La búsqueda de la exactitud y la cuantificación de cosas y fenómenos ha culminado en una sociedad técnica que asume nuevas prácticas regladas que, poco a poco, reducen el espacio para lo inesperado y la serendipia.
Ocurre que la búsqueda de la exactitud en nuestra civilización se topa con las complejidades de la realidad. En su metáfora sobre el ingenio requerido para mantener una motocicleta en buen estado, Robert M. Pirsig no hace más que recordar que el usuario mantiene el vehículo y, en cierto modo, lo adapta a su personalidad y le concede un espíritu, una proyección en el tiempo. Un uso.
Comentaba con Kirsten los recados matutinos que habíamos realizado tras volver de nuestro último viaje. En mi recorrido por la ciudad, he observado a personas que caminaban abstraídas, sin despegar la mirada de la pantalla del teléfono, un par de patinetes eléctricos compartidos hechos trizas, y el baile de transeúntes, repartidores, motoristas, ciclistas, vehículos y autobuses en las arterias próximas a nuestro domicilio.
La impaciencia de quienes creen comprar felicidad
Kirsten venía con una anécdota. Había acudido a devolver un cargador de ordenador en la tienda Apple más próxima. Allí, un usuario de punta en blanco (alto, delgado, bien vestido) perdía los nervios ante un dependiente, y compartía con todos los allí presentes su frustración a grito pelado. Una escena digna, según Kirsten, de una crisis nerviosa. ¿El motivo? Al parecer, la pantalla de su móvil tenía problemas de funcionamiento a causa de una protección instalada. Eso era todo.
La escena derivó en vodevil: agentes de seguridad de la tienda se aproximaron a proteger a los dependientes presentes y urgieron al cliente insatisfecho a abandonar la tienda. El usuario infeliz había comprado poco menos que la perfección cuantificada y no estaba dispuesto, al parecer, a conformarse con menos.
La tecnificación que hemos alcanzado no sólo nos ha desprovisto de una percepción del mundo más inocente, abierta y tolerante a imprevistos y acontecimientos más o menos aciagos, sino que nos ha hundido en una exigencia individual que deriva incluso en trastornos del comportamiento.
La obsesión por un entorno inmediato hecho a imagen y semejanza de nuestros ideales platónicos, el «hedonismo inconsciente» (un materialismo poco meditado del que seríamos víctimas) que nos empuja a rozar la violencia por el funcionamiento ocasionalmente deficiente de una pantalla telefónica.
Charlando sobre nuestra mañana, Kirsten y yo reflexionábamos sobre otro problema que observamos en nuestras interacciones, y que otros remarcan también. Se trata del auge de la impaciencia, de la voluntad de querer adquirir, obtener, solventar, ejecutar algo al instante y, a poder ser, con el mínimo esfuerzo y molestia.
Zombis del pospostmodernismo
A saber: quienes arriesgan su vida para apurar un semáforo, arrancar con tiempo o avanzar en intersecciones, entre vehículos, etc.; quienes anteponen sus intereses inmediatos, por mezquinos que sean, a cualquier otro asunto (lo que les permite colarse, despreciar o abusar de otros aunque sea sutilmente).
Quienes se creen en el derecho de interrumpir la vida de otros en cualquier momento porque carecen de la empatía necesaria para comprender que hay vida más allá de su propia percepción del mundo; quienes llaman constantemente (y se enfadan si no hay respuesta) en vez de molestarse por escribir un correo estructurado y aguardar a una respuesta igualmente coherente, sosegada, meditada.
En ocasiones, hace falta un pequeño revulsivo que trastoque la artificialidad y artificiosidad de algunas de las prioridades que ocupan la vida cotidiana y condicionan la manera de relacionarse… y la propia manera de ver el mundo. En su estudio sobre el avance del materialismo, el cientificismo y la secularización en las sociedades de masas, el sociólogo alemán Max Weber argumentaba que la voluntad de exactitud y acomodo a patrones, las personas se transformaban en «masa» indistinguible, reflexión que luego desarrollará José Ortega y Gasset.
Esta voluntad de exactitud, especialización técnica y cuantificación no dejaba espacio para la espiritualidad, la exploración entre la improvisación y la liturgia, entre lo profano y lo sagrado. La metafísica se diluía, por tanto, en una dieta de trabajo, actividad y ocio predefinidos para las masas.
Max Weber meditaba sobre esta transformación entre las cenizas de una Europa sacudida por la Gran Guerra, la Revolución Rusa y la implosión de los imperios plurinacionales. Su conferencia La ciencia como vocación aparecía, junto con La política como vocación, en el ensayo El político y el científico, publicado en 1919.
La literatura de autoayuda no es espiritualidad
Un siglo después, el culto al cálculo y la precisión es un fenómeno tan interiorizado que simplemente ha pasado a formar parte de lo que percibimos como real y primigenio; otorgamos una existencia a priori a un fenómeno que parte de la necesidad de racionalización de las sociedades burocratizadas y, con esta percepción equívoca de lo que es una construcción contemporánea, nos sumimos en lo que Max Weber identificó como «desencantamiento».
No importa lo que hagamos, pues siempre nos encontraremos a cierta distancia de la percepción de la dicha material, y consideraremos cualquier evento inesperado e «inexacto» como una afrenta a nuestra existencia técnica.
Al acudir a relaciones, publicaciones y profesionales para hallar soluciones a la creciente ansiedad relacionada con la acumulación de imprevistos (el desorden propio de la existencia y de lo que nos rodea), exigiremos un análisis técnico y una conclusión exacta, capaz de ofrecernos una solución no menos técnica: trataremos de solucionar lo que es una mera percepción inmadura y reduccionista de la existencia con soluciones inmediatas.
Un tratamiento, un remedio médico, una aplicación de meditación que, más que aproximarnos al concepto ancestral de divagación, de contemplación sin metas, nos sumirá en el mandato de las pautas de reloj, el culto a la eficiencia y el crecimiento personal a través de fórmulas de literatura de autoayuda.
Al olvidar que, como reflexionaba Ortega y Gasset, la realidad es múltiple e irradia perspectivas que debemos estudiar y revisar (y, haciéndolo, se transforman y enriquecen), exigimos una exactitud no sólo en nuestra vida, sino en lo que nos rodea. Percibimos como una anomalía cualquier efecto percibido como fortuito o inexacto en la relación entre objetos, personas y entorno: los problemas técnicos y mecánicos, las goteras, los accidentes, los trastornos… Todo debe contar con una solución técnica, reglada, exacta, expeditiva.
El encuentro fortuito entre Pierre Bezújov y Platón Karatáiev
Partiendo del perspectivismo, nuestra manera —consciente o no— de asomarnos al mundo, depende de muchos factores, entre ellos la manera de sentirnos, nuestro bienestar real y relativo (comparado con nuestro entorno y modelos), nuestra coyuntura, etc. Sin embargo, la actitud con que observamos el mundo no se define únicamente por la suma aritmética de estos y otros factores.
Uno de los personajes principales de Guerra y paz, el conde Pierre Bezújov, trata de buscar su lugar en el mundo en su retorno a Rusia como heredero de una fortuna y miembro de una alta sociedad afrancesada y alejada de la realidad supersticiosa y precaria de la población urbana, los pequeños propietarios y el campesinado (este último grupo, todavía en un régimen de servidumbre medieval).
Al final del libro, asistimos a la entrada en Moscú de las tropas napoleónicas, que no encontrarán ni las vituallas ni las condiciones necesarias para restablecerse y derrotar a las tropas del viejo astuto Mijaíl Kutúzov, que se se ha retirado para evitar la confrontación abierta. Pierre cae prisionero y es encerrado con otros soldados rusos rezagados, representantes de toda edad y condición social.
Su agotamiento físico es equiparable a un trastorno espiritual que roza la desesperación y se asoma al nihilismo que anida en las guerras; pero Tolstói nos presenta en el viejo soldado Platón Karatáiev una voz de la conciencia de un cierto individuo del Antiguo Régimen, un anciano próximo a la naturaleza, a un cierto espiritualismo y a una percepción del tiempo flexible, acomodada las vicisitudes de la vida.
Compartir un pedazo de pan
El anciano mostrará al desencantado Pierre cómo una situación objetivamente desesperante y mísera (agotados, mojados, con la ropa hecha harapos y el calzado destrozado, hambrientos, hacinados, en privación de libertad) se convierte en una celebración de la esperanza y la delicada belleza de gestos que nos trascienden y reafirman nuestra auténtica libertad: nuestra capacidad para decidir nuestra dicha o desesperación. El anciano comparte un pedazo de pan, el único que tiene, con Pierre, y ambos lo convierten en manjar.
En la escena, Tolstói nos sitúa ante una escena de «reencantamiento», de convicción en la belleza del mundo y la capacidad del individuo para trascender su desesperación con actos como la empatía, el altruismo, o la mera percepción de la realidad desnuda y materialista como un lugar donde todavía hay cabida para un «reencantamiento» con el mundo que parte no ya de lo sobrenatural, sino de la propia voluntad y la comprensión de que somos dueños de nuestra propia conducta y de nuestra manera de ver el mundo.
Quizá —reflexiona Albert Camus— no podamos evitar percibir lo absurdo del mundo ni seamos capaces de observar el carácter trascendente de situaciones descarnadas o desesperadas, pero sí contamos con libertad de acción y capacidad para afirmarnos, rebelarnos ante supuestos destinos, encontrar la complicidad con otros cuando existen todas las condiciones para que se impongan la violencia y la incomprensión. El nihilismo de Camus evolucionará hacia una complicidad con quienes buscan su propio camino y se niegan a ser aplastados por un mundo moderno arrastrado a la inercia técnica.
La responsabilidad de la lucidez
Para Camus, la lucidez ante la modernidad puede conducir al absurdismo, si bien hay personas que se rebelan a través de la comprensión de otras posibilidades más bellas, como el optimismo en momentos oscuros y situaciones desesperadas, o la belleza misteriosa de aspectos como el compromiso con los otros, imprescindible para mantener una relación constructiva con uno mismo en tiempos difíciles.
Esta esperanza en los hombres del «nihilista» Camus, tan próxima a la necesidad de bondad y comprensión del misterio humano de Søren Kierkegaard, lo llevarán a convencer al editor Gallimard a publicar el ensaño L’Enracinement (1949) de Simone Weil, una joven inconformista que trató de fundar una filosofía sobre el «reencantamiento» (del individuo con el mundo… y de las personas entre sí: la alienación en el mundo industrial convierte las relaciones humanas en eventos transaccionales, y el ritmo sincopado de estos automatismos es tan ajeno al impulso vital humano como lo es el trabajo interiorizado de un ser humano en una cadena de montaje).
La única relación simbiótica con los utensilios técnicos que nos rodean dependería de una relación subjetiva de experiencia, en la que el individuo es capaz de proyectar su acción o voluntad con ayuda de objetos que se ajustan con naturalidad a esta actividad. La «calidad» de la experiencia no dependerá de las características aisladas de un mecanismo, sino de la interacción entre el potencial de este mecanismo y su usuario, cuando ambos proyectan su relación en el mundo real. Es la motocicleta conducida por Pirsig y su hijo en el viaje que daría pie a su ensayo.
El resultado de un retablo acabado
Obcecarnos con establecer una relación exacta y esterilizada con el mundo circundante, ajena a matices y a consideraciones relativas a la intencionalidad y la perspectiva de la acción y el uso (en un momento y circunstancias concretas), descartamos toda posibilidad de descubrir, apreciar y celebrar nuestra propia razón de ser (o condición humana).
En su ensayo La evolución creadora (1907), el filósofo francés Henri Bergson relacionaba nuestro impulso vital con una intuición primigenia sobre nuestros orígenes. Es como si, de algún modo, intuyéramos que cualquier teoría humana del conocimiento está basada en una teoría de sistemas concebida a imagen y semejanza de la vida. El misterio de la vida (y de nuestra propia mortalidad) alumbra nuestra metafísica, pero también nuestra técnica, y aparece la necesidad de explicar la tensión misteriosa entre ciencia y metafísica a través del arte.
Los procesos creativos de la naturaleza y la relación que los artistas mantienen con su trabajo albergan paralelos que nutren nuestro «encantamiento».
Un retrato pictórico —explicará Bergson— depende de una serie de factores (fisionomía del modelo, naturaleza del artista, colores elegidos). Pero incluso conociendo los factores que inciden sobre la obra acabada, el artista será incapaz de prever el resultado del retablo. De un modo similar, reflexiona el filósofo francés, todos nosotros somos artesanos que avanzan a tientas en nuestra existencia: elegimos y cultivamos los elementos que influyen sobre la vida, pero avanzamos a tientas, sin conocer cuál será el resultado de la obra.
La vida de un artista es influida por su obra, y a la inversa. En una obra, el artista fija unas posibilidades y no otras en función del momento, las circunstancias, el estado de ánimo, etc. Del mismo modo, cada una de nuestras actitudes, cada una de las actividades que podemos asumir de la manera que creamos oportuna (con determinación, con mala fe, con comprensión, etc.), modificará nuestro comportamiento y, a la larga, quiénes somos. Lo que hacemos depende de quiénes somos, reflexiona Bergson; pero, a la vez, somos lo que hacemos y nos renovamos continuamente. Somos, en cierto modo, una intención en perpetua transformación, un «convertirnos».
Apropiarnos de nuestra propia mirada
Esta diferencia entre el ser del alma inmutable (el individuo del dualismo platónico) y el individuo con impulso vital descrito por Bergson, delimita una relación entre las personas y el mundo circundante muy similar a la descrita por el estadounidense Ralph Waldo Emerson, así como por Friedrich Nietzsche y, en cierto modo, el ya mencionado escritor ruso Lev Tolstói.
En ellos, e incluso en el último Camus, encontramos la llama de una esperanza, la de la transformación y un «encantamiento» por el mundo que sólo puede surgir de la propia voluntad.
Desde su propia tesis doctoral en 1889 (antes, por tanto, del Annus Mirabilis de Albert Einstein en 1905, que transformaría a la larga la física, la propia filosofía y el arte; y antes de la Gran Guerra y sus consecuencias), Bergson identifica un reto filosófico para la modernidad: devolver la espiritualidad a un mundo mecánico y reduccionista, que tiende a ocultar en sus simplificaciones el misterio de la propia vida.
El filósofo francés constatará que, en la diferencia presocrática entre objetos inanimados y aquellos provistos de vida, radica la esencia de la dialéctica entre nuestra tendencia a la racionalización y nuestra intuición de que existe algo más.
Desde el punto de vista científico, trazamos la duración del tiempo como una mera línea espacial orientada hacia el futuro y relacionada con masa y movimiento. Pero esta representación espacial del tiempo, abstracción que nos permite el cálculo, no se corresponde —reflexiona Bergson— con nuestra percepción de la duración. El tiempo científico y la duración del tiempo según la conciencia difieren debido a la tensión entre intelecto e intuición, entre relato científico y vivencia (o memoria).
Tiempo abstracto y duración creadora
El tiempo, dirá Bergson en L’Évolution créatrice (1907), es ante todo memoria espiritual, y la principal diferencia entre un objeto (la luna, una piedra) y un ser vivo es la capacidad de este último para anticiparse, para especular con la memoria, al contar con un impulso vital que avanza entre la planificación y la imprevisibilidad.
Quizá hayamos olvidado —cree Bergson—, una búsqueda que nos acompaña, que nos precede y a la vez nos sucederá. Se trata de nuestra capacidad para combinar la memoria repetitiva —el tiempo predecible—, que surge de la costumbre, con una memoria que construye un mundo virtual que contiene evocaciones del pasado, percepciones del presente y una proyección hacia el futuro.
La espiritualidad (el «reencantamiento», si se quiere) es una búsqueda necesaria del devenir. Henri Bergson coincide con los trascendentalistas Emerson y Thoreau, o con la propia intuición literaria de Tolstói, al constatar que el espíritu extrae de sí mismo más de lo que contiene. Conocerse a uno mismo implica asomarse al universo, pues intuición, memoria y devenir son misterios relacionados con el propio concepto de tiempo percibido, o duración.
La temporalidad de la vida es una celebración del universo, constatará Henri Bergson, pues en su progreso hacia la incertidumbre, la vida explora una dimensión creativa imprevisible. El filósofo francés no está muy lejos del vitalismo de Nietzsche al reclamar la necesidad humana de explorar una dimensión espiritual que supere la sacralidad impostada (y heredada), el materialismo reduccionista, los cultos circunstanciales y el hedonismo inconsciente y decadentista.
Celebrando un reencantamiento posible
No hay una finalidad en nuestra búsqueda, ni una previsión ya escrita de nuestro devenir como el universo de los fatalistas clásicos. La evolución de nuestra conciencia y de nuestro devenir es imprevisible y está influido por nuestra actitud, nuestra capacidad para «reencantarnos». Para maravillarnos ante lo cotidiano.
Nuestra evolución creativa, nuestra necesidad de acción, se sostiene sobre nuestra percepción espiritual del tiempo, que no se corresponde con su duración física. La imposibilidad de percibir la realidad en estado puro, sin intermediarios como nuestros sentidos y nuestro acervo personal y cultural, nos obliga a explorar nuestra relación con el mundo.
Anhelos, recuerdos, uso del lenguaje, esperanzas, preocupaciones… Los componentes de nuestro anhelo espiritual son nuestra aportación al viejo debate sobre la tensión entre la materia y la memoria. Entre inteligencia e intuición. Cualquier acto de creación, dirá luego Gilles Deleuze, es nuestro intento quijotesco de trascender más allá de lo biológico, de celebrar el mundo desde nuestro rincón.
En la celda que comparte con, entre otros, el anciano enfermo Platón Karatáiev, Pierre Bezújov medita sobre la existencia (Guerra y paz, libro cuarto, III parte, XII):
«Siendo prisionero y viviendo en la barraca, Pierre comprendió, no de modo racional sino con todo su ser, con toda su vida, que el hombre fue creado para ser feliz, que la felicidad está en él mismo, en la satisfacción de las necesidades naturales del ser humano, y que todas las desgracias no provienen de la falta, sino del exceso. Supo que en el mundo no hay nada realmente espantoso, que no existen situaciones en las cuales el hombre sea absolutamente feliz y libre, pero tampoco las hay que se sienta del todo desgraciado o falto de libertad. Comprendió que hay un límite a los sufrimientos y un límite a la libertad, y que esos límites están muy próximos; que el hombre que sufre, porque en su lecho de rosas se ha doblado un pétalo, sufre lo mismo que él cuando duerme sobre la tierra desnuda y húmeda, sintiendo frío en un costado y calor en el otro. Aprendió que cuando se ponía los ceñidos zapatos de baile sufría lo mismo que ahora, descalzo (hacía tiempo que su calzado se había roto) y con los pies llenos de ampollas. Y aprendió, por último, que cuando creyó que se casaba por su propia voluntad con su esposa no era más libre que ahora, cuando lo encerraban por las noches en una cuadra».
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