El físico teórico Robert McNees compartía hace unos días un párrafo de Carl Sagan (El mundo y sus demonios, 1995) que parecía escrito para inicios de 2017:
“Pero hay otra razón: la Ciencia [mayúscula del autor] es algo más que un cuerpo de conocimiento; es una manera de pensar.
“Presiento unos Estados Unidos en la época de mis hijos o nietos -cuando los Estados Unidos sea una economía de servicios e información; cuando casi todas las industrias manufactureras clave se hayan escurrido a otros países; cuando poderes tecnológicos increíbles se concentren en manos de unos pocos, y nadie representando el interés público pueda siquiera atisbar lo que ocurre; cuando la gente haya perdido la habilidad de establecer sus prioridades o de cuestionar la autoridad con conocimiento de causa; cuando, empuñando nuestros cristales y consultando nuestros horóscopos con nerviosismo, nuestras facultades críticas en declive, incapaces de distinguir entre lo que sienta bien y lo que es verdadero, retornamos, casi sin apercibirlo, a la superstición y la oscuridad.”
Cajas negras y sociedad de la información
Con el auge de las tecnologías de la información, perdemos la capacidad de cultivar el espíritu crítico con herramientas todavía útiles: la sustitución de viejas conjeturas refutadas por nuevas y mejores teorías, un proceso de ensayo y error que hace que la ciencia avance.
Paradójicamente, la emergencia de procesos automatizados (inteligencia artificial, aprendizaje de máquinas, “big data”), se impone la “magia” o “fórmula de la Coca-Cola” de las cajas negras de Silicon Valley, donde algoritmos que desconocemos ofrecen “resultados” sin explicarnos cómo y por qué.
It was the year 2017 and things had gone full cyberpunk pic.twitter.com/gd7PCEBHZ2
— GonzoHacker (@GonzoHacker) January 22, 2017
Al aceptar este contexto, nos sumergimos, sin ser conscientes de ello, en una nueva época.
La sombra existencialista
La principal paradoja constatada por los existencialistas fue constatar que el hombre, una vez emancipado de poderes externos y consciente de que su voluntad sólo depende de él mismo, se queda paralizado por la angustia de tener que decidir por su propio pie.
¿Y si la tradición dualista, la Idea (con mayúsculas) del idealismo que ha supeditado la voluntad humana a Dios, a la Razón cartesiana, a la Nación, o a la Clase, etc. es sólo una pantalla para no afrontar esta angustia de tener que decidir nosotros mismos?
Algo parecido se preguntaron Schopenhauer, Kierkegaard, Nietzsche y, ya en el siglo XX, Heidegger, Sartre y sus discípulos. La parálisis a la que nos enfrentamos cuando nos sabemos con la capacidad de decidir por nuestra cuenta nos impide, a menudo, tomar las riendas, explicó Albert Camus.
Preferimos dejarnos llevar por los acontecimientos, someternos a la ficción de que existe un plan grandioso del que formamos parte, y un destino ya escrito que no podemos rehuir.
Conscientes del pesimismo al que conducía esta supuesta incapacidad humana para tomar las riendas de su propia vida y dar sentido a lo cotidiano, Heidegger y Sartre distinguieron entre dos tipos de existencia:
- la vida pasiva de quien se amolda a las presiones externas y se deja llevar por los vaivenes que no controla conscientemente (inautenticidad; o “mala fe” en terminología de Sartre);
- y la existencia auténtica de quien asume la responsabilidad de decidir a cada momento y actuar en beneficio de su potencial (su personalidad, espíritu, carácter, etc.).
Autorrealización y libertad de pensamiento, algo más que palabras bonitas
Sartre expone esta sutil pero crucial diferencia entre la existencia gregaria e inauténtica y aquélla que reivindica su voluntad de reafirmarse en cada momento en su ensayo El ser y la nada, al describir el camarero que le sirve.
No es el oficio quien convierte a un camarero o a cualquier otro en “inauténtico”, sino la actitud: la lucidez para conocerse dueño de sí mismo y, ante el vértigo existencial experimentado, optar por dar un sentido creador (un “propósito”) a su vida, según su propia naturaleza y las posibilidades del contexto en el que se encuentra.
Con la necesidad que tiene cada nueva generación de superar a sus maestros cuestionando sus principales logros y abriendo nuevas conjeturas para explorar nuevo terreno, Hannah Arendt -discípula de Heidegger y, durante un tiempo, su amante- y Michel Foucault -sustituto generacional de Sartre-, se dedicaron a quitar romanticismo de los existencialistas.
Arendt se atrevió a decir que sólo nos podemos autorrealizar en el contexto de la sociedad (somos individuos al distinguirnos conscientemente del resto, etc.), acabando con la vieja filosofía centrada en el individuo analizando su interior.
Foucault y Arendt: consecuencias de la tecnificación del mundo
Foucault hizo lo mismo, pero a su manera: Sartre era, en su opinión, el último ilustre de la tradición de los filósofos introspectivos, y había llegado el momento de recordar que todo el comportamiento humano es “político” en el sentido aristotélico: todo ocurre en un contexto con unas determinadas reglas y jerarquías, por lo que cualquier percepción o decisión -sobre todo si no somos conscientes de ello- se amoldarán a unos estándares que otros han elaborado para que nosotros no nos tomemos la molestia.
Cada uno a su manera, Hannah Arendt y Michel Foucault dedicaron su carrera a recordarnos que cualquier voluntad de distinguirnos, cualquier acción premeditada en la que reivindicamos nuestra autonomía de decisión u opinión son actos de cierta heroicidad, pues nuestro entorno en las sociedades complejas restaba cada vez más la responsabilidad de actuar con libertad, desde en meros actos de reivindicación de lo cotidiano, a la rebeldía de salirse de los patrones.
Con lucidez, ambos filósofos constataron -como antes que ellos lo habían hecho Max Weber, Franz Kafka y otros- que, a medida que avanzaban en su complejidad tecnológica y burocrática, las sociedades acaparaban cada vez más capacidad de decisión del individuo… Hasta convertir la voluntad individual en un residuo estético, o apenas una construcción ideológica a partir de viejos modelos de representación del hombre (filosofía, metafísica, etc.).
La banalidad del mal: un mundo repleto de Eichmann en potencia
En Eichmann en Jerusalén, un ensayo que la situó en una posición delicada ante quienes, dispuestos a explotar maniqueísmos y parábolas bíblicas que otorgan al bien y al mal definiciones con una voluntad de exactitud y un poder sobrenatural del que carecen, Hannah Arendt describe a Adolf Eichmann (uno de los principales responsables del Holocausto) como un mero funcionario mediocre, alguien sin ninguna cualidad destacable y con una inteligencia mediocre.
Este “funcionario medio”, escribió Arendt, era apenas un subalterno que, cumpliendo órdenes lo mejor que podía, pensó que cumplía con su mediocre existencia. Para Arendt, por tanto, la auténtica Maldad con mayúsculas procede del efectivo gregarismo burocrático de las sociedades modernas que, en casos extremos (como el experimento totalitario del Tercer Reich), ponen en marcha maquinarias cuya efectividad implacable se basa en la ausencia de responsabilidad o moralidad individuales, puesto que no hay individuo, sino “funcionario” dentro de un sistema.
Arendt lo llamó “la banalidad del mal”. El “último hombre” de Nietzsche, los ciudadanos de una sociedad totalitaria con una burocracia moderna (bolchevismo, nazismo), los personajes intercambiables que forman parte de la viscosa e inescapable burocracia que envuelve a los personajes de las novelas de Franz Kafka…
Moral de rebaño
La “inautenticidad” detectada por los existencialistas, o incapacidad del ciudadano moderno para enfrentarse a su propia libertad y salirse del “molde” que ha sido creado para él, se encuentra tras la banalidad de las personas diluidas en sociedades donde reina el confort del Plan que otros han concebido para nosotros en nuestro (liberándonos del peso de decidir por nosotros mismos): la burocracia, el calor del grupo, las adicciones, la tecnología (el calor del móvil y el falso confort las redes sociales…).
La evolución de las últimas herramientas tecnológicas que “cuantifican” nuestra vida (o eso nos anuncian), en principio una oportunidad para reivindicar nuestro carácter único y voluntad individual, es una invitación a que cedamos los escasos reductos de individualidad y privacidad que habían quedado en pie: sin rechistar, compartimos un registro edulcorado de nuestras aspiraciones y acciones cotidianas (señalando lo que nos gusta, escribiendo unas líneas, compartiendo unas imágenes, mostrando nuestra proyección postiza), cediendo ante opiniones, “recomendaciones” y visiones de la realidad que no parten de nosotros.
Foucault exploró esta misma incapacidad humana por salirse del molde en sociedades cada vez más tecnificadas (Heidegger, inventor de palabros, lo llamó “tecnicidad”).
Si Arendt estudió la banalidad de los individuos que diluyen su conciencia, voluntad, brillantez y moralidad en los sistemas a los que pertenecen, convirtiéndose en efectivos personajillos mediocres que harán cualquier cosa si ello entra en los planes de esa “realidad mayor que ellos”, Foucault se interesó por el funcionamiento de estos “sistemas” de efectivo control burocrático.
Burocracia e inautenticidad
Entrando en la sala de máquinas de la sociedad moderna, Michel Foucault se asomó a la auténtica casa de los horrores: dentro de estos sistemas no hay “maquinista” ni “gran cabeza pensante”, sino que la burocratización tecnológica toma cada vez más impulso, perfeccionando la manera de señalar a cada persona la pequeña existencia controlada (supeditada al Todo, desprovista de la responsabilidad a la que, por miedo o angustia existencial, renuncia el individuo lúcido) que le ha tocado vivir.
En este control informal del ciudadano en las sociedades complejas y burocratizadas, descritas ya por el sociólogo Max Weber a principios del siglo XX, cada personaje gris decide guiarse por la corriente, tratando de salir airoso de una vida supina con unas dimensiones delimitadas contra las que no hay que chocarse demasiado si uno no quiere complicarse la vida.
Foucault empezó a bucear en los métodos de control informal y formal en sociedades complejas desde el inicio de su carrera: su estudio sobre la locura (en su primera tesis, de 1960), se convirtió en un intento de exponer las construcciones socioculturales que cada lugar y época habían otorgado a la locura, desde el conformismo entre supersticioso y metafísico de las sociedades precientíficas a la institucionalización de estas personas, convertidas de repente en “pacientes”.
Imponiendo mentalidades
La tesis de 1960, revisada y ampliada en 1972, era apenas la sistematización de intuiciones que el filósofo francés había arrastrado desde sus primeros años de facultad, cuando su aparentes luchas internas por reconocer su propia sexualidad y desprenderse de la moral tradicional de una familia pequeño-burguesa de provincias, lo habían animado a estudiar la relación entre salud mental y convenciones sociales (Maladie mentale et psychologie. Histoire de la folie; 1954).
Foucault se interesó por las barreras sociales y mecanismos (burocráticos, culturales, informales) que condicionaban la vida del individuo en sociedad.
El resto de expresiones del individuo con fuertes sanciones sociales (también religiosas, culturales, económicas), desde la sexualidad al castigo institucional, obedecían a una misma voluntad de “institucionalización” que el autor había observado en el trato de la locura a lo largo de la historia.
Años después, y considerado entonces como el filósofo europeo continental más influyente, hasta el punto de llenar auditorios en sesiones sobre filosofía (!) y ser invitado por medios europeos y estadounidenses a exponer sus teorías acerca del control social (y del poder) sobre el individuo, en ocasiones frente a filósofos anglosajones como Noam Chomsky (debate subtitulado), Foucault desarrollaría el concepto de gubernamentalidad.
Peligros de interiorizar sin espíritu crítico lo que nos viene dado
Desde 1979 hasta su muerte de sida en 1984, Foucault combinó sus clases en el Collège de France (institución simbólica, ya que cualquiera puede acudir a las clases de la institución en la rue des Écoles, impartidas por figuras reconocidas), con una actividad ensayística frenética.
Interesado en la manera en individuos y sociedades gobiernan sus pasiones y contradicciones en sociedades complejas, sus estudios sobre lo íntimo (interiorización y autocontrol, sexualidad, pasiones, contradicciones del individuo, etc.) y lo público, Foucault englobó en torno a la gubernamentalidad todas las acciones en las que el grupo ejerce su poder con efectividad sobre el individuo.
Coincidiendo con Hannah Arendt en esta intuición, Foucault constató que tanto sociedades jerárquicas y con métodos de control estrictos sobre la población, como sociedades liberales con ciudadanos educados y celosos con su supuesta individualidad, usaban prácticas efectivas (“mentalidades”) para señalar a los individuos lo que la sociedad espera de ellos.
Familia, escuela, lugar de ocio, medios, prisión, siguen lógicas de gobierno a través de las normas que promueven (de ahí lo del “gobierno” de “mentalidades”, o “gubernamentalidad”).
El origen compartido de escuela y prisión
Arendt hablaba, por el contrario, del poder de la autoridad y de la esfera pública, a la que los individuos acuden para contribuir a formar las normas, costumbres, modas y “sentido común” de un momento determinado.
A diferencia de lo que ocurría en las sociedades totalitarias, exponía Arendt, las sociedades democráticas construían sus normas, convenciones y mentalidades con la participación de los individuos que la conformaban, lo que la llevó a confiar en la democracia legitimada como único antídoto capaz de contrarrestar el germen del totalitarismo: el “gobierno de nadie”, o concepción interiorizada por funcionarios públicos y población de que nadie es corresponsable de ninguna acción o atrocidad, puesto que surge de esa entidad viscosa a medio camino entre la burocracia y el poder deslegitimado.
Sentirse activo, comprender estos mecanismos y cultivar tanto la autoestima como la propia autenticidad (ser fieles y consecuentes con las aspiraciones con nosotros mismos), constituyen, para Arendt y Foucault, lo más valioso del individuo: si perdemos nuestra búsqueda del razonamiento crítico, abrimos la puerta a que la mentalidad del grupo guíe hasta lo más íntimo de nuestros pensamientos.
En sus estudios sobre las fronteras de la conciencia privada y la mentalidad pública, Michel Foucault no hace demasiados distingos entre las distintas maneras de gubernamentalidad: sanatorio, hospital, escuela o prisión, todos son centros concebidos para orientar el comportamiento de los internos.
Cuando es el propio individuo quien se acerca a lo afín
La manera de convertirnos en nuestros propios héroes (actuando como “dioses” de nuestro propio porvenir, si optamos por la terminología nietzscheana), consiste en recordar que todo comportamiento y acción cotidiana representan una decisión que nosotros mismos podemos cambiar, modificar.
Interesado por los límites entre la autonomía de la conciencia individual y la capacidad de control de las instituciones, Foucault se interesó por la evolución de la sociedad occidental desde la edad media hasta el auge del neoliberalismo al que asistió en sus últimos años de vida.
En este último, reflexionó, los métodos de control llegan desde uno mismo: es el propio individuo quien se acerca a mecanismos o construcciones afines, que observa en otros individuos, instituciones o productos de conocimiento, y a los que se amolda no por “autenticidad”, sino por emulación de lo que en ese momento se estima “correcto” en líderes de opinión, personas influyentes de nuestro entorno, etc.
La evolución de este método de auto-control, o búsqueda de la gubernamentalidad a cargo del individuo para evitar la responsabilidad y angustia de actuar por sí mismo, tiene su último y quizá más perfecto exponente en la evolución de lo que en Internet conocemos como “redes sociales”.
El marco que libera de la angustia de decidir por uno mismo
Las redes sociales son un compendio de señales y mentalidades que buscamos, compartimos e interiorizamos, y que sustituyen en buena medida la capacidad de influencia de otras instituciones de control previas (con el agravante de fenómenos como la agitación propagandística, mucho más presente en estas herramientas “sociales” que en los medios tradicionales o en conversaciones de la plaza del mercado).
Perdiendo una oportunidad dorada, las sociedades individualistas e hipercompetitivas de la actualidad no han originado ciudadanos capaces de enfrentarse a la angustia de decidir por su propio pie y buscar su propia autenticidad, sino que han optado por métodos de control de su mentalidad más personalizados y efectivos que los anteriores, lo que los aleja de su autonomía intelectual y predisposición al razonamiento crítico (y, por tanto, a no convertirse en alguien sin moralidad ni sentido de la responsabilidad pública: el origen de la “banalidad del mal” tal y como lo observó Hannah Arendt).
De haber elegido el estudio carcelario y el análisis de la abundante literatura de convictos sobre el análisis de la locura desde la Época Clásica, el joven Michel Foucault se habría sorprendido de una paradoja.
Un convicto es, por definición “institucional”: una persona declarada culpable de un crimen y sentenciada por un jurado, pero buena parte de la literatura de convictos es un grito original a la resistencia, una bocanada de autenticidad en medio del esfuerzo homogeneizador de la institución de castigo.
Lo que la cárcel no puede quebrar en los reos lúcidos
En la figura del convicto se observa con todo detalle el proceso de control descrito en la “gubernamentalidad” pero, no obstante, varias de las obras más lúcidas sobre valores, libertad individual y espíritu humano fueron concebidas y escritas en la cárcel.
A menudo, estas obras fueron redactadas por ardientes personajes diletantes, incapaces de lograr el tiempo y la excusa adecuada para sentarse junto al tintero y, sin otro quehacer que compitiera con sus pensamientos, escribir obras que han influido sobre la literatura de “resistencia” a la homogeneización burocrática y tecnológica hacia la que convergemos.
Don Quijote, los Viajes de Marco Polo, el ensayo sobre Desobediencia civil de Henry David Thoreau, las Cartas de Martin Luther King Jr, la obra De profundis de Oscar Wilde, El Príncipe de Maquiavelo, los Experimentos con la verdad de Mohandas Gandhi y las Conversaciones conmigo mismo de Mandela (importante resaltar la influencia que el ensayo de Thoreau tuvo sobre los ensayos mencionados de Martin Luther King, Gandhi y Mandela)…
La literatura carcelaria parece situar a algunos grandes espíritus ante la disyuntiva extrema: o renunciar por completo a unas sólidas convicciones que fraguan el sentido de conciencia individual (honor, moral, escrúpulos, sentido de la injusticia, tozudez, etc.), o ir a por todas, precisamente en la cárcel.
Reflexiones desde la trena
Porque ni siquiera la institución de control más perversa es capaz de acallar la autenticidad individual, que parte del interior de uno mismo y no depende de otros. El auténtico fondo de las personalidades memorables sale a la luz con inusitada pureza inducida en este tipo de situaciones extremas.
El filósofo romano Boecio escribió en la cárcel, mientras esperaba su sentencia a muerte, su Consolación de la filosofía, un canto estoico a la necesidad humana de ser fiel a uno mismo y cultivar la tranquilidad incluso en momentos de desventura extrema.
O, precisamente, los mecanismos de control, sutiles o abrumadores, una vez sobre nosotros, nos instigan a defender lo que consideramos nuestra voz propia, nuestra autenticidad.
Si la literatura penal destaca por su altura, pureza y originalidad, es por la necesidad de los autores de elevarse ante la miseria inmediata y alcanzar una mirada que perdura: la perspectiva, que en ocasiones es eternidad o inmortalidad en el sentido clásico (una obra es inmortal mientras se sigue contando, evocando, leyendo a lo largo de los siglos y, con esta celebración, también lo es el autor).
Sin Dantés caído en desgracia, no habría habido Montecristo
Lo que anima a acabar esta deshilachada improvisación sobre individualismo en un mundo que nos recomienda (en el móvil, en el reloj, en el ordenador personal) lo que nos gusta, lo que pensamos y lo que compramos, con uno de los tantos hallazgos de la eternamente infravalorada buena literatura de aventuras.
De no haber sido privado de su libertad, ni despojado de una personalidad de la que quizá nunca habría sido consciente, el joven Edmundo Dantés nunca se habría convertido en El Conde de Montecristo.
La ciudad de Marsella habría ganado un buen capitán de navío mercante, marido de la bella y humilde Mercedes, y quizá un futuro armador; e incluso prohombre de la ciudad que ha ascendido desde sus orígenes humildes hasta un puesto útil para sus conciudadanos.
En cambio, el mundo habría perdido al personaje de Montecristo, con el potencial cristalizado que sólo surge en quienes, como ocurre con los minerales más bellos y resistentes, han visto sometida su conciencia y amor propio a presiones extremas.
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