A finales del siglo IV de nuestra era, un dubitativo escolar númida se sentaba a escribir sobre su vida.
Nacido en Tagaste, localidad romana de Numidia, actual Argelia, este hijo de pequeños propietarios llegaba a la cuarentena con la sensación de haberse equivocado en casi todo y en haber acertado al fin que la única convicción sostenible era precisamente la ausencia de conjeturas infalibles. Todo está sujeto a revisión, incluso la percepción de la propia existencia.
De padre pagano y madre cristiana, Agustín de Hipona se había interesado por la retórica, la filosofía y el teatro, y había demostrado gran desenvoltura y elocuencia durante sus años formativos en Cartago, capital cultural de la región.
La apreciación por la literatura y la vida disoluta convirtieron al joven Agustín en prototipo de poeta versado en el disfrute epicúreo de la existencia. Sus escritos muestran un profundo conocimiento de la poesía de Lucrecio.
Sobre la naturaleza de las cosas
Imaginamos al joven Agustín de Hipona leyendo ese iluminador compendio en verso de Lucrecio sobre las cosas de la naturaleza, De rerum natura, sentado a la sombra de un árbol junto a una fuente, el mismo libro perdido después para la cultura Occidental hasta su redescubrimiento en el Renacimiento por Poggio Bracciolini entre los legajos olvidados de la biblioteca del monasterio de Fulda, en Alemania (Stephen Greenblatt nos explica con maestría la historia de este redescubrimiento y su significación para crear la modernidad en The Swerve).
Volvemos a Numidia. La última década del siglo IV de nuestra era, y Agustín, próximo a la madurez, se cuestiona su propia existencia. ¿En qué ha consistido? ¿De qué ha servido? ¿Cuál es su cometido en el mundo?
Su descubrimiento de los escritos de Cicerón aviva la llama de la duda filosófica y del sentido de la existencia. Entre ellos, Hortensius o Sobre la filosofía, un compendio filosófico donde Cicerón especula por boca del orador y político romano Quinto Hortensio sobre los mejores usos del tiempo libre (el «otium» —ocio—, ya sea dedicado al trabajo manual en el campo —otium ruris— o al empleado en tareas que refuerzan los propios rasgos, —otium cum dignitate—).
Primer libro de memorias en primera persona
Agustín de Hipona dedicará su tiempo al propio escrutinio, preguntándose sobre el sentido de los placeres suplerfluos. Creerá haber encontrado la respuesta a todas sus dudas en la doctrina maniquea. Pronto, sin embargo, la supuesta fórmula infalible para interpretar el mundo a partir del dualismo entre el Bien y el Mal, aparecerá como una deformada simplificación platónica a ojos del joven.
En 397 d.C., Agustín de Hipona empieza sus Confesiones, considerado el primer escrito autobiográfico del canon occidental. En este compendio, el autor resume sus andanzas desde el primer contacto en la infancia con el cristianismo y el paganismo romano a los años formativos y disolutos, su época maniquea y su conversión al cristianismo.
El honesto y concienzudo escrutinio interior al que se somete San Agustín en sus Confesiones será la base de una corriente teológica que identificará introspección (contemplación interior) y sentido de la existencia (Dios, cosmos).
Esta identificación entre escrutinio espiritual y verdad universal inspirará después la relación íntima y sin intermediarios con Dios que el protestantismo intentará establecer tras la Reforma (y que Max Weber asociará con el significado equívoco e inclusivo del término alemán «beruf», a la vez trabajo personal y obra divina, o desarrollo de un propósito personal para llegar a una verdad ulterior).
La valentía de comprender nuestras contradicciones
La otra gran aportación de San Agustín es el propio formato de las Confesiones: un relato autobiográfico fundamentado en la autocrítica que se aleja del tono infalible o magistral de meditaciones íntimas anteriores (como las del estoico Marco Aurelio, o los escritos de Platón y Plotino), y da pie a los escritos de memorias, o escritos por cuenta propia que evitan el estilo moralizador y hacen buena la vieja reflexión socrática de aprender de la existencia y las preocupaciones de todos los hombres a partir del estudio escrupuloso de uno mismo.
La formación clásica de San Agustín y una primera juventud de éxito superfluo y desengaño espiritual influyeron sobre su concepción de lo religioso: su interpretación del catolicismo trata de evitar la lectura dogmática y simplificadora que él ya había conocido en la doctrina maniquea. Todo reduccionismo aboca a una limitación de la propia conciencia y libertades.
Sus reflexiones sobre el tiempo y su relación con la existencia, así como de la subjetividad y de la propia condición humana, convierten a San Agustín en el primer autor moderno, alejado del viejo canon y presto a enfrentarse a su humanidad: el espíritu humano tiene, dice Agustín de Hipona, sus miserias y sus logros, y en este claroscuro contradictorio surge la capacidad del propio ser humano para distinguir lo conveniente de lo deleznable. Sin altibajos ni contradicciones, seríamos incapaces de observar o distinguir la bondad, la belleza, etc.
Al reconocer sus propias debilidades y faltas, San Agustín se convierte en precursor de Kierkegaard y Nietzsche (este último apostó su existencia al todo o nada, llevando el propio escrutinio a un nivel de lucidez tan próximo al delirio como lo son en matemáticas los números infinito y cero). Y, al hacerlo en forma de confesión autobiográfica, inicia un género que inspirará a Rousseau, a los propios Kierkegaard y Nietzsche, y al escritor ruso Lev Tolstói.
Tránsito, propósito y madurez de un noble ruso
La trayectoria juvenil de Lev Tolstói guarda paralelismos con la juventud disoluta de Agustín de Hipona. De familia noble, Tolstói llevó una juventud propia de su clase en el Imperio Ruso del XIX: las escenas de ebriedad, violencia, despilfarro y bravuconería con que el autor abre Guerra y paz parecen inspiradas en su propia biografía. En la juventud de Tolstói tampoco faltaron el paso por el ejército y el asesinato.
El escritor ruso realizará su propia trayectoria desde el tránsito disoluto hacia el propósito de escritor (que se confunde con el espiritual) y la lucidez militante de la vejez viviendo su propia vida y saboreando a la vez la existencia de todos sus personajes.
Tolstói evitó convertirse en el personaje funcionarial que pretende amoldarse a la conveniencia y se da cuenta demasiado tarde de que no ha vivido (preocupación, la de malgastar la vida en el falso confort de la convención social —recordemos el argumento de recordemos La muerte de Iván Ilich—, que Tolstói tomó de su lectura concienzuda de Thoreau) y, como San Agustín, acabó legando su propia Confesión, un recorrido por su visión del sentido de la vida y de la condición humana en un período de debilidad anímica.
En Confesión, Tolstói se plantea qué sentido tiene lo que hacemos o dejamos de hacer un día cualquiera, y al día siguiente, y al otro. Qué sentido tiene, en definitiva, la existencia. Basta leer las dudas íntimas del autor ruso para salir de la interpretación maniquea de su vida: se le considera cristiano devoto sin más, y se olvida el tránsito de dudas y contradicciones que lo conducirán a una visión íntima del cristianismo, próxima a la tradición rusa y a la introspección intimista de Kierkegaard.
Encaramado sobre la ladera de un fiordo
El última instancia, las Confesiones de San Agustín, Rousseau, Kierkegaard, Nietzsche y Tolstói son el reconocimiento de que el acto más filosófico de todos es afrontar la propia conciencia y comprender que la condición humana reside tanto en las miserias deshonrosas como en las grandezas de que somos capaces.
En el reconocimiento introspectivo de la complejidad humana yace la puerta para interpretar a nuestros semejantes y para, quizá, acercarse a un sentido trascendental de la existencia, que sólo puede partir de la visión lúcida de nuestra propia mortalidad. Es aquí cuando empieza, junto al escrutinio interior, el cultivo real de un propósito en la vida (el «beruf» protestante del que habla Max Weber). El esfuerzo de la propia transformación.
Las dudas y el miedo también acorralan a un joven vienés de familia pudiente que no puede siquiera decidir con claridad qué estudiar. La lectura de San Agustín y Schopenhauer habían influido sus años de bachillerato en Linz. Pronto, el joven Wittgenstein tendrá dificultades para armonizar sus convicciones sobre el aspecto humano y vitalista de la realidad, alejadas del positivismo; y una predilección por disciplinas técnicas como la ingeniería mecánica y la arquitectura.
La vida social y la que él considera charlatanería del Círculo de Viena y de la vida académica en Cambridge conducirán a Wittgenstein a aislarse en 1913-1914 en una casa colgada de un despeñadero en Skjolden, en lo más profundo del mayor fiordo noruego, Sognefjord (artículo y vídeo sobre nuestra visita al lugar, hace ya algún tiempo).
El soldado de la Gran Guerra que encontró un libro-talismán
Allí, tratará de confrontar las cuestiones esenciales de la conciencia y la existencia, y preguntarse sobre el nombre de las cosas y sobre la profunda relación entre pensamiento, realidad y lenguaje: lo que pensamos, lo que percibimos y cómo lo decimos.
La experiencia traumática de la Gran Guerra se interpondrá en los estudios de Wittgenstein en Cambridge, donde se había interesado por la filosofía analítica. Con 25 años, Ludwig se presentó inmediatamente voluntario para luchar con el Imperio Austro-Húngaro.
Wittgenstein mantendrá un diario durante la guerra, lo que nos permite conocer con detalle su confrontación con los viejos códigos de honor, la brutalidad nihilista de la guerra moderna y sus dudas crecientes sobre el propio sentido de la existencia.
En agosto de 1914, Wittgenstein entra en una librería en Tarnów, en la región de Galicia (hoy en territorio polaco y ucraniano). Allí encuentra un librillo que le llama la atención, El evangelio abreviado de Lev Tolstói, una reflexión sobre la enseñanza esencial (y humana, imperfecta, mortal) de Jesucristo desde una perspectiva terrenal similar a la sostenida por Kierkegaard.
Para Tolstói, como para Kierkegaard, lo que merece la pena de los evangelios es lo poco que puede extraerse de ellos sobre las reflexiones y enseñanzas de ese Jesús histórico, desaparecido en la pesada vestimenta de su institucionalización y deificación por las escrituras y distintas instituciones eclesiásticas.
Lo que podemos encontrar en un libro
Como Spinoza, quien había sido excomulgado de la comunidad religiosa judía de Ámsterdam por su interpretación panteísta de la religión, los escritos de Tolstói sobre la cristiandad habían llevado a la Iglesia ortodoxa rusa a excomulgar al escritor. Wittgenstein sintió inmediatamente el impacto de la lectura; desde ese momento, no abandonaría el libro, que llevaría encima entre trincheras, «constantemente, como un talismán». Sus compañeros bromearían con él, llamándolo «el hombre de los evangelios».
Poco después, en una carta a Ludwig von Ficker, confesaría que el libro lo había mantenido vivo, al haber sugerido profundas convicciones en el sentido de la existencia e inspirando, quizá, un renacer espiritual.
«Las palabras de Tolstói acuden a mi mente una y otra vez. En su momento fue esta obra la que realmente me mantuvo en vida».
Al finalizar la guerra, Wittgenstein ejercerá como maestro de enseñanza primaria (1920-1926). Inspirado por Tolstói, Wittgenstein combinará el cultivo interior con una existencia humilde y volcada en la ayuda a los desfavorecidos.
También experimentará con la arquitectura en su Viena natal y volverá a Cambridge a plantear una duda al filósofo analítico Bertrand Russell: ¿cómo contribuir a la filosofía analítica? Empieza entonces la recopilación de notas sobre reflexiones planteadas en su correspondencia (con el propio Russell, con George Edward Moore y John Maynard Keynes, con Ludwig von Ficker) y meditadas en su retiro noruego de preguerra.
La sombra de Spinoza
En paralelo, Wittgenstein había concluido en 1921 su influyente Tractatus Logico-Philosophicus (un guiño a Baruch Spinoza y su Tractatus Theologico-Politicus).
Muchos de los entusiastas de este trabajo pretendieron convencer a Wittgenstein de que su pensamiento había llegado a término y que, a partir de entonces, bastaba con defender las tesis planteadas en su librillo.
Fiel a escrutinio interior que había encontrado en su lectura de Tolstói y a la tradición autocrítica que empieza en las Confesiones de San Agustín, Wittgenstein hará lo contrario y se dedicará a contradecirse, a explorar sus posibles aciertos y a confesar sus errores y mezquindades.
Wittgenstein enseñaría en Cambridge entre 1929 y 1947.
En 1937, comentará a su profesora de ruso en Cambridge, Fania Pascal, un episodio acaecido en sus años de maestro de escuela que había perseguido su conciencia desde entonces: había ocurrido en la escuela de Otterthal, donde había castigado físicamente a una niña por mal comportamiento y, acto seguido, lo había negado en el despacho del director del establecimiento.
La existencia de la oscuridad otorga valor a la luz
Un amigo de Wittgenstein, Rowland Hutt, explicaría después otro episodio similar, ocurrido en Haidbauer en 1926: Wittgenstein, fuera de sí, había pegado a otro pupilo, de 11 años, que se había desvanecido.
La aportación más duradera e infalible del filósofo austríaco no radica en sus reflexiones sobre lógica proposicional, ni acaso en el trabajo posterior que niega la supuesta infalibilidad de las proposiciones del Tractatus, sino en el escrutinio propio y el reconocimiento de sus aspectos más deleznables y menos confesables.
Al final de su vida, ya enfermo de cáncer, Wittgenstein volvió a los orígenes del escrutinio personal como método de acercamiento a verdades superiores.
Como las reflexiones de Tolstói o San Agustín sobre el carácter falible del ser humano, Wittgenstein retornó al examen socrático de la propia conciencia, conocedor de que la única convicción incuestionable de una vida examinada es tratar de ser honesto con uno mismo, que es el acto más filosófico de todos.