El punto de entrada a este artículo es uno entre un número cada vez más elevado de eventos prefabricados, intercambiables, editados sin esfuerzo por aplicaciones que han automatizado procesos hace poco tediosos.
Si la llegada de la primera cámara fotográfica compacta, fabricada por Kodak, convirtió el hasta entonces arte de Gaspard-Félix Tournachon (“Nadar“) e imitadores en una tarea al alcance de las masas, las redes sociales han logrado algo parecido en el ámbito del consumo de masas, que evoluciona para adaptarse a un contexto cultural de medios personalizados y atención atomizada.
Hace unos años, posicionar un producto en un contexto de transmisión cultural —una estación de transportes, un plató televisivo, la sesión fotográfica con una celebridad, el vestíbulo de un hotel o un centro comercial, la escena de una película— era una tarea a cargo del equivalente de los Nadar en publicidad de masas.
Publicidad en medios de masas
Entonces, durante el reinado de la televisión, la radio y la prensa escrita, artesanos de la persuasión en comunicación de masas —un “arte combinatoria” con orígenes en viejas teorías del psicoanálisis y las relaciones públicas importadas a Nueva York desde la Centroeuropa de entreguerras por Edward Bernays, sobrino de Sigmund Freud, así como un cierto gusto por las innovaciones procedentes del cine propagandístico y la propia intuición de la generación de productores que inauguró el vuelo entre Los Ángeles (cine, música) y Nueva York (televisión, prensa escrita, teatro)—, el “product placement” pasaba a conformar la producción en la que había sido insertada.
Actores y actrices cuyo donaire y vestuario en una determinada aparición en el cine y la televisión propulsaba tendencias, prendas de ropa, labores profesionales, etiqueta, automóviles, viajes turísticos; locutores y presentadores cuya insistencia en temáticas y gestos podían decantar la evolución de un debate político que marcaría la vida de un país (y del mundo); personalidades capaces de sintetizar en una expresión una consigna aglutinadora en tiempos de crisis sin precedentes…
Winston Churchill había acudido al metro londinense para sentir el estado de ánimo de la población ante la amenaza alemana y el destino inaplazable de la II Guerra Mundial; Churchill, en efecto, podría haber preguntado a algún pasajero en qué parada se encontraban tras una charla emocionada y, al oír “Westminster”, se habría apeado como cualquier otro, consciente de que el recado al que acudía podía incluir un emplazamiento propagandístico extraordinario.
Recorrido en metro de un bulldog
Minutos después, en su primer discurso como Primer Ministro, el veterano bulldog de un Imperio en retirada inaplazable, diría aquello de que él sólo podía ofrecer “sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor”. Y todavía recordamos y repetimos la expresión, vulgarizada (decimos que algo costará “sangre, sudor y lágrimas”), conscientes de que hay momentos en que la comunicación de masas y la autenticidad de un discurso han logrado lo que ninguna forzada publicidad por emplazamiento conseguirá jamás.
El meme iniciado por el funcionario británico menos fotogénico durante su primer discurso como inquilino de 10 Downing Street entronca más con el sentido romántico del deber —desde Don Quijote en sus quimeras hasta Garibaldi durante la unificación italiana, Lord Byron dándolo todo por la independencia griega o las Brigadas Internacionales durante la Guerra Civil Española—, que con la banalidad del posicionamiento de ideas, servicios y productos en un marketing tan atomizado y diluido en la realidad como los propios medios de difusión que usa para propagarse.
Y llegamos, así, al punto de entrada al artículo, el cual carece de substanciación física y no es la parada de metro de Westminster, en Londres, durante esa gris mañana del 13 de mayo de 1940 en que, reemplazando al filofascista Neville Chamberlain, el viejo Churchill se echó a hombros a sus conciudadanos y dio voz a lo que estaban dispuestos a defender, tal y como él mismo había sentido durante el recorrido en metro.
Se trata, en cambio, del prescindible párrafo en un prescindible artículo publicado por The Guardian que centra su atención a una prescindible e inauténtica escena en la prescindible red social Instagram.
Escorzo con Listerine
El evento, acaecido en un lugar indeterminado una vez se difunde en forma de meme fotográfico, está protagonizado por una bloguera de moda de 24 años, Scarlett Dixon, quien en calidad de “microinfluencer” (apelativo al que, al comprenderlo todos, hemos otorgado una semántica, nos guste o no), posa durante un supuesto desayuno “cotidiano” que carece, precisamente, de cotidianidad y la buena fe de la realidad sin filtro Instagram: globos de helio a ambos lados de la cabecera de la cama, y varios elementos que buscan la atención subconsciente del espectador: sobre una de las mesitas, el mensaje “buenos días”; sobre la otra mesita, el producto emplazado: una botella de enjuague bucal Listerine perfectamente reconocible.
La mencionada modelo —maquillada, peinada, mostrando su blanca sonrisa— en pijama de lunares blancos sobre su supuesta cama recién hecha, sostiene una taza de té, explicando en el texto de acompañamiento que no hay nada como empezar la “rutina de cada mañana” (nada de desayuno de cumpleaños o desayuno excepcional en un hotel, sino aparente “normalidad”) tal y como ella lo hace: sentada con incomodidad sobre un lecho fresco como una Venus rodeada de una especie de bodegón azucarado con escorzo —dos platos estratégicamente situados ante ella, en primer plano: uno con tres fresas; el otro, con dos fresas y la versión anglosajona de crêpes o filloas, “pancakes”—.
Su “receta”, en calidad de supuesta rutina matinal: una sonrisa, pensamientos positivos, “pancakes”, fresas y un “té sin fondo”. Eso sí, a diferencia de la legión de usuarios que han decidido convertir su capacidad de influencia en oportunidad para insertar publicidad en su muro social sin explicitarlo, la modelo mencionada por Alex Hern en su artículo para The Guardian aclara al final del texto que acompaña a su desayuno instagramero: “Esta es una colaboración remunerada con Listerine”.
De lamer botones a lamer pantallas
El “reach” del marketing de masas muta hacia el emplazamiento de producto en la impostada cotidianidad de personas que alquilan su avatar digital al mejor postor sin pensar demasiado en las consecuencias.
La distancia entre los primeros anuncios de publicidad por emplazamiento en medios de masas y los bodegones de “vida positiva” de los memes más apetecibles para la empresa propietaria de Instagram, Facebook, nos cuenta mucho de la evolución de la propia sociedad desde los tiempos en que Max Weber advirtió del riesgo homogeneizador de las sociedades burocratizadas en su pretensión de “normativizar” la vida cotidiana (“normalizar”, dirán los funcionarios de estos procesos artificiosos y artificiales), al auge de la publicidad personalizada de hoy, la cual aparece con todo su esplendor técnico en sofisticadas pantallas de teléfono móvil, confirmando el deseo confesado por Steve Jobs a dos reporteros en una entrevista de enero de 2000, a propósito del nuevo diseño “Aqua” de los botones del entonces novedoso Mac OS X. Jobs:
“Hemos hecho unos botones de pantalla tan atrayentes que a uno le entrarán ganas de lamerlos.”
Una vez convencido de que el iPhone, que él había concebido como un dispositivo con una experiencia estrechamente controlada por la marca, debía tener una tienda de aplicaciones, Steve Jobs fue quizá consciente de que él mismo cerraba un momento y abría otro en la era del marketing de masas: del control centralizado de expertos a la serialización de experiencias-mercancía.
Max Weber posando para un “selfie”
La fotografía de Nadar se había banalizado con Kodak, y el lenguaje de los fotorreporteros había saltado en pedazos con el lenguaje simplón e instantáneo de la fotografía de inicios del turismo de masas, para experimentar otra mutación, la del formato digital registrado, modificado y publicado desde un mismo aparato: esa supercomputadora que sacamos del bolsillo con compulsión y nos empecinamos en seguir llamando teléfono, pese al repelús que causa a la mayoría de sus usuarios aceptar una llamada en tiempo real.
Y sí, mientras un porcentaje no desdeñable de instagrammers sueña con una popularidad que les permita vender su imagen a gestores de marketing viral, además de compartir detalles personales con vergonzante exhibicionismo y enmascarar pequeñas ansiedades cotidianas en una supuesta felicidad perenne, un porcentaje acaso mayor de usuarios de teléfono inteligente considera recibir una llamada (y descolgar para hablar) una intolerable intromisión en su privacidad.
El deterioro de la percepción de la privacidad como derecho individual inalienable es una muestra del deterioro de valores surgidos en un contexto de “burocratización” (la “jaula de hierro” de Max Weber): una sociedad abierta es posible cuando existe una opinión pública capaz de acceder a información veraz y de discutir libremente, que a la vez permite desarrollar al ciudadano motivado una esfera pública y otra privada, guardando celosamente esta última.
La evolución de esta sociedad abierta en democracias liberales seguirá los derroteros percibidos como ganadores de la II Guerra Mundial, según el modelo estadounidense de sociedad de consumo engrasada con la publicidad de los medios de masas (según el propio Bernays, propaganda adecuada a tiempos de paz).
En Europa Occidental, los críticos a este modelo de marketing propagandístico se inspirarán en una escuela de pensadores neomarxistas que habrán huido —por sus ideas políticas, por su origen judío— de Europa a inicios de los años 30, refugiándose sobre todo en Estados Unidos, donde proseguirán con su labor académica y servirán de contrapunto a los aires pragmáticos del magnate de las relaciones públicas Bernays.
La Escuela de Fráncfort y papá Hegel
Estos críticos neo-marxistas, englobados bajo el apelativo de Escuela de Fráncfort, conformarán el corpus intelectual del progresismo en universidades occidentales hasta nuestros días: a diferencia de Hannah Arendt y los existencialistas de verso libre que habrían preferido el libertarismo ácrata y nietzscheano al idealismo hegeliano (Albert Camus, por ejemplo), los pensadores de la Escuela de Fráncfort defenderán la tesis de que el problema postmoderno es la codicia del capitalismo y la deformación nacionalista que supone el fascismo, olvidando que la otra gran ideología surgida del idealismo, el marxismo que defienden, será tan responsable como los anteriores de las atrocidades de las que ellos mismos han escapado.
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El marxismo atroz, defenderán en la Escuela de Fráncfort, no es “su” marxismo, pues el suyo, argumentarán, sería capaz de taimar la codicia y respetar las libertades individuales, que no quedarían aplastadas por el supuesto destino colectivo ni bajo la doctrina según la cual el fin glorioso justifica los medios —a la que Camus expondrá su alergia mortal en su ensayo L’homme révolté, que le enemistará sin remedio con Sartre—.
Entre los académicos emigrados desde Fráncfort a Estados Unidos debido a la persecución nazi, Erich Fromm fue el más próximo a los valores de filosofía humanista expuestos por pensadores menos obcecados en integrar la teoría marxista en su pensamiento y más interesados, por el contrario, en devolver al individuo la dignidad que la perversión “normativa” había confiscado (como expone Hannah Arendt en Eichmann en Jerusalén, el éxito del Tercer Reich fue convertir a funcionarios y personalidades insignificantes en parte integrante de una maquinaria burocratizada, en la que la responsabilidad se disipa entre los engranajes como lo hace el calor en cualquier esfuerzo que cree energía): Fromm estará a menudo más cerca del psicólogo humanista Abraham Maslow (y su jerarquía de las necesidades humanas) o de la logoterapia de Viktor Frankl (que reconocerá la necesidad humana de encontrar un sentido constructivo a la vida), que de la teoría marxista como método de “emancipación” para crear un “futuro mejor”.
Reflexiones en 1941
A diferencia de Abraham Maslow y Viktor Frankl (que nunca abandonará Austria y pasará página con respecto a sus conciudadanos con respecto a las atrocidades sufridas por él mismo en un campo de exterminio), más influidos por Nietzsche que por Freud y la tríada Kant/Hegel/Marx, los teóricos de la Escuela de Fráncfort criticarán el pesimismo inherente de los pre-existencialistas, olvidando que Marx condena a la sociedad liberal exponiendo que hace falta un “futuro mejor”, que comienza en cada intento coartando las libertades bajo la excusa del excepcionalismo requerido por los procesos revolucionarios.
Jean-Paul Sartre, él mismo obcecado con el valor intrínseco y futuro del marxismo, reconocerá los excesos idealistas de la Escuela de Fráncfort como un error de bulto de una generación de pensadores que no había salido del marco de pensamiento que pretendían derruir, al combatir el pensamiento de Hegel con su propia lectura de Hegel (como si ellos, leyendo entre líneas, pudieran enderezar el castillo de naipes de Marx: construir de manera mecánica una sociedad cada vez más perfecta e igualitaria partiendo de un análisis reduccionista del ser humano y sus aristas existenciales).
How the marketability of personality drives alienation. From Erich Fromm’s profound book Escape from Freedom. pic.twitter.com/HRIMk3MyBd
— DHH (@dhh) September 16, 2018
El postmodernismo de la Escuela de Fráncfort evitará a Schopenhauer y Nietzsche y releerá a Kant y Hegel, exponiendo que el contexto cultural, social e histórico (métodos de producción y aprendizaje, dinámicas en los medios de masas y la opinión pública, etc.) hace a las personas, y no a la inversa. Erich Fromm será el más convincente en su análisis de la sociedad que se avecinaba: en Escape from Freedom (1941), Fromm analiza el significado de libertad y su naturaleza cambiante en función del contexto, lo que explicaría fenómenos de justificación colectiva de lo injustificable como la esclavitud o el nazismo.
Escape from Freedom es un intento de exponer el vértigo que siente el ser humano al deber decidir por su propio pie en el día a día sin recurrir a fuerzas externas (como un Dios o un líder mesiánico), alejándose de las tesis existencialistas de Sartre: olvidando el análisis subjetivo de la realidad y la diferencia entre una actitud auténtica y otra de “mala fe” definida por el francés, Fromm optará por la construcción teórica, si bien defenderá la libertad personal y creativa con el celo de otro centroeuropeo exiliado, en este caso en el Reino Unido, el —muy liberal y analítico para su gusto— Karl Popper.
Libertad negativa vs. libertad positiva
El nazismo será para él una consecuencia lógica de las tesis del historicismo: la evolución del pueblo alemán, desde el protestantismo hasta una visión capitalista más radical y menos pragmática que la anglosajona, lo que había sentado las bases de un público maleable por un “salvador” que arreglara los desatinos del intento de crear una sociedad abierta cuando no existe una auténtica libertad de pensamiento y espíritu crítico.
En esta visión, Fromm olvida que el análisis sirve también para la victoria del nacionalismo sobre el internacionalismo en la Gran Guerra y la llamada posterior a revoluciones obreras “nacionales” (salvaje contradicción que hoy ha sido interiorizada por esa tan abundante como flemática hornada de partidos que combinan nacionalismo intransigente y tesis marxistas).
Fromm define en su ensayo de 1941 dos tipos de libertad en la sociedad postmoderna (como si, en plena ofensiva nazi de 1941, el pensador vislumbrara ya el período de prosperidad material y resaca moral posteriores a la II Guerra Mundial): una libertad influida por la masa que él llamará “negativa”; y una libertad con sentido tanto individual como colectivo, que calificará de “positiva”.
Según Fromm, la libertad negativa es fácilmente manipulable y puede volverse contraproducente, al luchar por la emancipación de convenciones sociales fuertemente implantadas y que llaman al conflicto, lo que reduce al individuo a una mera comparsa del esfuerzo de la masa; si esta libertad no está asociada con una fuerza creativa capaz de entroncar con tradiciones responsables y a largo plazo de la sociedad (por ejemplo, injusticias insostenibles por el contexto histórico, como la lucha para abolir la esclavitud en Estados Unidos, o por los derechos civiles a mediados del siglo XX en el mismo país), la libertad negativa tiende a la autodestrucción.
El significado de creer en algo
La libertad positiva está próxima a postulados de Nietzsche, Maslow o Frankl, al otorgar a la libertad una necesidad creativa: la voluntad de construir algo con significado troncal que evite simplificaciones y violencia superficial, de manera individual y colectiva, un proceso que huye de interacciones sociales superficiales por su capacidad para causar frustración a largo plazo.
Al confundir a una opinión pública auténticamente libre (formada, crítica, con espíritu crítico, celosa de su intimidad) con una opinión pública que se confunde con la sociedad de consumo (proceso que Fromm sólo podía teorizar en 1941), las sociedades modernas se encaminaban hacia un modelo postmoderno de alienación personal y colectiva, campo trillado para el surgimiento de una personalidad tan sujeta a los modelos y dictámenes de la economía de mercado como el propio entorno.
Hay que repetirse que Erich Fromm escribe en 1941 cuando advierte de que confundir los valores sociales con los de la sociedad de consumo conduce al conflicto personal y la alienación, pues las relaciones entre seres humanos no pueden reducirse a las “relaciones entre bienes” que prevalecen en el mercado (y que han dominado el pensamiento utilitarista anglosajón desde entonces, creyendo que el castigo y los incentivos económicos eran los dos únicos mecanismos eficaces para crear sociedades prósperas).
Ponerse a la cola para ser Fausto
Fromm creía que el socialismo democrático era el único modelo capaz de combinar libertad personal y cohesión social, al supeditar la prosperidad personal a unos niveles mínimos de bienestar del colectivo. De lo contrario, explicar a las personas que debían “venderse” en el mercado las conduciría a dilemas faustianos: acabarían vendiendo su personalidad… (o, como hoy vemos en el modelo de las redes sociales, los detalles de su vida privada).
“No sólo las relaciones económicas, sino también las personales tienen este carácter de alienación; en vez de relaciones entre seres humanos, éstas asumen el carácter de relaciones entre cosas. Pero quizá la instancia más importante y devastadora de este espíritu de instrumentalidad y alienación es la relación del individuo con su propio Yo”.
El individuo no sólo vende mercancías, prosigue Fromm en Escape from Freedom, sino que se vende a sí mismo y se considera él mismo una mercancía. El trabajador manual apenas puede vender su fuerza bruta, y los profesionales ofrecen su “personalidad”, o la impostura de la personalidad que deberían tener:
“Esta personal debería ser agradable, pero además su posesor debería cumplir con una serie de requerimientos adicionales: debería tener energía, iniciativa, ésto, aquéllo o lo de más allá, según lo que requiera su posición particular.”
Pero, como ocurre con cualquier otra mercancía, es el mercado el que decide el valor de esas cualidades, “e incluso su propia existencia”: si no se percibe utilidad para las cualidades que una persona ofrece, entonces esta persona “no tiene cualidades”.
Valor en el mercado vs. valor intrínseco (y valor subjetivo)
Las capacidades no aceptadas por “el mercado” dejan, por tanto, de “existir”, de la misma manera que…
“…una mercancía invendible carece de valor aunque conserve el valor de su uso.”
Y, en esta reflexión, llega una conclusión arrolladora de Erich Fromm:
“Por tanto, la confianza en uno mismo, la ‘conciencia de uno mismo’, es meramente una indicación de lo que otros podrían pensar del individuo.”
Sin analizar cómo ni por qué ocurría, las sociedades contemporáneas dieron la bienvenida, sin el menor espíritu crítico ni de análisis de las consecuencias a largo plazo, a una nueva generación de herramientas programadas de manera unidimensional y según las leyes del mercado que denuncia Fromm.
Fuck off this is anybody's normal morning.
Instagram is a ridiculous lie factory made to make us all feel inadequate. pic.twitter.com/arV7uCusiJ— Nathan (@hintofsarcasm) August 31, 2018
El único incentivo real de las principales redes sociales en los últimos tiempos ha sido la efectividad de su modelo comercial, escudando cualquier error de bulto o consecuencia indeseable del uso irresponsable de sus herramientas como una mera “externalidad” asociada con un concepto tan cambiante como tergiversado en los últimos tiempos por personalidades como Mark Zuckerberg: la “libertad de expresión”.
Envenenando con sonrisas prefabricadas
Instagram se ha convertido en punta de lanza de un tipo inautenticidad, alienación personal y mala fe que muchos usuarios hayan en su interacción cotidiana con redes sociales: infinidad de imágenes aspiracionales, cuerpos perfectos e instantáneas de ensueño que se alejan de la realidad cotidiana inmediata, devaluándola en el “mercado” de la experiencia.
O, en palabras de un usuario de Instagram que reaccionó al observar el mencionado “desayuno cotidiano” de Scarlett London con escorzo de Listerine incluido:
“Instagram es una ridícula factoría de mentiras creada para lograr que todos nos sintamos inadecuados.”
El origen de esta alienación, un fenómeno que, según Erich Fromm, se acentuaría a medida que la sociedad sustituyera valores humanistas por mecanismos puramente mercantiles y utilitaristas, no se encuentra en las redes sociales, pero el éxito de éstas y la banalización de los utensilios (creación de mensajes con potencial de popularidad meteórica y su mercantilización) ha acelerado fenómenos ya presentes en épocas pretéritas.
Cuando banalizamos los momentos extraordinarios y los fenómenos casuales, haciendo creer que son eventos cotidianos, eliminamos toda posibilidad de experimentación auténtica de la realidad: momentos humanos que no aspiren a la pose rápidamente fotografiada por el teléfono, sino a la mera voluntad de existir, crear, otorgar significado a un momento, a muchos momentos, a la propia existencia.
Recuerdos deshilachados
Y así, entre las aspiraciones irreales del propio Nadar, que habría creído que la fotografía era un peldaño perfeccionado de las artes representativas, superando a la pintura, y la banalización de Instagram, se encuentra el mundo de las posibilidades ofrecidas por la exploración personal del significado de grandes palabras que parecen derretirse como terrones de azúcar en el interior de un café creado por una cafetera de cápsulas (esas que han, supuestamente, sustituido a los baristas): libertad personal, autenticidad.
Esa experiencia urdida con pedazos, siempre imperfectos e inconclusos, de una experiencia que retornará a la memoria de manera también perfectible e inconclusa, pero con el aroma inolvidable de los marcadores de lo “auténtico”: corremos el riesgo de no comprender en el futuro en qué consiste el secreto evocador de la magdalena empapada en té de Proust.
O, si se quiere, el misterio de la fotografía que ha desaparecido: la del fotógrafo que uno veía en la calle hace mucho tiempo, y cuya evocación hace emerger un mundo complejo en la memoria, similar al evocado en unas líneas por Patrick Modiano al inicio de Dora Bruder.
En esta novela, paradigma del estilo de hilos a medio concluir de Modiano, el narrador evoca una noticia breve leída años atrás en el Paris-Soir, con fecha 31 de diciembre de 1941 (el mismo 1941 en que Fromm, ya exiliado hace tiempo, publica su ensayo al otro lado del Atlántico). El breve evoca la desaparición de una adolescente de origen judío, Dora Bruder, cuyos padres, residentes en un lugar conocido para el narrador, demandan la colaboración ciudadana.
Perderse para encontrarse
A partir del lugar evocado por el breve, se abre una ventana en la memoria con toda su riqueza y capacidad de sugestión, destilada de lo superfluo por el tiempo:
“En invierno —explica el narrador en la obra de Modiano—, en la acera del bulevar, que discurre a lo largo del cuartel de Clignancourt, solía estar entre la multitud de gente, con su trípode, un fotógrafo gordo, de nariz grumosa y lentes redondos que ofrecía una ‘foto de recuerdo’. En verano se instalaba en el muelle de Deauville, frente al bar Soleil. Hacía clientes. Pero allí, en la puerta de Clignancourt, los transeúntes ni parecían tener demasiadas ganas de fotografiarse. Llevaba un viejo sobretodo y un zapato agujereado.”
A continuación, el narrador evoca otros momentos en el mismo lugar, en otras épocas y bajo otras circunstancias.
Es así como funciona nuestra memoria. Es muy difícil tratar de enclaustrar nuestra experiencia en una lata de conservas o, si se quiere, en las latas de sopa Campbell de Andy Warhol.
Instagram no debería tener la capacidad de entristecer a sus usuarios, sino que debería servir de aliciente para guardar el teléfono, levantarse de la silla y tomar la iniciativa, que no equivaldrá en ningún caso en un recorrido optimizado por Google Maps o Waze.