Un reciente viaje por la región de los Grandes Lagos de Estados Unidos nos llevó a visitar a los Maynard, una pareja de académicos retirados que reside en una propiedad rural de la poco poblada localidad de Long Prairie, en el corazón de Minnesota, a medio camino en diagonal entre Minneápolis —dos horas hacia el sureste del Estado— y Fargo —dos horas al noroeste y en la linde con Dakota del Norte—.
Habíamos averiguado el interés de John Maynard, un profesor de física jubilado, por el trabajo manual (sobre todo, la carpintería artesanal de inspiración shaker y amish, así como por el bricolaje en general). Los años de docencia en un instituto no impidieron a Maynard proyectar y construir una sólida y espaciosa casa de madera para su familia.
Un verano, durante la visita de su suegra a la propiedad, los Maynard especularon con la idea de edificar una casa de invitados que concediera cierta autonomía a familiares y amigos interesados en largas estancias. Poco después, y sin comentarlo con Ruth, su mujer, John Maynard aceptó la oferta de un vecino y decidió llevarse, por el precio simbólico de 20 dólares, una vieja cabaña de madera de tiempos de la Guerra Civil.
La cabaña estaba en un estado de avanzado deterioro, hasta el punto que a duras penas podía ser usada como trastero.
Comprarse un coche nuevo… o reparar una cabaña
Con la ayuda ocasional de su hermano, John Maynard dedicó los meses siguientes a desmontar la casa de madera. En apenas unas horas, constató que no se había equivocado y la madera que no había permanecido en contacto con la humedad del suelo estaba en buen estado.
Un poco de trabajo —y mantenimiento— podía extender el ciclo de vida de la casa varias generaciones, como demuestran las iglesias de madera noruegas (hay «Stavkirke», templos medievales escandinavos en madera, que superan los 800 años de antigüedad).
El edificio recuperado por John Maynard no es una Stavkirke, pero destila el encanto de una arquitectura todavía de Frontera: techo a dos aguas, una estancia por cada una de las dos plantas y porche al estilo sureño —ofreciendo pistas de su propietario original, un sureño que había luchado con las tropas de la Unión para abolir la esclavitud—.
El propio John Maynard, que consiguió recuperar el esplendor de la casa, nos lo explicó en una entrevista que Kirsten ha editado en un vídeo reciente.
Muchos espectadores de la entrevista han subrayado una reflexión de Maynard que, allí, junto a la casa de madera reconstruida, tomó todo el sentido e intención que el entrevistado había querido darle.
Tras constatar que la cabaña carecía de un baño moderno en su interior, John nos señaló una letrina exterior sin pozo negro, similar a la que la familia que había ocupado la construcción habría usado a finales del siglo XIX.
Preguntamos sobre la inconveniencia de tener que salir al exterior para ir al baño, en un lugar célebre por la insistencia de sus insectos durante los meses calurosos y un frío inclemente en invierno. ¿No es algo incómodo?, pregunta Kirsten.
La respuesta de Maynard no tiene desperdicio:
«Quizá nuestra vida real se haya escurrido a nosotros entre conveniencias».
La sombra de la conveniencia
¿Hemos perdido un contacto esencial con nosotros mismos y con lo circundante, hasta el punto de eludir cualquier experiencia o actividad que genere inconveniencias, esfuerzo o incomodidades fáciles de evitar?
Conducir en lugar de caminar o ir en bicicleta; encargar en vez de acudir en persona; relacionarse con mensajes, avatares y hologramas para evitar la incontrolable «molestia» de entablar una conversación con desconocidos, amigos o familiares; optar por alimentos preparados en detrimento de productos frescos que debemos cocinar; tolerar la «niñera digital» —una pantalla que absorba la atención de nuestros hijos— para evitar el esfuerzo de la interacción con quienes más dependen de nuestra participación, protección, ingenio.
Quizá hayamos aceptado de manera acrítica la idea moderna, surgida con la expansión de las comodidades domésticas a partir de finales de la II Guerra Mundial, según la cual todo lo que implique afrontar menos esfuerzo físico o duda existencial es no sólo conveniente, sino deseable. Antidepresivos y opioides son dos caras de una misma moneda.
Para Maynard, no hay bienestar equiparable a la exigencia intelectual, el trabajo manual, el cultivo del espíritu. De lo contrario, la sociedad contemporánea lo pondrá fácil para ofrecer un molde o modelo al que adaptarnos de manera acrítica y sin esfuerzo real, según el concepto de «inautenticidad» explorado por Martin Heidegger, Jean-Paul Sartre o Theodor Adorno, entre otros.
Modas pasajeras: el estado mental de un contexto
Lo sencillo sacrificar la propia duda existencial a favor del concepto transaccional que equipara la compra de bienes con el bienestar o incluso la felicidad, aspiración última del utilitarismo que parte de los ideales ilustrados.
La narcosis de la comodidad material contemporánea siguió el mismo proceso de desmaterialización observado en la economía y la alimentación, y la conveniencia se ha expandido al ámbito digital con ofertas inabarcables de contenido que aprende a explotar nuestras debilidades, en lugar ayudarnos a combatirlas.
El proceso contemporáneo de socialización está íntimamente ligado con las expectativas que nuestras circunstancias nos obligan a asumir, y recurrimos a marcadores externos o conceptuales que, como eternos adolescentes, nos permiten definirnos, a menudo en un contexto de mimetismo con ideales o modelos (o peor: «influencers»).
Es el deseo mimético expuesto por René Girard: los libros de caballerías para Don Quijote, el amor cortés para Madame Bovary o, en un contexto de consumo de estatus, el último producto adquirido por familiares, vecinos o compañeros de trabajo, etc.
Ya a principios del siglo XX, el sociólogo Thorstein Veblen había teorizado sobre el poder que el consumo ostentoso tendría en la sociedad que emergía con el consumo de masas: no consumiríamos por necesidad o con todo el peso de un análisis racional y voluntarioso de los propios objetivos, sino para mantenerse a la altura de las apariencias. El qué dirán. Si el vecino o el cuñado adquieren un nuevo vehículo o una segunda vivienda, o se permiten unas vacaciones, o deciden salir a hacer ejercicio cada mañana, por qué no hacerlo nosotros.
Civilización ostentatoria
Este modelo de deseo mimético priva a quien lo padece de la autoestima que surge cuando uno toma sus propias decisiones, en sus propios términos. Quizá, al final de El Quijote, Cervantes nos sitúe ante el espejo de la única cura contra el deseo mimético, el consumo ostentatorio, el qué dirán: tomar las riendas sobre uno mismo y afrontar la propia realidad.
Al enfrentarnos a nosotros mismos y sincronizar con nuestros propios miedos y aspiraciones, somos incapaces de socavar nuestra autenticidad, nuestras «circunstancias». Don Quijote muere en la cama siendo Alonso Quijano, consciente de quién es. Las máscaras han caído y aparece el hombre, que —por sus limitaciones y su entrañable humanidad— está a la altura del caballero andante, o quizá lo supere.
Es la misma autenticidad que Søren Kierkegaard reconoce en el Jesucristo histórico, el hombre falible y de carne y hueso, con sus debilidades y aciertos. Para Kierkegaard, es ese «hombre» el único que merece la pena apreciar, y no el personaje ensalzado por interesados intérpretes posteriores, atentos al control de la liturgia y a las excepciones que permitan sus privilegios e indulgencias.
Nuestra civilización, tal y como expone Nietzsche, se ha erigido sobre la liturgia burocrática de viejas instituciones, lo que habría transformado, con el paso de los siglos, nuestro propio concepto de lo bueno y lo malo, lo conveniente y lo abominable, lo justo y lo intolerable.
Cuando competir con el vecino nos mantiene encadenados
Esta genealogía de la moral y lo moralizante es una construcción cultural que Occidente ha tratado de imponer al mundo desde los inicios del intercambio colombino, lo que ha causado malentendidos y estrategias de control y, en última instancia, eugenesia (o exterminio, voluntario o no, de los pueblos ajenos a los valores institucionales). Michel Foucault teorizó este proceso con el concepto de biopolítica.
Los valores y mecanismos de la sociedad contemporánea —entre ellos, el consumismo y un individualismo incrédulo y nihilista, consciente de la pérdida de lustre de las viejas religiones y de la angustia que aporta la lucidez de saber que uno es dueño de su voluntad—, son el último eslabón de un largo proceso de civilización, que no deberíamos confundir con la realidad o con comportamientos innatos, propios de nuestra especie.
Se trata, en cambio, de construcciones culturales, tal y como trata de demostrar la antropología desde inicios del estructuralismo, cuando Claude Lévi-Strauss nos llevó al corazón de la Amazonia con ese tratado deshilachado que se lee como una novela, Tristes trópicos.
Si queremos observar, con toda su crudeza, las consecuencias de la biopolítica y de la instauración de nuestros valores (o la ausencia de éstos, sustituidos por una «modernidad líquida» —Zygmunt Bauman— en la que los individuos compiten, en la vida real y digital, por un estatus definido a partir de la comparación constante con los otros, o «deseo mimético» según René Girard), basta con acudir a cualquier reserva de nativos americanos en Estados Unidos o Canadá.
Encontrar nuestro camino en la modernidad líquida
Es especialmente hiriente la situación de colapso cultural y social que muchas localidades inuit de Nunavut padecen en el extremo septentrional de Canadá, en pleno Círculo Polar Ártico. Helen Epstein dedica un extenso reportaje al comentario de dos ensayos sobre la situación en los pueblos nativos del Ártico canadiense.
El título del reportaje no deja margen de dudas sobre el contenido del texto: «la tasa de suicidios más alta del mundo». En efecto, la modernidad forzada que muchos pueblos tradicionales han padecido desde finales del siglo XIX ha conducido a situaciones tan desesperadas como la expuesta. Leer el reportaje me devolvió al comentario de John Maynard sobre el valor que nuestra sociedad ha concedido a lo normativo y conveniente.
Hay que ser de un modo determinado, y hay que delegar cualquier autonomía espiritual o existencial en los mecanismos superficiales que la sociedad contemporánea aporta para que evitemos el vértigo del nihilismo: el bufé libre espiritual, el comer hasta reventar, siempre y cuando sigamos consumiendo, que sustituye al voto como el ejercicio más importante de la vida adulta en el mundo líquido que expone Zygmunt Bauman en sus escritos.
La necesidad de una sociedad desescolarizada
Obligamos a una sociedad tradicional como la inuit, igualitaria, solidaria y ajena al culto al concepto de individualismo, a transformar sus campamentos móviles y sus mecanismos de transmisión cultural por una vida sedentaria, subsidiada y dictada desde una lejana capital.
Los niños son escolarizados y las tensiones, trasladadas según los canales jurídicos dictados desde la lejanía. Generaciones después, alcoholismo y drogadicción, maltratos, enfermedades mentales, mortalidad infantil, y suicidios sustituyen unos valores tradicionales ya olvidados.
Llevada al extremo, la «conveniencia» anula. A pequeñas dosis, aletarga. Nietzsche lo anunció con una lámpara en pleno día, a sabiendas de que el anuncio llegaba pronto y nadie quería escucharlo: el viejo Dios había muerto y sus sustitutos contemporáneos serían caricaturas del becerro de oro, en el eterno retorno de nuestras limitaciones como especie y civilización. Seguimos mirando hacia otro lado.
Al fin y al cabo, mejora la ingeniería de los alimentos preparados para hacernos comer más, y mejores ofertas para transformar nuestra propia voluntad por el acceso ilimitado a contenido digital prescindible.
Como Alonso Quijano en su lecho de muerte, John Maynard nos ofrece una pista clarividente sobre nuestra propia existencia. No permitamos la disipación de nuestra existencia a golpe de píldoras de falsa comodidad. La conveniencia mata.