Viajar es más fácil, rápido y barato que nunca para pasajeros y mercancías, y las ciudades más prósperas e influyentes compiten más a través de sus aeropuertos y centros logísticos que con monumentos y edificios memorables.
A medida que tecnología y conveniencia convierten cualquier trayecto en un mero trámite punto a punto, aumenta el atractivo del viaje-experiencia (un híbrido entre la crónica mexicana de Bernal Díaz del Castillo y las aventuras africanas del Joseph Conrad de El corazón de las tinieblas), tanto en escapadas de proximidad como en aventuras intercontinentales.
Las tendencias económicas y políticas de hoy se definen en función de su actitud con esta realidad, y la retórica del nacionalismo y el aislamiento gana adeptos en los dos países que promovieron con mayor ahínco la liberalización de ideas, transporte y mercados.
Significado actual de viejos sueños y realidades
Internet, los vuelos baratos y el auge de las exportaciones chinas han empequeñecido el mundo todavía más, pero el dominio aéreo en los trayectos de media y larga distancia aparta a los viajeros de zonas cuya peligrosidad real y percibida desaconsejan el viaje sosegado y exploratorio.
¿Queda lugar para los viajes de iniciación y experiencia en la era del turismo masivo y el celo de los fundamentalismos? ¿Cómo viajar físicamente a través de un mundo que se aglutina cada vez más en torno a tecnologías análogas, valores postmodernos observados en el ocio y servicios tan homogéneos en todo el mundo que resultan intercambiables?
China trata ahora de revivir la pujanza de la ruta comercial euroasiática financiando el desarrollo del comercio a lo largo de la Ruta de la Seda con 124.000 millones de dólares en inversiones (“cinturón” de la ruta de la seda).
Desde el extremo europeo de la vieja ruta, los viajeros que a inicios de la Era Moderna exploraron el África Subsahariana y viajaron a la India o China evocan el viejo sueño del viaje aventurero: el intento de convertir la Odisea, al fin y al cabo una aventura mediterránea, en un periplo errante de alcance mundial.
El descubrimiento de América lo confirmaría, justo cuando el dominio otomano de Oriente Próximo cerraba el acceso europeo a la conexión ancestral con China (con la caída del último vestigio administrativo de Bizancio, Constantinopla, en manos turcas en 1453).
Inicios del transporte moderno
En la era de los vuelos baratos y las ofertas turísticas de último minuto, los viajes se convierten en un trámite aséptico e incómodo, con medidas de seguridad cada vez más restrictivas que hacen olvidar la experiencia de la primera era del transporte de masas, cuando la prosperidad de la clase media naciente y la tecnología del vapor se combinaron con el confort victoriano en los primeros grandes buques transatlánticos y líneas de ferrocarril transcontinentales.
A finales del XIX y principios del XX, el transporte de masas se aceleró gracias al vapor. La información viajaba al instante con el telégrafo, pero personas y mercancías también experimentaron una mejora en su experiencia viajera, cuando la fuerza de tiro de las diligencias y la propulsión eólica de los clípers añadían a cualquier trayecto el factor romántico de lo imprevisible.
Eurasia (servicios de tren de larga distancia como el Expreso de Oriente y el Transiberiano; el auge del ferrocarril en la India británica; así como el desarrollo de la ruta marítima entre las metrópolis europeas y el Extremo Oriente a través del canal de Suez), y Norteamérica (con las grandes líneas férreas costa a costa, así como la pujanza de las grandes navieras transatlánticas en Estados Unidos, Reino Unido y Francia) se redujeron en el imaginario colectivo, tanto bienes y servicios como ideas y costumbres se globalizaron.
Técnica y desencantamiento
Con la mecanización de los viajes, pasajeros y mercancías podían planificar su trayecto con precisión. Viajeros y cosas viajaban por todo el mundo a menor precio y en menor tiempo, mientras Estados, compañías privadas y familias se beneficiaron del riesgo disminuido: los telegramas ahorraban malentendidos y contingencias cuando se producían imprevistos, mientras los caballos de vapor no necesitaban postas de diligencia y propulsaban las nuevas máquinas sin cesar siempre que los operarios siguieran alimentando la caldera, fuera en las vías férreas o en el mar.
El pensamiento, el arte y la literatura experimentaron un cambio equiparable. Desde inicios de la Ilustración, las comunicaciones europeas abandonaron su caótica y peligrosa configuración del Antiguo Régimen, y empezaron a adaptarse a la racionalidad de la época.
Con el fin del fraccionamiento de carreteras y la disparidad de costumbres y medios en distintos lugares, las historias de raptos de carretera, bandoleros y desdichas imprevistas permanecieron sólo en la literatura de cordel, la ópera y otras expresiones artísticas.
La ingeniería de caminos recuperó lo desandado desde la caída de Roma y la fragmentación de su red de carreteras, mientras carruajes, sistema postal, transporte por canales fluviales y los primeros medios de comunicación instantánea (tales como los telégrafos ópticos franceses) difundieron las ideas y máquinas de la Revolución Industrial.
No es la meta, sino el camino: los viajeros románticos
El romanticismo reivindicó lo que la conveniencia del mundo moderno había suprimido de la experiencia humana: el trayecto como aventura iniciática y trascendente, en contraposición con los fines comerciales y materiales que empezaban a imponerse.
Siguiendo la estela del disparatado Alonso Quijano de Cervantes, los primeros viajeros cosmopolitas reivindicaron el viaje azaroso por los confines olvidados de la civilización, con su paisaje y costumbres de un mundo que desaparecía en la homogeneización de los Estados racionales: Francia fundió sus regiones y lenguas históricas en una entidad centralizada, y sus autores reaccionaron interesándose por Italia o Andalucía.
Lo mismo ocurrió en Gran Bretaña y Estados Unidos. La industrialización de las urbes inglesas, escocesas y de Nueva Inglaterra llevaron a sus pensadores y autores románticos a interesarse por el individualismo y la naturaleza (Byron, Thoreau), y a viajar a rincones de autenticidad, donde reflexionar sobre pasión, creatividad, nostalgia, imperfección orgánica.
James Boswell, escocés de origen noble y biógrafo del intelectual conservador inglés Samuel Johnson, viajó largo y tendido por la Europa continental pasando por distintas fases existenciales dos siglos antes que beatniks y hippies (pasando del libertinismo a un misticismo ácrata).
Al otro lado del Atlántico, Washington Irving buscó desde Nueva York un puesto diplomático en Europa, desde donde pretendía iniciar su propio viaje fantástico y de autenticidad, a medio camino entre Edgar Allan Poe y Herman Melville.
Su puesto de embajador en España a mediados del XIX le permitió cumplir con un sueño: perderse por Andalucía en numerosas escapadas desde Madrid y visitar los vestigios de la Sevilla del primer comercio con América, el interior andaluz y, sobre todo, la Alhambra.
Sobre autenticidad y modernidad
Entre leyendas olvidadas italianas y andalusíes, los primeros románticos asistieron al entierro simbólico del mundo lleno de sorpresas, accidentes y matices del Antiguo Régimen, en el que los viajeros formados podían emular a sus héroes del pasado y viajar con la experiencia, donde la percepción de lo observado se convierte en “realidad”, plasmada luego en obras artísticas y literarias.
Goethe, Jean-Jacques Rousseau, Stendhal y los románticos británicos viajaron por los pueblos y villas del corazón europeo, cruzando a menudo los Alpes en busca de los matices de una Italia tan rica y bella como políticamente caótica y descentralizada.
Otros románticos se sintieron atraídos por los ecos olvidados de una España que, más allá de Madrid y las urbes costeras, apenas había cambiado desde el Siglo de Oro e incluía vestigios sincréticos de su relación con Oriente y América: se enamoraron de esta España redescubierta Wilhem von Humboldt, Hans Christian Andersen y Théophile Gautier. Y la obra de Victor Hugo no se entiende sin los ecos de su infancia en Madrid, adonde su padre, funcionario durante José Bonaparte, había sido destinado.
Los románticos reivindicaron lo que hoy conocemos cono turismo de experiencia, cada vez más desnaturalizado gracias a los avances de la técnica y, sobre todo, a un cambio de mentalidad ya perceptible a finales del siglo XIX, cuando telégrafos y vapor convirtieron la experiencia en un comercio más, acelerando las bases de certidumbre positivista que se habían establecido con el correo postal moderno y una administración tan fiable como utilitaria, gracias a la generalización de usos horarios modernos, navíos más rápidos y postas de confianza.
El mundo sepultado por la modernidad
Las metrópolis y ciudades comerciales de la era colonial e industrial, primeros imanes del cosmopolitismo, conectaron sus ya sólidos lazos regionales con el resto del mundo. Historias como las narradas en Moby Dick y La vuelta al mundo en ochenta días hablan de una modernidad mecanicista y global previa a los inventos que marcarían el declive de los derivados de ballena (iluminación, cosmética, química) y la máquina de vapor: la electrificación y el invento del motor de explosión.
Mientras los simbolistas lloran la pérdida de la ciudad medieval y su autenticidad pre-positivista, con Arthur Rimbaud tomando el testigo de Charles Baudelaire, las ciudades entran en el siglo XX con sus calles iluminadas con electricidad y adaptadas al tráfico rodado, que convivirá durante décadas con los animales de tiro, denigrados tanto en el transporte individual como en la guerra.
El llamado “desencantamiento”, o desarraigo del individuo urbano con respecto a las viejas tradiciones y ritmos de la tierra, se materializa en la técnica, con una política polarizada entre los movimientos favorables al materialismo (racionalización de la vida y la naturaleza), como el liberalismo y el socialismo; y tendencias reaccionarias que nutrirán movimientos de vuelta a la tradición, desde el naturismo simbolista de Centroeuropa (Lebensreform) al nacionalismo.
Esta tensión entre modernidad técnica y material sin espíritu e idealización acrítica de un pasado inventado desembocará en las guerras mundiales, alimentando de paso grandes obras literarias y artísticas ridiculizadas por la oficialidad racionalista e idealista de la época, por su supuesta “impureza” e inspiración “degenerada”.
Inicios de la actitud postmoderna en los viajes
Derrotadas las aberraciones nacionalistas de espíritu fascista y “völkisch”, surge un nuevo mundo que convertirá el progreso material en único objetivo claro consensuado por todos (sentando las bases del postmodernismo actual, en ocasiones tan vacuo y anodino que da la razón -y tiene guasa la cosa- a la visión crítica de Michel Houellebecq).
El materialismo burgués, con una visión del progreso reduccionista centrada en la mejora física y la prosperidad material, se impondrá en la órbita occidental tras la II Guerra Mundial, mientras el Bloque Soviético experimentará con la versión marxista de una misma idea materialista y reductora del progreso… hasta desinflarse y converger (con mayor crudeza que en su versión occidental por la fragilidad de su sistema de libertades), en el capitalismo oligárquico y el auge de nacionalismo y cristianismo ortodoxo ruso; o transformarse en un hipercapitalismo sin libertades (China).
La Europa devastada después de dos guerras mundiales aprenderá pronto a apreciar el aburrimiento de la prosperidad financiada con el Plan Marshall: una nueva clase media olvida viejas rencillas y reivindicaciones de emancipación y lucha de clases por una prosperidad de clase media que implica trabajo vitalicio, acceso a electrodomésticos, automóvil y vacaciones.
El automóvil como símbolo de libertad a plazos
El automóvil se convertiría en símbolo de una libertad pagada a plazos, un objeto que sobrepasaba al coche de tiro en lo práctico y lo simbólico, pero que separaba un poco más al hombre de su entorno. No sólo la sociedad estadounidense cayó en el encanto del transporte privado mecanizado.
La aparición del mítico Citröen DS en 1955, que vuelve a la actualidad al transportar a Emmanuel Macron durante su ceremonia de investidura en el Elíseo, inspiró una reflexión del semiótico Roland Barthes a propósito del automóvil y su significado contemporáneo (el DS se había estrenado con la V República, llevando a De Gaulle al Elíseo y, tras la marcha de éste, la llegada y muerte de Pompidou, volvería de la mano de Giscard d’Estaing, que acudió a la ceremonia de investidura conduciendo su propio DS, aunque durante su término, ya como presidente, usaría un Peugeot 604).
Barthes escribía en su ensayo Mythologies (1957):
“Creo que los coches hoy en día son casi el equivalente exacto a las grandes catedrales góticas: quiero decir, la creación suprema de una era, concebida con pasión por artistas anónimos, y consumida en imagen y en uso por la totalidad de la población que se la apropia como un objeto puramente mágico.”
Autos y cámpers
La prosperidad de posguerra originará una nueva contestación romántica en Norteamérica y Europa, asociada con los viajes por carretera (beatniks y hippies en Estados Unidos; redescubrimiento de Europa de los niños de la guerra, que exploran el naturismo y otras tendencias ya presentes en el simbolismo de finales del XIX) y con la crítica al reduccionismo material de un confort tan grosero y carente de espiritualidad como las innovaciones que posibilitan semejante prosperidad: industria logística -y sus contenedores-, industria aérea, nuevas y mejores carreteras, medios de masas, etc.
El automóvil siguió una evolución dispar, adaptándose a la idiosincrasia y a la realidad energética de las culturas norteamericana y europea: el cielo abierto, la gasolina barata y la cultura autocéntrica de Estados Unidos favoreció vehículos de mayor tamaño y confort, menos atentos al consumo; el urbanismo europeo, heredero de las constricciones del Antiguo Régimen, así como la dependencia energética europea (racionamiento de posguerra, crisis petrolera del 73), promovieron un tamaño más compacto, con motores más eficientes y de menor cilindrada.
En paralelo, la industria del ocio se convirtió en uno de los pilares industriales de la época que hoy conocemos como Pax Americana (desde finales de la II Guerra Mundial hasta, quizá, la victoria de Donald Trump y lo que representa): una sólida clase media identificando libertad con trabajo estable, poder de compra, automóvil y capacidad para acceder a vacaciones, segunda residencia, caravana, etc.
Un mito en el Oeste estadounidense
Con origen en los talleres domésticos de la Costa Oeste de Estados Unidos durante la gran depresión, las primeras caravanas lograron popularidad entre quienes asociaron la libertad con las escapadas de fin de semana y el disfrute de la playa o la naturaleza.
Pronto, caravanas y autocaravanas se popularizaron entre jóvenes y contracultura; los primeros prototipos de vehículo compacto y habitable llegaron con diseños conceptuales, como el vehículo Dymaxion del futurólogo estadounidense Buckminster Fuller, automóvil con interior espacioso y forma aerodinámica que recuerda a la Volkswagen Transporter (T2), producida desde 1950 y adoptada la década siguiente por surferos y hippies, sobre con su primera conversión oficial en autocaravana (modelo Westfalia de 1959).
La T2 original se produjo en Brasil hasta finales de 2013, mientras su modelo sucesor (T3, cuya versión Westfalia es conocida en Estados Unidos como Vanagon), fue producido en Sudáfrica hasta 2002. Ambas efemérides marcan el fin de un concepto de vehículo versátil y recreativo surgido en 1935 en Alemania: el diseño trasero de motores de pequeño cubicaje y fácil mantenimiento y reparación.
El viaje romántico, entendido como experiencia subjetiva del viajero que carece de planes fijos ni tiene intención de desplazarse punto a punto, sino de aprender durante el trayecto, acelerará una vez más su automatización y nivel de “desencantamiento”, con vehículos cada vez más cómodos y eficientes, que aumentan la separación entre el interior del habitáculo y el exterior.
El filósofo que mantenía su motocicleta
Mejoran seguridad, aerodinámica, confort, navegación, eficiencia y consumo de combustible, a la par que se reduce la contaminación producida por unidad de distancia. Por contra, los automóviles y autocaravanas de hoy siguen la evolución del resto de la industria, aumentando su dependencia electrónica e informática, y convirtiéndose en auténticas cajas negras: el propietario es “usuario” del vehículo adquirido, pero carece del conocimiento y, a menudo, la potestad legal para modificar o reparar cosas sin perder derechos y/o garantía.
En paralelo, una generación de entusiastas del viaje-experiencia a bordo de casas sobre ruedas (u oficinas, o ambas cosas a la vez), conocedores de la relación entre individuo, vehículo y medio que exponen autores como el recientemente desaparecido Robert M. Pirsig en Zen y el arte del mantenimiento de la motocicleta, ponen al día viejos vehículos, con la intención de vivir una aventura de “reencantamiento”.
Internet y pérdida de la inocencia
Con la ayuda de redes sociales y el fenómeno de los memes e “influencers” (y sus excesos), esta mentalidad neo-romántica se reduce a menudo a un comercialismo exhibicionista, con imágenes prefabricadas -y esponsorizadas- que venden idílicos interiores de furgoneta abiertos a una puesta de sol en la playa, a la que se asoma una chica tocando una guitarra (susceptible de captar más atención en as redes sociales).
Pese a la falsedad y excesos de la pose aventurera conocida como #vanlife (“hashtag” con millones de seguidores en Instagram), no hay que desestimar el intento genuino del viajero en la naturaleza, debatiéndose a menudo entre lo espartano y el “glamping”.
Estamos demasiado cerca del fenómeno como para dilucidar con claridad si los nuevos viajes por carretera sin rumbo fijo ni destino prefijado, realizados en autocaravanas DIY, viejos vehículos reconvertidos o autos modernos, son las nuevas experiencias románticas, capaces de inspirar el trabajo de los exploradores artísticos y tecnológicos de hoy.
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