En pleno Renacimiento, la fascinación por la tristeza alcanzó cotas sólo comparables a la insistencia posterior en la felicidad, que llega hasta nuestros días.
Hoy, basta con observar los anuncios publicitarios para descubrir a modelos jóvenes y esbeltos a punto de tener un ataque de dicha mientras se disponen a comer una ensalada o a comprar un seguro de vida.
En el siglo XIV, el equivalente publicitario de la época (desde grabados a murales populares y pintura), explotaba con ensañamiento similar los réditos de la representación alegórica de la tristeza.
Estar en el mundo: del ideal melancólico a la depresión
Asimismo, los autores escribían sobre la tristeza e incluso sobre cómo debía uno entristecer mejor, sobre qué tipo de tristeza conviene más.
Entonces, la tristeza no sólo se consideraba un fenómeno estéticamente apetecible, sino también un refuerzo espiritual de alcance místico, capaz de promover la humildad y la seriedad.
Una forma más severa de tristeza, la “melancolía”, se asociaba entonces con la genialidad, mientras hoy es una temida dolencia debidamente diagnosticada por la medicina moderna como distintas formas y grados de depresión.
Hubo que esperar a 1725 para que el británico Richard Blackmore asociara lo que durante desde la Época Clásica hasta el Renacimiento se conocía como melancolía con el equivalente a la depresión.
Significado: virtud vs. dolencia indeseable que combatir
La psiquiatría moderna, surgida en el ambiente positivista y reformador de las ideas ilustradas, empezó a tratar la “nueva” enfermedad (hasta entonces, sus episodios controlables habían sido más bien una admirada afectación) con terapias ambientalistas y empíricas.
Dietas, paseos, música y el deporte moderno renacen para contrarrestar la melancolía. Ya avanzado en siglo XIX, los románticos recuperarán el antiguo significado del término y tratarán de asociarlo con la búsqueda introspectiva del sentido de la existencia.
La distinta percepción de un mismo fenómeno en momentos históricos distintos muestra la estrecha relación entre experiencia humana y lenguaje.
Lo que puede ser interpretado como atributo clásico deseable cuando la tristeza conforma el ideal de virtud y belleza, se convierte en enfermedad que combatir en otro momento histórico (en este caso, la Ilustración).
Lenguaje y emociones
The Atlantic entrevista a la historiadora cultural Tiffany Watt Smith, autora the The Book of Human Emotions, a propósito de cómo el lenguaje influye las emociones.
¿Hasta qué punto una sensación que parte de nuestro interior y que todavía carece de nomenclatura es una emoción digna de ser definida y encasillada en un lugar inequívoco? ¿Existen antes las emociones o nuestra intención de diagnosticarlas y concederles un nombre apropiado?
El comportamiento de los filósofos y autores románticos en la dicotomía melancolía-depresión nos ofrece pistas acerca de los límites de la filosofía y la ciencia para analizar la filosofía del lenguaje sin equívocos.
Más allá de uno mismo
Hay una experiencia subjetiva que el individuo siente y batalla por catalogar, a menudo fracasando, dada la imposibilidad de trasladar al lenguaje una experiencia multisensorial que abarca una realidad más compleja. El papel del arte es, a menudo, unir el vacío entre lo que uno puede intuir y lo que uno es capaz de explicar.
Filosofía y ciencia se enfrentan al problema de interpretar la realidad a través de un filtro sin el cual es imposible hacerlo: los sentidos (no podemos estudiar lo circundante sin ellos).
Sea cual sea la naturaleza de la conciencia y de lo percibido, el lenguaje es más que un mero sistema de comunicación, si bien prosigue el debate sobre si las palabras representan la experiencia (de los sofistas a la fenomenología) o si están relacionadas con modelos ideales (según Platón, todas las sillas son la representación materializada e imperfecta del ideal de silla).
Lenguaje como expresión de emociones, mecanismo racional… o herramienta compartida, pero subjetiva
Durante la Ilustración, Rousseau y Herder se adelantaron a los románticos al interpretar que el lenguaje es la expresión de las emociones y, por tanto, más próximo a la poesía o a la música (evocación instintiva) que al pensamiento racional. Kant y Descartes sostenían, por el contrario, el origen racional del lenguaje.
Habrá que esperar a los filósofos que reaccionan contra la voluntad de explicar el mundo en términos históricos y matemáticos (Hegel, materialismo dialéctico), desde Schopenhauer a Nietzsche, para encontrar una voluntad clara por estudiar el lenguaje sin recurrir al historicismo.
Schopenhauer opta por los estudios comparados para concluir que el lenguaje no se corresponde de manera inequívoca con la realidad que describe, ya que una traducción al pie de la letra de una lengua a otra el resultado es siempre desastroso.
Expresar la realidad percibida
“Nunca comprenderemos el espíritu de una lengua extranjera si primero traducimos cada palabra en nuestra lengua materna y luego la asociamos con la afinidad conceptual en este lenguaje -que no siempre se corresponden con los conceptos en la lengua original”, constataba Schopenhauer.
Traducir conceptos no es traducir palabras, mientras los conceptos varían en función del contexto, la lengua, el momento, el tipo de jerga o registro lingüístico usados, etc. Cuando desaparecen objetos y tecnologías, o cuando la percepción de un fenómeno (por ejemplo, la melancolía-depresión) varían, también lo hace el lenguaje.
Nietzsche creía que la conciencia había evolucionado en el ser humano a la par que el lenguaje y son dos fenómenos interrelacionados. Para el filósofo alemán, sentimientos tan etéreos y escurridizos para la definición inequívoca como pensar, sentir, querer, rememorar o fingir se llevan a cabo sin que seamos conscientes de ello, y surgen de una subconsciencia.
La pregunta de Nietzsche con respecto al lenguaje parte de esta apreciación de lo sentido o percibido: “¿Cuál es entonces el propósito de la conciencia en general, cuando ocurre en el terreno de lo superfluo?”
Sobre niños salvajes
La complejidad de una conciencia es, según Nietzsche, proporcional a la capacidad y necesidad de un organismo (desde los animales más simples al ser humano) para comunicarse: “la conciencia ha aparecido sólo bajo la presión de la necesidad de comunicarse”.
“La conciencia es propiamente sólo una red de conexión entre un individuo y otro; es sólo como tal que tuvo que desarrollarse”: como han demostrado algunos casos de individuos que han sobrevivido ajenos a la sociedad y el contacto humanos durante la etapa de desarrollo.
Casos como el de el niño salvaje francés Víctor de Aveyron (François Truffaut llevó su historia al cine), cuyo hallazgo en 1790 invitó a estudiar el caso según los cánones de la Ilustración, aportaron los primeros indicios de que la conciencia humana tal y como la conocemos no puede desarrollarse sin un proceso de socialización o vida en sociedad, y refrendaron la apreciación de Aristóteles de que el ser humano es un animal social.
Lenguaje integrado en la realidad
La filosofía del lenguaje se ocupa desde entonces de discernir hasta qué punto el lenguaje no sólo explica la realidad, sino que contribuiría a crearla. Si el lenguaje surge de la necesidad del ser humano para comunicarse, como sugieren Kierkegaard y Nietzsche, éste abandona el limbo del idealismo y su aspiración matemática, y explica por qué el lenguaje evoluciona según las características y circunstancias de sus hablantes, ajenos a ideales de “silla” o de “caballo”, puesto que han existido culturas sin sillas o sin caballos, del mismo modo que hay culturas que carecen de una palabra para designar “nieve”, mientras otras acumulan decenas de matices referidos a nieve en función del contexto.
(Imagen: René Magritte, La reproduction interdite, 1937; Museo Boijmans van Beuningen, Rotterdam)
Ya a las puertas del siglo XX, tanto la escuela anglosajona de filosofía analítica como la denominada escuela continental, sobre todo las ideas derivadas de la fenomenología, desenterraron una idea con origen en los sofistas griegos (para quienes la retórica, o arte de la persuasión, era esencial para alcanzar el propio potencial): según esta idea, el lenguaje tiene un papel preeminente en la creación y circulación de conceptos sin los cuales no sería posible nuestra capacidad de raciocinio.
Después del “Tractatus”
Algunos filósofos analíticos y fenomenológicos irían más allá, sugiriendo que el estudio de la filosofía es, en esencia, el estudio del lenguaje, y a la inversa. En la tradición analítica, Ludwig Wittgenstein se dedicó, como un Gorgias del siglo XX, a elaborar una hipótesis en la primera parte de su vida para refutarla en la segunda etapa de su carrera.
En su Tractatus Logico-Philosophicus, Wittgenstein sugiere que la propia conciencia y el conocimiento humanos parten de la relación entre realidad y lenguaje.
Denostado por su autor tiempo después, este ensayo propulsó un estudio radicalmente distinto de las humanidades, que reconocieron desde entonces la importancia del lenguaje como agente no sólo de interpretación, sino de creación de realidades.
Juegos del lenguaje
Interesaron de Wittgenstein sobre todo sus “juegos del lenguaje”, o ejemplos con los que el filósofo austro-británico trataba de refutar la teoría establecida de que el lenguaje es algo separado, así como el concepto platónico de que los conceptos son algo predefinido que procede de un objeto “a priori”.
Por ejemplo: dos individuos que deben realizar una tarea que depende de objetos para los que no existe un nombre asociarán cada elemento con una referencia, desarrollando un lenguaje “primitivo” relacionado con sus necesidades del momento.
La fenomenología, por el contrario, pretende dejar atrás el formalismo del lenguaje y se adentra en lo que subyace al mensaje para quien participe en él: el significado real, el fondo de las cosas y, en última instancia, la “verdad”, aunque ésta sea relativa o dependa en parte del punto de vista de los interlocutores. El objetivo es presentar e interpretar “correctamente” un mensaje, y no lograr la referencia a un modelo supremo que quizá no exista.
Lo que hay, lo que significa y lo que pensamos de ello
Pese a los intentos de Michel Foucault, Jacques Derrida, Maurice Merleau-Ponty o Hans Ulrich Gumbrecht, entre otros, por armonizar los puntos de vista de la filosofía analítica (desde Russell y Wittgenstein hasta la interpretación lingüística de las humanidades), con la fenomenología y su insistencia en el significado subyacente de la realidad, la discusión sigue activa hoy y no hay una relación unívoca entre referencia (lo que percibimos), cognición y conciencia.
Una de las críticas a la tradición analítica es la incidencia de esta escuela en buscar un significado “puro” del lenguaje, como si el lenguaje pudiera ser “exacto” o se pudiera traducir matemáticamente. La interpretación del mensaje, dicen los filósofos y lingüistas que tienen en cuenta la fenomenología, debe tener en cuenta la experiencia subjetiva.
Uno de los modos de interpretar mensaje literario o artístico, argumentan críticos a la corriente analítica como Hans Ulrich Gumbrecht (del departamento de Humanidades en Stanford), es añadir al análisis la importancia de la “presencia”, o conexión material con lo interpretado.
Armando nuestra conciencia en el presente fluido
Quizá el significado de un concepto, un texto o una obra (también un cuadro, una canción, una fotografía, un edificio) adquiera matices nuevos no sólo para personas distintas, sino para la misma persona observando el objeto en momentos distintos. Todas estas interpretaciones son legítimas y válidas, siempre que sean competentes. Ninguna es más verdadera que las otras.
Gumbrecht, pero también los más conocidos Derrida, Merleau-Ponty, etc., se inspiran en el concepto de “estar en el mundo” expuesto por Martin Heidegger, cuyo concepto “Dasein” (estar ahí ahora, o “presencia”), que evoca nuestra situación fluida y cambiante en la realidad, que “activa” lo que llamamos conciencia y nos imbuye en lo circundante.
El lenguaje sería, para quienes reivindican la importancia de la presencia en su conformación y significado, una herramienta que esboza la realidad. Una obra artística bien presentada y explicada quizá sea interpretada con tanta emoción que genere el equivalente contemporáneo al síndrome de Stendhal.
Limbo lingüístico
Por el contrario, sin epifanía ni esfuerzo para “vivir” la experiencia ante nosotros, un discurso u obra artística “viven” y alcanzan una versión “verdadera” (o legítima, competente) de sus formas potenciales.
Filósofos analíticos (empiristas, atomistas) y filósofos que describen el lenguaje como un mero envoltorio universal del pensamiento (Kant, Descartes, Chomsky), olvidan, según Maurice Merleau-Ponty, que “el mundo tiene significado” y que un mensaje no sólo “transmite” pensamiento, sino que lo completa.
Para Merleau-Ponty, el hecho de que existan experiencias para las que uno “no puede encontrar la palabra”, o para las que una palabra no condensa todo el significado intuido, demuestra que el lenguaje es una herramienta subjetiva, incompleta y en evolución.
Por no hablar de personas multilingües que, en ocasiones, caen en una especie de limbo cognitivo hasta que se sitúan en un “universo lingüístico” concreto para así “identificar” la tostadora, o completar un determinado sentimiento de afiliación sentimental con un pariente o amigo.
Lo que acompaña al lenguaje
Hablar o escribir es hacer un gesto en una dirección concreta del mundo lingüístico personal (en alguien multilingüe, hay un paso previo: situarse en un universo lingüístico concreto) para, después de navegar por el pensamiento, encontrar -o no- el concepto preferido.
El interlocutor nos entiende porque existe un mundo lingüístico compartido, fruto de la sedimentación y los usos. Y bajo esos sedimentos hay unos ritos humanos que completan la comunicación, tanto o más importantes que las palabras, que contribuyen tanto o más al éxito del mensaje.
Entonación, silencios, doble sentido, gestos, significado evolutivo de una palabra o concepto (por ejemplo, la mencionada tristeza-melancolía-depresión a lo largo de la historia de Occidente).
(Imagen: René Magritte, La trahison des images: Ceci n’est pas une pipe -1929-; Los Angeles County Museum of Art)
Ironías de la historia, una revisión superficial y no historicista de la filosofía del lenguaje, como la que pretende este artículo -que alcanzará, o no, el significado pretendido cuando logre a un interlocutor que lo “complete”-, desempolva la vieja idea sofista de la importancia de la retórica y la elocuencia en el desarrollo personal.
Cómo evitar jugar al solitario
Siempre que optemos, claro, a aprender, a renovarnos, a padecer buscando “el nombre exacto de las cosas” en cada momento, a cultivar el elusivo potencial. La areté.
En el proceso, quizá sigamos los pasos de Gorgias y Wittgenstein, desdiciendo lo dicho con anterioridad al comprender que, cuando hablamos o filosofamos, lo hacemos recurriendo a metáforas.
Y, como recuerda George Lakoff, una perspectiva cognitiva de lo que nos rodea conduce a respuestas metafóricas.
Lakoff: “Todo gran filósofo parece elegir un pequeño número de metáforas como conceptos eternos y preclaros para, a continuación, con lógica rigurosa y total sistematización, seguir las derivadas de esas metáforas hasta sus conclusiones allá donde vayan”.