Hay momentos que recordamos con cierta nitidez, o así lo creemos, y otros que desaparecen sin dejar rastro. O así lo creemos.
No recuerdo demasiados momentos del instituto (la enseñanza secundaria), pero sí puedo —como todos— asociar eventos, canciones, libros y cómics, películas, videojuegos o documentales a momentos de la adolescencia y la primera juventud.
Los productos culturales no caían del cielo y requerían complejas redes de intercambio local y, gracias a viajes veraniegos y revistas especializadas, regional o esporádicamente internacional.
A finales de los años 80 e inicios de los 90, recordaremos quienes crecimos por entonces, los derroteros de exploración de referentes culturales o asociados a psicología moral y otros aspectos de la edad adulta no eran tan variados como en la actualidad, una vez la banda ancha y los ordenadores de bolsillo hacen de la experiencia digital poco menos que una segunda epidermis para los adolescentes de hoy.
Hijos de la cultura reproducible
El postmodernismo de finales de los 80 era quizá más simplón y predecible. El mundo se había dividido en dos bloques de civilización durante décadas, y ni siquiera el tumultuoso colapso del Telón de Acero transformó la manera de ver el mundo de los jóvenes de entonces.
Como observamos en la película Good bye Lenin, el colapso de una estructura política y social puede precipitarse incluso cuando quienes protagonizan el momento no han conocido otras realidades, pero el tejido que había hecho posible ese mundo y sus consecuencias más delirantes (en el mismo contexto de la Alemania en los años pretéritos a la unificación, el espionaje de Estado integrado en la sociedad al que asistimos en La vida de los otros).
La cultura popular, explicaban los postulados teóricos sobre cultura de masas de la Escuela de Fráncfort, venía en distintos sabores más o menos mayoritarios, pero todos ellos formaban parte de un mismo entramado de la industria cultural con un afianzado dominio anglosajón, aunque la influencia italiana (en ocasiones, a través del sincretismo del cómic transalpino con el argentino) o francófona se hacía notar todavía entre quienes habían tenido la suerte (mi caso) de crecer en la zona de influencia de alguna gran ciudad.
Etiquetas en la cultura de masas
La relación entre los medios y la audiencia, entre el mapa y el territorio, había perdido su inocencia y entrábamos, empezando por Estados Unidos, en la era de la oferta de bufé libre gracias a formatos locales y especializados en radio y televisión. Antes de noticias de correo, podcast y YouTube, los amigos, los fanzines y la escasa oferta debían suplir el interés por una determinada línea de entretenimiento.
Con escasas bibliotecas y mal nutridas, tres o cuatro canales televisivos (de dominio exclusivamente público hasta el inicio de la reducida oferta privada, más apasionante en el oscuro mundo administrativo de la concesión de licencias que en la oferta programática) y una oferta escasa y cara de vídeo doméstico, la experiencia de muchos de nosotros tenía poco que ver con la abundancia en torno a tiendas como la descrita por Nick Hornby en High Fidelity, llevada al cine en 2000 por Stephen Frears con John Cusack haciendo de John Cusack.
Libros, revistas, cómics, videojuegos, vinilos y cintas de casete y vídeo tenían un recorrido aparentemente azaroso que tejía sus redes complejas entre los jóvenes y adolescentes que construían su excepcionalidad con el celo de un prestidigitador. Lo observado en el Reino Unido y Estados Unidos tomaba su aire local.
Esta torpe interpretación representaba quizá el único interés de los años que originaron fenómenos como MTV y sus sucedáneos en el resto del mundo. Entonces, congeniar con una tribu presente y reconocida por los medios de masas más influyentes equivalía para muchos a un ejercicio de saludable transgresión cultural.
Libertad enlatada como producto cultural en venta
En realidad, esta búsqueda del etiquetado alternativo convertía a sus entusiastas en pioneros de la fragmentación de soportes y oferta y la hegemonía del «globish», acelerada con Internet.
En su crítica sobre la industria cultural, Walter Benjamin reflexiona sobre el valor de un mensaje de información o una obra de arte cuando se producen y transmiten a escala industrial (Benjamin publicará en una revista su ensayo sobre el arte en la época de su reproducibilidad técnica en la Alemania de 1935, dos años después de que Adolf Hitler ganara las elecciones).
Décadas después, aunque en la misma línea, Theodor Adorno señalaba que, en el contexto de la industria cultural, incluso los mensajes contestatarios dependen de un control contextual sobre los efectos que producen.
En pleno revuelo contracultural de 1968, Estados Unidos ardía y Joan Baez cantaba Oh, Freedom y, en realidad, pero en realidad la cantautora y sus coetáneos usaban métodos de propaganda de masas surgidos y perfeccionados en la Europa de entreguerras, puestos al fin de la II Guerra Mundial al servicio de la sociedad de consumo.
Del mismo modo, quienes a inicios de los 90 creían transgredir no hacían más que llegar antes al panorama de asimilación cultural actual, que ha sustituido a los viejos intermediarios (herederos de la curación cultural iconoclasta y artesanal de viejos marchantes de arte, editores y productores) por algoritmos interesados por el rendimiento y no el pálpito o la intuición.
Combate contra la entropía memética
Tres décadas después, los soportes han cambiado y, una vez digitalizado, el mensaje se amplifica, copia, remezcla, evoca y difunde de mil y una maneras, a menudo hasta perderse el hilo de su inicio o su propio fin. Hace tiempo MTV, la avanzadilla de contenido musical y juvenil producida en Nueva York para una audiencia mundial es irrelevante, mientras plataformas como YouTube han permitido la eclosión de una industria audiovisual ajena a los medios globales y locales.
Kirsten Dirksen, cofundadora de este sitio, empezó trabajando en la televisión estatal californiana, pasó luego a la televisión por cable en Nueva York (con proyectos como freelance para MTV y otros) y, desde hace dos años, se centra en crear contenidos para su propio canal en YouTube.
Su propia evolución ilustra una tendencia en la propia la industria cultural juvenil, que sustituye a los viejos intermediarios por algoritmos, pero sigue dependiendo de dinámicas ya presentes cuando los críticos de la industria cultural analizaban su evolución desde la posguerra mundial.
Si a inicios de los años 90 era yo mismo quien creía acceder a contenido irreverente y contestatario a través de música producida por sellos como Sub Pop records, observo cómo hoy mi hija mayor se mueve con las mismas intenciones por un océano de contenido líquido y cacofónico incluso para los adultos más duchos en la evolución de las subculturas de la Red.
En el contexto de la memética que los adultos de hoy observamos en la Generación, con sus gags comprimidos y ocurrentes de TikTok y los mensajes efímeros en redes sociales, popularidad y publicidad siguen yendo de la mano, aunque en esta ocasión nos referimos de contenido servido a medida que se sincroniza con publicidad contextual individualizada, lo que incrementa su efectividad y explica la influencia de los gigantes de Internet.
Próximo y remoto pierden su sentido distintivo
Para Walter Benjamin, la reproducción técnica del arte lo privaba de misterio y singularidad, al transformar el fruto de una experiencia irrepetible en un mero trámite para multiplicar las reproducciones. Y la atrofia del «encantamiento» o inocencia de la experiencia artística venía acompañada del desarraigo de la copia con respecto a la tradición de la que surgía.
Casi un siglo después, el contexto de trituración digitalizada de mensajes multimedia para multiplicar su potencial de reproducibilidad posibilita el fenómeno evolucionista de la memética. Un mecanismo de evolución cultural que se regiría por mecanismos similares a la vida, según la perspectiva de Richard Dawkins.
Si pasamos del mundo digital a la realidad, del mapa al territorio, comprobamos cómo la masificación de eventos hasta hace poco únicos o raros parece acabar con el carácter excepcional de lugares y experiencias, lo que Benjamin habría denominado, en su crítica del arte en la sociedad de masas, el aura de las cosas.
Los lugares periurbanos han seguido la misma deriva y es difícil distinguir las zonas comerciales de distintas ciudades, al repetirse las convenciones urbanísticas y de señalética, los establecimientos comerciales y las marcas presentes.
Atasco en el Everest
En este contexto de «desencantamiento», los viajes de iniciación y las exploraciones remotas pierden su aura irrepetible y pasamos, en apenas unas décadas, de celebrar proezas como la ascensión del Everest del 29 de mayo de 1953 por Edmund Hillary y Tenzing Norgay, a constatar poco después que se trata de la «primera» visita a la cumbre más elevada, pues otras seguirán.
Así, en mayo de 2019, la cantidad de escaladores aficionados dispuestos a hacer cima en el Everest alcanzó tales proporciones que se formó una cola de más de 200 escaladores en la cresta del último tramo, tal y como captaron los medios. La imagen de la cresta del Everest masificada se convirtió, gracias a las redes sociales, en meme de irresistible simbología.
Quizá una pandemia nos obligue a reflexionar sobre la industria de la experiencia, que ha seguido al arte y los medios en su voluntad comercial de reproducibilidad. Recientemente, las autoridades locales retiraban en Alaska el autobús abandonado habitado por Christopher McCandless antes de su muerte, para evitar así una peregrinación cada vez más numerosa de quienes se habían sentido inspirados por el personaje que inspiró el libro de Jon Krakauer y su adaptación cinematográfica (Sean Penn, 2007).
Los remordimientos de Jon Krakauer
El lugar remoto se había convertido en santuario periurbano de la sociedad contemporánea, en una nueva tumba de celebridad que visitar en un equivalente remoto del cementerio de Père Lachaise o de Montparnasse.
En un homenaje fortuito a las reflexiones de Walter Benjamin, el propio Krakauer confesaba recientemente:
«Yo escribí el libro que lo arruinó todo».
En su intención de dar voz en un relato a las aventuras en la naturaleza de un joven atormentado con fondo trascendentalista, Krakauer había acabado por enlatar, digitalizar el periplo de McCandless. El encumbramiento del aura del personaje había contribuido a eliminar su carácter único.
Cuando el riesgo percibido asociado a Covid-19 desaparezca, será de nuevo comercialmente viable plantarse en cualquier lugar del planeta con pocos recursos. Quizá debamos plantearnos qué sueños antes únicos merecen materializarse y qué eventos merece la pena proteger en tanto que singulares.
A menudo, evocar puede capturar el aura de unos acontecimientos con mayor capacidad sugestiva que reproducir.