Situarse entre lenguas, entre culturas, hasta comprender los matices de diferentes tradiciones, permite a cualquier observador no sólo aprender sobre cada cultura, sino sobre comportamientos que creemos innatos y que, sin embargo, heredamos de nuestro contexto.
Mientras la tradición europea se construye a base de entidades que abstraemos de su contexto para “aislar” su definición, culturas orientales como la china prefieren referirse a procesos con valores o fenómenos correlativos: según este último punto de vista, lo que ocurre entre acontecimientos memorables -y que en Occidente nos perdemos- es lo que cuenta, lo que puede definirse evocando contrarios, lo que se mueve entre la quietud.
Si bien el canon filosófico sigue encallado en una discusión del siglo XIX entre universalismo humanista (liberalismo clásico, derechos individuales, acracia moderna -libertarismo, mutualismo…-) e idealismo (dualismo platónico, cartesianismo, reacción romántica, nacionalismo, marxismo), una minoría sigue el camino iniciado por Nietzsche, Heidegger y Foucault, entre otros: esforzarse para salir del concepto occidental de realidad, basado en una ontología griega y judeo-cristiana que explica la realidad con conceptos “concisos” e inequívocos.
Una vieja obsesión europea: aislar la realidad
La supuesta infalibilidad del pensamiento humano elevado y divino (Platón y cristianismo), llevará al arte patrocinado por Pericles en Atenas o, más tarde, por los príncipes renacentistas, a jugar con la idea de perfección estética y matemática como un todo divino: y en el aprecio de la sección áurea seguimos encallados, alabando la belleza imperturbable en un mundo en perturbación constante, como si quisiéramos tomar una instantánea de lo que percibimos y fingir que estamos ante algo observado en toda su riqueza, autoengañándonos.
El filósofo francés Henri Bergson protestará sobre las consecuencias de este reduccionismo en la percepción de la técnica, el arte y la propia vida, abogando por una visión “aumentada” de lo que nos rodea: para Bergson, toda interpretación de la realidad que pretenda guardar una mínima fidelidad con nuestra “intuición” de lo real deberá tener en cuenta las coordenadas de espacio y tiempo.
Los paisajes y los objetos no son los mismos en función de la trayectoria de la luz y los elementos, así como la infinidad de condicionamientos que nos permitirán distinguir colores, movimiento, temperatura y fenómenos que no pueden reducirse a la suma de sus partes, sino que se manifiestan como emergentes.
Así, mientras el universalismo ilustrado y sus antagonistas seguirán bajo el paraguas de las mismas ideas en esencia, discutiendo sobre abstracciones (monismo, dualismo, pluralismo) que los mantendrán alejados de una visión aumentada de la realidad presente, un grupo minoritario de pensadores criticarán que estas interminables polémicas filosóficas son el comentario del comentario de algún comentario anotado por Platón a propósito de Sócrates, o de Aristóteles a propósito de Platón.
Rebeldes del canon platónico: cómo volver al vitalismo
Existencialistas y fenomenólogos dijeron basta y reivindicaron la frescura de la realidad, abierta ante ellos para empezar reflexiones sin necesidad de recurrir a ideas que, como el propio concepto de “presencia” en la realidad, partían de una interpretación reduccionista de lo anotado por Aristóteles en su Física.
Para ellos, la única manera de ver más allá del “edificio” de Occidente (la epistemología grecorromana y judeocristiana), era retornar, como los niños y los pueblos primitivos, al estudio de lo que se manifiesta ante nosotros, olvidando el poso, y peso, de la historia.
Pero pensar la realidad sin tener en cuenta la “historia” es una tarea quimérica: el mismo lenguaje, reconocerán Nietzsche y quienes se inspiren en él, es producto de la historia y de sus procesos y circunstancias azarosas, y no hay nada más parecido a la filosofía occidental que la construcción y evolución de sus lenguas, englobadas en la familia indoeuropea salvo excepciones (¿es acaso el interés de Heidegger por lo vasco, incluyendo amistad y colaboración con Eduardo Chillida, el reconocimiento de esa autenticidad pretérita en el arte que está en contacto con los rescoldos de esa cultura pre-indoeuropea?).
Los griegos se lanzarán en busca de la esencia de las cosas, de su sujeto, de “lo que no cambia” de las cosas para identificarlas de manera clara, descartando los matices que sí se transforman como algo supletorio (o peor: como algo impuro): de Platón a Kant, esta búsqueda de las esencias se transformará poco, pues el filósofo alemán busca todavía el aspecto “a priori” de las cosas, eso que las define sin importar su evolución.
Criticar el edificio griego desde dentro
Las lenguas indoeuropeas se construirán siguiendo este mismo esquema ontológico: se supeditarán a la construcción de un sujeto claro. Un sustantivo puede construirse con verbos de acción, pero este “cambio” sugerido nunca transformará la esencia del sujeto, nunca lo pondrá en duda. Platón hablará de la nieve como entidad o, en su defecto, cuando ésta se convierte en agua, del agua misma.
Nieve y agua existen para Platón, pero el filósofo se desentiende del “derretirse” de la nieve, de ese fenómeno entre los dos estados. Y la negación de este “entre”, del devenir de las cosas, hará que la vida misma, se escape de toda la filosofía occidental, obsesionada por definir y universalizar, y poco atenta a lo que reivindicarán Kierkegaard, Nietzsche, Heidegger, Foucault: el pálpito de la vida, la celebración de ese rico “entre” olvidado.
A partir de la labor de pensadores pioneros como Baltasar Gracián (perspectivismo, vitalismo) o David Hume (no existe una conciencia estable, sino un “Yo” fluido) o Franz Brentano (intencionalidad: nos desenvolvemos en el mundo con una intención proyectada en lo que nos rodea), los filósofos que rompieron de manera más radical con el canon universalista del pensamiento europeo (del socratismo al idealismo, pasando por toda la escala de grises) pronto averiguaron algo que ya había intuido David Hume: al enfrentarnos al mundo fuera de la obsesión occidental por otorgar un propósito y definición a cada fenómeno, objeto o sentimiento, nuestro pensamiento se aproxima a otras civilizaciones con su propia ontología, como la filosofía oriental.
Nuestra obsesión por la esencia de las “cosas”
En Occidente, definimos el mundo con entidades abstractas que forman parte de un sistema artificial al que hemos otorgado valores representativos: aprendemos el significado de las palabras, y éstas se refieren a fenómenos, objetos (físicos o mentales), etc.
En Oriente, por el contrario, el mundo no es un lugar al que uno puede aspirar a definir con voluntad universalista y exacta, y es por ello que Nietzsche y otros insistieron en que la ciencia, con sus ventajas y desventajas, surge en el mismo marco que lo hace el idealismo: de la voluntad -a menudo simplificadora y reduccionista- de querer explicar el mundo con su significado “más allá” de lo que ocurre ante nosotros, pues creemos en ese estado ideal de las cosas, ese “más allá de”.
La física de Aristóteles sólo tiene como contrapartida su “metafísica” -literalmente, más allá de la física-, que será el inicio del pensamiento platónico, y de un dualismo en el que todavía estamos inmersos, ya se trata de filósofos analíticos contemporáneos trabajando en inteligencia artificial o de filósofos “continentales” dando un nuevo rizo a la agotada fuente del pensamiento idealista: desde herederos del pensamiento marxista tras la Escuela de Fráncfort, a quienes tratan de deconstruir el pensamiento occidental sin abandonar del todo el edificio (herederos del pensamiento hebraico de Derrida y Levinas, etc.).
Más allá de lo inmutable: estudiosos de la camisa de fuerza idealista
El siglo XX mostrará cómo las ventajas más memorables de la epistemología occidental, tales como el positivismo de la Ilustración e ideas como el progreso de la sociedad y de la técnica, conservarán el germen de su más violenta contradicción: transmutado en maximalismos perseguidos de manera fanática, los experimentos idealistas del siglo XX conducirán a dos guerras mundiales y a los totalitarismos que anteponen la misión colectiva a la libertad de los individuos, exterminando pueblos (Holocausto) o clases (aniquilación de disidentes por Stalin, fueran rusos blancos o trotskistas, etc.).
Prometiendo la libertad y el progreso, estos regímenes incurrirán en su prohibición sistemática. Ironías de la historia: mientras los ciudadanos bajo regímenes burocráticos totalitarios (experimentando el colmo del fenómeno de privación de libertad, la “jaula de hierro” según Max Weber o la “gubernamentalidad” según Michel Foucault: laberintos de “tecnicidad” -Heidegger- que recuerdan el contexto al que se enfrentan los personajes de Kafka) anhelarán la relativa libertad y prosperidad de las democracias liberales, los intelectuales “contestatarios” trabajarán desde el confort de su vida en democracias burguesas para avanzar en el “progreso” hacia una supuesta “liberación”, siguiendo el modelo que ha privado de libertad a los primeros.
Los excesos de la tecno-ciencia inspirarán el trabajo de Nietzsche y quienes se basarán en su trabajo en las décadas siguientes: Max Weber, Martin Heidegger (crítico de la “tecnicidad” del progreso y su efecto deshumanizador y, sin embargo, simpatizante nazi, al menos al principio), Jean-Paul Sartre, Michel Foucault.
El trabajo herético de los críticos del dualismo
El empirismo científico y el universalismo de la Ilustración, a menudo contrapuestos al romanticismo y al idealismo alemán, son en cambio vástagos de un mismo marco antológico que surge en Occidente a partir de Sócrates, del que partirán tanto el empirismo como la interpretación judeocristiana del “más allá”, ese “meta” que ha coaccionado nuestra manera de ver la realidad durante 25 siglos, hasta el punto de hacernos confundir acervo cultural con “realidad”.
Mientras el pensamiento europeo se obsesionaba con esencias y lo que ocurre más allá, separándose de toda conexión con el devenir de la existencia, la filosofía oriental indagará en la transitoriedad de las cosas y la existencia, y saboreará sin recato la tensión entre estados y contrarios, pues entre este conflicto sucederán las cosas.
El dualismo y la metafísica, dirán los filósofos auténticamente contestatarios, aquellos que tratarán de ver más allá del marco ideado desde la Grecia Clásica, no son más que una interpretación de la realidad, y no “la” realidad, y esta visión limitada de nuestra presencia en el mundo, según la cual habitamos un cuerpo mortal y disfrutamos de una mente con un valor “a priori” y ya conformado desde el momento de la concepción, nos hace ver el mundo con una perspectiva prestada, dirá Nietzsche.
Nuestros sentidos, nuestra intuición, nuestra educación, han olvidado nuestra presencia en un ahora en constante movimiento: siempre estamos en algún sitio rodeados de un contexto, y siempre (incluso cuando nos concentramos para no pensar nada), por mucho que nos esforcemos, nuestra mente está ocupada en algo.
No existe un individuo desconectado de lo que le rodea, ni una mente desconectada de su cuerpo, ni una mente desconectada del proceso mismo de “pensar”: siempre en algún sitio (y en alguna “circunstancia”, dirá Ortega), siempre en una entidad única cuerpo-mente, siempre discurriendo.
Del no-yo de Hume a la llamada vitalista de Nietzsche
Para Nietzsche y, ya en el siglo XX, Heidegger y Foucault, bregar con esta manera más rica y presencial de “estar” en un sitio (y de “ser” en ese sitio) implica interpretar la misma realidad de un modo tan distinto que crearía una nueva manera de ver el mundo (lo que llamamos, usando un palabro griego, “epistemología”).
Realizar el ejercicio de entender el mundo sin nuestro bagaje o mochila de helenismo, poso judeo-cristiano y universalismo ilustrado con conocimiento de causa, nos aproximaría tanto al pensamiento presocrático como a la filosofía oriental: escépticos y atomistas aspiraban a un estado de dominio de uno mismo en la situación que le ocupara con una tranquilidad indolente que partía de la sabiduría (ataraxia).
Además de la ataraxia, presocráticos como los pirronistas aspiraban percibir los fenómenos sin prejuzgarlos ni definirlos de manera inequívoca (adiaforía, o ausencia de una voluntad dogmática o epistemológica de observar la realidad), pues muchos objetos y fenómenos tenían un carácter inestable y difícil de medir de manera inequívoca (astathmēta), por lo que la opinión fija y exacta no era posible (anepikrita: indecisión, realidad que no puede fijarse o juzgarde), sin sanción universal.
Todo universalismo, intuían los presocráticos, era un modo de falsear o reducir la realidad, enfrascándola en un sistema de representación que se aproxima a lo que describe, pero que deja a un lado lo que, para la filosofía oriental (y también para Nietzsche, Heidegger, Foucault) será lo más importante: la riqueza e indefinición de la realidad y el individuo, que se encuentran en un constante proceso de tensión entre estados que nunca están “acabados”.
David Hume esbozó sus ideas sobre el carácter inestable y emergente de la conciencia, que llamó “ausencia de yo” o “no-yo”, sin conocer en profundidad cuán similar eran sus intuiciones sobre la limitada percepción de la realidad desde el pensamiento occidental y la cosmogonía oriental: el “no-self” (no-yo) de Hume tiene un paralelismo en las doctrinas dhármicas que, en el caso del budismo, recoge el concepto anātman, o carácter insustancial de conciencia (o ego, o alma, o como decidamos designar nuestra “conciencia”).
Extramuros de la polis griega
Las religiones dhármicas esbozan con un pasmoso paralelismo todos los conceptos presocráticos sobre esta realidad no asentada en la que se mueve el individuo. Ataraxia, adiaforía, astathmēta o anepikrita, entre otros conceptos, tienen su paralelo en el budismo, el jainismo o el taoísmo.
Así, adiaforía, astathmēta y anepikrita son prácticamente intercambiables con lo que el budismo identifica como las tres características de la existencia, o “tri-laksana“: transitoriedad, inustanciabilidad y sufrimiento (incapacidad para abarcarlo todo en armonía).
Más allá de Atenas y Jerusalem, de Sócrates y Abraham, de la historia de los hombres y los conceptos de empirismo, belleza ideal, objetividad, progreso u opinión pública (por poner ejemplos insignes que surgen del canon filosófico occidental), salir de Europa y del marco indoeuropeo implica:
- o bien seguir la senda quimérica de quienes creyeron que estudiando pueblos amazónicos nos conoceríamos mejor a nosotros mismos, discerniendo mitos y usos comunes a los hombres y sepultados en nuestra cultura (es la estrategia de Claude Lévi-Strauss y sus discípulos)…
- o estudiar otras civilizaciones igual de ricas que la nuestra, pero que parten de tradiciones ajenas al cortapisas limitador de nuestro marco conceptual: en lugar de acudir al Nuevo Hemisferio como Lévi-Strauss en su Tristes tropiques, la alternativa es adentrarse en las culturas milenarias de Oriente.
El recorrido conceptual desde el griego al sánscrito es menos pronunciado que aterrizar con una mentalidad europea, con todo lo que ello conlleva, en un lenguaje como el chino. Los sinólogos con una sólida formación en filosofía grecorromana viven en una fecunda tierra de nadie, un territorio inhóspito y lleno de tensión cuyo paisaje geográfico sería el de los caminos polvorientos del sincretismo entre ambos extremos de Eurasia iniciado por invasiones olvidadas y célebres, y por los intercambios de la ruta de la seda y las especias.
La etapa maniquea de San Agustín
David Hume, Friedrich Nietzsche y Martin Heidegger, entre otros, se inspirarán en la tensión entre contrarios y polaridades opuestas de las doctrinas orientales, así como de una visión expansiva de nuestra relación con el entorno: mientras Occidente siempre se ha sentido atraído por lo brillante y lo blanco, la saturación pura de luz, culturas como la japonesa han evolucionado para apreciar la aspereza, la elegancia orgánica de las imperfecciones, los matices de las sombras.
Como los pintores barrocos españoles, Agustín de Hipona aprovechó su origen pagano para aprender a apreciar el claroscuro: su formación maniquea (doctrina de la que renegó al convertirse al cristianismo) le permitió comprender la importancia de la oscuridad, el matiz translúcido y también el opaco. En sus Confesiones, obra decisiva en el pensamiento moderno europeo, San Agustín argumentará con convicción que la luz, la bondad o la comprensión sólo pueden apreciarse en toda su extensión cuando se intuyen la extensión y profundidad de sus contrarios.
Agustín de Hipona tratará de mostrar la profundidad del alma sin esconder las miserias y debilidades humanas, avanzándose a la subjetividad moderna: el germen de Jekyll y Hyde, de los personajes de Dostoyevski, sepultado en los siglos siguientes por un cristianismo dualista y dogmático, atento al celo de la liturgia y a la interpretación mezquina de las leyes “divinas”.
Agustín de Hipona el maniqueo, aunque alejado y fundador del canon occidental, es una avanzadilla hacia Oriente, y su visión del claroscuro humano es pariente lejana de las reflexiones estéticas que el filósofo japonés Junichiro Tanizaki hará en su libro sobre estética tradicional nipona, El elogio de la sombra, en 1933.
Martin Heidegger reconocerá la influencia de su lectura en su filosofía, y cuando hable de “dasein”, o su concepto de presencia del individuo en un lugar y en unas circunstancias precisas, sus reflexiones sobre la proyección del individuo en la realidad evocarán ese “no-yo” oriental que difumina las fronteras entre persona, entorno inmediato y universo, tan marcadas en Occidente.
“Dasein” e “ichinen”: Heidegger y Oriente
Para Heidegger, la existencia no se explica simplemente con la definición inequívoca de objetos y fenómenos, sino que el individuo se encuentra siempre en algún lugar, haciendo algo y, por tanto, superando viejos estados, mientras se encuentra en proceso de alcanzar algo nuevo.
“Dasein” es una manera de ser dinámica, puesto que estamos haciendo algo en el mundo. Mientras nos desenvolvemos en la realidad, existe un flujo que nos conduce a otorgar un significado dinámico e intuitivo a eventos convertidos en una “narrativa”: notas de música que son una melodía, movimientos de artes marciales que, al desenvolverse, logran una dinámica desenvuelta parecida a la de una danza…
En filosofía oriental, este fenómeno de ser-en-el-mundo tiene equivalentes como “ichinen”, donde “i” es sujeto, “chi” equivale a energía y “nen” designa la fusión de los dos conceptos previos. De nuevo, la tensión del “entre” oriental, que es donde se sucede la vida, y no en esencias y modelos abstractos procedentes del más allá (tradición occidental a partir de Platón).
La apreciación de la experiencia individual, siempre encastada en lo que la física moderna acotará como eventos en el “espacio-tiempo”, no sólo implicará la desenvoltura de uno en el mundo inmediato, sino su comportamiento de acuerdo con una “militancia” de lo que uno es o quiere ser: actuar según la propia naturaleza y potencialidad implicará asumir las propias riendas y ser “auténtico”, mientras la “mala fe” o “inautenticidad” será dejarse llevar por las circunstancias tal y como vengan, sin buscar lucha o tensión entre conceptos y situaciones (sin darse con las “paredes” del sendero que otros han trillado antes).
En cuanto a la tensión entre contrarios o polaridad que describe el pensamiento oriental y mantiene vivos tanto la relación entre objetos en el mundo como el propio lenguaje, la física cuántica parecerá rendir homenaje una vez se compruebe que los objetos a escala cuántica combinarán comportamientos típicos de ondas y, en función del experimento, se comportarán como partículas compactas.
Guiños de la física cuántica
La tensión entre ondas y partículas es un fenómeno cuántico que, describiéndolo tal y como lo hizo Einstein, podría referirse también a la “polaridad” conceptual en la cultura china, representada en las formas de designar un fenómeno o un paisaje, que emerge de la brecha abierta en la comparación de contrarios. Einstein escribió a propósito de la dualidad onda-corpúsculo:
“Parece como si debiéramos usar unas veces una teoría y otras la otra, mientras en ocasiones es posible usar cualquiera de las dos. Nos enfrentamos a un nuevo tipo de dificultad. Asistimos a dos imágenes contradictorias de la realidad; por separado, ninguna de ellas explica por completo el fenómeno de la luz, pero conjuntamente lo logran.”
Como este fenómeno cuántico, la lengua china se comporta con esta dualidad, al designar procesos dinámicos, y no entidades-estanco con una esencia inmutable presente desde el principio (el “a priori” de Kant).
Los mecanismos mentales que estructuran un pensamiento que no eluda el reto de la tensión y la lucidez de quien busca su propia originalidad, pueden inspirarse en el estudio de culturas que, como la china, no parten de nociones absolutas y con aspiración inequívoca o matemática, que aparecen tanto en nuestra visión del lenguaje como en nuestra mirada sobre el mundo: la creación (del mundo, del pensamiento, de un libro) es una obsesión occidental, cuyo equivalente oriental es “proceso”, algo en camino, una potencialidad que evoca un constante convertirse, una transitoriedad que implica el reconocimiento de la complejidad del universo incluyendo el propio pensamiento humano.
Aprender en el valle que se abre de la tensión entre contrarios
Cuando las cosas son un proceso y no existe una obsesión sobre el origen absoluto de lo que nos rodea (incluyendo el propio universo), la observación o la experimentación adquieren valor en el momento, en relación con la actividad o el pensamiento que nos ocupen. En cambio, las grandes cuestiones de la ciencia que preocupan a Occidente desde los presocráticos parecen no haber interesado de manera análoga en la cultura china, expone el filósofo François Jullien.
Para los chinos, es una transición continua y repetitiva que no deja de reactivarse a diario, y no una entidad que puede aislarse y analizarse de manera abstracta, por lo que la mitología de un gran inicio (big bang, etc.) o un gran final (alternativa al Apocalipsis hebraico) no interesan en igual medida al pensamiento chino. Tener en cuenta estas diferencias no sólo otorga sentido a algunos matices que -como la película de Sofia Coppola a propósito de Japón- se pierden en la traducción.
La tensión entre contrarios, o dualidad atribuida por el taoísmo a todo lo existente en el universo, tiene su origen en la contraposición de imágenes de lo oscuro, brumoso o misterioso, con imágenes de lo soleado y pujante, nociones opuestas y a la vez interdependientes, que se consumen y retroalimentan. En chino tradicional, la noción de lo brumoso, o yin, se representa con la cara norte de una montaña, mientras el yang es la ladera sur, o soleada; en chino simplificado, las mismas nociones son encarnadas por la luna y el sol.
Nieve, agua y “derretirse”
En su ensayo Les transformations silencieuses, el filósofo francés François Jullien provoca al lector formado a partir del canon europeo con la idea de que, ante nosotros y sin que reflexionemos por qué, se suceden cambios a los que no prestamos atención hasta que es demasiado tarde, puesto que su propia transformación continua no nos ha interesado.
Incapaces de pensar a partir de la polaridad que se alimenta con la contraposición de contrarios, nuestro “paisaje” procede de una ontología con pretendida precisión (raíz “país”; por tanto, la contemplación del “país”); en culturas como la china, el “paisaje” no es una esencia concreta, sino que emerge a partir de contraponer “montaña” y “agua”, las tierras altas y los bajíos, puesto que soy “yo” quien ve la montaña y escucha el agua, y estos procesos comprenden un “entre”, una brecha de significado cuya riqueza es inescrutable, y animará a escrutar el territorio con ojos atentos a los matices y desdeñosos de esencias y abstracciones.
Entre la nieve y el agua de Platón, existe un “derretirse” o un “congelarse” que debemos aprender a apreciar en toda su extensión. Nuestra propia respiración es una tensión entre contrarios irreconciliables, puesto que implica tomar aire y dejar de hacerlo, y ninguno de los dos estados absolutos describe el acto de respirar ni su sentido vital, literal y figurado.
Por un universalismo más rico y fecundo
El universalismo europeo, o la tendencia a dar por sentado que se sabe todo (y saber “todo” implica dejar de buscar), debe hacerse más dinámico, comprender que, como dice Karl Popper, todo avance científico parte de un proceso constante de ensayo y error, de refutación de viejas conjeturas por otras mejoradas (y más difíciles de refutar).
Debemos reconocer que no hay nada acabado, ni hay que dar nada por sentado, pues este devenir, o proceso de conversión, mantiene la llama de la mejoría, pero también nos mantiene vivos: la cultura no es una entidad asentada e inmutable, sino todo lo contrario, sólo vive cuando la ponemos en jaque, cuando recorremos el terreno fértil que se abre en la brecha dejada por las polaridades.
Para recorrer este terreno, eso sí, deberemos primero seguir el consejo de Nietzsche e interesarnos por la propia vida, entre las caras opuestas de una montaña, en la respiración, en la oportunidad de una puerta entreabierta, en la riqueza de matices del claroscuro.
Más que un recorrido a zancadas entre acontecimientos, la existencia es todo lo que ocurre entre éstos.
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