El árbol de la ciencia, la novela de Pío Baroja, es un recuerdo arrinconado para quienes estudiaron bachillerato en España hace ya casi tres décadas (!). El título de la obra y el término «abulia» (asociado al decadentismo de la Restauración) son el único recuerdo claro que guardo de la obra.
De las discusiones entre el pragmatismo positivista de un maduro y algo simplón doctor Iturrioz y el idealismo de su protagonista, Andrés Hurtado, un joven que pretende regenerar él solito la profesión (la misma que la de su tío) y el pedazo de país que su ímpetu sea capaz de abarcar, recuerdo poco o casi nada.
En el título, en el término abulia y en la rencilla ideológica entre las dos generaciones de una saga ilustre de origen vasco (que podría ser la de los Baroja, también arribistas de la abúlica Madrid que Valle-Inclán distorsiona en los espejos del callejón del Gato), hay destellos del decadentismo de Joris-Karl Huysmans (uno de los fetiches de Houellebecq), así como altura de miras en torno al cisma entre el pragmatismo analítico del mundo anglosajón y el idealismo de voluntad higienista del joven protagonista.
La dificultad de tratar bien los grandes temas
El árbol de la ciencia da para una Montaña mágica de Thomas Mann de andar por casa, pues Hans Castorp afrontará una diatriba filosófica similar, personificada en el humanismo y «buen europeísmo» (noción evocada por Nietzsche) de Settembrini frente al carácter jesuítico e idealismo irredento (transmutado ya en las consignas ideológicas que destruirán el continente en dos guerras a escala industrial) de su antagonista Naphta.
De vuelta al título, Pío Baroja evoca el árbol de la ciencia que se encuentra en el origen del pensamiento ilustrado (a él recurre el mismísimo René Descartes para plasmar su pensamiento acartonado y radicalmente dualista). Este árbol evoca la clasificación jerárquica establecida por el filósofo neoplatónico Porfirio, de ahí «árbol de Porfirio», donde se clasifican las sustancias desde lo universal a lo particular.
Elegir el árbol de la ciencia como símbolo de una modernidad fundamentada en la razón implica olvidar la crítica al idealismo alemán que vendrá desde la propia filosofía alemana a partir de Schopenhauer y Nietzsche: el perspectivismo y el vitalismo no pueden sintetizarse en una fórmula inequívoca de la existencia.
Usar el árbol como metáfora del saber implica encomendarse a la jerarquía y la causalidad, que desembocan en el historicismo de los idealistas, pero este pensamiento de troncos, ramas, vástagos y brotes que aspiran a tallos está condenado —justificarán sus críticos— a asociar su origen, su tronco, con un Dios y su trascendencia.
El árbol de Descartes: trascendencia e inmanencia
O dicho por Descartes al referirse a la filosofía (para Nietzsche, uno de los responsables de un costoso malentendido que retendrá a la filosofía europea en el marco del dualismo platónico), el árbol depende de unas raíces (metafísica), un tronco (física) y ramaje (las otras ciencias).
No hay que recurrir a la tensión entre Schopenhauer y Hegel para airear el fondo real de la gran batalla filosófica de la que Andrés Hurtado y su tío (o Hans Castorp y sus compañeros de sanatorio Settembrini y Naphta) está ya presente en las sutiles diferencias del «cartesianismo» de René Descartes y Baruch Spinoza.
Para el primero, la realidad es un fenómeno «transcendente», mientras Spinoza abogará por la «inmanencia» propia, en la que el propio pensamiento y aspiraciones humanas (incluyendo nuestras necesidades o aspiraciones metafísicas) parten de uno mismo, y la existencia de todas las cosas puede explicarse sin la necesidad de un ser trascendente ajeno a esta misma realidad.
Para Descartes y otros predecesores del racionalismo de la Ilustración (que influiría en la filosofía analítica anglosajona, todavía preeminente en Reino Unido y Estados Unidos), el conocimiento (y la propia realidad) tienen un origen trascendente, o ajeno a la propia experiencia humana. Descartes habla de una trascendencia del propio acto de pensar y no de ideas y formas (como Platón) o de la propia existencia (como aboga el cristianismo). Para él, el árbol de la ciencia es una metáfora válida y las raíces tienen un origen metafísico, un Dios ajeno a la realidad que podemos observar y analizar.
Spinoza y la belleza de la realidad tal y como es
Spinoza debe a Descartes la noción de un sistema filosófico capaz de englobar todo el conocimiento, gracias a un sistema racional que puede ampliarse mediante la indagación empírica (una «epistemología» donde lo «cierto», lo «perfecto», tienen un origen ajeno a nosotros, «trascendente»).
Sin embargo, Spinoza no concebirá el edificio filosófico como un árbol, con sus rígidas jerarquías y su casuística, que aboca al historicismo de los idealistas (la noción inequívoca de causas y efectos elude realidades como la multiplicidad, el vitalismo, el perspectivismo).
Spinoza resume sus reflexiones en torno a la inmanencia con una proposición en latín: «Deus sive Natura» (Dios o Naturaleza; mayúsculas del propio filósofo). No existe un principio u origen transcendente de las cosas, o una realidad cuyo origen se encuentre fuera del mundo observado, sino que la emergencia de todos los fenómenos (desde los más toscos a nuestra propia conciencia, complejidad, contradicciones, aspiraciones metafísicas) no parte de causas externas. No hay unas «raíces» o un «tronco» de donde todo proceda.
Para Spinoza, el «árbol de la ciencia» de Descartes que Baroja evoca en su novelilla sobre el decadentismo español de finales del XIX (el colofón de una larga pendiente), no es la mejor metáfora para definir un sistema filosófico. Ni los valores de un individuo o una sociedad.
El filósofo panteísta intuye que este esquema «perfecto» de origen aristotélico y agustiniano, es una antigua falacia de la tradición filosófica occidental, que se ha dedicado a construir sobre el pensamiento de otros sin cuestionarse con frescura por la realidad circundante (una aspiración que llegará en el siglo XIX).
Spinoza renegará del pensamiento trascendente sin salir del propio cartesianismo, pero habrá que esperar a Schopenhauer, Nietzsche y la filosofía continental del siglo XX para encontrar una crítica profunda al modelo jerárquico del pensamiento que toma el árbol como modelo.
Del trascendentalismo a la inmanencia
Con la industrialización y el auge normativo del conocimiento (enciclopedismo, jurisprudencia y otras disciplinas con la intención de crear un índice taxonómico del mundo), llegó el avance de la burocracia moderna y su espíritu higienista, clasificador y, en ocasiones, radicalmente antidemocrático (desde la eugenesia a los campos de internamiento y concentración de nazismo y estalinismo).
Muchas de estas nociones «modernas» partían de un mismo principio jerárquico cuyo germen está ya presente en el historicismo implícito de la metáfora del árbol de la ciencia como la epistemología de nuestro mundo. Anteponer el fin a los medios en nombre de un supuesto logro idealista (la construcción del pueblo o sociedad supuestamente ideales, por ejemplo) partía del idealismo trascendental: la clase social elegida, el pueblo elegido, etc.
La filosofía inmanente trató de contrarrestar el principio expuesto por el «árbol de la ciencia», según el cual toda maquinaria del progreso tiene un origen ideal, puro, divino, ajeno a nosotros y al propio mundo. En paralelo al pensamiento de sistemas, desde el estructuralismo postulado por Claude Lévi-Strauss a la cibernética, varios pensadores reivindicaron una radicalidad del pensamiento ajena a estructuras dadas: el conocimiento humano, desde la filosofía a la lingüística, no debía representarse como un árbol jerárquico de troncos y vástagos dispuestos y orientados de manera inequívoca como sustituto cientificista de viejos dogmas (un dogma para sustituir dogmas anteriores), sino que otras metáforas eran necesarias.
Estas metáforas evocan los bellos dibujos pioneros que Santiago Ramón y Cajal realizó a mano alzada sobre la morfología aparentemente caótica de las células del cerebro y el sistema nervioso. Las distintas células principales parecían conectarse en red a través de infinidad de ramificaciones menores que partían en distintas direcciones, o dendritas.
Permitir la multiplicidad
Este complejo sistema pluricelular contrasta con el esquema jerárquicamente inequívoco del árbol, si bien su diseño está presente en otros sistemas de la naturaleza y en diseños humanos descentralizados como, por ejemplo, el aparato Memex imaginado por Vannevar Bush (As We May Think, 1945), precursor conceptual del hipertexto y de Internet.
En la naturaleza, las hifas de hongos, intrincadas redes de micelios, o filamentos que conectan sistemas pluricelulares subterráneos de los hongos que entran en contacto con las raíces de los árboles, responden a un diseño descentralizado similar.
Deleuze y Guattari, dos pensadores post-estructurales con una carrera tan fructífera de manera individual como en estrecha (y también simbiótica, como hifas y plantas) colaboración, se interesaron por una estructura vegetal similar al mencionado esquema descentralizado estudiado por neurólogos y micólogos en sus respectivas disciplinas: los rizomas, o raíces de esquema aparentemente caótico que producen nuevos brotes en un diseño ramificado, alejado de la clara jerarquía del árbol.
Para el filósofo Giles Deleuze y el psicoanalista Félix Guattari, el postmodernismo debía rechazar definitivamente el pensamiento arborescente (sujeto a la norma, la causa y el efecto, el historicismo).
La trascendencia de este pensamiento sólo podía superarse paradigmas como el rizoma, idóneos para expresar un pensamiento inmanente: a diferencia del árbol, un rizoma responde a un diseño descentralizado que permite las multiplicidades y, por tanto, puede constituirse en una «imagen de pensamiento» más adecuada con los sistemas organizacionales del postmodernismo, desde el comunitarismo a la cibernética, pasando por esquemas como las bases de datos descentralizadas (sí, blockchain) y las redes en malla (mesh).
¿Un poco de jengibre? De árboles y rizomas
La tensión entre trascendencia (pensamiento «arborescente») e inmanencia (pensamiento «rizomático») no se ha resuelto en instituciones tradicionales como sistemas de conocimiento jerárquico, instituciones burocráticas y sistemas de organización social que sólo evolucionan de manera incremental (al partir de diseños heredados de taxonomías rígidas y dogmáticas).
Convencidos de la importancia de estas reflexiones conceptuales, Gilles Deleuze y Félix Guattari desarrollaron el nuevo concepto en un proyecto con un nombre provocador, Capitalismo y esquizofrenia condensado en dos volúmenes publicados entre 1972 y 1980.
El modelo epistemológico del rizoma se desprende al final de la subordinación jerárquica del árbol de Porfirio y su trascendentalismo implícito. El pensamiento rizomático es perspectivista y permite que cualquier elemento influya sobre otro, con independencia de las jerarquías temporales que pudieran o no conformarse. El pensamiento rizomático es relativamente novedoso en el pensamiento occidental, si bien el pensamiento oriental se ha inspirado en conceptos de inmanencia desde la Antigüedad.
La estructura del conocimiento no se deriva exclusivamente a partir de primeros principios, algo que ya había intuido Spinoza al abogar por un pensamiento inspirado en el panteísmo. En la actualidad, tanto la cibernética como el pensamiento ecologista, la sociología y la antropología pueden extraer sus propias enseñanzas del pensamiento «rizomático de Deleuze y Guattari».
Conexión, heterogeneidad, multiplicidad y resiliencia, entre otros principios de los que oiremos hablar cada vez más dados los retos (políticos, sociales, medioambientales, conceptuales) que deberemos afrontar en las próximas décadas, inspirarán nuevos métodos, o refrescarán viejas metodologías tradicionales, que se adecúan mejor a cuestiones como el diseño y mantenimiento de sistemas complejos o la representatividad en estructuras democráticas.
Ni uno ni múltiples, sino multiplicidades
El rizoma es un modelo productivo y experimental, reflexionan Deleuze y Guattari. Así lo pensó también el politólogo y antropólogo anarquista estadounidense James C. Scott, para quien superar la epistemología trascendente al estilo del «árbol de Porfirio» podía permitir la creación de sociedades más justas, prósperas y descentralizadas.
En su ensayo Against the Grain: A Deep History of the Earliest States (2917), Scott explora la relación entre culturas agrarias que requieren una organización jerárquica y centralizada (debido a retos burocráticos como el trabajo de la tierra y el almacenamiento de la cosecha), a menudo dependientes de granos como el trigo o el arroz, y culturas comunitaristas que históricamente han mantenido su autonomía con respecto a poderes regionales gracias al cultivo de tubérculos y rizomas.
En Mil mesetas (1980), el segundo tomo de Capitalismo y esquizofrenia, Deleuze y Guattari lanzan una idea:
«¡Haced rizoma y no raíz, no plantéis nunca!; ¡no sembréis, horadad!; ¡no seáis ni uno ni múltiple, sed multiplicidades!; ¡haced la línea, no el punto! La velocidad transforma el punto en línea; ¡sed rápidos, incluso sin moveros! Línea de suerte, línea de cadera, línea de fuga. ¡No suscitéis un General en vosotros! Nada de ideas justas, justo una idea. Tened ideas cortas. Haced mapas, y no fotos ni dibujos. Sed la Pantera Rosa, y que vuestros amores sean como los de la avispa y la orquídea, el gato y el babuino».
Dejando a un lado el uso de imperativos en dos autores que tanto batallaran contra el pensamiento despótico implícito en la epistemología imperante, la reflexión gana peso con el tiempo en la era de lo que el filósofo surcoreano afincado en Alemania Byung-Chul Han llama «psicopolítica» (por oposición a la «biopolítica» de Michel Foucault).
El mundo que hemos construido no se preocuparía tanto por nuestro control somático (estudiado por Foucault), sino por valores psicológicos. Sólo fuera de la norma y de la optimización por la que aboga el credo de Internet, podemos mantener ciertos espacios propios, enriquecedores, capaces de sobrevivir a la pulsión contemporánea de amplificar, copiar, repetir.