Los medios actuales fomentan una cierta hipersensibilidad en el debate público. Siempre hay algo por lo que indignarse, algo por lo que movilizarse desde el sillón, alguien a quien insultar, algún miembro de la percibida burocracia del mundo de quien mofarse o a quien atacar en manada. Todo a un clic de distancia.
Conversaciones antes alejadas se convierten en meta-polémicas con distintos focos en el mundo, y la atrocidad cometida por unos policías en una calle de Mineápolis (una ciudad próspera y tranquila, de las que no da problemas al imaginario estadounidense) entierra la preocupación por la pandemia, como ésta había enterrado o relativizado otros eventos.
La agenda informativa ya no depende tanto como antes de la intermediación de medios locales, ni siquiera de medios tradicionales, y cuesta orientarse entre el ruido y el discurso polarizado de distintos círculos concéntricos a los que estamos adscritos de uno u otro modo.
Conversación en la catedral
El viejo postmodernismo deja paso a un entorno líquido en el que muchos jóvenes —y no tan jóvenes— se dejan influir por textos y mensajes multimedia en una u otra aplicación; los alumnos aventajados de la Generación Z, los adolescentes y jóvenes adultos actuales, se mofan en TikTok del supuesto carácter blandengue de la cohorte inmediatamente mayor, la Generación Y («millennial»).
Que TikTok sea una aplicación china inclinada a la censura y el espionaje de los usuarios de la plataforma asociados a los intereses y riesgos geopolíticos del país (una vigilancia digital y física que avanza hacia un ideal tecno-panóptico, la represión de uigures, las manifestaciones Hong Kong para defender una autonomía real con respecto de Pekín, las presiones a Taiwán), parece importar poco o nada a estos usuarios (o a sus padres).
Since the 18th century, no generation of Americans have had such a tough start as Millenials. Over the first 15 year of their working lives, the national economy grew by just over 15% v. 60% for the GI generation. https://t.co/XVANc1ZWur pic.twitter.com/8qY0LbyEqo
— Adam Tooze (@adam_tooze) June 17, 2020
En el interior de China, la mayoría de la población parece anteponer la estabilidad y la prosperidad económica a cualquier anhelo de construcción de una auténtica sociedad abierta con una opinión pública no controlada.
Nos equivocaremos si creemos que el mundo se ha licuado en los últimos años o, mejor aún, que acaba de hacerlo. Cierto, gente de a pie y analistas de distinto percal constatan lo que sentimos de manera generalizada: algunas semanas de 2020 parecen cundir como años, lustros o décadas de épocas pretéritas, años de cómo aburrimiento económico y estabilidad geopolítica al cobijo de las viejas rentas del período de prosperidad occidental posterior a la II Guerra Mundial.
Riesgos de politizar una pandemia: el caso de Estados Unidos
Francis Fukuyama comenta sobre la geopolítica de la pandemia en un artículo para Foreign Policy:
«Los factores responsables de las respuestas [iniciales] exitosas a la pandemia han sido la capacidad estatal, la confianza social y el liderazgo. Los países con los tres [factores] —un aparato estatal competente, un gobierno en el que los ciudadanos confían y al que escuchan, y líderes efectivos— han logrado un desempeño impresionante y limitado los daños sufridos. Los países con estados disfuncionales, sociedades polarizadas o liderazgo en entredicho les ha ido mal y han dejado tanto a los ciudadanos como a la economía expuestas».
Fukuyama parece escribir estos días un nuevo capítulo de su ensayo El fin de la historia y el último hombre.
Paradójicamente, el colapso de la Unión Soviética y el fin de la «competición entre civilizaciones» de la Guerra Fría no fomentó la prosperidad generalizada y el fin de la historia que debían suceder a la caída del muro de Berlín en 1989; o, más concretamente, los beneficios del mundo sin fronteras proclamado por los ensayistas se vislumbró con consideraciones ineludibles, tales como el relativo estancamiento del nivel de vida de la clase media y el aumento de la desigualdad.
Varios relatos compiten por lo ocurrido en las últimas décadas, en el período de integración de China en la OMS y el ascenso del país asiático como principal exportador mundial de bienes de consumo en la actualidad, segundo mayor mercado de consumo por volumen (tras el agregado de la UE), país más contaminante y segunda mayor economía tras la estadounidense.
Primero un lento descenso, después una caída abrupta
Los matices de lo ocurrido en las últimas décadas no pueden ocultar la onda expansiva de este ascenso, desde el estancamiento del salario medio con respecto a la inflación en los países que deslocalizaban su industria al aumento artificial de la prosperidad media en los países con divisa y deuda pública consideradas vehículos de refugio del ahorro (sobre todo, el dólar y la deuda estadounidense).
Los economistas nos reiteran que hay dos modos de aumentar la prosperidad: con avances tecnológicos (o catástrofes) que impulsen cambios tecnológicos radicales capaces de auspiciar nuevos sectores y millones de empleos, como ocurrió a gran escala tras la II Guerra Mundial; o, en los países que pueden permitírselo debido a su credibilidad, con endeudamiento (mediante la emisión de deuda a corto y largo plazo y vehículos similares que adquieren particulares, empresas y gobiernos del propio país emisor y del resto del mundo).
Las tecnologías de la información han transformado nuestra vida, pero no han representado en empleo y riqueza transversal un revulsivo equivalente a industrias pretéritas que requerían más trabajadores, tales como la industria automovilística y aeronáutica.
Ni el consumo privado propulsado por el capital inmobiliario, ni los mecanismos tradicionales para proteger el poder de compra de la población han logrado mantener la cohesión en los últimos años, pues los únicos sectores que no han experimentado un estancamiento de innovación y productividad, asociados a las tecnologías de la información, han acaparado —y centralizado en un puñado de empresas transnacionales que no tributan en los países donde operan— buena parte del valor de los servicios tradicionales, antes descentralizados y generadores de tributos.
El año 2020 y «El mundo de ayer» de Stefan Zweig
En un recomendable ensayo del 5 de junio, el editor y ensayista Tim O’Reilly, referente moderado de un Silicon Valley escorado hacia el darwinismo económico, abre con una reflexión que evoca ecos de El mundo de ayer, el ensayo del escritor austríaco (al final de su vida, apátrida) Stefan Zweig: el siglo XX no empezó con el cambio nominal de centuria, sino en 1914, con el asesinato que facilitó el inicio de una guerra que ya estaba en el aire.
El acontecimiento transformaría Europa y el mundo para siempre. El viejo orden victoriano daría pie a la destrucción a escala industrial, seguida de inestabilidad, una gran depresión, el auge de los totalitarismos y otra guerra aún más destructiva que la primera.
Al final de este proceso aparentemente autodestructivo, la transformación de la industria bélica y de propaganda en una industria de consumo todavía mayor asociada a los medios de masas, permitiría un aumento sin precedentes de la prosperidad y la productividad en el siglo de Estados Unidos.
Del mismo modo que el siglo XX empezó en 1914, el siglo XXI podría estar empezando ahora, explica O’Reilly. Tras la Gran Recesión de hace una década, la incapacidad de Estados Unidos y Europa para afrontar necesarias reformas impopulares, relativizar su dependencia con respecto a China y evitar una inercia económica comprada a crédito, contrasta con el mayor dinamismo ejecutor de las sociedades asiáticas.
La reacción ante una pandemia originada en China, expeditiva y eficaz en los países asiáticos y muy desigual en Occidente (desde la capacidad alemana para alinear respuesta política, administrativa y social en un extremo; y el espectáculo de desinformación en el Reino Unido y Estados Unidos en el otro extremo), marcaría el inicio del siglo XXI. Y, si el siglo XX marcó el cambio de testigo desde la Europa colonial a Estados Unidos, el siglo XXI se estaría orientando definitivamente hacia Asia.
El siglo XXI empieza en 2020
La preocupación de Tim O’Reilly se centra en la capacidad de la sociedad de Estados Unidos para regenerarse y abandonar la senda de las últimas décadas, acrecentada tras el colapso de Lehman Brothers en septiembre de 2008, en la que se evitan las decisiones de riesgo y los réditos políticos se supeditan a la marcha de la economía financiera.
En este contexto de ausencia de grandes reformas que fomenten la cohesión social, un empleo bien remunerado en la economía productiva que recupere el vigor de una clase media transversal y una renovación de las infraestructuras, la reacción ante la pandemia es —cree Tim O’Reilly— la antesala de lo que ocurrirá con eventos extremos en aumento en el contexto del cambio climático: la ausencia de un consenso público de mínimos para actuar podría mantener a Estados Unidos en la deriva actual hacia una mayor polarización y desigualdad.
En el mencionado ensayo, Welcome to the 21st Century, O’Reily cita a Jared Diamond, autor de Armas, gérmenes y acero y Colapso: Por qué unas sociedades perduran y otras desaparecen, quien manifestaba recientemente:
«Mi mejor escenario con respecto a lo que está sucediendo ahora es —suponiendo que en el próximo medio año atajemos con éxito la crisis del Covid— que [esta actuación decisiva] se convertirá en modelo para que la población de todo el mundo reconozca problemas comunes que deben afrontarse de manera colectiva.
«Mi mejor supuesto es que, una vez derrotado el Covid, intentaremos y lograremos vencer el cambio climático… El peor de los escenarios es que los países traten de actuar cada uno por su cuenta. Ya se habla de una carrera para producir vacunas, donde un país que lograra la vacuna la usaría en beneficio propio para obtener ventaja en lugar de difundirla en todo el mundo».
Quizá salgamos pronto de dudas. A inicios de junio de 2020, había 159 vacunas en desarrollo, aunque apenas un puñado de ellas avanza en los procesos de análisis de eficacia y seguridad en animales y humanos.
Vivir de las rentas hasta que ya no es posible
¿Qué ocurre en los años de incertidumbre entre modelos? ¿Puede el mundo depender de un régimen autocrático que establece campos de reeducación para su minoría musulmana y no duda en extender su influencia «amable» a cualquier precio, siguiendo el modelo de desinformación de otros regímenes no democráticos?
Se considere o no en el futuro el año 2020 como el año en que el mundo basculó definitivamente hacia la hegemonía china, la pandemia —en retroceso en redes sociales y agenda informativa en favor de las tensiones derivadas de la lucha contra ésta— ha cambiado ya percepciones y sectores. Viajes, entretenimiento presencial, percepción de la privacidad, sistema sanitario, trabajo y educación lidian en estos momentos con las consecuencias.
¿Puede la conmoción ocasionada por la pandemia actuar como vector de una transformación profunda como lo fue la Gran Guerra en 1914? Difícilmente se repetirá la destrucción a gran escala del período entre 1914 y 1945, el cual no representó un vacío tecnológico e industrial, sino más bien lo contrario.
En los años más convulsos del siglo XX surgieron o se perfeccionaron las industrias y tecnologías que se orientarían a partir de 1945 para construir la sociedad de consumo que ahora muestra el lánguido agotamiento de sus frutos maduros.
Tim O’Reilly menciona los avances que asentaron una prosperidad de la que hemos sido beneficiarios: antibióticos; motor de combustión interna; automóviles e industria aeronáutica; expansión definitiva de redes eléctricas y telefónicas; cine, radio, y televisión como germen de la industria del entretenimiento; rascacielos y grandes obras de ingeniería civil como puentes colgantes y presas; energía atómica; el alunizaje y la Estación Espacial Internacional; revolución agraria; logística moderna de contenedores; y telecomunicaciones por satélite, informáticas e Internet.
Trayectoria desde 1973
Tim O’Reilly acierta al explicar que la autocomplacencia ha llevado a gobiernos y a economía productiva a debilitarse y a aumentar su dependencia con respecto a proveedores localizados en el exterior:
«Si bien los economistas han advertido durante años de que el consumo de una persona son los ingresos de otra y que recortar los salarios de manera implacable conduciría algún día al colapso económico, acabamos de asistir a la prueba dramática de que trabajadores y consumidores son en realidad lo mismo».
El inicio de la tendencia se remonta a la crisis energética de 1973 y sus consecuencias políticas a partir de finales de la década e inicios de los años 80, cuando en el mundo anglosajón la ortodoxia financiera se impuso a una estrategia industrial a largo plazo. El ahorro familiar en el sector inmobiliario y de inversiones ganó la partida a la economía productiva.
Conociendo la personalidad de Tim O’Reilly, es fácil imaginar la dificultad con la que escribe el error estratégico de haberlo apostado todo a la eficiencia en lugar de la resiliencia, con las consecuencias ahora observadas: problemas de suministro de componentes electrónicos, alimentos que se desechan en origen mientras millones de familias se alimentan a duras penas… y grandes empresas demandando una vez más que se las rescate tras usar reservas para recomprar acciones.
De nuevo, la sensación de déjà vu de lo leído a partir de la caída de Lehman Brothers, como aquella serie de artículos de Michael Lewis para Vanity Fair. Esperemos que todo quede en un inquietante sinsabor.
Tendencias y profecías autocumplidas
En su artículo, que representa una continuación o un anexo de su conferencia transformada en ensayo What’s The Future?, Tim O’Reilly no ofrece una receta inequívoca post-Covid, ya que no podemos despejar muchas incertidumbres.
Lo que sí podemos hacer es un análisis del contexto al que nos enfrentamos (inspirados en ensayistas como Peter Schwartz) y servirnos de algunas de las principales tendencias para, entre otras aspiraciones, crear y compartir con otros «más valor del que capturamos», otra de las reflexiones más citadas de O’Reilly.
Perspectivas como la de Tim O’Reilly, si bien más ponderadas que las de otros expertos tecnológicos en el entorno de Silicon Valley, no ponen en entredicho el propio papel del software e Internet en muchas de las externalidades que aceleran fenómenos como los trabajos precarios de la «economía de bolos» (la «uberización» del empleo precario), la erosión de la clase media y la desigualdad social o la quimera conceptual de que los servicios digitales son la cura de todos los males, perspectiva que el ensayista Evgeny Morozov (formado en Estados Unidos como historiador de la ciencia) ha definido como «solucionismo tecnológico» (aprieta en este botón si deseas salvar el mundo).
Quienes consideran que el escenario más plausible es un recrudecimiento de la polarización y la expansión de un mundo iliberal con algunos actores de peso abiertamente fascistas, descartan —arriesgadamente— el efecto que la desastrosa reacción de Estados Unidos y el Reino Unido ante la pandemia puede tener ante la opinión pública de ambos países, cuyos medios y cultura popular influyen sobre la población del resto de Occidente.
Una crisis sanitaria como prueba de fuego
Francis Fukuyama cree que la pandemia ha dado al fin algo de lustre y valor a la gobernanza técnica y competente de algunos países, y revelado las disfunciones en los países con reacciones más pobres:
«(…) la crisis también ha revelado la capacidad de los gobiernos para proporcionar soluciones a partir de la movilización de los recursos colectivos en el proceso. Una sensación persistente de “alone together” podría multiplicar la solidaridad e impulsar el desarrollo de protecciones sociales más generosas a partir de ahora, de la misma manera que las penurias compartidas durante la Gran Guerra y la Gran Depresión estimularon el nacimiento del Estado del Bienestar en las décadas de 1920 y 1930».
El panorama tecnológico actual está dominado por varias de las mayores empresas mundiales por beneficios trimestrales, cuentas saneadas y capitalización bursátil, las cuales han aumentado su valor durante la pandemia.
Más allá de estas firmas y de un puñado de nuevas empresas prometedoras que soportan una elevada deuda, la transformación actual no sería tan espectacular como podríamos creer leyendo artículos sobre la trayectoria de Tesla y SpaceX, las empresas fundadas y dirigidas por Elon Musk.
Francis Fukuyama cree que esta concentración aumenta el riesgo sistémico:
«Económicamente, una crisis prolongada significará más fiascos comerciales y devastación para industrias como la distribución, las cadenas minoristas y los viajes. Los niveles de concentración del mercado en la economía de Estados Unidos han aumentado constantemente durante décadas y la pandemia impulsará la tendencia aún más. Sólo las grandes empresas con capacidad de compra podrán resistir el embate, con los gigantes tecnológicos en cabeza de la tendencia, a medida que las interacciones digitales sean cada vez más importantes».
Las relaciones públicas y la innovación
Lo que ha logrado Elon Musk con SpaceX pierde parte de su espectacularidad si consideramos su colaboración con la NASA en el contexto aroespacial de las últimas décadas: el reciente primer viaje tripulado de SpaceX a la Estación Espacial Internacional no hace más que devolver la autonomía perdida a Estados Unidos, que desde la retirada de los transbordadores Challenger dependía de la agencia espacial rusa para enviar astronautas a la EEI a bordo de la nave Soyuz.
En cuanto a Tesla, la marca representa la madurez del vehículo eléctrico, una tracción con más de 100 años de vida que sólo ahora empieza a ser rentable gracias a las economías de escala y a la mejora de la tecnología de ión-litio.
Tesla ha superado recientemente a Toyota como la compañía automovilística más valorada en el mercado bursátil, un hito impensable hace una década.
Pero si creemos que Tesla es el negocio más avanzado de la actualidad y que la firma desbancará a otras compañías que producen más valor con menos material, como los gigantes de Internet y la mayor empresa de hardware y servicios, Apple, basta observar una comparativa gráfica para situar las cosas en perspectiva: un Tesla Model 3 cuesta 37.990 dólares en Estados Unidos, el equivalente a 26 iPhone 11 Pro.
I don't think I've ever seen anything that expressed more clearly what a great business Apple is. https://t.co/SNA2pK7iOS
— Paul Graham (@paulg) June 11, 2020
Quienes consideran que el auténtico valor de la compañía se encuentra en su software e infraestructura de carga, servicios que Tesla podría arrendar a otras marcas, deberán armarse de paciencia, dadas las limitaciones actuales del autopiloto de Tesla y sus competidores.
Evolución de Boeing
Este último dato, recuerda el inversor tecnológico Paul Graham, muestra la sorprendente rentabilidad de Apple, que aumenta el valor logrado por átomo fabricado con cada producto gracias a la gestión de la evolución tecnológica de infinidad de variables, desde el uso de técnicas de producción aditivas en detrimento de las sustractivas al diseño y control de sus propios microprocesadores.
En el sector aeronáutico, la aviación comercial desestimó grandes apuestas arriesgadas, tales como sustitutos de los vuelos supersónicos de la era del Concorde, y carece de servicios que superen la barrera del sonido u opten por otras estrategias para ahorrar tiempo y/o combustible, desde un uso de nuevos materiales y motores a reacción —y eventualmente eléctricos— a vuelos a mayor altitud.
La evolución de Boeing desde su fusión con McDonnell Douglas en 1997 representa un cambio de cultura corporativa —desde la ingeniería a la consultoría— que acabó derivando en el fiasco del 737 Max, una nave con defectos de diseño que no será salvada con una mera actualización de software.
La cancelación de pedidos que representa la pandemia ha obligado a Boeing a pedir ayudas públicas al gobierno estadounidense para evitar la bancarrota; la evolución de la firma, cuyo principal competidor es la firma europea Airbus, constituye poco menos que metáfora de lo ocurrido con la industria estratégica de alto valor añadido en Occidente: la obsesión por la concentración, la rentabilidad financiera y la eficiencia acrecientan ahora el riesgo sistémico y la dependencia con respecto a ayudas públicas y a decisiones geopolíticas que atraigan compras surgidas de acuerdos en los despachos, y no de una demanda real.
Surfear no equivale a ser barridos
Como ocurrió en el inicio «real del siglo XX» (en opinión de Tim O’Reilly y de tantos otros, empezando por Stefan Zweig), en 1914, el inicio «real» del siglo XXI representa una oportunidad para seguir con la inercia de un modelo agotado surgido a finales de la II Guerra Mundial y que habíamos confundido con la realidad… o podemos crear mejores modelos para un mundo más incierto en lo climático y geopolítico.
«La pandemia ha destapado la fragilidad de mucho de lo que hasta ahora habíamos dado por sentado. Nuestra maravillosa, globalizada, interconectada, economía “just-in-time” ha revelado su fragilidad. Con empresas optimizando para una eficiencia financiera en lugar de resiliencia, las interrupciones en la cadena de suministros se han propagado rápidamente y han sido difíciles de solventar».
Es un aviso de lo que llega, y no una interrupción momentánea de la «normalidad». Los retos a los que nos enfrentamos recuerdan a los de hace un siglo, pero la respuesta de hoy no tiene por qué ser equivalente:
«Los líderes mundiales y sus asesores pueden tardar décadas en aprender la lección, como ocurrió con sus homólogos de inicios del siglo XX, o podemos reaccionar con mayor rapidez en esta ocasión para erigir un nuevo mundo ahora».
Se trata de reconstruir las estructuras del pasado, incluyendo sus añadidos bizantinos e inercia de décadas, o de lograr algo mejor sin sacrificar los ideales humanistas y las libertades de una sociedad abierta y democrática, pese al riesgo de la desinformación y lo que algunos expertos llaman «capitalismo de vigilancia».
«Podemos intentar proteger el pasado del futuro, o podemos aceptar los cambios y aprovechar la oportunidad para arreglar cosas que se han roto. Podemos surfear las olas del cambio en lugar de ser arrastrados por ellas».
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