su significado es inagotable, como los amaneceres y puestas de sol sobre los que escribe el desconocido joven antropólogo francés de origen judío Claude Lévi-Strauss, al acercarse en barco a Brasil para estudiar tribus olvidadas en pleno auge del fascismo en Europa.
Afirmando con la negación
Quizá la historia universal es la historia de unas cuantas metáforas, nos dice Borges al principio de un texto que hay que leer. Y acaba con un casi idéntico:
“Quizá la historia universal es la historia de la diversa entonación de algunas metáforas. Bosquejar un capítulo de esa historia es el fin de esta nota.”
Para Claude Lévi-Strauss (Tristes tropiques, 1955),
“No hay nada más misterioso que el conjunto de procesos siempre idénticos y a la vez imprevisibles, a través de los cuales la noche sucede al día.”
Tristes tropiques, cumbre de la exploración etnográfica y filosófica del ser humano, empieza con la siguiente frase:
“Odio los viajes y los exploradores.”
No es nada nuevo. Tal y como ilustra el “modus tollendo tollens”, algunas de las grandes afirmaciones empiezan o acaban con una negación.
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