Desde Nietzsche, se ha impuesto la crítica a la vieja filosofía, más centrada en interpretar lo dicho por otros que en observar el mundo con una mirada fresca.
La filosofía y las humanidades se han sustentado desde la Época Clásica en la interpretación, o reconstruir significado a partir de trabajos previos considerados canónicos.
Tomando a los críticos de la filosofía interpretativa como inspiración (desde David Hume -empirismo anglosajón- al propio Nietzsche -filósofo “continental” crítico con el idealismo y la separación entre cuerpo y alma de platónicos y cartesianos-), los filósofos más influyentes del siglo XX se lanzaron a observar el mundo con supuesta frescura.
Interpretación vs. presencia
Para practicar la nueva filosofía basada en la “presencia” (observar en primera persona, filosofar sobre lo que ocurre ante nosotros) no sólo no había que recurrir a conocimientos filosóficos anteriores, sino que era mejor dejarlos de lado.
Esta filosofía sobre lo que ocurre a la conciencia en primera persona tomó dos derivadas distintas que perduran hoy:
- la tradición anglosajona se decidió por la llamada filosofía analítica, interesada en interpretar el pensamiento humano de manera lógica a partir del análisis del lenguaje;
- la filosofía continental optó por la fenomenología, u observar la realidad ante el individuo tal y como se presenta, sin recurrir a conceptos abstractos ni presuposiciones del pasado.
Observar la realidad sin herencias de autores pasados
La corriente anglosajona trató de avanzar en las intuiciones de David Hume sobre la conciencia humana como algo fluido y que se construye en el presente esquivo a medida que se proyecta hacia el futuro, pero los intentos de Bertrand Russell (Principia mathematica) y Ludwig Wittgenstein (Tractatus Logico-Philosophicus) por describir la relación entre conciencia y mundo exterior con una lógica inequívoca fracasaron.
En la Europa continental, la fenomenología aplicó la “presencia” en filosofía (observar en primera persona en lugar de copiar lo que habían dicho otros filósofos del pasado) teniendo en cuenta la subjetividad de la experiencia.
A partir de la fenomenología, Martin Heidegger con su concepto de “ser” en el presente (“Dasein”) criticó la exagerada presencia e importancia, elevada hasta la categoría de dogma, de la razón y la racionalidad durante la Ilustración.
Sin experiencia humana en un presente escurridizo que se proyecta hacia el futuro (por tanto, sin subjetividad ni observador) no existe la realidad, que parte de una subjetividad, y no de un formalismo ideal matemático de inspiración platónica, como hasta el momento se había asumido.
La metafísica de la presencia de Jacques Derrida
Inspirándose en Heidegger (y en Nietzsche), otros pensadores como Jacques Derrida criticaron la tendencia cartesiana a excluir la “presencia” (la experiencia del individuo al afrontar la realidad) de la metafísica, al considerar la mente como algo ajeno al cuerpo.
Antes que los fenomenólogos, Nietzsche había llamado a la filosofía a “reconectar” cuerpo y alma, pues según él la separación artificial entre ambos ámbitos había causado un costoso malentendido que había derivado, entre otros fenómenos, en la “mentalidad de rebaño” y la tendencia al gregarismo de Occidente (en sociedad, en cultura y en religión). Su visión naturalista invitaba a cada individuo a explorar su potencial físico y mental, al conformar una única realidad interconectada.
Experiencia vivida vs. el poso de la cultura
La “experiencia vivida” debe ser -para Hume, Nietzsche y la filosofía moderna en sus corrientes analítica y fenomenológica- la base de la filosofía, y no la imposición teórica de significado o de interpretación de viejas tradiciones de pensamiento.
La primera obra de Friedrich Nietzsche, El origen de la tragedia, muestra tanto su conocimiento del mundo helenístico como su capacidad para interpretar nuevas ideas críticas con el pensamiento canónico occidental, desde el mencionado Hume a Schopenhauer y su inspiración hindú-dhármica.
Nietzsche elige el origen de la tragedia al tratarse de la fragua de la actitud occidental ante el arte. Para expresarlo, el autor recurre a los arquetipos de Dioniso y Apolo, comparando los atributos de ambos con las tendencias encontradas entre los espectadores de las primeras tragedias, que perdurarían en Occidente.
Partiendo de la metáfora: dos hijos de Zeus
Estas actitudes ante el arte tienen su equivalente en la visión de la existencia, e influirán sobre toda la filosofía posterior:
- mientras, según Nietzsche, el espectador dionisíaco tiende a buscar la comunión con otros espectadores y con la energía que emerge de la acción que se desarrolla (comportamiento mimético que será explorado por el historiador, crítico literario y filósofo René Girard a finales del siglo XX);
- el espectador apolíneo tiene mayor afinidad con el análisis que con la comunión con el resto de espectadores.
El espectador dionisíaco apela, por tanto, a la tradición gregaria de Occidente, que alcanzará -según Nietzsche- su punto álgido tanto en el cristianismo y sus ideas dualistas cuerpo-alma, tan parecidas a las platónicas, como en el cartesianismo e idealismo de la Ilustración.
Por el contrario, la corriente apolínea se reflejará después de la tragedia en el individualismo racional.
Gregarismo vs. introspección
Para Nietzsche, la evolución de la tragedia griega acabó con el -preferible- equilibrio entre los rasgos dionisíacos y los apolíneos, entre las fuerzas que generan la comunión y aquellas que optan por el análisis de lo que ocurre.
Autores como el humanista contemporáneo y profesor en Stanford Hans Ulrich Gumbrecht creen que, en los momentos en que ha dominado la tendencia dionisíaca del espectador artístico, deportivo y político, se ha impuesto la voz del fragor de la multitud, desde los pogromos de la Antigüedad (por ejemplo, la muchedumbre atacando a Hipatia de Alejandría en nombre de su interpretación intolerante de Dios), la Edad Media (pogromos contra clases y minorías) y la sociedad contemporánea (los fascismos de la primera mitad del siglo XX, por ejemplo).
Lo que anida en el descontento visceral
Esta misma tendencia a dejarse llevar por el calor de la mayoría enfervorecida explicaría por qué la debilidad económica actual en las economías desarrolladas va acompañada por una radicalización del mensaje político, hasta el punto que autores como el economista Umair Haque creen que la demagogia (de derechas e izquierdas) del momento es ni más ni menos que un revival de lo que creíamos enterrado para siempre: el fascismo en las sociedades con mayor bienestar.
Un discurso político o un acontecimiento deportivo suscitan, según Gumbrecht, fenómenos como el hooliganismo, así como el sentimiento de comunión y pertenencia, una expiación acompañada por el aplauso, el cántico, la marcha, la muestra de banderas o, en actos de exaltación patriótica, la coreografía (puede ser una ola en un estadio… o manifestaciones que muchos recordamos -y aguantamos- y que nos recuerdan la delgada línea entre la civilidad y la exaltación fanática).
Riesgos de los extremos
Un millón de “almas” -dicen- sincronizadas y actuando en común. Qué puede haber más terrorífico que la exaltación ilimitada de lo dionisíaco sin lo apolíneo.
Del mismo modo que lo apolíneo, llevado hasta sus últimas consecuencias, resta empatía, capacidad de sugestión, retórica en el sentido sofista (à la Cicerón), “Calidad” según la descripción de este término que realiza el filósofo Robert M. Pirsig.
Lo apolíneo (razón) y lo dionisíaco (gregarismo) deben mantener su frágil equilibrio, según Friedrich Nietzsche, para que el arte (como metáfora de la existencia) alcancen su potencial, su “areté”.
Lo que se perdió con Eurípides y Sócrates
Apolo y Dioniso eran ambos hijos de Zeus; este lazo fraternal restaba rivalidad entre ambos a ojos de la sociedad ateniense de la época de Pericles, cuando se concatenaron, a tres generaciones de distancia, los tres maestros de la tragedia: Esquilo, Sófocles y Eurípides.
Más que enemigos, Apolo y Dioniso están condenados a entenderse, a combinar su naturaleza.
Según Nietzsche, del mismo modo que las mejores tragedias (u óperas, o cualquier obra artística) se sostienen sobre la capacidad del autor e intérpretes para mostrar la tensión entre síntomas dionisíacos y apolíneos, la experiencia humana debe albergar ambos componentes, sin que se imponga ninguno.
El nacimiento de la tragedia, primera obra del filósofo alemán, sienta las bases del resto de su trabajo, pues lo que identifica en el arte es una metáfora de lo apreciado y dominante en los espectadores y la sociedad de cada era.
De la tragedia griega al pensamiento cristiano
Así, para Nietzsche, la tragedia se desarrolla y alcanza su punto álgido durante Esquilo y Sófocles; en Eurípides, el racionalismo socrático (en forma de dialéctica) se impone, y lo apolíneo arrincona, con su ética y racionalismo, a lo dionisíaco.
Lo dionisíaco no debía ser negado en filosofía, ya que negar los instintos implica el nacimiento de una “mente” superior separada del cuerpo, que se convierte en fuente de “impurezas” (el nacimiento de la mentalidad cristiana y de un sentimiento de culpa que marcará el dualismo filosófico y religioso desde entonces, según el autor).
Los ideales “elevados” de lo apolíneo erraron al tratar de aniquilar, más que contrarrestar, las fuerzas del caos y lo irracional (lo dionisíaco).
Reconectando cuerpo con mente
La solución se encuentra en el retorno al “nacimiento de la tragedia”, cuando las obras estaban dominadas por un héroe protagonista (a menudo arquetípico), que pelea por enmendar su mala suerte o hado injusto, hasta morir sin lograr su propósito.
En este tipo de obras, el espectador intuye una esencia vaga que requiere su participación para construir un mensaje que revive la naturaleza dionisíaca del ser humano, sin renunciar a la capacidad de análisis (lo apolíneo) que le ha llevado a comprender esta “unidad primordial” de ambas fuerzas.
La dialéctica entre las fuerzas apolínea y dionisíaca tiene claros equivalentes en la filosofía oriental y en tradiciones panteístas de todo el mundo. La interacción entre la fuerza física y lo que llamamos conciencia, así como su indisolubilidad, están también presentes en la filosofía contemporánea y en el intento actual de combinar varias disciplinas para comprender mejor la experiencia humana (por ejemplo, a través de la ciencia cognitiva).
Vástagos de Nietzsche
Desde Martin Heidegger, la interpretación de la dialéctica entre ambos dioses de la tragedia griega se ha asociado con estudios psicológicos y antropológicos, así como con el análisis literario.
Ya podamos o no asociar las fuerzas apolínea y dionisíaca con partes de la mente humana o no (autores como Camille Paglia localizan la dialéctica en la supuesta lucha entre el núcleo de nuestro cerebro, que compartimos con el resto de vertebrados -nuestra primitiva amígdala cerebral, donde se concentran los instintos-, y la corteza cerebral, cuyas partes asocian su capacidad para originar el pensamiento complejo que nos caracteriza como especie.
Desde Martin Heidegger a Michel Foucault, pasando por el padre de la psicología moderna Carl Jung y el psicólogo humanista Abraham Maslow, la primera obra de Friedrich Nietzsche confirmó el viraje de la experiencia humana desde la “interpretación” (hablar de lo que han dicho otros) a lo que Jacques Derrida llamó “presencia”, o atención por la experiencia mientras ocurre.
Del “ahora” de Heidegger a la “presencia” de Derrida
Y qué son el “ahora” y la “presencia” sino algo cuyo origen desconocemos, pero que parte de la lucha entre la razón y el caos.
Como recuerda Derrida en su metafísica de la presencia, el momento presente no subsiste, pues se materializa a través de lo que proyectamos hacia el futuro.
Lo queramos o no, armamos nuestra conciencia en el tiempo y, sobre la marcha, sentimos cómo la razón y el caos danzan.
Ninguno de ellos debería imponerse por KO, como ha ocurrido tan a menudo.