(hey, type here for great stuff)

access to tools for the beginning of infinity

¿Conocimiento inútil? Valor de ideas sin aplicación inmediata

En las cosas importantes, la utilidad ha ganado la partida a la calidad. Pensadores como Robert M. Pirsig han descrito cómo los réditos a corto plazo (reducción de costes, automatización) se han impuesto a valores de largo recorrido, más difíciles de cuantificar económicamente, pero cruciales en la relación entre persona y herramienta.

Al inventar o diseñar algo (no importa si hablamos de expresión artística, herramienta física, servicio, etc.), diseccionar la realidad de manera bidimensional acelera cualquier proceso; sin embargo, la aproximación sistemática a un problema aportará más riqueza al análisis y repercutirá en el resultado.

El compositor ruso Igor Stravinsky dirigiendo una pieza en 1929

En su metafísica de la calidad, Robert M. Pirsig elabora una teoría que forma parte de la concepción oriental del mundo, pero que ha permanecido ajena a la visión occidental de las cosas: nuestra relación en el tiempo con un entorno complejo, un engranaje entre persona y cosas que conforma una unidad (y, en cierto modo, nos hace personas-entorno, y no personas estanco).

Parte de un todo dinámico

Interaccionamos con lo circundante y es esta fusión con lo que nos convierte en lo que somos en cada momento: conducir un vehículo que no hemos sabido preparar para las condiciones con que nos encontraremos en la carretera influirá sobre nuestras “sensaciones” sobre el trayecto (y, en casos extremos, repercutirá sobre nuestra seguridad y sobre la fiabilidad y duración de la “máquina”).

Del mismo modo, pensar sobre el mundo en términos únicamente abstractos y pretendidamente exactos, creyendo que el método empírico “mide” y “cuantifica” la realidad sin error, puede conducirnos a una simplificación de nuestra forma de entender el mundo que empobrecerá nuestra mirada, pero también lo que surja de nosotros: pensamiento a corto y largo plazo, arte, diseños relacionados con las ciencias aplicadas… y grandes ideas.

Pensar de un modo complejo, comprendiendo nuestra situación inestable en el contexto que llamamos realidad (somos observadores en unas coordenadas concretas del espacio-tiempo, rodeados de otros objetos y capaces de “crear”, a partir de este contexto, cosas nuevas, tangibles e intangibles), puede conducir a la incomodidad metafísica que condujo a los inconformistas del siglo XIX a rebelarse contra el mundo pretendidamente exacto y matemático surgido del dualismo (Platón, Descartes, Kant, Hegel).

Manteniendo una motocicleta

Pero estos inconformistas, rebelados contra la visión reduccionista del ser humano, hicieron poco más que constatar sus limitaciones para comprender las grandes cuestiones: el existencialismo ahonda, según críticos que surgen de él como Michel Foucault, en la vieja idea ilustrada de la individualidad.

Y la separación entre individuo y entorno tiene poco sentido, porque dependemos de unas circunstancias y no podemos desprendernos de lo que pensamos y lo que nos rodea en todo momento.

Somos entidades interconectadas con el “tejido de la realidad” (una expresión del físico teórico británico David Deutsch, que inspira el título de uno de sus ensayos), y nunca estamos “fuera del mundo” (insistió Martin Heidegger) y “con la mente vacía” (insistió David Hume).

Sede del Instituto Niels Bohr

La metafísica de la calidad de Robert M. Pirsig, o las teorías holísticas de la realidad como el pensamiento sistémico (a partir de aportaciones como la de Gregory Bateson, autor de Pasos hacia una ecología de la mente), han influido sobre nuevas disciplinas que tratan de superar el problema de la simplificación de la realidad en que cae el positivismo con una combinación de disciplinas.

Conocimiento a priori y subjetividad del observador

Esta nueva filosofía de sistemas aplicados, que influido sobre la filosofía analítica (corriente anglosajona heredera de Bertrand Russell, Ludwig Wittgenstein, etc.) y sobre la cibernética, es la base de las aplicaciones prácticas y estudios a largo plazo sobre inteligencia artificial.

Pero ni siquiera pueden confirmar cuestiones básicas que todavía desconocemos: partiendo de la hipótesis de que la mejor manera de comprender la realidad consistiría en no simplificarla (aproximarse a un mundo en cuatro dimensiones y con valores físicos relativos, y no absolutos como el mundo de Newton y Euclides),

  • no sabemos si la realidad se compone de sistemas “objetivos” (independientes del observador y previos a éste, como sostenían Platón, Kant o Berkeley, entre otros);
  • o si lo que llamamos “realidad” cambia en todo momento en función de variables subjetivas (y, por tanto, relacionadas con el observación y la acción de observar), como sostienen la filosofía oriental (ichinen, o fusión entre individuo y entorno), y corrientes de la filosofía occidental como la fenomenología existencial (“dasein”, o proyección del individuo en la realidad, de Martin Heidegger), o la ya mencionada metafísica de la calidad de Robert M. Pirsig.

Si creemos que el observador interfiere sobre el resultado, como ocurre con el fenómeno cuántico del entrelazamiento, según el cual las partículas no se convierten en realidad “definida” y permanecen como mero potencial hasta que algo o alguien las observa (hasta que la “realidad” las requiere en un momento concreto), conceptos como el de “calidad” adquieren más sentido que nunca.

Lo que nos dice la estética oriental tradicional

Este desacuerdo entre la consideración objetiva de la realidad, que conduce casi siempre al reduccionismo, y la realidad que depende del observador (más coherente con los hallazgos de la física teórica, que desmienten nuestro viejo mundo científico de diseños basados en la geometría euclídea y valores absolutos del mundo de Newton), influye en ideología, arte, industria, diseño de productos y servicios.

En la práctica, concepciones más ricas de la realidad y más atentas a nuestra actitud y acciones en la vida cotidiana -como la “calidad” que Pirsig aplica a su motocicleta durante el viaje que explicaría en su célebre ensayo-, han perdido ante la conveniencia de las economías de escala y la presión de los resultados trimestrales favorables: el utilitarismo puro y duro.

Niels Bohr, en primer plano, charla distendidamente con Albert Einstein en la casa de un amigo común, Paul Ehrenfest; Einstein sacaba de quicio a Niels Bohr, al rechazar los fenómenos más extraños de la física cuántica arguyendo que “Dios no juega a los dados” (lo explica acertadamente Walter Isaacson en su biografía sobre Albert Einstein)

Entender la realidad en términos de utilidad económica a corto plazo tiene efectos sobre lo que nos rodea: los productos y servicios que dependen sólo de prestaciones y rendimiento económico acortan su ciclo de vida y reducen su “calidad”, fenómeno complejo que tiene en cuenta aspectos como el aspecto, la duración, la cualidad de envejecer (relacionada con el concepto de la transitoriedad de las cosas, crucial en los sistemas estéticos orientales: wabi-sabi -Japón-, feng shui -China-, vastu -India-, etc.).

El significado de “información relativa” en física teórica

En el pensamiento, la presión del utilitarismo es igual de perniciosa: si lo medimos todo en función de su resultado y rendimiento económico a corto plazo, ahondamos en la tentación de simplificar las cosas y evitar retos o invenciones demasiado complejas o sin utilidad a corto plazo.

Ocurre que las ideas e invenciones “inútiles” no sólo son las que crean productos y servicios que saben envejecer, sino que hacen avanzar al mundo.

La teoría general de la relatividad, según la cual no existen un tiempo y un espacio absolutos, sino que dependen de las circunstancias de cada observador (que, en función de su velocidad y proximidad a grandes cuerpos celestes, tiene un tiempo y espacio concretos, o principio de covariancia), fue ridiculizada con recurrencia en la prensa de principios del siglo XX, por ininteligible e inútil. Hoy, si no tuviéramos en cuenta estos cálculos, el sistema de geolocalización GPS no funcionaría correctamente.

El principio de covariancia evoca un concepto en física teórica que Carlo Rovelli ha explicado en Edge: en la naturaleza, las variables no son independientes las unas de las otras, sino que son interdependientes. Por ejemplo, si analizáramos la composición cromática de un haz de luz, ésta incluiría información sobre el objeto sobre el que esta luz se ha reflejado con anterioridad.

Las limitaciones de verlo todo en términos económicos

Así que no sólo el mundo físico consiste en una interminable interrelación entre información, objetos y partículas, sino que las circunstancias de esta relación tejen una compleja red de información recíproca.

Más que ahondar en nuestro existencialismo, comprender la riqueza del “tejido de la realidad” nos puede inspirar nuestra paciencia y enriquecer nuestra mirada, invitándonos a realizar el esfuerzo de mirar lo concreto y lo general, el detalle macro y la línea del horizonte, el presente y su relación con el pasado y el futuro remotos.

Una actitud curiosa y atenta a la compleja belleza de la realidad inspiró recientemente al físico matemático Robbert Dijkgraaf a escribir un ensayo titulado “La utilidad del conocimiento inútil”, adaptado en forma de artículo para The Chronicle of Higher Education (2 de marzo de 2017).

Dijkgraaf nos recuerda en su ensayo que la investigación y el conocimiento a largo plazo, así como el trabajo en cuestiones académicas consideradas anodinas por el gran público, las empresas y el mundo académico más conectado con el utilitarismo de las ciencias aplicadas, inspiran las grandes innovaciones de cada época.

De dónde vienen las grandes ideas

La electrificación de la sociedad, los ordenadores, la televisión, la radio, Internet, los teléfonos inteligentes o las aplicaciones que se benefician del sistema de posicionamiento GPS, son invenciones concretas que parten de trabajos de varios años (a menudo, lustros o décadas), combinando física teórica, ciencias aplicadas, experimentación de laboratorio y grandes inversiones.

No es casual que buena parte de las grandes invenciones desde la Ilustración se han beneficiado de circunstancias acuciantes (como los conflictos bélicos desde las guerras napoleónicas hasta la actualidad, la carrera espacial, etc.) que han inspirado una aceleración en los recursos y la investigación: sin un código nazi que desencriptar, la computación moderna no habría evolucionado del modo que lo hizo, por ejemplo, ni Internet habría seguido los mismos derroteros sin el trabajo conceptual previo de Vannevar Bush (memex) o J.C.R. Licklider (concepto de hipertexto, interfaz gráfica de usuario -en el PARC de Xerox, Palo Alto, California-, y Arpanet).

Cuando nos beneficiamos de tecnologías que han transformado nuestra manera de viajar o comunicarnos, obviamos que a menudo usamos productos y servicios que se sustentan sobre conceptos y tecnologías que partieron de invenciones y trabajos de experimentación que comprendieron años o décadas, como ha reiterado la economista Mariana Mazzucato.

Principio del infinito

Una vez teorías físicas, ciencias sociales y aplicadas, experimentación y una dosis variable de ingenuidad/brillantez entran en juego, se crean hipótesis de trabajo estables que sirven de trampolín a nuevas tecnologías; así, nuestra concepción de la cibernética apenas ha variado desde que Gregory Bateson teorizara sobre este nuevo campo de filosofía de la ciencia antes de que existieran la informática personal o Internet.

En cambio, la transformación de lo que se ha erigido sobre las conjeturas de pensadores como Bateson explica ocurrencias como la siguiente:

“Google Chrome en mi Mac está consumiendo en este momento más memoria de la que existía en todo el planeta cuando escribí mi primer programa de software…” [El programador Benjamin Ellis en Twitter, 11 de marzo de 2017].

Sin el estudio y experimentación sobre cosas “inútiles” o “inservibles” a corto y medio plazo, el auténtico avance sería imposible, y acabaríamos descendiendo en un bucle similar al estancamiento que distanciaba la metafísica de Esparta (ideal de suma cero similar al confucianismo, donde el objetivo no era avanzar, sino mantenerse fieles a unos valores básicos) de la ateniense, tal y como explica David Deutsch en su ensayo The Beginning of Infinity.

Las clases de Niels Bohr

Hay que recordar que, en el ruido y las prisas del presente, con espejismos como la carrera por la ganancia a corto plazo y el confort de los premios condescendientes (popularidad, seguidores, objetivos cumplidos según alguna alerta accionada por un algoritmo a quien tanto le da), no se observa bien el futuro.

Carecemos de la paciencia para observar un amanecer sin levantarnos de una silla, cuanto más para leer, estudiar y experimentar en torno a distintas disciplinas, tal y como se propuso el eterno gruñón danés Niels Bohr, que se desesperaba en sus conversaciones con Albert Einstein, cuando este último le demostraba una y otra vez que no aceptaría lo que Bohr y su equipo habían constatado en la física de lo más pequeño.

Célebre fotografía de grupo de la Conferencia Solvay de 1927: entre otros, Albert Einstein (inconfundible), Niels Bohr (primero por la derecha en la segunda fila), Marie Curie, Erwin Schrödinger, Wolfgang Pauli, Werner Heisenberg, Paul Dirac, Louis de Broglie, Max Planck, Auguste Piccard…

Niels Bohr y sus aspavientos. Considerado el auténtico fundador de la mecánica cuántica, su trabajo no debe medirse por hazañas personales, sino por el clima de investigación que creó entre sus colaboradores, quizá sólo comparable a otro del que tenemos menos información fehaciente: el de Sócrates y sus alumnos.

Presionando para que la libertad de espíritu y el caos de la interdisciplinariedad y los golpes fortuitos encontraran el modo de germinar entre sus discípulos, el Instituto de Física de Copenhague de Niels Bohr animó a sus alumnos Werner Heisenberg, Wolfgang Pauli y Max Born a realizar hallazgos que nos ayudarán a crear las invenciones del futuro.

Todavía desconocemos los detalles.

Lo popular en el momento y lo importante a la larga

Robbert Dijkgraaf abre su artículo para Chronicle of Higher Education recordando la excitación de una de esas ferias tecnológicas mundiales del siglo XX, herederas de las grandes exposiciones parisinas y de su mentalidad positivista.

Feria Mundial de Nueva York de 1939. En ésta, uno podía observar todo tipo de máquinas y conceptos absurdos, o meras ensoñaciones de mejoras tecnológicas incrementales, como una “moderna” locomotora a vapor. Lo último de lo último. O un robot multiusos capaz de hablar (gracias a una tecnología que dependía de un gramófono a 78 RPM, así como fumar y jugar con su mascota.

Un discurso del mismísimo Albert Einstein coronó la grandiosa representación del futuro que llegaba.

Una representación simpática para los visitantes y su visión -limitada, utilitarista, perteneciente a su tiempo y circunstancias- en la que no estaban las dos tecnologías que, poco después, transformarían el mundo para siempre (una vez las conjeturas de que partían se habían materializado en aplicaciones): la energía nuclear y la ciencia computacional.

“Le sacre du printemps” de Igor Stravinsky

Sin el trabajo de décadas de Abraham Flexner, hijo de inmigrantes fundador del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, los inspiradores de ambos avances (entre ellos, Albert Einstein, John von Neumann, Kurt Gödel, o Alan Turing), no habrían coincidido en el mismo lugar, con la tranquilidad para avanzar en campos cuyos resultados no eran valorados en función de su “utilidad” o su conversión a beneficios trimestrales.

Ensalzar tótems del momento como la utilidad y la monetización (palabro), funciona como freno de la innovación que cambiará el mundo.

Observar a nuestros hijos trastear con algo o darle vueltas a las grandes cuestiones (las mismas que hemos enterrado en capas de socialización y pragmatismo cotidiano), es reconciliarnos con la magia de nuestra relación con conceptos como el de 0 o infinito.

Por eso, cuando los niños y los grandes pensadores rumian sobre algo, prefieren hacerlo empapados en el “tejido de la realidad” (tentándolo con juegos, música, observación de sistemas naturales o artificiales), sin pararse a pensar en su rendimiento económico.

Y la música que suena es más el preludio de una ópera romántica, o una composición de Richard Strauss, o quizá de Igor Stravinsky, que la adictiva banda sonora de Pokémon Go y sus micropagos.