Ray Bradbury, autor de la novela distópica adaptada al cine por François Truffaut donde se persigue el libre pensamiento y el trabajo de los bomberos es quemar libros, convirtió a los fugitivos de esta sociedad sin libros en individuos-libro; cada uno había memorizado un clásico universal.
“Sin librerías, ¿qué tenemos? -se preguntaba Bradbury-. No tenemos pasado ni futuro”. Una librería es un compendio incompleto y en continua construcción y derribo; los libros que la componen son a su vez intentos incompletos de capturar con palabras una historia que evoca la realidad imaginada o percibida.
En la era digital es más fácil que nunca trabajar en una biblioteca propia, compuesta por los libros que hemos leído, pero también por los que queremos leer o consultar; en una librería, argumentan algunos expertos, son tan o más importantes los libros no leídos que los ya disfrutados.
La primera biblioteca de Jorge Luis Borges
Recientemente, el matemático y ensayista Nassim Nicholas Taleb comentaba amargamente que, cuando uno busca en Amazon algún libro de Jorge Luis Borges, la obra del argentino aparece sin excepción en el nicho de “literatura latinoamericana”.
No parece importar, decía el autor de El cisne negro, la profundidad enciclopédica y eclecticismo de un autor que mezcló de niño los clásicos del Siglo de Oro con lecturas -en el inglés original- de los románticos ingleses, la obra pragmática de William James o el individualismo proto-libertario de Herbert Spencer -un favorito de su padre- o la filosofía analítica de Bertrand Russell.
(Imagen: la biblioteca de Babel concebida por Borges en su célebre cuento dibujada por Érik Desmazières)
Borges se enseñó alemán para leer a los clásicos de esta lengua en el original. Quizá haya sido el único autor del canon hispano capaz de entender y apreciar con hondura la innovación de Quevedo, la del obispo Berkeley y la de otro de sus favoritos, el escritor de ciencia ficción Ray Bradbury, que prologó en las primeras traducciones al castellano.
Su primera biblioteca fue la de la casa paterna, donde los clásicos castellanos convivían con más de mil libros en inglés. Tras varios años viviendo en Europa con su familia, volvió a Argentina a los 22 años, para trabajar sobre todo de bibliotecario, donde siguió haciendo lo que más amaba: leer todo lo que despertara su curiosidad.
Un individualista en la era de los totalitarismos
Si hay algún escritor (más bien, polímata) latinoamericano difícil de encasillar y de definir ontológicamente de acuerdo con su cultura local es Borges, escritor (aunque él decía que había sido sobre todo lector, “una de las formas posibles de felicidad”) cosmopolita con toda la extensión de la palabra.
Así que Nassim Taleb, incómodo como tantos otros ante el ninguneo de Borges como escritor “local”, dejó un pequeño comentario en la página de la edición en inglés de la compilación de relatos Ficciones de Amazon; como buen matemático, Taleb todavía evoca las construcciones lógicas de Borges.
En su modesta crítica literaria, Nassim Taleb recuerda que lo que Borges representaba “es algo muy difícil de encontrar por definición: un escritor literario que piensa en términos abstractos (el único autor similar que he leído es Stanislaw Lem). Éstos [los cuentos de Ficciones] son experimentos de pensamiento filosófico en su forma más pura, aunque de alguna manera ejecutados en una seductora atmósfera literaria”.
Parábolas contra el absurdo del siglo XX
“Borges -continúa Taleb- es un filósofo matemático, primero y ante todo. Ignora la categorización de ‘Latinoamericano’ y los disparates sobre sus orígenes y vida personal: uno debería resistirse a encasillarlo en un marco socio-cultural; él es tan universal como los que más. Es bueno leer un relato corto de vez en cuando para observar cómo la literatura y la filosofía pueden salvarse a través de la parábola”.
El homenaje a su imposible y babélico conocimiento le llegó a Borges cuando vivía ya, anciano, ciego y memorable como un arquetipo mitológico, en Suiza y bromeaba sobre la concesión del Nobel (demasiado incorrecto políticamente para que se lo otorgaran), desde distintos flancos privados y públicos, siempre discretos para la talla del quijotesco interlocutor, conocedor de todos los Amadís de Gaula habidos y por haber.
La admiración también le llegó desde el mundo anglosajón, al ser invitado por Harvard a una serie de clases magistrales (Norton Lectures on Poetry) en 1967 y 1968, donde, ya ciego, no pierde un solo hilo ni olvida una sola cita en las diatribas de un sabio que bebió de distintos cánones y se quejó de haber leído más que escribir y vivir.
¿Leer antes que escribir?
Sea como fuere, Borges se murió sabiendo que se le admiraba por ser una anomalía, un lector universal y un escritor potencial que sacrificó sus grandes obras por pudor, autocrítica y algo del escepticismo à la Miguel de Montaigne, que paraliza la ingenuidad de los sabios.
Recordamos a Borges, ya mayor y más torpe de lo que fue, en la respetuosa entrevista que le hace Joaquín Soler Serrano en su programa de entrevistas de TVE A fondo. Y la única manera de devolverlo al presente es leyéndolo, y así luego apreciar el comentario de Taleb en toda su extensión.
Leer a Borges es, por tanto, intuir a los clásicos grecolatinos, a las historias de los hijos de Abraham y de los vedas, la modernidad de Quevedo y Cervantes, las historias universales de los clásicos anglosajones y alemanes, el potencial y las limitaciones de la filosofía y de la ciencia como fuentes donde inspirarnos y encontrar respuestas (o preguntarnos más cosas, una vez las viejas preguntas y respuestas parezcan agotadas). Y tantas otras cosas.
Paseos por los bosques narrativos
El supuesto sacrificio de Borges -según él, leer como estilo de vida y, debido a ello, sacrificar el resto de su existencia, desde la propia escritura a una vida de acción-, es similar al que otros pensadores aseguran haber realizado cuando se les pregunta en edad avanzada.
Borges y otros grandes lectores-escritores pecan de modestia al asegurar que no han vivido: los libros, reflexiona Umberto Eco desde su faceta de semiótico (Seis paseos por los bosques narrativos), son la evocación de conceptos y aventuras que sólo se completan cuando el lector imagina su parte incompleta a partir de su posición en el mundo: desde su capacidad intrínseca a su intuición, pasando por su cultura, creencias, nivel educativo y experiencias vividas en primera persona.
(Imagen: la biblioteca de Babel concebida por Borges en su célebre cuento dibujada por Érik Desmazières)
Cuando Borges decía y escribía, acaso por pudor, que no había vivido porque había dedicado la vida a leer (una queja que compartía también con Joaquín Soler Serrano otro anciano en el ocaso de su vida, el periodista y escritor Josep Pla), lo compartía con la seguridad de quienes, sea en primera persona o a través de historias narradas, leídas o explicadas por otros, han vivido más que muchos aventureros románticos.
Mucho más que periodistas: Pla, Chesterton, García Márquez
Al fin y al cabo, creía G.K. Chesterton, otro periodista con predilección por la narrativa, el ensayo y los libros de viajes, así como por los valores humanistas que hicieran de contrapeso al racionalismo puro por los riesgos de que éste condujera a la catástrofe (Josep Pla fue admirador del británico), “hay una enorme diferencia entre un hombre motivado que quiere leer un libro y el hombre agotado que quiere un libro que leer”.
Gabriel García Márquez, uno de tantos periodistas que, como Ernest Hemingway, dejaron el reporterismo para novelar, reivindicaba otro de los cauces de conocimiento a través de los cuales el lector construye un universo onírico que le ayuda a “comprender” lo leído de una manera personal, aunque suficientemente compartida con el autor del libro y con el resto de lectores.
Si Gabriel García Márquez evocaba cómo las historias de su abuela habían despertado su imaginación, Ernest Hemingway atendió a su intuición, así como a los consejos de amigos en el París de los años 20 (Gertrude Stein, quien bautizaría a los jóvenes escritores en torno a la librería Shakespeare & Company la “Generación perdida”; o el poeta Ezra Pound, mejor crítico e inspirador de la obra de sus amigos que quizá poeta, clave en la evolución de La tierra baldía, de T.S. Eliot) para escribir con la precisión y economía de quien confía en la inteligencia y capacidad evocadora del lector.
Los hijos de Ezra Pound
Ezra Pound, cuya personalidad y aspecto, más propios de un bohemio decimonónico o de un cínico griego que de un joven poeta en el París de los años 20, retraían en un principio a muchos de los aspirantes del submundo artístico parisino, sorprendía a todos con una curiosidad y eclecticismo sin parangón, así como por un olfato perfectamente definido para discernir lo brillante de lo mediocre cuando se trataba de opinar sobre la obra de otros.
Sin su colaboración, T.S. Eliot no habría transformado la poesía del siglo XX con The Waste Land, ni James Joyce habría mantenido los pasajes más radicales y difíciles de digerir de Ulysses.
Pound sabía discernir lo brillante de lo prescindible no sólo por su intuitivo olfato, sino por una curiosidad inabarcable que le llevaron a leer y estudiar todo lo que pasaba por sus manos. De nuevo, la biblioteca forjando, como en el caso de Borges, existencias más ricas, aunque en ocasiones las aventuras no requieran abandonar el rincón de lectura.
Antes de partir hacia Europa, mientras estudiaba en la Universidad de Pensilvania, Ezra Pound se conjuró para, a los 30 años “saber más poesía que cualquier otro ser viviente”. Obsesionado por la destilación de la poesía y la semiótica, Pound se propuso conocer “qué parte no podía perderse en la traducción y -no menos importante- qué efectos se podían obtener en un idioma y eran totalmente intraducibles”.
De qué se alimenta el eclecticismo
“En esta búsqueda -escribiría Pound sobre la conjura poética de su primera juventud- aprendí más o menos nueve idiomas, leí traducciones de literatura oriental, batallé contra todas las regulaciones y profesores que se interpusieron en mi objetivo de aprender cualquier otra cosa que no fuera esto, o que me molestaron con ‘títulos o requerimientos’”.
Así es cómo Pound se sumergió en el amor cortesano de la poesía provenzal y en el toscano que Dante, escribiendo la Divina Comedia, convirtió en italiano, mientras dedicó su tesis a la obra teatral del prolífico Lope de Vega. Sin duda, Pound cayó en la cuenta del número de versos que el español tuvo que escribir a diario para poder culminar tantas obras.
El estilo y gustos literarios de Eliot y William Carlos Williams alcanzaron quizá la madurez al enfrentarse a la brillantez excéntrica del excesivo Pound. Maestro del gusto y la modernidad forjada por otros gracias a la curiosidad y eclecticismo de su formación y lecturas.
La locura del catalizador de la Generación Perdida
Es mucho decir que Ezra Pound sea el catalizador de la brillantez de T.S. Eliot o de William Carlos William, pero su opinión contaba más de lo que lo habría hecho una mera crítica coherente y autorizada. Ocurrió algo parecido con Gertrude Stein, más acertada al reconocer y orientar el talento de Picasso o Hemingway que en cultivar el suyo propio.
Ezra Pound: “Nadie puede entender un libro hasta que no ha vivido algo, ni ningún hombre entiende un libro sobre cualquier materia en profundidad, hasta haber visto o vivido al menos una parte de su contenido”. Visto, vivido… o como mínimo leído.
En los años 30, Pound pasó de comentarista polémico a antisemita incombustible; su apoyo a Hitler y Mussolini provocó la condena de sus amigos y relaciones en el París de los años 20, mientras sus contribuciones e influencia se esfumaron a medida que Europa se sumergió en la catástrofe.
Teoría del iceberg y monólogo interior
El estilo de Hemingway consistía en relatar lo esencial del modo más sencillo y directo posible, mientras la verdadera historia se urdía -con la ayuda del lector y la complicidad de su habilidad onírica y conocimiento- bajo la superficie de lo narrado. La teoría del iceberg (también “teoría de la omisión”) muestra, ante todo, la intuición semiótica de los escritores modernistas, desde Hemingway a otro peripatético del París de los años 20, James Joyce (y su estilo de monólogo interior o “corriente de conciencia” -el monólogo interior llevado hasta sus últimas consecuencias-).
A medida que evoluciona la mirada del lector, lo hace la narrativa presentada por el autor. Influenciados por avances en física (relatividad, física cuántica), filosofía (existencialismo, fenomenología), psicología (psicoanálisis, psicología humanista), así como tecnológicos, los vanguardismos en bellas artes y artes aplicadas de inicios del siglo XX trataron de representar en sus disciplinas una mayor comprensión de la conciencia humana.
(Imagen: la biblioteca de Babel concebida por Borges en su célebre cuento dibujada por Érik Desmazières)
Otro amigo de Hemingway en sus años de París, el también estadounidense John Dos Passos, tomó algunas de las novedades presentadas por James Joyce en Ulysses, sin renunciar a la inteligibilidad en “Manhattan Transfer”: voces entremezcladas y personajes diversos que se entrecruzan con la viveza del cine.
Aprender de los demás… leyendo
Se trate de El Quijote, de Manhattan Transfer o de la contemplación de una escultura de Auguste Rodin o Giacometti, el lector-espectador es corresponsable del éxito de una obra-narrativa, lo llamemos semiótica a secas o “teoría del iceberg”.
Infinidad de pensadores han destacado la importancia de la lectura acertada (no leer todo lo posible sin importar la calidad, sino empezar por lo que autoridades de referencia o personas -célebres o anónimas, vivas o muertas- en quien confiamos nos recomiendan como esencial) en la formación de una persona.
Sócrates -como si se tratara de un sofista, no legó nada escrito y lo que se conserva de él procede de sus alumnos, sobre todo Platón y Jenofonte- prescribía: “Emplea tu tiempo en mejorar a través de lo que otros escriben, para así conocer fácilmente aquello por lo que otros han trabajado a conciencia”.
Dos milenios y medio después, la neurociencia parece dar la razón a Sócrates, pues la actividad neuronal en las zonas del cerebro relacionadas con la experiencia es muy similar cuando leemos a cuando experimentamos los hechos en primera persona. ¿Vivimos lo leído?
La isla del tesoro
En cierto modo, al obtener un tipo de aprendizaje muy similar a la experiencia y poder, así, ponernos en situaciones que superan la verosimilitud de lo cotidiano, empatizamos con situaciones y personajes que a menudo se convierten en ejemplos y arquetipos filosóficos, o que nos recuerdan a los arquetipos clásicos.
Medea es tan vigente como el día de su estreno, la poesía épica que partía de la tradición oral se ha repetido en sagas épicas de distintas civilizaciones y encontramos en cada lectura, mayor y menor, algo con lo que mejoramos.
Eso sí, imaginamos a un lector joven disfrutando con las andanzas de Edmundo Dantés en El Conde de Montecristo, los piratas de Emilio Salgari o las intrigas o la aventura de corsarios publicada originalmente por entregas en una revista infantil: La Isla del Tesoro del escocés Robert Louis Stevenson, una de las lecturas preferidas del Borges niño, según el Borges anciano.
Marcel Proust, que autopublicó la primera entrega de su interminable narración interior En busca del tiempo perdido (Por el camino de Swann, 1913) al ser considerada un peñazo por incluso el muy permisivo y psicológico André Gide -quien leyó el manuscrito y, al parecer, no soportó encontrar algunas erratas-, recordaba que “No hay quizá días en nuestra infancia en que hayamos vivido tan plenamente como los que pasamos con un libro favorito”.
Una librería coherente vs. la misma librería que todo el mundo
En ocasiones, la lectura de una misma obra es una experiencia muy distinta, al conocer el hilo de la historia y, relajados, fijarnos en otras cuestiones; tampoco somos los mismos, pues la experiencia entre dos lecturas hace que, por ejemplo, lo que era una lectura obligada adquiera ahora la estatura que se le había negado.
Lo que ocurre con la novela sirve para la poesía, el teatro, la ensayística, la novela gráfica o -si todavía los hubiera- los manuales de instrucciones y referencia debidamente concebidos y redactados.
Escritores y filósofos alertan desde la Antigüedad del riesgo de leer sólo las lecturas demandadas o recomendadas en un determinado contexto histórico y cultural, lo que deriva en opiniones y visiones del mundo poco originales, intercambiables, tendentes al dogmatismo y el maniqueísmo. Las cosas no han cambiado tanto como cabría esperar desde que una turba de ortodoxos despellejó a Hipatia de Alejandría.
El trascendentalista Henry David Thoreau lo tenía claro: “Lee primero los mejores libros, o quizá no tengas posibilidad de hacerlo nunca”. Su amigo y vecino Ralph Waldo Emerson, acerca de la importancia de las lecturas en la existencia de una persona: “Si nos topamos a alguien de intelecto poco común, deberíamos preguntarle sobre los libros que lee”.
¿Ansiedad en la biblioteca?
No todos los lectores ávidos leen todos los libros que poseen, ni todos los grandes compradores o amasadores de libros y bibliotecas son lectores incombustibles.
Muchos autores reconocen no haber leído grandes porciones de sus bibliotecas, y existe una actividad muy de lector (y de escritor) de visitar las librerías siempre que hay una oportunidad para chafardear y comprar cosas que, quizá, no dejen el espacio en el estante en el que son depositados.
(Imagen: esta vieja torre señorial de la Dordoña albergaba la biblioteca de Michel de Montaigne, tan presente en sus ensayos)
En 1986, a bibliotecónoma Constance Mellon describió un trastorno que había observado entre los estudiantes que rondaban las bibliotecas universitarias: “trastorno de ansiedad en la biblioteca”; antes de Google, cuando la búsqueda booleana estaba apenas al alcance de los bibliotecarios en las bibliotecas más avanzadas, acercarse a una vasta librería no sólo imponía respeto, sino que intimidaba.
Los estudiantes observados por Constance Mellon habrían sufrido un ataque de histeria, de haber sido confrontados con la biblioteca de Babel imaginada por Borges.
La biblioteca como herramienta de investigación
La teoría de la ansiedad en la biblioteca nos es familiar en la era de la Internet ubicua, y muchos leemos en dispositivos que contienen decenas de libros en formato digital. Con Internet, se multiplican las posibilidades de abarcar más de lo que es posible digerir, de modo que curar lo que uno lee se convierte en ventaja competitiva.
Un escritor tan experto en bibliotecas intimidatorias como Borges es el mencionado semiótico y escritor Umberto Eco; la biblioteca que describe en la abadía italiana de El nombre de la rosa todavía resuena en nuestra memoria, como lo hace la actitud intransigente del guardián de la ortodoxia Jorge de Toledo.
Para ilustrar la conflictiva relación contemporánea que mantenemos con los libros que poseemos y leemos (lo que nos lleva a elaborar juicios de valor en base a un conocimiento siempre limitado), Nassim Taleb se refiere en su ensayo El cisne negro a la biblioteca de Umberto Eco.
“[Umberto Eco] Es propietario de una enorme biblioteca personal (contiene 30.000 títulos), y separa a los invitados que recibe en dos categorías: los que reaccionan con un ‘¡Wow! ¡Signore professore dottore Eco, qué gran librería tiene usted! ¿Cuántos de estos libros ha leído?’, de los otros -una minoría muy pequeña- que entienden que una librería privada no es un apéndice para cultivar el ego, sino una herramienta de investigación.”
El sesgo humano de razonar con lo conocido
Según esta premisa de Eco, prosigue Taleb, “los libros leídos son mucho menos valiosos que los no leídos. La librería debería contener tanto de lo que no sabes” como lo que nos podamos permitir. “Cuanto más sepas, mayores serán los estantes de libros no leídos”, se trate de títulos físicos o electrónicos, comprados o prestados de alguna biblioteca.
Esta librería de libros no leídos, o “antilibrería” es un potencial, un desafío permanente para ir un poco más allá, cuestionar lo que creemos que sabemos, refrendándolo, enriqueciéndolo o desechándolo.
“Esta tendencia a ofender la sensibilidad de Eco centrándose en lo conocido es un sesgo humano que se extiende a nuestra conducta”.
Los libros son, claro, un artilugio más de conocimiento, imperfecto e incompleto por definición. Ya hemos tratado los problemas a los que se ha enfrentado la filosofía para certificar incluso si lo que aparece ante nosotros es total o parcialmente producto de nuestra percepción. Al fin y al cabo, decían los escépticos antiguos, entre nosotros y la realidad -como entre nosotros y el conocimiento acumulado en un libro, una escultura o cualquier otro artilugio artístico- siempre se interpone el filtro de nuestros sentidos.
La biblioteca que contribuyó al renombrado escepticismo de su autor
Michel de Montaigne, escéptico fundador del ensayo moderno e influencia clave para Blaise Pascal, Ralph Waldo Emerson o Friedrich Nietzsche, entre otros, consciente de la imperfección de los libros como artilugio de conocimiento, sentenció sin embargo que éstos “son el mejor viático que he encontrado para este humano viaje”.
La “Tour de Montaigne”, una torre semicircular en la Dordoña donde Michel de Montaigne acumulaba su biblioteca, con abundantes clásicos grecolatinos (se puede percibir en sus ensayos que no sólo los adoró, sino leyó, releyó y consultó con fruición), todavía sigue en pie, si bien el castillo del que formaba parte fue derruido y reconstruido tras un fuego en 1885.
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