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¿Cómo construir un reencantamiento compatible con el planeta?

La filosofía (o, más concretamente, la acción de «filosofar») debería interesarnos como método de análisis y exploración de la condición humana. Simplemente, hasta hace poco, hemos eludido el uso de palabras como «filosofar» o «condición humana», a veces por pudor, a veces por riesgo a ser señalados.

Hoy, quizá estemos en la obligación de explorar este ámbito, y deberíamos preguntarnos si podemos edificar un reencantamiento para nuestro tiempo. Una mirada al mundo que no sea cínica y autodestructiva.

En nuestro momento, nuestro apéndice digital alimenta la tentación de dejarse llevar por una experiencia deshilachada de la realidad, y el reflejo digital que nos llega del mundo y de nosotros mismos es cada vez más indistinguible de aquello que consideramos «experiencia».

Rodin antes de Rodin: determinación en la mirada del joven Auguste Rodin, que tenía todo por delante en 1862, a los 22 años; Rodin decidió abrirse paso por su propia senda; fotografiado en París por Charles Hippolyte Aubry

Se presentan retos múltiples imposibles de eludir, pues nuestro impacto sobre el planeta acrecienta la probabilidad de que debamos afrontar acontecimientos indeseados a gran escala.

Nuestra experiencia contemporánea, fragmentada o líquida (Zygmunt Bauman) tal y como lo es nuestra experiencia del tiempo, minimiza los riesgos sistémicos colectivos y pone el acento en los pequeños placeres de la vida individual. El largo plazo desaparece ante el «aquí y ahora».

Sequía de grandes ideas

Martin Heidegger llamó a la inercia del mundo «tecnicidad», un proceso burocrático y tecnológico de la sociedad contemporánea que se propulsa a sí mismo sin necesidad de «cabeza pensante». La «tecnicidad» está más presente que nunca: parecemos incapaces de frenar nuestro impacto sobre el medio, y las repercusiones son medioambientales, pero también biopolíticas (Michel Foucault).

Quizá seamos incapaces de aplicar soluciones en tiempo real a problemas a gran escala porque todavía no ha surgido un pensamiento a la altura de retos que exponen nuestra interdependencia.

Quizá, nuestro desarraigo con respecto a los tiempos y tempo de la Tierra haya llegado a la última fase del desencantamiento (Max Weber), cuando el mapa (la representación digital del mundo) aspira a sustituir al territorio.

Escribo este texto en medio de una pandemia, que evocación macabra del eterno retorno (Friedrich Nietzsche), de las incapacidades colectivas que representa la técnica frente a la naturaleza, así como una señal delatora de nuestro cinismo individual, marcado por el hedonismo nihilista del exhibicionismo digital y el conservadurismo social (Byung-Chul Han).

Salir de la inercia

Quizá haya llegado el momento de apelar a las grandes ideas, de construir un nuevo humanismo holístico y compatible con los ritmos de la naturaleza, de apelar a una filosofía que esté más cerca de las aspiraciones universales de Victor Hugo que de los placeres de europeo bon vivant que representa Stendhal, tal y como ha señalado Régis Debray.

Quizá, la pista para lograr un reencantamiento esté ante nosotros y simplemente estemos renunciando a ello. Victor Hugo y Albert Camus, entre otros, nos ofrecen pistas para vencer al nihilismo y la desesperación que quizá debamos explorar con la mirada propia de nuestro tiempo.

Quizá aprendamos a apreciar de nuevo la belleza, la compasión, debamos volver a ser creadores (Friedrich Nietzsche), y no contables de la realidad (Byung-Chul Han).

O, como han mostrado algunos creadores y pensadores avant la lettre (Velázquez en Las Meninas, Cervantes en el lecho de muerte de un Don Quijote lúcido, Caravaggio en la celebración de la humanidad de Jesucristo en La vocación de San Mateo), quizá debamos aprender a mirarnos al espejo para redescubrirnos.

Orígenes de la noción de «desencantamiento»

Es esta la búsqueda en la debiéramos desear estar presentes en este momento. Del mismo modo, muchos nos imaginamos alternativas de «abandono de la civilización» y retorno a una supuesta inocencia perdida en algún lugar prístino; allí, nos imaginamos construyendo una casa con nuestras manos —y, por tanto, modificando el supuesto estado que admiramos—, mientras observamos nuestra relación con lo circundante y tratamos de reflexionar sobre este proceso. En cualquier caso, somos incapaces de quedarnos de brazos cruzados, pues la «stasis» implica apatía, renuncia, incapacidad, fatalismo.

¿En qué consistiría este nuevo «reencantamiento»? Quienes teorizaron el desencantamiento en el siglo XIX, asociaron el fenómeno de pérdida de inocencia a un alejamiento de ritmos tradicionales marcados por la agricultura tradicional, la artesanía, la pesca, la vida menestral.

El progreso creaba desigualdades radicales (ignorancia y miseria de los desposeídos, confort victoriano en las clases acomodadas). Con el tiempo industrial, los oficios se supeditaban a su gestión administrativa, mientras las comunicaciones se acortaban y el trayecto planeado punto a punto sustituía a los azares de trayectos y paseos tradicionales, a pie o con tracción animal.

Las ventajas de la nueva época partían de una perspectiva contable del tiempo, las comunicaciones y el espacio. Industrialización, educación universal e higienismo aportarían a la larga beneficios con una costosa contrapartida: la poética del mundo sucumbiría ante la inercia de una burocratización imparable.

La (des)educación necesaria

En la Nueva Inglaterra de mediados del siglo XIX, sometida a transformaciones a gran escala (entre ellas, la urbanización y la deforestación a gran escala), autores como Henry David Thoreau se preguntaban qué vida merecía la pena vivir: el acceso a la propiedad y el empleo exigentes desproveían al individuo de cualquier otra aspiración, dignidad, espiritualidad.

Las reflexiones de Thoreau iniciaron una conversación a ambos lados del Atlántico acerca de las consecuencias del «desencantamiento», la pérdida de la inocencia secular en nombre de la agresiva y desigual modernización de la Primera revolución industrial, cuyas consecuencias entre los menos favorecidos serían ilustradas por la literatura y el reporterismo de finales del XIX y principios del XX, desde los personajes de Victor Hugo y Charles Dickens al reporterismo de Jacob Riis, amigo del joven Teddy Roosevelt y fotógrafo de la miseria de los bajos fondos neoyorquinos.

Mientras Friedrich Nietzsche publicaba sus obras sin recibir más repercusión que la alabanza de algunos de sus allegados, tendencias europeas y estadounidenses como el anarquismo y el espiritualismo daban lugar a experimentos de liberación individual y emancipación de los desposeídos de la época: niños, mujeres y ancianos asumían buena parte del esfuerzo y los abusos fabriles de los inicios.

Inspirado por lecturas como Schopenhauer, Proudhon y Thoreau, el escritor y propietario noble ruso Lev Tolstói combinó una religiosidad próxima a los evangelios (o a la interpretación de ellos por autores como el filósofo danés Søren Kierkegaard) con técnicas educativas próximas a Rousseau y a la Lebensreform, un reformismo ecologista avant la lettre que se expandía en la Europa Central de habla alemana, desde la teosofía a distintas versiones de escuela alternativa.

Primeros experimentos de reencantamiento

Medio siglo antes de que la contracultura californiana reivindicara la autosuficiencia, la alimentación orgánica, el pacifismo o una filosofía de sistemas para el pensamiento humano (desde el arte a la educación, pasando por la arquitectura), comunas anarquistas y espiritualistas surgían en torno a los Alpes, Monte Verità (cerca de Ascona, Suiza) entre ellas, una colonia de familias e individuos librepensadores que contaría con Hermann Hesse entre sus visitantes asiduos.

Los esfuerzos de Thoreau, Nietzsche, Tolstói o Proudhon toparon con muchos de los problemas y contradicciones ya presentes en la aspiración de utopistas ilustrados como los proto-comunitaristas y socialistas utópicos desde Henri de Saint-Simon al postulador de las «comunidades de producción» igualitaristas —falansterios—, Charles Fourier.

Eso sí, Saint-Simon y Charles Fourier apenas pretendían una distribución igualitaria en el seno de las colonias fabriles, que sin embargo mantenían el diseño productivo de los positivistas orientado a las teorías de la utilidad del trabajo de John Stuart-Mill. El habitante de un falansterio debía atenerse a la estricta regulación de la jornada, que recaía en un diseño maestro centralizado precursor de la planificación productiva en que caería el marxismo. No había «reencantamiento», sino un desencantamiento repartido de manera igualitaria entre todos los participantes.

Proudhon, Thoreau, Tolstói o los postuladores de la Lebensreform se mostraban más próximos al pensamiento de Nietzsche: con los tiempos fabriles y la burocratización de la existencia, el ser humano se había extraviado de los ritmos de la tierra y la creación artesanal, y sólo podría sincronizar un espíritu separado artificialmente de las necesidades e instintos físicos con la reivindicación de la propia voluntad.

Más allá del historicismo: crear un tiempo propio

En Nietzsche, esta voluntad no partía exclusivamente del instinto animal y de supervivencia, tal y como había expuesto Arthur Schopenhauer, sino de una afirmación de las propias aspiraciones, que debían abrirse camino de manera voluntariosa pese a las limitaciones y a un marco regulatorio cada vez más asfixiante en la sociedad moderna.

A inicios del siglo XX, un lector atento de Nietzsche se propuso su propia empresa voluntarista: fortalecer los cimientos de la sociología a partir del análisis de los efectos de la burocratización a gran escala (según Weber, una auténtica «jaula de hierro»).

Una vez realizado el análisis del «desencantamiento», la sociedad de su tiempo (que aceleraba el paso hacia las tensiones entre maximalismos identitarios y de clase) podría avanzar hacia posibles escenarios de «reencantamiento».

El propio concepto de «desencantamiento» se popularizó cuando Max Weber se sirvió de él en una clase realizada en 1918. La devastación de la Gran Guerra, la primera batalla a gran escala de la era industrial, anunciaba la confirmación de una pérdida de la inocencia de la mentalidad ilustrada.

Llevado al extremo, el humanismo alumbraba monstruos con una capacidad de aniquilación de los resquicios del viejo mundo y del propio pensamiento historicista, que daría lugar a una fragmentación en el arte y en la percepción humanas.

Pensadores para futuras generaciones: de Nietzsche a Max Weber

En un episodio que evoca la actual pandemia, Max Weber, pensador que adelantó las grandes tendencias de la sociedad contemporánea a partir de la expansión de la crítica al idealismo que habían hecho antes que él Immanuel Kant y Friedrich Nietzsche, murió a consecuencia de una pandemia.

En junio de 1920, Weber contrajo la gripe que había causado ya millones de muertes (incluida la de Alfonso XIII, primera gran personalidad en fallecer a causa de la epidemia, lo que contribuiría a que la cepa, originada en Kansas, tomara un apelativo que ha sobrevivido, el de gripe «española»). Poco después, moría de neumonía a causa de las complicaciones provocadas por la infección.

De no haber fallecido a los 56 años, quizá Weber no sólo nos habría legado un diagnóstico devastador del pensamiento contemporáneo y el desencantamiento, sino una serie de recomendaciones que permitieran un reencantamiento.

Una interpretación del calendario de 2020, tal y como está siendo percibido por muchos (pulsar sobre la imagen para acceder al documento original del ilustrador Chaz Hutton)

Kieran Healy, profesor de Sociología en la Universidad estadounidense de Duke, recordaba hace unos días la relevancia de Weber. A mediados de junio de 2020, cuando se cumpla un siglo de su muerte por neumonía derivada de la gripe «española» que se expandió del mundo tras la Gran Guerra, recordaremos:

  • su clínico diagnóstico de la importancia que la demagogia tomaría en la política: en un mundo cada vez más técnico y planificado, la charlatanería se convertiría en acto contestatario capaz de arrastrar a las multitudes descontentas en momentos de incertidumbre y penuria económica;
  • asimismo, Weber constató la ausencia de alma humanista en el capitalismo utilitarista, el cual optaría por una estrategia nihilista (en un contexto de amenaza, el capitalismo se aliaría al fascismo y el nazismo, y la prosperidad posterior a la II Guerra Mundial, alimentada la corrección bélica y la regulación pública, daría paso a la desregulación de los 80);
  • la burocracia convertiría existencias y oficios en labor de contables en un marco definido (tal y como también explicaría José Ortega y Gasset en La rebelión de las masas);

Y, como homenaje incontestable al eterno retorno de su maestro Nietzsche, el sociólogo alemán sucumbiría, todavía joven, a la peor pandemia del siglo XX… ocurrida a un siglo de distancia con respecto a la crisis del coronavirus.

Más allá de la horma homogeneizadora

Ocurre que la pandemia no es más que el síntoma momentáneo de una emergencia mayor, asociada a una tendencia ya descrita por Weber: los efectos de la inercia de la modernidad sobre el mundo. Un siglo después, hemos otorgado nomenclaturas —todavía contestadas, de manera sonrojante, por muchos—, tales como Antropoceno y cambio climático.

Observamos desde el presente, ambos fenómenos parecen poco menos que objeciones abstractas y politizadas. Interpretadas a largo plazo, constituyen el resultado de nuestro desencantamiento.

Quizá, el reencantamiento deba empezar a través del análisis del desencantamiento. Ocurre que Max Weber ya había constatado esta hipótesis.

Como Nietzsche, o como los pintores virtuosistas que se lanzaron al expresionismo o el cubismo, quizá podamos construir una nueva ingenuidad, un nuevo misterio, un encantamiento infantil, a partir del desaprendizaje de la inercia en que estamos inmersos.

Quizá la pandemia nos permita observar nuestra interdependencia en tiempo real, pues constatar la complejidad de la biopolítica planetaria es intuir la biosfera, algo así como poder observar la tierra desde un ojo de buey de la Estación Espacial Internacional, o asistir a alguna festividad chamánica inspiradora, capaz de recordar el ritmo antiguo de las cosas, el eterno retorno que desapareció para siempre con el tiempo histórico y contable.

Mapa y territorio

Hoy, la fragmentación y el cinismo con regusto nihilista nos invitan a buscar nuestro propio camino, a desempolvar a Nietzsche y leerlo por nosotros mismos, sin conformarnos con las citas y los comentarios manidos.

Llegará un momento en que apercibamos que la mayor aportación de Nietzsche no es su obra, sino la provocación de las generaciones venideras, para que éstas se lancen y avancen en su propio camino, aunque sea a tientas y en la cuerda floja suspendida sobre una plaza pública o sobre un precipicio.

Max Weber o Hermann Hesse aceptaron el reto. ¿Lo aceptaremos nosotros, o seguiremos jugando a recocinar recetas del pasado, mientras la inercia abrasa las sendas que merece la pena explorar? ¿Cómo pensar con la profundidad de los grandes ritmos?

¿Qué filosofías para pensar en un momento en que el «mapa» (la representación) aspira a sustituir la experiencia en el mundo, prometiéndonos árboles-holograma que sustituyan los que permitirán un aire respirable en 100 años?

¿Cómo aprender a pensar a largo plazo, si nuestra fuerza y pensamiento parecen atenazados al presente, que es lo único que la mayoría considera como válido?

¿Cómo dejar de arrasar el mundo con la mera incapacidad de frenar la inercia de la «tecnicidad» si somos incapaces de pensar una alternativa creíble a modelos agotados?