A finales del siglo XIX y principios del XX, cuando los filósofos más influyentes de la Europa continental (sobre todo, la tradición alemana) experimentaban la misma transición que las artes y otros subproductos de la percepción humana de la realidad: el idealismo -el hombre como máquina perfectible- cedía terreno ante el existencialismo -el hombre como ser complejo y contradictorio.
Su obra influyó a dos jóvenes que, partiendo de dos tradiciones muy distintas, dejarían su propia impronta sobre la filosofía y la literatura del siglo XX:
- el primero, un brillante y contradictorio joven vienés que posteriormente se nacionalizaría británico, Ludwig Wittgenstein;
- el segundo, un quijotesco, anglófilo -y liberal- lector empedernido de Buenos Aires que dedicaría, según él, toda la vida a leer (mucho) y a escribir (menos): Jorge Luis Borges.
Lectores de Bertrand Russell
La filosofía de Wittgenstein, un intento de armonizar la filosofía analítica con la experiencia humana -concretamente, con el lenguaje y sus limitaciones-, no se entendería sin la inspiración de Bertrand Russell (su mentor en Cambridge).
Del mismo modo, los relatos de Borges carecerían de la profundidad matemática que los ha convertido en lectura de culto para matemáticos y científicos computacionales, si el escritor de Ficciones no hubiera leído la obra de Russell.
Sabemos que Ludwig Wittgenstein no habría dedicado su vida a indagar en el campo de la filosofía analítica, si su encuentro con Bertrand Russell en el Trinity College de Cambridge hubiera seguido distintos derroteros.
Persiguiendo una vocación a partir de un pálpito
Tras su llegada a Cambridge, el joven Wittgenstein (lector de Kant y Schopenhauer) afrontó la indiferencia inicial de Russell acudiendo al despacho de éste e inquiriéndole directamente.
El joven vienés le entregó un trabajo preliminar sobre lógica y lenguaje, que evolucionaría en la única e influyente obra del filósofo, Tractatus Logico-Philosophicus.
Si Russell consideraba que él, Wittgenstein, era un idiota, se marcharía de allí y buscaría su auténtica vocación en otro sitio. Russell miró brevemente el documento ante él y recomendó al joven que se dedicara en exclusiva a la filosofía desde ese momento.
No sabemos si Jorge Luis Borges habría descrito su inabarcable biblioteca en los términos que lo hizo sin haber leído a Russell. Es una especulación plausible.
Entre un mundo analítico (euclídeo) y otro subjetivo (relativista)
El mundo filosófico de Russell y su alumno aventajado Wittgenstein, así como el mundo onírico de Borges, comparten una visión euclídea de la realidad, una “deformación” del conocimiento de Occidente a partir de las ideas observadas por el matemático y geómetra Euclides, según el que la realidad se presenta con la regularidad geométrica de líneas y planos, círculos y esferas, etc.
La teoría de la relatividad sacudió esta concepción de la realidad con conceptos como la subjetividad del tiempo en función del observarte y la existencia de una dimensión en que espacio y tiempo se interrelacionan, relativizando de paso la aspiración matemática de explicarlo todo siguiendo una lógica observable con la propia experiencia o a lo sumo matemáticamente demostrable.
Mostrando su inabarcable curiosidad, Jorge Luis Borges admiró también a George Berkeley (más conocido como el obispo Berkeley) y lo citó de memoria en numerosas ocasiones (por ejemplo, lo hizo en las Norton Lectures, una serie de clases magistrales realizadas en Harvard en 1967-68), un filósofo idealista que propugnaba que todo lo material que percibimos son sólo ideas en la mente de los perceptores.
Conjugar analítica y platonismo
La concepción platónica de Berkeley, opuesta a la idea aristotélica de que lo que vemos existe (“A es A” y no cualquier otra cosa), adelantó la visión relativista de la física, explorada por Ernst Mach en el siglo XIX y confirmada por Albert Einstein en el siglo XX.
Los fenómenos físicos, en efecto, no son tan euclídeos y newtonianos como los concebidos usando el empirismo lógico. La realidad, intuyó Borges, va más allá de lo que intuimos con confort.
El escritor argentino se sirvió de la lógica y las matemáticas -a través de sus lecturas de autores como Bertrand Russell- como metáfora para acercarse oníricamente a ese mundo relativista.
Bertrand Russell: un liberal contra el idealismo gregario
La importancia de Bertrand Russell, tanto en su juventud como a lo largo de su dilatada trayectoria, es también ética y se relaciona con su olfato crítico para detectar desde sus primeras indagaciones filosóficas el descomunal potencial destructor del idealismo, pues apelaba a la movilización ideológica y espiritual del grupo, que iniciaba desde ese momento de revelación una “misión”, a menudo en contra de los intereses de otras personas o grupos.
La mayoría de los intelectuales más brillantes del siglo XX, desde el poeta Ezra Pound -su obra, quizá menor y contradictoria, se salva con su olfato, pues auspició la obra de TS Eliot o James Joyce, entre otros- al filósofo Martin Heidegger, que fue incluso miembro del partido nazi pese a la condición de judíos de, entre otros, su mentor y promotor académico, Edmund Husserl, o su alumna, amante y defensora a pesar de todo, Hanna Arendt.
Partiendo de la tradición platónica, reinterpretada y ampliada por Immanuel Kant y Friedrich Hegel, entre otros, el idealismo europeo alumbró movimientos que integraban al ser humano en la lucha abstracta por su “libertad”, fuera ésta una emancipación de espíritu (nacionalismo, movimientos religiosos regeneracionistas o, a menudo, ambos fenómenos entremezclados) o de clase (socialismo utópico, marxismo).
Cuando lo difícil era no apuntarse a los grandes saraos idealistas
Los críticos más lúcidos al idealismo subrayaron a finales del siglo XIX que el ser humano no es un ideal matemáticamente predecible según el concepto platónico de la realidad.
El filósofo creyente Søren Kierkegaard, el filósofo ateo Friedrich Nietzsche y el escritor más hábil en describir los claroscuros de la psicología humana, Fiódor Dostoyevski, mostraron el camino a la corriente crítica que se englobaría en el ecléctico existencialismo filosófico.
Mientras esto ocurría en la europa continental, la tradición anglosajona, siempre atenta a los últimos trabajos de la escuela alemana, atraía a sus mejores universidades las ideas del otro lado del Canal de la Mancha, gracias al poder de atracción del departamento de filosofía de sus universidades.
Bertrand Russell nació un 18 de mayo de 1872. 143 años después de su nacimiento y 45 años tras su muerte a los 97, su obra académica inspira a expertos, mientras sus consejos sobre cómo vivir o cómo enseñar trascienden el mundo filosófico y universitario.
Russell, un polímata interesado en aprender conservando la ingenuidad de los escépticos
Mientras la tradición europea concentraba sus energías en la lucha ideológica entre el idealismo (con sus derivadas marxistas y románticas) y el proto-existencialismo (crítica a las ideas gregarias y potencialmente totalitarias del idealismo), el mundo anglosajón, asido con confianza a la línea filosófica que manaba de la atalaya de Oxford y Cambridge, profundizaba en una filosofía racional y desapasionada, la filosofía analítica.
La filosofía analítica partía de la tradición socrática de la enseñanza británica: explorar materias con preguntas que agotaran o alumbraran cualquier temática usando como herramientas la demostración lógica y el diálogo racional.
A diferencia del idealismo, que exploraba la aplicación política y espiritual de las ideas de Platón e Immanuel Kant, según las cuales todo podía representarse y mejorarse usando fórmulas matemáticas y modelos perfectos de índole metafísica -para, por ejemplo, crear sociedades más prósperas, individuos más inteligentes, etc.-, la filosofía analítica era escéptica con respecto a lo que no podía exponerse usando una clarificación lógica.
El valor revolucionario del escepticismo liberal en la época de los grandes absolutos
Partiendo de la lógica Aristotélica y de la sencilla idea de que A es A y no otra cosa: lo que vemos existe, y es precisamente lo que percibimos, por lo que no tiene sentido indagar en ideales y modelos perfectos según la tradición platónica.
El filósofo analítico más influyente de principios del siglo XX, cuando algunos ya teorizaban el potencial destructor de conceptos surgidos a partir del idealismo del XIX como la hegeliana lucha de clases y el concepto nacionalista (Fichte, Schelling) del derecho colectivo, fue un joven e impecable polímata educado en el Trinity College Cambridge.
Russell impartiría clases en el Trinity College a partir de 1910, centro que había acogido, entre otros, a Isaac Newton y a James Clerk Maxwell, de cuyo trabajo se serviría Albert Einstein para reescribir la física y refutar el mundo de absolutos científicos y geometría euclídea.
Pese a su compromiso con la filosofía analítica, al que contribuyó con su influyente ensayo Principia Mathematica (1910-1913), Russell nunca confundió su interés por el ideal matemático con supuestos destinos mesiánicos de clase social o nación, y lideró la llamada “revuelta contra el idealismo” de los intelectuales del mundo anglosajón, que asistían a la antecámara del auge revolucionario que devastaría Europa en las décadas siguientes.
El filósofo analítico que las vio venir en la Europa continental
El escepticismo de Bertrand Russell con la filosofía continental y las interpretaciones trasnochadas tanto del idealismo como del existencialismo (muchos existencialistas flirtearían con poca consistencia con los totalitarismos del siglo XX), no le apartó de la realidad y se interesó desde su juventud por el progresismo político, con estudios en profundidad de ideas moderadas como la socialdemocracia.
Russell, que vivió hasta febrero de 1970 y tuvo, por tanto, tiempo para observar el ascenso de los totalitarismos de distinto signo, así como la destrucción y posterior reconstrucción europea según dos modelos de civilización enfrentados (el primero, inspirado filosóficamente en la tradición que él encarnaba, aunque con epicentro en Estados Unidos; el segundo, una caricatura macabra del idealismo continental en el bloque soviético), observó asimismo cómo Europa Occidental volvía a prosperar con las ideas que, como él había intentado hacer desde su juventud, combinaban individualismo, escepticismo científico y socialdemocracia.
La filosofía clásica resuena en el concepto de ética y filosofía de vida del filósofo analista. Según Russell, “la buena vida es aquella inspirada por el amor y guiada por el conocimiento. Ni el amor sin conocimiento, ni el conocimiento sin amor pueden producir una buena vida”.
Actualizando la Ética a Nicómaco
El concepto ético de la filosofía separa el positivismo de Russell de quienes interpretaron el empirismo como un concepto mecanicista sin implicación espiritual, donde a menudo el fin justifica los medios.
Si su filosofía partía del concepto aristotélico de que lo que observamos y podemos demostrar es lo que existe (“A es A”), la aspiración a vivir una existencia plena avanzando en el conocimiento y lo que llamaba “amor” se aproxima a la máxima aspiración de bienestar según Aristóteles: la “eudaimonía”, o vivir obrando de manera razonada y según la naturaleza.
Consciente de su influencia pública en un momento de zozobra intelectual, Russell publicó en 1925 un compendio sobre su visión de la existencia, What I Believe, su particular Ética a Nicómaco, donde se abordan las grandes cuestiones, incluyendo la mortalidad.
En efecto, la definición de “buena vida” concedida por Russell se asemeja a la que han formulado otros filósofos influyentes a lo largo de la historia, desde el escéptico Michel de Montaigne al estoico cordobés Séneca, empezando por Sócrates (que relacionó conocimiento con bondad, e ignorancia con oscuridad, mezquindad): “La buena vida es aquella inspirada por el amor y guiada por el conocimiento”.
Otorgando significado a “amor”
Consciente de lo etéreo del concepto “amor”, un promotor del empirismo lógico no podía conformarse con lanzar una máxima con dos proposiciones, abandonando una de las cuales a los dominios de lo metafísico, sobre los que Russell y sus colegas de la escuela anglosajona mostraban sus reservas.
Para Russell, “el amor es una palabra que cubre una variedad de sentimientos; la he usado a propósito, ya que deseo incluirlos todos. El amor es una emoción -que es sobre lo que estoy hablando, ya que el amor ‘como principio’ no parece ser genuino- que se mueve entre dos extremos: por un lado, el puro deleite en la contemplación; por el otro, pura benevolencia”.
Russell pasa a continuación a distinguir entre el amor que podemos sentir por un poema, un paisaje o una sonata, objetos inanimados sobre los que proyectamos únicamente la acepción de “amor” correspondiente a “deleite”, y es “posiblemente el origen del arte”; pero el amor en estado puro es aquel que condensa ambas acepciones.
Más allá del contrato social
Es el caso, pasa a explicar Russell, del amor paternal al observar a un hijo sano y con buen fondo; o en una relación carnal en su mejor expresión. Eso sí, “deleite sin desear lo mejor [para con el otro] puede ser cruel; desear lo mejor sin deleite tiende con facilidad a hacerse frío y algo superior”.
La palabra “amor” usada por Bertrand Russell se comporta, por tanto, como una compleja función semántica que condensa varios significados en uno: la lógica aspira a condensar el máximo significado con la mayor economía de palabras y el menor espacio posible para el equívoco.
La lógica aristotélica, base de estructuras algebraicas que suponen la base del mundo computacional que nos rodea (como, por ejemplo, la álgebra de Boole) está presente en la evolución del positivismo anglosajón tras los trabajos de Russell y Wittgenstein.
Como otros intelectuales anglosajones, predecesores y contemporáneos suyos, Bertrand Russell abogó por la libertad de pensamiento y por mantener las libertades individuales, incluso en sociedades avanzadas donde se requiere un compromiso colectivo con lo público (lo que Jean-Jacques Rousseau había concebido como un “contrato social”, libre y racional, y no una “misión” gregaria y ciega, como propugnó en el siglo XX la evolución deformada del idealismo: el nazismo, el estalinismo, etc.).
Entre el liberalismo clásico y el escepticismo
Asimismo, en los consejos de Russell aparece la aspiración a realizar la conquista más difícil, la de la propia conciencia y sus insondables recovecos.
Filósofo, matemático, historiador, escritor, crítico social, activista político… su aspiración polímata es comparable a la de otros intelectuales que persiguieron a su manera el ideal griego de felicidad: acercarse al potencial de uno mismo en cuantas más disciplinas mejor (areté).
Consciente del papel del lenguaje y el diálogo socrático en la adquisición de conocimiento, Bertrand Russell creía, como los filósofos de la Atenas de Pericles más preocupados por el populismo y su relación con la democracia en momentos de incertidumbre, que la mejor respuesta al fanatismo era el liberalismo, tal y como explicó en un artículo publicado por The New York Times el 16 de diciembre de 1951.
Cuanta mejor la formación y más sólido el espíritu crítico de un individuo, más difícil es que éste sucumba a los cantos de sirena de la solución fácil, poco esforzada e inmediata a problemas complejos.
El decálogo de un liberal
En el tercer volumen de su autobiografía, Russell aborda con un sencillo decálogo del aprendizaje y la conciencia librepensadora (A Liberal Decalogue).
Sus 10 consejos de la enseñanza son un guiño al espíritu libre y escéptico que reivindicara Michel de Montaigne unos siglos atrás:
- No te sientas absolutamente seguro de nada.
- No creas que merece la pena ocultar evidencias, pues la evidencia siempre sale a la luz.
- Nunca trates de desalentar el libre pensamiento, pues date por seguro que tendrás éxito en ello.
- Cuando encuentres oposición, aunque proceda de tu marido o tus hijos, esfuérzate por superarla con argumentos y no por autoridad, pues una victoria que dependa de la autoridad es irreal e ilusoria.
- No tengas respeto por la autoridad de otros, porque siempre hay autoridades contrarias con que toparse.
- No uses el poder de suprimir opiniones que creas perniciosas, ya que de hacerlo las opiniones acabarán suprimiéndote.
- No temas ser excéntrico en opinión, ya que cada opinión ahora aceptada fue alguna vez excéntrica.
- Encuentra más placer en el desacuerdo inteligente que en el consenso pasivo, ya que, si valoras la inteligencia como debieras, la primera implica un acuerdo más profundo que el segundo.
- Sé escrupulosamente veraz, incluso si la verdad es inconveniente, porque es más inconveniente cuando se intenta ocultar.
- No sientas envidia por la felicidad de quienes viven en un paraíso de tontos, porque sólo un iluso creerá que se trata de felicidad.
En el decálogo de Bertrand Russell resuenan otros listados inspirados en los valores de la eudaimonía y el bienestar racional de un conciencia librepensadora, tales como las 13 virtudes de otro polímanta anglosajón, el estadounidense Benjamin Franklin, o los valores estoicos y racionales sintetizados por un contemporáneo de Russell, Rudyard Kipling, en su poema de 1910: If—.
Las 13 virtudes de otro polímata: Benjamin Franklin
Empezamos la comparativa del decálogo de Bertrand Russell con las 13 virtudes (más tradicionales y puritanas, pero con el mismo espíritu socrático y escéptico), escritas por Franklin a los 20 años como filosofía de vida personal para el resto de su existencia:
- Templanza: no comas hasta el hastío, nunca bebas hasta la exaltación.
- Silencio: habla sólo lo que pueda beneficiar a otros o a ti mismo, evita las conversaciones insignificantes.
- Orden: que todas tus cosas tengan su sitio, que todos tus asuntos tengan su momento.
- Determinación: resuélvete a realizar lo que deberías hacer, realiza sin fallas lo que resolviste.
- Frugalidad: sólo gasta en lo que traiga un bien para otros o para ti (no desperdiciar nada).
- Diligencia: no pierdas tiempo, ocúpate siempre en algo útil, corta todas las acciones innecesarias.
- Sinceridad: no uses engaños que puedan lastimar, piensa inocente y justamente, y, si hablas, habla en concordancia.
- Justicia: no lastimes a nadie con injurias u omitiendo entregar los beneficios que son tu deber.
- Moderación: evita los extremos; abstente de injurias por resentimiento tanto como creas que las merecen.
- Limpieza: no toleres la falta de limpieza en el cuerpo, vestido o habitación.
- Tranquilidad: no te molestes por nimiedades o por accidentes comunes o inevitables.
- Castidad: frecuenta raramente el placer sexual, sólo hazlo por salud o descendencia, nunca por hastío, debilidad o para injuriar la paz o reputación propia o de otra persona.
- Humildad: imita a Jesús y a Sócrates.
Función condicional: el “qué pasaría si…” de Rudyard Kipling
Y culminamos con el If— (Si…) de Rudyard Kipling:
—
Si puedes mantener la cabeza en su sitio cuando los que te rodean
la han perdido y te culpan a ti.
Si puedes seguir creyendo en ti mismo cuando todos dudan de ti,
pero también aceptar que tengan dudas.
Si puedes esperar y no cansarte de la espera;
o si, siendo engañado, no respondes con engaños,
o si, siendo odiado, no incurres en el odio.
Y aun así no te las das de bueno ni de sabio.
Si puedes soñar sin que los sueños te dominen;
Si puedes pensar y no hacer de tus pensamientos tu único objetivo;
Si puedes encontrarte con el Triunfo y el Desastre,
y tratar a esos dos impostores de la misma manera.
Si puedes soportar oír la verdad que has dicho,
tergiversada por villanos para engañar a los necios.
O ver cómo se destruye todo aquello por lo que has dado la vida,
y remangarte para reconstruirlo con herramientas desgastadas.
Si puedes apilar todas tus ganancias
y arriesgarlas a una sola jugada;
y perder, y empezar de nuevo desde el principio
y nunca decir ni una palabra sobre tu pérdida.
Si puedes forzar tu corazón, y tus nervios y tendones,
a cumplir con su deber mucho después de que estén agotados,
y así resistir cuando ya no te queda nada
salvo la Voluntad, que les dice: “¡Resistid!”.
Si puedes hablar a las masas y conservar tu virtud.
o caminar junto a Reyes, sin menospreciar por ello a la gente común.
Si ni amigos ni enemigos pueden herirte.
Si todos pueden contar contigo, pero ninguno demasiado.
Si puedes llenar el implacable minuto,
con sesenta segundos de diligente labor
Tuya es la Tierra y todo lo que hay en ella,
y -lo que es más-: ¡serás un Hombre, hijo mío!
—
El valor de la autosuficiencia en un entorno de frustración e ideas peregrinas
Decálogo liberal de Bertrand Russell, 13 virtudes de Benjamin Franklin, poema Si… de Rudyard Kipling.
Una misma aspiración a florecer en una existencia racional y de acuerdo con la naturaleza. Una adaptación personal y honesta del concepto aristotélico de eudaimonía.