Un político local parisino publicaba hace unos días una ilustración que ejemplifica el contexto en que nos encontramos y las limitaciones de nuestra civilización para salir de la inercia y reaccionar con medidas paliativas y de adaptación que estén a la altura.
En la ilustración se observan tres olas gigantescas a punto de romper, una tras otra, sobre la costa urbanizada, desde donde surge una voz pretendidamente tranquilizadora que establece criterios biopolíticos para afrontar (tarde y a regañadientes la primera ola, donde se lee «Covid-19»): «asegúrate de lavarte las manos y todo irá bien».
Attention à la troisième vague… pic.twitter.com/JgsWDRHzqM
— Florentin Letissier (@f_letissier) May 15, 2020
Mientras la primera ola está a punto de romper, se asoma ya una segunda de mayor tamaño, en la que leemos «recesión». Cuando rompa esta segunda, la ciudad sobre la colina de la ilustración tendrá que reconocer la presencia de una tercera ola, el tsunami más grande de los tres. En esta tercera ola leemos: «cambio climático».
Adaptación vs. decadencia (o eventual colapso)
La mencionada alegoría parte del carácter a la vez difuso y explícito de las amenazas a las que se enfrenta la sociedad contemporánea a inicios de la tercera década del siglo. Disciplinas como la psicología del comportamiento analizan por qué es tan difícil para el ser humano adaptarse a riesgos difusos y extendidos en el tiempo que, sin embargo, amenazan con daños cuantiosos o incluso con el colapso (recordemos el ensayo de Jared Diamond sobre la temática).
A nivel individual y colectivo, parece que optemos, una vez sí y otra también, por mantener la inercia del presente y evitar la incomodidad que causaría una adaptación de los sistemas complejos que propulsan nuestro mundo, en detrimento del riesgo sistémico de los grandes cambios en que estamos inmersos: socioeconómicos, geopolíticos, tecnológicos, biológicos, climáticos.
Quienes se oponen a las medidas de distanciamiento diseñadas para debilitar la transmisión de Covid-19, o incluso niegan la evidencia de que las medidas paliativas aplicadas eran necesarias para evitar un potencial colapso sanitario en distintos puntos del mundo, quizá hayan olvidado o no estén familiarizados con lo ocurrido un 18 de mayo de 1980 en el Mount Saint Helens, en el Pacífico Noroeste (cordillera de Cascadia en el Estado de Washington, 154 km al sur de Seattle).
La distancia de seguridad entre Pompeya y el Vesubio
Hace 40 años, sismólogos y autoridades locales insistieron a los visitantes asiduos de la zona (conocida entonces por un cercano lago de alta montaña, Spirit Lake) a no acercarse al perímetro del Saint Helens.
Muchos asiduos a acampar en la zona desoyeron las previsiones y asumieron el riesgo de acudir. Poco después, una descomunal erupción enterraba las casas de veraneo e infraestructuras de la zona, lo que ocasionó 57 muertos. Como consecuencia de la erupción, la cumbre del St. Helens descendió desde los 2.950 a los 2.550 metros de altitud.
May 17, 1980, Mt. St. Helens:
Local property owners threaten to run roadblocks at gunpoint, saying lockdown can't last forever, mountain quieting down, geologists exaggerate
WA Gov relents, allows caravan to Spirit Lake
Second caravan to go morning of May 18th.#MSH40 pic.twitter.com/oThI6CyGuU
— David Burbach (@dburbach) May 17, 2020
Como en tantas otras ocasiones, las previsiones y modelos no bastaron para garantizar la movilización oportuna. El 29 de abril pasado, el periodista australiano del Sidney Morning Herald comentaba una apreciación a la que encontramos cada vez más sentido, dado el contexto:
«Cita del día: Pompeya fue establecida en la que se pensaba que era una distancia segura con respecto al Vesubio».
Hasta que las limitaciones del cálculo humano refutaron esta conjetura. La ocasional crueldad del racionalismo crítico en plena acción.
Más difícil todavía: ¿cómo evitar que el carácter inabarcable de estos retos no frene adaptaciones necesarias de muchos de los pilares de nuestra sociedad, desde nuestra manera de producir a la de construir (o reacondicionar) viviendas, pasando por la manera de alimentarnos o viajar?
¿Es posible crear viviendas adaptables, con menor impacto y asequibles para cada lugar y nivel socioeconómico? ¿Qué papel deberían jugar fenómenos como una pandemia, una recesión, o acontecimientos de clima extremo (incendios, lluvias torrenciales, etc.) en el modo de diseñar productos, vehículos colectivos y privados, o alimentos?
Primeras colonias griegas más allá del Egeo
¿Es posible hablar de un nuevo tipo de vivienda, o cualquier intento de crear modelos a gran escala toparía con la imposibilidad de adaptarse a condiciones normativas, económicas y climáticas del medio local? Arquitectos de todo el mundo han tratado de responder a esta pregunta en las últimas décadas, si bien los primeros trazados urbanísticos racionales a gran escala con vocación de replicación se remontan a la expansión griega en el Mediterráneo.
Las ciudades mercantiles del Renacimiento recuperaron el testigo de la planificación urbanística ambiciosa, a menudo asociada a tareas comerciales y defensivas. El «intercambio colombino» de la Era de los descubrimientos, germen de la globalización, recuperó ideas arquitectónicas y urbanísticas clásicas, aceleradas con experimentos teórico-prácticos de distinto calado e inspiración dispar: religiosa (la «utopía» de Tomás Moro, las primeras misiones jesuitas en América Latina), militar (ciudadelas defensivas en las metrópolis coloniales y sus principales puestos en ultramar), comercial (las colonias fabriles), o idealista (desde los falansterios a las comunidades intencionales).
El urbanismo surgido de la Ilustración favoreció la planificación urbanística centralizada, con nuevos barrios en las urbes de las viejas metrópolis y nuevos asentamientos coloniales diseñados a partir de un trazado predeterminado, a menudo concebido a partir de modelos de inspiración renacentista (los cuales, a su vez, derivaban de los «castrum» romanos).
Urbanismo y el aumento de eventos «inesperados»
Asentamientos y viviendas dependen de la ordenación del uso del suelo y de la protección jurídica otorgada a la propiedad privada. A menudo, esta interdependencia ha influido sobre la densidad y extensión de los asentamientos, así como sobre el precio de la vivienda.
¿Puede la vivienda desarrollar modelos que no dependan tanto de la calificación urbanística del suelo como del arrendamiento temporal (o condicional) de su uso? La pandemia de coronavirus nos recuerda una vez más que hay eventos que influyen sobre el acceso a la vivienda o incluso sobre la propia viabilidad urbanística de determinados territorios afectados por catástrofes.
Incendios como los de California y Australia, inundaciones como las de Houston y Nueva Orleans, o emergencias sanitarias que obligan a practicar la distanciación social nos recuerdan el riesgo de depender de entornos urbanos donde se concentra la actividad productiva, social y de servicios, así como la riqueza inmobiliaria. En estas situaciones, las ventajas objetivas de las ciudades más vibrantes se convierten en inconvenientes.
Internet y tecnologías que facilitan la producción a pequeña escala podrían popularizar alternativas todavía minoritarias que garantizarían una transición hacia estilos de vida alejados de las oportunidades y sueldos asociados a las ciudades más dinámicas, aunque asociados a mayor autonomía: a las viviendas móviles (que no requerirían aprobación como vivienda definitiva en un solar determinado) se une el potencial de recuperar viviendas y pueblos abandonados.
Portugal rural, alcornoques y eucaliptos
Gracias a Internet, el trabajo remoto y la producción local pueden explorar nuevas combinaciones, tal y como intentan comunidades rurales en distintas localizaciones.
En Portugal, algunos pioneros como Pedro y Sofía Pedrosa (a quienes visitamos Ferraria de São João hace unos meses) exploran combinaciones como la explotación sostenible local (corcho de alcornoques); la reforestación con especies de la zona para mitigar los incendios que azotan Portugal cada verano, acrecentados por el uso de una especie foránea, el eucalipto, como monocultivo; y el turismo rural activo, aunque no descartan nuevas oportunidades.
¿Puede la actual pandemia favorecer un nuevo tipo de planificación urbanística capaz de aplicar sistemas descentralizados similares al esquema técnico de redes en malla, donde las dificultades de determinados nodos no pongan en riesgo la viabilidad de todo un sistema?
Internet o las bases de datos descentralizadas con historial de actualizaciones compartido («blockchain» o cadena de bloques) ejemplifican el potencial de organizaciones mutualistas con un diseño que facilitaría la gobernanza y autogestión, si bien los modelos cooperativos aplicados al desarrollo urbanístico no han estado siempre a la altura de los ideales especificados en sus estatutos.
Evolución de una ola antes de romper
Hay comportamientos colectivos aparentemente fortuitos que favorecerían cambios profundos en mundos como el tecnológico; no basta con que se cumplan los requisitos técnicos para que algo suceda. Muchos eventos potencialmente catastróficos —una pandemia, una recesión, los efectos difusos del cambio climático— aceleran de manera dramática cuando han acumulado una inercia que pasa desapercibida para quienes desatienden modelos y datos.
Los vuelcos tecnológicos (o de gran calado, a escala cultural, un estrato «lento» de los distintos estratos de una civilización, tal y como expone Stewart Brand en su tesis sobre sistemas complejos, inspirada en el trabajo de Gregory Bateson) no surgen de la nada.
Los indicios de estancamiento, agotamiento o transformación aparecen mucho antes de que se perciban las consecuencias profundas de un vuelco que ya ha empezado a producirse. Sin embargo, llega un momento en que el ritmo de transformación parece acelerarse y suceder a la vez, de manera tan inexorable como un maremoto o una avalancha.
Hay otros modelos asociados con sistemas complejos (clima inclusive) que son sensibles a esta evolución convencional de la teoría de probabilidades (usada, por ejemplo, en modelos agrarios, demográficos y de adopción tecnológica).
En realidad, estos cambios podrían haberse analizado y quienes padecen las consecuencias de la transformación podrían haber dedicado energía y recursos asumibles (cuando todavía estaban a tiempo) para adaptarse y aprovechar las tendencias inevitables en contextos en que la mitigación o la corrección son muy difíciles.
Cómo aprenden los edificios
Si nos preguntamos cómo prosperar e incluso mejorar viejos sistemas clave en nuestro mundo, deberemos primero analizar qué fuerzas están acelerando su obsolescencia y qué medidas están a nuestro alcance para facilitar la adaptación que, nos guste o no, ya está teniendo lugar.
El pensamiento sistémico, desde Gregory Bateson a Christopher Alexander, pasando por Stewart Brand y su How Buildings Learn, pueden asistir en la tarea.
También hay mucho que aprender de sistemas ancestrales, desde el uso y tratamiento de materiales a técnicas de climatización que se benefician de la simbiosis entre porosidad de materiales, evaporación de agua y plantas.
Tratados de permacultura o libros sobre técnicas ancestrales como Lo-Tek: Design by Radical Indigenism (Julia Watson), incorporan diseños que han mostrado su resiliencia durante milenios, tales como las casas de juncos de los Ma’dan en las zonas pantanosas entre el Tigris y el Eúfrates, tan similares a las casas flotantes del pueblo uru en el lago Titicaca, en el altiplano andino entre Perú y Bolivia.
De comienzos y actitudes necesarias
Los grandes retos de la actualidad parecen demasiado grandes y difusos y, al tratarse de fenómenos en los que podemos influir, cualquier inacción a tiempo puede encarecer estrategias de mitigación a medio plazo, como ha quedado patente en el comportamiento del coronavirus en países que aplicaron paliativos desde el inicio de la amenaza y aquellos que sólo reaccionaron cuando casos y muertes habían entrado en una espiral exponencial.
Analizadas desde lo abstracto, son escalas que parecen escapar a nuestra pequeña existencia, a nuestros anhelos, a nuestra esperanza de un mundo mejor. Las palabras usadas en la ilustración, «Covid-19», «recesión», «clima», surgen de una visión del mundo contable y desencantada que ha renunciado a explicar la belleza de la vida sobre nuestro planeta.
Quizá por su tamaño y carácter difuso, estas grandes amenazas no parecen llamarnos a la acción, como tampoco lo hacen otros retos a gran escala en la actualidad. Al estudiar el comportamiento local de estos fenómenos observamos que nuestras acciones repercuten sobre resultados analizables y otorgan pistas sobre los aciertos que hay que potenciar y las medidas que no se comportan según lo esperado.
Es así, a través del ensayo y error que parte de conjeturas plausibles, como hemos experimentado el salto tecnológico desde inicios de la Ilustración, tal y como explica el físico teórico inglés David Deutsch a partir del análisis del racionalismo crítico (El comienzo de lo infinito, 2011).
La dificultad de disociar «vivienda» de su herencia ilustrada
¿Pueden fenómenos tan integrados en la sociedad contemporánea como el acceso a la vivienda experimentar transformaciones radicales? La vivienda es, a la vez, un elemento esencial de las sociedades humanas y un bien protegido de manera jurídica que garantiza a la población el acceso a la economía formal. La vivienda está asociada con otros derechos y formalidades jurídicas, partiendo por el propio pilar de la sociedad contemporánea, la propiedad privada, y el acceso al crédito.
El carácter formal del contrato jurídico que representa (un título reconocido por el catastro) ha alejado a la vivienda del servicio esencial para el que un habitáculo ha sido diseñado (cobijarnos de la intemperie, garantizar nuestra seguridad, salud, calidad de vida).
Sin embargo, la inversión inmobiliaria se ha convertido en las últimas décadas en algo más: por ejemplo, la inversión inmobiliaria un medio de ahorro y diversificación del patrimonio para quienes desean invertir en sectores capaces de capear con una volatilidad al alza, a medida que fenómenos como crisis bursátiles, víricas o medioambientales recrudezcan la viabilidad y crecimiento de determinados modelos.
La propiedad inmobiliaria está tan asociada a la riqueza de las familias que muchos expertos en desarrollo (es el caso de Hernando de Soto) defienden la titularidad de una vivienda previamente informal como el inicio de la prosperidad en una sociedad todavía precaria: si los habitantes de arrabales de ciudades en desarrollo son dueños de su vivienda informal, podrán obtener préstamos con su «propiedad» como garantía, un modo de entrar en la economía formal (y reforzar el consumo doméstico y la recaudación fiscal en un territorio).
Cuando los propietarios imponen el modelo social y territorial
Desde que la industrialización produjera en el siglo XIX la primera gran migración desde zonas rurales a las ciudades, los movimientos sociales denunciaron condiciones de insalubridad y hacinamiento que estimularon códigos urbanísticos y de zonificación.
Las viviendas debían cumplir con requisitos específicos, a la vez que surgían sistemas de incentivos para gestionar las características de ciudades y asentamientos. A la par que se consolidaban trazados urbanísticos y códigos de edificación adaptados a las ideas de la época en torno al bienestar o la salubridad, aparecían esquemas más o menos sutiles para promover la segregación socioeconómica o racial (como el fenómeno del «redlining» en Norteamérica).
Nuevos materiales —desde el acero al contrachapado y los clavos producidos de manera industrial (hasta entonces, habían sido artesanales y desiguales)— y técnicas acercaron la vivienda al horizonte de la producción prefabricada. Sin embargo, técnicas más precarias y económicas que aligeraban los edificios de madera (como el «balloon-frame», que sustituía pilares de carga por meros listones) desincentivaron la producción prefabricada de viviendas en el lugar que había suscitado mayores esperanzas, Estados Unidos.
Tal y como había ocurrido a mediados del siglo XIX y a inicios del siglo XX, profundos cambios socioeconómicos y tecnológicos favorecen la experimentación con técnicas y materiales para crear nuevos modelos de vivienda que podrían combinar métodos de prefabricación con personalización adaptada al medio, gracias a la combinación de algoritmos y fabricación bajo demanda con maquinaria que reduce su tamaño y coste.
Experimentos sobre urbanismo en las colinas de Barcelona
De momento, las técnicas de fabricación sustractiva (donde los elementos se producen al eliminar material de un bloque preexistente, lo que generaría excedentes con impacto y coste adicionales) dominan en la construcción de viviendas bajo demanda.
Sin embargo, la evolución de esta fase experimental podría seguir los derroteros de los productos tecnológicos de alto valor añadido, donde la manufactura aditiva (en la que se logran objetos añadiendo material) sustituye poco a poco a procesos menos eficientes.
Condicionantes como el impacto energético de materiales y construcción, el rendimiento energético derivado del uso y el mantenimiento, la fácil reparabilidad y la adaptación a posibles eventos extremos, impulsan la experimentación de modelos de urbanismo y construcción del futuro, tal y como nos exponía Vicente Guallart a propósito del trabajo de Valldaura Labs, campus a las afueras de Barcelona dedicado a la investigación de «hábitats autosuficientes» (vídeo de Kirsten al respecto).
¿Qué ocurre con la normativa? Al depender de cuerpos legislativos y condicionantes locales, los códigos de edificación y zonificación integran —tarde y a regañadientes— las novedades que logran el consenso de representantes locales y población.
Densificar suburbios unifamiliares sin enojar a los propietarios
En el mundo anglosajón, donde la zonificación depende a menudo del visto bueno de los propietarios de cada unidad urbanística, la recalificación de terrenos es a menudo ardua, como ejemplifica el caso de California. Sin embargo, incluso California cede poco a poco a las nuevas prerrogativas de densidad urbanística, mundo suburbano y zonificación.
Entre los avances producidos, las autoridades locales de buena parte de Estados Unidos y Canadá permiten ahora la relativa «densificación» de las zonas declaradas como áreas exclusivas para construir viviendas unifamiliares («single-family zoning»): cualquier propietario puede construir una «unidad de habitación accesoria» (Accessory Dwelling Unit, ADU, o «granny unit», casita para la abuela —vídeo—) en la propiedad.
Asimismo, cuando el trazado residencial de viviendas unifamiliares lo permite, las zonas traseras de las calles principales, hasta ahora callejones desangelados dedicados a la recolección de basura, pueden reconvertirse en calles secundarias con nuevas viviendas.
De momento, los suburbios de Norteamérica se resisten a crecer en altura, pero acceden a una densificación condicional, pues depende de la decisión (e inversión) de los propietarios dispuestos a edificar ADUs en su terreno o a subdividir su propiedad para que parcelas infrautilizadas y viejos cobertizos se conviertan en viviendas.
Modelos urbanísticos poco preparados para lo que se avecina
El fenómeno puede observarse en callejones de Toronto (vídeo), solares infrautilizados de la misma ciudad canadiense (vídeo), o en localidades californianas en busca de oportunidades para la economía familiar y local, como Clovis (vídeo).
Las viviendas pequeñas móviles y temporales también exploran su viabilidad para garantizar el acceso temporal a la vivienda de damnificados por incendios en California (vídeo).
Técnicas arquitectónicas y las regulaciones sobre el uso y el tipo de edificación que se permite en una parcela condicionan la manera de reformar o construir. Ninguno de los tres sistemas de ordenación territorial logra un modelo de vivienda residencial suficientemente asequible, adaptado a las condiciones locales y con el menor impacto posible:
- la organización discrecional anglosajona está sujeta a la costumbre de los habitantes de una zona y se ha opuesto a propuestas experimentales que mejoren el rendimiento bioclimático o la densidad urbanística, con el pretexto de que semejantes medidas reduciría el valor inmobiliario de zonas suburbanas;
- la organización con regulaciones mixtas que combinan uso y densidad con el fin de armonizar demanda y cohesión social, presente en la Europa continental;
- y el modelo urbanístico estatista y centralizado propio de antiguas colonias y regímenes totalitarios como el chino, que sacrifica viejas realidades urbanísticas en favor de un modelo denso con edificios de corte internacionalista a menudo ajenos al carácter local.
Nuevos metabolismos
En Europa, los modelos centralizados de vivienda social promovidos a finales de la expansión económica posterior a la II Guerra Mundial no han logrado a menudo lo que se esperaba de ellos y, si bien algunos de ellos se han convertido en iconos del brutalismo arquitectónico, su escala e impacto han impedido una estima generalizada.
Intentos como los de Le Corbusier (o Ricardo Bofill, entre otros) por hallar un equilibrio entre audacia y rendimiento arquitectónico a una escala humana atenta a localismos, son percibidos hoy como manifiestos idealistas difíciles de replicar.
Quizá la construcción residencial necesite más audacia; aunque, para ello, deberá hallar la comprensión y la colaboración de público, autoridades, promotores y arquitectos.
El internacionalismo impersonal que se impone en los rascacielos residenciales de Asia y Norteamérica, el racionalismo centralizado de las promociones de vivienda social de Europa a finales de los 30 gloriosos, y el modelo metabolista experimental de los edificios «a prueba de imprevistos» promovidos por arquitectos japoneses en los 70, comparten algunas limitaciones y una única ventaja (hoy puesta en entredicho por una pandemia que obliga a la distanciación): la densidad.
De casas incrementales y otros modelos posibles
Existen, sin embargo, modelos más equilibrados que evitan el purismo de los manifiestos y logran un equilibrio entre coste, impacto y calidad de vida, además de aventurarse en nuevos retos, desde la conexión con una economía circular en la que los desechos se pueden reutilizar, a la producción de alimentos o el uso bioclimático de entramados comprendidos en toda su complejidad, desde la presencia de árboles y fuentes al uso de los espacios públicos y privativos, así como de materiales con menor impacto como el CLT.
Una comparativa entre San Francisco y Viena puede aportar ciertas pistas útiles en el futuro, y evocar los aciertos de desarrollos urbanísticos como Alt-Erlaa o la propia Unité d’habitation de Le Corbusier en Marsella, con sus calles interiores y una vocación de convertirse en «ciudad-edificio», al estilo de las arcologías de Paolo Soleri.
A medio camino entre el modelo anglosajón y el europeo, las propuestas de vivienda social (a menudo económicas, con carácter local y adaptables —de manera incremental— a la prosperidad de sus ocupantes) de arquitectos como el chileno Alejandro Aravena muestran cómo la mejor experimentación surge a menudo de constricciones económicas y prácticas. Es el caso de su proyecto de vivienda social Quinta Monroy.
En el extremo opuesto, las viviendas móviles y prefabricadas, liberadas de su supeditación obligatoria al suelo, podrían aliviar emergencias puntuales e incluso constituir entramados urbanísticos semipermanentes, útiles tanto en campamentos de refugiados como en las «comunidades intencionales» de quienes aspiran a una existencia desprovista de obligaciones supletorias.
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