Sócrates creía en el diálogo como herramienta para avanzar en el conocimiento razonado, su ideal de virtud (mientras la falta de conocimiento conducía a la superstición, y la ignorancia consciente equivalía a maldad).
No ha habido entre los pesos pesados de la filosofía alguien que haya admirado y criticado con tanta fiereza a Sócrates y su legado como Friedrich Nietzsche, que achacó a la filosofía socrática (la interpretación del filósofo, y no su figura, admirada por el alemán) el inicio de la dualidad moral maestro-esclavo, que acabaría en la, según él, perversión del catolicismo.
Nietzsche expone que la energía que había propulsado la Atenas de Pericles tenía tanto de dionisíaco (fuerza interna, potencial de los instintos y la pasión) como de apolíneo (la racionalidad reivindicada por Sócrates que derivará en Aristóteles).
Lo que se perdió después de Esquilo
Esquilo había ejemplificado en sus tragedias el equilibrio vitalista entre pasión y racionalidad (El nacimiento de la tragedia), pero estas obras, que partían de la tradición homérica y del canto a héroes del pasado que, recordados, lograban la inmortalidad, habían derivado en equilibradas fórmulas dramáticas (Sófocles) y en la puesta en práctica de una racionalidad de la poética de Aristóteles (Eurípides).
(Imagen: fotograma de la película inspirada en la novela homónima El club de la lucha -David Fincher, 1999-; el “narrador” -“hombre común” del que no se facilita nombre-, protagonizado por Edward Norton, conoce a Tyler Durden -Brad Pitt-, con el que buscará nuevos límites de su persona -Übermensch-).
Según Nietzsche, Platón y Aristóteles erraron al interpretar a Sócrates como el maestro de lo racional, puesto que Sócrates había sido más sofista que filósofo: filosofar era lanzarse a la palestra e improvisar a través del diálogo, para arrinconar axiomas hasta exprimir su esencia y pasar a otras cuestiones cuando las anteriores estuvieran agotadas, o hubieran abierto nuevas posibilidades.
El ser humano no podía contenerse en una concepción apolínea de la realidad, y la pasión dionisíaca era esencial para el concepto de virtud que había reinado en Grecia hasta ese momento: la “areté”, o virtud que surge del conocimiento personal del propio potencial, que avanza en el conocimiento de cuantas más disciplinas mejor (batalla, retórica, filosofía, etc.).
La reconstrucción de Nietzsche
La carrera como profesor de filosofía sirvió al joven Friedrich Nietzsche para profundizar en una intuición que, una vez abandonada la cátedra, desarrollaría durante la década posterior, antes de que una enfermedad mental le convirtiera en un inválido y su legado fuera tergiversado y distorsionado por su hermana, hasta que Walter Kauffmann y otros estudiosos de la obra del alemán lograron revertir buena parte del daño al legado de Nietzsche.
La intuición: hasta Sócrates, los pensadores griegos (sofistas -que fueron luego maltratados por la posteridad, acusados de trabajar por dinero- y filósofos, pero también escultores, dramaturgos, etc.) habían comprendido que:
- los valores que merecía la pena cultivar eran la fuerza, el talento, el potencial, que habían encarnado lo bueno (lo virtuoso, según la “areté”);
- mientras el conformismo y la debilidad equivalían a lo mezquino (lo malo).
La bondad y maldad que nos enseñaron (y versiones anteriores)
Hasta Sócrates, bondad y maldad eran conceptos morales que ensalzaban,
- por un lado, la fuerza y belleza de los creadores (los auténticos aristócratas, que afirman, crean, gozan, no necesitan a nadie para elevarse y explorar lo inexplorado);
- mientras la debilidad del conformismo, del que no actúa ni quiere conocer, el que se alimenta de las dudas y fracasos de otros, y vive a expensas de los que tienen la fuerza vital afirmadora, es la auténtica maldad.
Nietzsche dedicó su ensayo La genealogía de la moral a exponer cómo los conceptos de bondad y maldad de la época de los sofistas, que enseñaban -con diálogo y retórica- “areté”, o modos alegóricos de cultivar el propio potencial, mutaron en lo que siglos más tarde conoceríamos como moral cristiana, donde lo “bueno” y “malvado” pasaron a significar cosas muy distintas, hasta que Occidente acabó olvidando su semántica original.
La moral europea desde Sócrates minimiza los valores naturales (la fuerza, el talento, la sensualidad) y ensalza otros valores no terrenales como lo “bondadoso” (separados de las “impurezas” del cuerpo), relacionando lo malvado con El Otro (el poderoso es “malo”, “egoísta”, subyugador, etc.).
Cuando los sofistas enseñaban “areté”
Dos milenios después, expone Nietzsche, esta moralidad europea ha tergiversado hasta tal punto la “areté” de Esquilo, de los sofistas e, irónicamente, del propio Sócrates, que el individuo “bueno” es el esclavo, el impotente, el débil, el pasivo, el gregario que se alimenta de la inseguridad y los fracasos de otros; este ser reactivo “bondadoso” considera a los fuertes y superiores como el arquetipo de lo cruel y demoníaco.
La moral de esclavo había pasado a ser bondadosa, mientras la moral noble, nutrida del cultivo personal, la introspección y una intuición natural de una virtud similar a la “areté”, se había convertido en proscrita.
Estemos o no de acuerdo con las reflexiones de Friedrich Nietzsche, su intuición repercutió tanto sobre el existencialismo, la ciencia y el arte que muchas manifestaciones artísticas parten, sin que lo sepamos, de la intuición del profesor de filosofía que decidió abandonar la academia para dar largos paseos y filosofar.
Nietzsche comprendió con dolor hasta qué punto, como él creía, la propia idea de la ciencia (ese empirismo que pensamos que explica matemáticamente la realidad) había surgido del sofismo y la filosofía, y no a la inversa.
Contra cartesianismo… y contra la bruma cursi del romanticismo
El escepticismo y perspectivismo que había intuido en autores que admiraba, desde Michel de Montaigne a Arthur Schopenhauer, era su manera de reivindicar el vitalismo que el ser humano necesitaba, según él recuperar: el alma debía volver al cuerpo, y esta reconexión conceptual propulsaría a los “creadores”, que afirmarían su potencial según su naturaleza.
Pese a su rechazo al dualismo cartesiano (la evolución ilustrada de la diferenciación platónica y cristiana de alma y cuerpo), Nietzsche tampoco se contenta con una “reacción”, o una oposición sin fondo al reduccionismo ilustrado que hacen Kant en filosofía (Crítica a la razón pura) y Goethe (o, en menor medida, Novalis) en literatura, dando inicio al romanticismo.
La crítica de Nietzsche va más allá del romanticismo, que se conforman con reivindicar lo orgánico y misterioso en contraposición a la claridad ilustrada y a la aspiración a medirlo todo matemáticamente, incluso la historia, de que había hecho Hegel (granjeándose la oposición del precursor de Nietzsche y Kierkegaard: Arthur Schopenhauer).
El romanticismo es, para Nietzsche, una cursilada lánguida que se nutre de sombras, una bruma que acaba emponzoñándolo todo pese al atractivo de la melodía. Su apreciación de Richard Wagner, en su juventud, se convierte más tarde en una oposición a una maestría que, según él, jugaba al equívoco y ensalzaba ideas del creador, y no la auténtica fuerza “creadora” del individuo.
Superando a Schopenhauer con una afirmación de la existencia
En contra de la languidez del romanticismo, Nietzsche se opone al dualismo cartesiano con una idea parte de la intuición vitalista de Schopenhauer (“voluntad de vivir”), pero supera el pesimismo de este filósofo, que cree que la existencia es, en esencia, una carrera absurda e instintiva por sobrevivir.
Nietzsche cree que, por el contrario, lo que impulsa a los “creadores”, los que afirman y celebran, en lugar de quejarse y buscar el calor de lo gregario, es una “voluntad de poder”, de trascender cultivando su potencial (y “convertirse” en algo que supera al individuo que ha sobrevivido a la moral de esclavo: la moral noble debe caminar hacia el “Übermensch”).
Friedrich Nietzsche otorga sentido a la existencia humana exponiendo que no hay mayor sentido que explorar el propio potencial, “convertirse” con una estrategia a largo plazo que afirma la vida y la aparta del nihilismo de Schopenhauer, de muchos de los personajes de Fiódor Dostoyevski o del Albert Camus de El mito de Sísifo y El extranjero (ensayo y novela, respectivamente; primera etapa de su obra).
El romanticismo no afirma la vida, sino que aborrece la mentalidad del individuo científico de la Ilustración, “que piensa -escribía Novalis- ser el maestro del mundo, con su ego flotando de manera gigantesca sobre este abismo”.
Nietzsche y Thoreau: reconexión con lo natural
Nietzsche coincide con los románticos en la idea de estos últimos sobre la profunda conexión entre naturaleza y ser humano, que en el pasado compartieron un mismo lenguaje, “que ha sido perdido”.
La manera de reconectarse con la naturaleza no consiste en evadirse, renunciar a la vida plena y disfrutar del arte (por ejemplo, la música, para Schopenhauer el lenguaje esencial, entendido por todos sin necesidad de estudiarlo, lo que lo conecta con la naturaleza) en una torre de marfil, sino buscar el espíritu creador de uno mismo y caminar hacia el “Übermensch”.
“Übermensch” no implica “poder sobre” la naturaleza -el dominio de lo natural, cuantificado como recurso material, es una apreciación defendida por el utilitarismo ilustrado que inspirará, por ejemplo, la constitución de Estados Unidos-, sino “poder con” la naturaleza.
Friedrich Nietzsche reivindica la naturaleza como parte integrante del potencial humano, un sistema sin el cual no se entiende la humanidad; autores como Daniel R. White y Gert Hellerich recuerdan -con acierto- que la idea del filósofo alemán de “reconectar” cuerpo y mente se realiza en un contexto de comprensión profunda de las leyes de la naturaleza, una mentalidad más próxima al trascendentalismo de Thoreau y Emerson, o a la sensibilidad ecológica postmoderna, que al utilitarismo o al romanticismo del XIX.
La “vida clasificada” no explica el vitalismo
El desarrollo de un individuo creador que vaya más allá de los que han conservado la mentalidad de “maestro” durante la evolución de la moralidad occidental (dividida en un puñado de “amos” que han perdido su razón de amos y una mayoría gregaria con mentalidad de “esclavo” inducida por dos milenios de cristianismo) requiere, según Nietzsche una nueva ética individual.
Esta nueva ética debe superar los conceptos sobre el bien y el mal que han dominado en la sociedad y han contribuido a que el ser humano despreciara su cuerpo y la naturaleza que lo envuelve: el nuevo ser humano debe reivindicar tanto su identidad dionisíaca como la apolínea, y para lograrlo debe suprimir la distancia artificial (“espectral”) que separa la mentalidad imperante de una naturaleza olvidada, subyugada, maltratada.
El ser humano moderno debe volver a su lugar en la naturaleza olvidando su supuesta superioridad en la “cadena de los seres” (scala naturae), concepción de la naturaleza ideada por Platón y asumida por la tradición Occidental.
A diferencia de esta jerarquía artificial de la naturaleza, concebida de manera artificial por el pensamiento, Nietzsche se acerca al panteísmo al reivindicar una comunicación más profunda con el mundo natural, lo que implica un mayor conocimiento de uno mismo, de nuestra percepción e interacción con la realidad.
Aprender a mirar con frescura
Esta nueva “percepción” es considerada por algunos como el principio de la fenomenología, la corriente filosófica que trata de observar el universo con frescura, sin la herencia de teorías construidas sobre teorías; el nuevo conocimiento, dicen Nietzsche y los fenomenólogos, deberá partir de un esfuerzo ingenuo por observar y comprender uno mismo, sin recurrir a religiones ni concepciones platónicas, a su vez versiones deformadas de ideas presocráticas.
La moralidad preponderante es, según el filósofo alemán, una “moralidad inmoral”, al basarse sobre sistemas de orden (epistemología) artificiales a los que se ha concedido el atributo dogmático de “verdad”: percibimos la realidad de un modo “deformado”, al conceder el atributo de “realidad” al platonismo y el cartesianismo.
La nueva “presencia” de la conciencia deberá tener en cuenta la combinación de actitudes dionisíacas y apolíneas, así como hacer el esfuerzo de analizar sin una mentalidad heredada: la percepción, la memoria y la visión del mundo cambiarán.
Nietzsche había intuido lo que, ya en el siglo XX, llevó a Martin Heidegger a escribir El ser y el tiempo (1927): nuestra concepción y comprensión del tiempo -y sus implicaciones para otorgar sentido a la realidad- no han cambiado desde que Aristóteles lo definiera en su Física.
Más allá de la moralidad de amos y esclavos
Según Aristóteles, el tiempo es “el concepto de movimiento con respecto a un antes y un después”, favoreciendo lo que está al alcance, la “presencia” del tiempo (el estado de las cosas en el presente).
Esta versión de la realidad limitada a la percepción del presente ha condicionado el pensamiento occidental… y según Heidegger y filósofos posteriores como Jacques Derrida, han limitado al ser humano. Friedrich Nietzsche había encontrado algo, al intuir esta limitación conceptual.
Esta concepción de la realidad anclada al estado de las cosas en el presente, denominada “metafísica de la presencia”, se merece, según Jacques Derrida, el intento de que nos apartemos de la definición de Aristóteles y exploremos otras posibilidades.
¿Se puede observar la realidad, con los objetos e intrincadas relaciones que la componen en relación con el espectador, de un modo distinto a la “presencia” aristotélica?
Nietzsche trató de integrar a su Übermensch, que ha superado la dualidad cartesiana y la moral del bien y el mal según el cristianismo (dicotomía), en una imagen amplia de la realidad que integra a individuo y naturaleza, acercando al pensador a una concepción de la realidad más propia del pensamiento oriental.
“Lo que está a mano” y la gente que nos rodea (“estar con”)
Asimismo, Jacques Derrida habla de una “deconstrucción” de la realidad para lograr un entendimiento más profundo (“holístico”) del tiempo. Para Heidegger, el tiempo debería convertirse en la unidad de sus tres representaciones tradicionales (pasado, presente y futuro).
Martin Heidegger creyó que la manera de superar una concepción del tiempo que se había impuesto a realidades percibidas anteriores, es considerar la “presencia” de Aristóteles como una interpretación, y no como “la realidad”.
Para lograrlo, propone que analicemos conceptos anteriores que asocian conciencia y tiempo como “lo que está a mano”: un presente complejo con numerosas derivadas. Por ejemplo, cuando tomamos un objeto sólo prestamos una atención compleja a la situación cuando el objeto causa un daño inesperado, o cuando no sabemos para qué usarlo… o cuando adaptamos su uso a una necesidad concreta.
Este presente que tiene en cuenta “lo que está a mano” parte del esfuerzo de involucrarse en el presente, de ser “auténtico”, o fieles a nuestro espíritu para así afrontar fuerzas externas que tienen significado, inercia, etc.
Por ejemplo, actuamos y percibimos la realidad influidos por otros (“estamos con” otros), y el único modo de permanecer auténticos es profundizando en nuestro comportamiento y analizando qué parte de éste surge de nosotros, y qué parte es condicionada por otros.
Derrida el deconstructor
Fenómenos como el gregarismo, la moral de rebaño y otros riesgos que afrontamos en tanto que “animales sociales”, se comprenden en profundidad al analizar nuestra relación con el tiempo y con lo circundante (y con la “naturaleza”, según Nietzsche).
La presencia no es sólo un “ahora”, sino que tiene unas prerrogativas con consideraciones en lo que llamamos pasado y lo que llamamos futuro: es un presente extendido, un “siempre presente”, o acaso un tipo flexible de “eternidad”.
De ahí que la realidad de este individuo preparado para percibirla o Übermensch no pueda ser unidimensional y utilitarista, puesto que todo tiene un origen y unas consecuencias que también forman parte de lo percibido.
La metafísica de la presencia y su deconstrucción son un intento de acercarse a esta hipotética nueva percepción. Jacques Derrida explica que no debemos cometer el error de no tener en cuenta lo que no podemos definir, puesto que la realidad desborda la representación esquemática que hacemos de ella. Derrida llama a este abismo de significado entre el símbolo y el objeto “différance” (neologismo que implica tanto “posponer” como “diferenciar”).
El hombre que observó sistemas dentro de sistemas dentro de sistemas
Otros pensadores han tomado la metafísica de la presencia intuida por Nietzsche y desarrollada por Heidegger y Derrida. Uno de ellos ha sido el pensador británico afincado en California y precursor de la cibernética Gregory Bateson, cuyo concepto de “ecología de la mente”, como un sistema dentro de otros sistemas interrelacionados, hunde sus raíces en Nietzsche.
El trabajo de Gregory Bateson en antropología ecológica, sintetizado en su ensayo Pasos hacia una ecología de la mente (1972), acercan al ser humano hacia una comprensión más amplia de la realidad.
El trabajo de Bateson fue decisivo para que uno de sus alumnos, Stewart Brand, iniciara el fanzine contracultural Whole Earth Catalog.
El concepto de “ecología de la mente” era necesario, según Bateson, debido a un diagnóstico que lo conectaba a Nietzsche: la conciencia, tal y como había sido percibida en la epistemología occidental desde los alumnos de Sócrates (de Platón hacia adelante, incluyendo a la tradición cristiana, heredera del neoplatonismo y de la escolástica fundamentada en Aristóteles), estaba en conflicto con la propia naturaleza de los procesos de la mente.
Con la naturaleza, no sobre ella
Este desequilibrio entre la forma de percibir y procesar información y nuestra concepción cultural de la realidad estaba condicionado una filosofía que trata de controlar la realidad a partir de conocimiento falso.
Según Bateson, la cantidad de conocimiento que puede extraerse de lo percibido es muy superior a la que estamos habituados por razones culturales más que evolutivas.
El estudio de otras culturas, la experimentación cibernética, el uso de prácticas ancestrales y todavía no inventadas (desde la meditación a versiones análogas de percepción alternativa al estado de conciencia al que estamos habituados porque nos han explicado que es el “normal”), así como técnicas y sustancias para “expandir” la percepción y prepararnos para retenerla y asumirla de modos distintos…
Estos y otros son quizá caminos que nos acercan a intuiciones que relacionan a sofistas, a Nietzsche, a Heidegger, a Bateson y a todos los artistas que nos han hecho soñar en alguna ocasión que la realidad es mucho más rica de lo que nos hemos obcecado a percibir durante generaciones.
Quizá, sin saberlo, estemos más preparados de lo que creemos para percibir un gran “presente” que incluya a lo anterior y a lo posterior, para ejercer un poder “con” la naturaleza, y no “sobre” ella.
Para lograrlo, primero tendremos que bajar del pedestal de cartón piedra que nos sitúa en el centro del universo, para superar nuestra distancia espectral con la naturaleza.