Con una recta final del invierno especialmente plácida, basta acercarse a la naturaleza de proximidad para escuchar las aves, observar los árboles de frutos secos floridos y llevarse algún espárrago de vuelta.
En el prólogo de la edición en castellano de Aurora (Edaf), Dolores Castillo y Francisco José Martínez nos explican la importancia de este momento de transición para Nietzsche, ese inicio que acumula todas las esperanzas de algo que no ha cuajado todavía en un nuevo día, como los brotes que se observan en el campo a finales de febrero.
Los apuntes escritos en el invierno de 1879 y 1880, acabaron conformando un libro que debía llamarse Una aurora, pero que quedó en Aurora: el autor abandonaba sus ataduras en el mundo académico y se aleja del simbolismo de Wagner, cada vez más ocupado en esencias nacionalistas.
En Aurora. Reflexiones sobre los prejuicios morales, Nietzsche se aleja del pensamiento dominante y rechaza que el mundo y la existencia humana tengan un sentido superior o ético. Su vitalismo se alimenta no sólo de los ánimos recobrados al abandonar la cátedra universitaria y dedicarse en exclusiva a su obra, sino de las lecturas de ese momento de primera madurez.
Presentir la primavera
Antes de que el invierno riguroso quede atrás, Nietzsche se nutre de lecturas que lo acercan a Kierkegaard: libros sobre cristianismo primitivo (sobre San Pablo y San Justino), más ocupados en admirar al hombre falible y generoso que al proclamado hijo de Dios.
Asimismo, en la época de Aurora también leerá a Pascal, a Stendhal (ocupado en narrar los matices del mundo, y no en otorgar a la escritura una falsa exactitud realista), al trascendentalista Emerson (para quien asomarse al interior de uno mismo es hacerlo al universo).
Los paseos a través de la naturaleza de proximidad descritos por Emerson y Thoreau evocan las caminatas de Nietzsche por Sils Maria, en Suiza, adonde acudirá en esta nueva etapa de su vida, alejado ya del mundo académico y de la sombra asfixiante de Richard Wagner. Las montañas circundantes inspirarán muchas de sus reflexiones.
En Ecce Homo, su punzante escrito autobiográfico y último ensayo publicado por iniciativa propia antes de su convalecencia, Nietzsche confesará que el argumento central de Así habló Zaratustra, surgió durante uno de sus paseos, al toparse con un bloque de piedra piramidal a orillas del lago de Silvaplana, en los Grisones suizos.
Abandonada su primera inocencia, el cristianismo se convertirá en un reducto de moralidad equívoca que hará apología de las flaquezas humanas y rechazará la vieja nobleza de los hombres (reflexiones que ampliará en Más allá del bien y el mal y en su genealogía de la moral de amos y esclavos).
El descubrimiento de Spinoza
El pensamiento panteísta de Nietzsche se nutre de la lectura de Spinoza, precursor de Emerson y los trascendentalistas, para el cual:
«Dios y la naturaleza (por la cual entienden cierta masa o materia corpórea) son una y la misma cosa, están totalmente equivocados».
Nietzsche envió el manuscrito definitivo de Aurora en marzo de 1881. En julio de ese mismo año, enviaba una carta a su amigo Franz Overbeck, teólogo protestante, donde confesaba el fructífero descubrimiento de Spinoza:
«¡Estoy completamente maravillado, encantado! ¡He encontrado un precursor, y qué precursor! Apenas conocía a Spinoza: por mero “instinto” he empezado a leerlo ahora. Y resulta que la intuición general de su filosofía es idéntica a la mía: hacer del intelecto la pasión más poderosa. Además, me reconozco en cinco puntos esenciales de su doctrina, pues este pensador, el más enorme y solitario que ha existido, es el más próximo a mí en estas cinco argumentaciones: niega el libre albedrío; la finalidad [de la existencia]; el aspecto moral del mundo; el desinterés; el mal… mi soledad… es hoy, al menos una soledad de dos. ¡Sorprendente!»
Nietzsche, que arrastraba graves problemas de salud desde su paso por la milicia en 1870, rechazaba dualismo cuerpo-alma y la supuesta superioridad y pureza del alma frente al cuerpo. El cuerpo debía revalorizarse, sincronizarse con el intelecto, pues sólo la celebración del hombre mortal podía reconducir al ser humano por sendas de riesgo, exploración, creación.
Afirmación de uno mismo
El idealismo había construido su edificio moral desde Kant —y sus imperativos categóricos— y aspiraba, desde la Revolución francesa y los avances técnicos del industrialismo, a separar al ser humano de ritmos ancestrales y panteístas, intuidos todavía en el cristianismo primitivo y la filosofía presocrática.
Debido a que la moral dominante y la técnica habían desviado al ser humano de instintos y reafirmación de la vida, la naturaleza y lo mundano también se habían banalizado, supeditado al control de la técnica. Las morales dominantes:
«han desviado la vida, han hecho de la anemia un ideal, del desprecio del cuerpo una quimérica “salvación del alma”».
El objetivo, desde Aurora, ese renacer de un potencial (la intuición de la primavera desde un amanecer de invierno) es desprenderse de la máscara idealista y explorar al propio hombre y su relación con la naturaleza:
«Con Aurora, emprendí por primera vez la lucha contra la moral de la renuncia a sí-mismo».
El cristianismo había convertido la muerte en un fenómeno mórbido, escabroso y lleno de suplicio, y convertido la tristeza e infidelidad de ver cómo todo es temporal en una infelicidad «culpable». El sufrimiento culpable promovido por el cristianismo apartaría a los devotos del mundo terrenal, y volvería la moral contra el cuerpo.
Naturaleza instrumentalizada
El individuo no podía ser negado, sino que la aceptación del propio cuerpo era el inicio de cualquier intento de afirmación. Y, a partir del reconocimiento propio, llegaría también el aprecio de la naturaleza, más allá de su instrumentalización y su utilidad para el ser humano.
El utilitarismo mostraba su vulgaridad, al obsesionarse con la moral para conservar y mejorar la humanidad. El ser humano debía, por el contrario, aprender a arriesgarse, a crear fuera de las lindes del camino trillado, a situar los límites más allá de los establecidos por dos mil años de pensamiento platónico (dualismo, idealismo, obsesión con el más allá y desprecio de la realidad carnal).
El pensamiento de la naturaleza de Nietzsche se aleja de lo pintoresco y lo sublime, categorías estéticas que habían aparecido con el realismo y el romanticismo. La «buena naturaleza» de Rousseau era una construcción opuesta a la «malvada naturaleza» que imponía su fatalismo sobre la población del Antiguo Régimen.
Hijos del utilitarismo
Quizá merecía la pena —reflexionaba Nietzsche— explorar la «primera naturaleza», los instintos reprimidos, ocultos y reprobables para la ética moderna (derivada del cristianismo y el idealismo), pues el proceso de socialización (la «educación», dice Nietzsche) consiste en convencernos de que la «segunda naturaleza» es la que existe: nuestros atributos:
«[La «segunda naturaleza»] la tenemos cuando el mundo nos declara maduros, mayores de edad, utilizables».
Del mismo modo, la naturaleza ha seguido un proceso de «embellecimiento» artificial, presente desde la jardinería rococó, que consideraba, dice Nietzsche:
«[que] la naturaleza es fea, salvaje, aburrida, ¡ya basta! ¡nosotros la embelleceremos (embellir la nature)!»
La ciencia siguió el mismo proceso de «embellecimiento» artificial. Tanto percepción de la naturaleza como pensamiento debían desprenderse de todos los atavismos que impedían cualquier pensamiento ajeno a la visión dominante.
Al reivindicar el derecho a existir de la naturaleza salvaje y proclamar que el ser humano debe sincronizar su pensamiento con el ritmo antiguo de su cuerpo y de la relación de éste con la tierra, Nietzsche permite un pensamiento renovado de la relación entre individuo y naturaleza. Junto a los trascendentalistas, Nietzsche rescata la naturaleza salvaje y va más allá de su contemplación como recurso que explotar.
De Lucrecio a Hermann Hesse
En cierto modo, Nietzsche es también precursor de la ecología profunda, al devolver la percepción del individuo a ras de suelo, como si avanzara de algún modo lo que estaba por llegar. El filósofo alemán avanza la exploración de las contradicciones del hombre (desde Dostoyevski a Conrad) y su componente instintiva (Stevenson, Jack London o Hermann Hesse, entre otros, exploran lo que hay de salvaje en el ser humano).
Nietzsche avanza una ecología del futuro, al avanzar la evolución normativa de la sociedad mecanicista y su constreñimiento de cualquier pensamiento ajeno al marco de pensamiento idealista (el viejo cristianismo —reflexiona— mutará en cientificismo, materialismo dialéctico y nacionalismo, pero mantendrá su carácter platónico y dualista), pasa por aceptar los propios instintos y acercarse a la naturaleza.
Desde Aurora, Nietzsche concibe el mundo como un mar de fuerzas en eterna mutación (una reflexión no muy alejada de las posiciones atomistas de los filósofos epicúreos de la Antigüedad, sintetizadas con belleza por Lucrecio en su De rerum natura, el poema descubierto por Poggio Bracciolini en Fulda).
Este mar de fuerzas carece tanto de un propósito divino ulterior como de concepciones humanas sobre el orden, y se aproxima más bien al panteísmo de Spinoza y los trascendentalistas, o a las intuiciones de los pueblos animistas, cuya cosmogonía ha evolucionado sin la influencia ontológica de las grandes civilizaciones.
La restauración del ser humano, la «sincronización» que propone Nietzsche entre cuerpo y alma, así como el alejamiento de los principios morales de Kant, podría equipararse a un primer paso para una posterior «restauración ecológica».
Un legado tergiversado
El europeísmo de Nietzsche y su rechazo a los esencialismos que habían inflamado el continente desde la Primavera de los pueblos de 1848, certifica el compromiso del filósofo por el cosmopolitismo, y el rechazo de los postulados evolucionistas aplicados con fines de ingeniería social.
A través de personalidades como Francis Galton y Herbert Spencer, el mundo anglosajón trataba de aplicar tesis de Charles Darwin con fines de ingeniería social.
A diferencia de las interpretaciones torticeras de su concepto del übermensch, Nietzsche estaba muy alejado de los postulados que expandirían las políticas eugenistas en las primeras décadas del siglo XX tanto en el mundo anglosajón como en la Alemania nazi (no ayudaría el hecho de que la ejecutora de su obra a partir de su convalecencia, su hermana Elisabeth Förster-Nietzsche, adaptara los escritos para aproximarlos a las tesis raciales de su marido y del nazismo.
Para Nietzsche, la evolución del ser humano para evitar su «degeneración» es más bien una transformación de actitud, una toma de conciencia de su potencial inacabado, de la aspiración ha transformarse, a «convertirse» en algo distinto.
En última instancia, sincronizar cuerpo y mente, acercarse a la naturaleza, abandonar el contexto dogmático, crear, concebir un mundo con una moral más sana y enraizada, alejada de la morbidez de cristianismo e idealismos.
La mirada moderna
Los escritos de Nietzsche pretendían no sólo provocar (todavía lo hacen en el mundo postmoderno que avanzó con un siglo de antelación), sino también avisarnos sobre las tensiones de esta modernidad entre selección social y natural, diversidad social y biológica, destino (heredado) y libre albedrío.
Después de 139 años, la lectura de «Aurora» sigue sorprendiendo. Su asombrosa vigencia debería quitarnos el sueño y trastocar cualquier noción de prepotencia de la sociedad técnica contemporánea, incapaz de transformar su progreso material —prestado de la combustión de energía fósil, materia orgánica fecundada por el sol— en una civilización que, al garantizar el bienestar de hoy, no avance hacia su propia autodestrucción.
Aurora es el inicio de la vida de filósofo errante. Al convertirse en peripatético entre las montañas alpinas y las ciudades amables del corazón europeo, Nietzsche anuncia un nuevo día, consciente de que sus escritos serán reivindicados acaso mucho después de su muerte.
Reconectar cuerpo y mente, y hombre con naturaleza
La trifulca contra la moral occidental, desde los imperativos categóricos de Kant al materialismo que asentaba su maquinaria para disponer a su antojo de la naturaleza, requería un pensamiento que cantara un nuevo día.
Esta subversión radical de valores abandonaba para siempre los viejos ídolos del propio filósofo (el esteticismo afectado de Wagner, el pesimismo de Schopenhauer), y nos preparaba para un mundo que se demora en aparecer.
Quizá ecología profunda, permacultura, biofilia, ecopsicología y otras tesis contemporáneas no hagan más que reconocer la labor pionera de quienes vieron venir los efectos sobre el mundo de una técnica con una moral a medida que justificaría todos sus excesos.