Hashtags, algoritmos de recomendación, líderes de opinión, memes, marketing de guerrilla que aprovecha distintos contextos (físico, digital) para insistir sobre alguna tendencia… Internet ha cambiado la manera de orientar a los pioneros de tendencias e influir sobre sus acciones, que a su vez expondrán el señuelo detectado a otros usuarios.
En Internet, las tendencias emergentes se alimentan de la acción de usuarios, sean éstos legítimos o cuentas falsas: ¿hasta qué punto el valor intrínseco de algo (su carácter excepcional, valor relativo, etc.) repercute en Internet sobre su éxito una vez ha sido señalado por “influencers”, hashtags y la recomendación personalizada de buscadores y repositorios de contenido?
A medida que el contenido es albergado y rastreado por los algoritmos de las mismas compañías, el carácter orgánico o evolucionista de las tendencias mutará hacia un dirigismo que, según las tendencias actuales, primará la rentabilidad económica sobre cualquier escrúpulo o consideración ética.
A medida que afianzan su alcance, las redes sociales se convierten en los nuevos “medios de masas” (esta vez, carentes de misión ética de “Cuarto Poder” y dispuestos a confundir la semántica de intoxicación informativa con la de “libertad de expresión“).
Cómo promover lo minoritario sin agotarlo
En sus márgenes, los usuarios más preparados para distinguir la desinformación de lo valioso en el vertedero de la Red, reviven la mentalidad de la flânerie, haciendo suyo el dolorido alegato de Charles Baudelaire contra la homogeneización del nuevo urbanismo del París Haussmann, que atentaba contra el derecho a “perderse en la ciudad”, señalando lo valioso entre el desorden orgánico del urbanismo del Antiguo Régimen.
Los flâneurs digitales son conscientes de la imposibilidad de volver a un mundo anterior a algoritmos de recomendación y a Google (una situación pretérita no deseable), si bien mantienen una actitud de celoso desdén con la masificación de fenómenos como el “coolhunting”: cuando todo el mundo se cree experto y considera que su punto de vista merece la consideración del mundo, el propio concepto de “cazador de tendencias” se disipa en forma de calor en el mundo de la entropía informativa.
La proliferación de móviles con cámaras y videocámaras cada vez más sofisticadas ha contribuido a fenómenos como la hipersensibilidad actual ante injusticias y discriminaciones cotidianas que sucedían igualmente en eras pretéritas sin nadie que las registrara y publicara inmediatamente en medios con potencial para convertirse en altavoces instantáneos (sobre todo, cuando se trata de temáticas controvertidas).
Nuevas herramientas y medios para publicar también influyen sobre la expresión artística, suprimiendo viejas fronteras entre amateurismo y profesionalismo, y permitiendo que actividades y estilos marginales puedan transmitirse globalmente: el hashtag #vanlife, que en *faircompanies contribuimos a popularizar en sus inicios, ha inspirado modelos de negocio, estilos de vida… y una importante conversación acerca del nivel de autenticidad de la imagen proyectada en Internet (a menudo un “yo” vacuo y aspiracional, desprovisto de la humanidad del día a día).
Banalización de la mirada pionera
La banalización del viaje iniciático es una más de las tendencias bohemias y supuestamente minoritarias que logran un público global, gracias a imágenes en Instagram y vídeos en YouTube. Esta vulgarización de estilos y tendencias se observa en multitud de ámbitos: además de los sospechosos habituales (arte callejero, música y otras expresiones artísticas, etc.), aparecen temáticas exploratorias en torno a filosofía, humanidades, arquitectura y cualquier afición imaginable, por oscura que sea.
La exploración urbana (“urbex”, “UE”) es uno de los casos más fulgurantes, al pasar de afición marginal compartida por grafiteros, profesores en año sabático, estudiantes de arquitectura, okupas y flâneurs, a fenómeno mundial que amenaza con masificar una actividad por definición minoritaria, cuando no marginal.
La “Urbex” es también un viaje en el tiempo, un modo de observar la realidad que trata de expandirse, englobando momentos pretéritos y consecuencias de una decadencia imparable: abandono, afectación, ocupación, derrocamiento o, en el mejor de los casos, regeneración con voluntad de reconocer formas y usos del pasado. Quienes practican esta actividad asumen el riesgo de acceder a inmuebles en los que a menudo se prohíbe la entrada expresamente, refiriéndose a este acto como “infiltración”.
El fenómeno “Urbex” y la cámara del teléfono
Sin voluntad de pasar a engrosar ningún #hashtag ni tendencia bajo el radar —que, en realidad, por muy minoritaria que sea, podría interesar a millones de personas en todo el mundo—, arquitectos, artistas y “youtubers” convergen en la búsqueda de un esquivo eldorado: visitar, catalogar, mostrar a su audiencia lugares abandonados y ajenos al tránsito de personas, satélites y algoritmos.
Algunos de estos ámbitos tienen un valor reconocido por el patrimonio local: catacumbas de París, fábricas catalogadas de inicios de la Revolución Industrial, ruinas de la Antigüedad (incluyendo las catacumbas de Roma, escenario de episodios de la literatura universal, como los episodios itálicos de El Conde de Montecristo), ciudades y civilizaciones ocultas bajo el agua, la selva, el desierto o las erupciones volcánicas…
La interacción con el medio, o “psicogeografía“, se extiende a territorios más allá de la exploración genérica de edificios extrañamente memorables o abandonados: la “roof culture” implica ascender hasta el tejado o terrado de edificaciones verticales, actividad física o semi-virtual (con la asistencia de drones y aparatos de realidad aumentada).
Edificios a medio construir abandonados en medio de una crisis inmobiliaria que se aleja en el tiempo, parques de atracciones fantasma, desarrollos urbanísticos barridos por una tempestad, ciudades cuyo tejido social implosionó hace ya demasiado tiempo y enseñan sus heridas a quien quiera recorrerlas, cementerios de navíos y aeronaves (o ekranoplanos), hangares espaciales, factorías de inicios de la Revolución Industrial o abandonadas tras la caída del Muro de Berlín, edificios brutalistas en riesgo de demolición, muestras negligidas de arquitectura moderna, occidental y soviética…
Información sin intermediarios (ni “guardianes” que se responsabilicen de ella)
El fenómeno “Urbex” combina arqueología, juego, potencial de impacto en Internet y riesgo. Pero, ¿puede el espíritu aventurero sobrevivir a su etiquetado y cuantificación en Internet? ¿Pueden hacerlo nuestro olfato y personalidad?
Empecinados en detectar tendencias profundas socavadas bajo la superficie para poder beneficiarse de haber llegado primero, la conversación sobre ocio y cultura es fruto de la difícil convivencia de distintos espacios:
- la información emitida a través de canales tradicionales (medios de masas, instituciones educativas, costosa publicidad urbana, organización de eventos, etc.);
- y aquélla fruto del evolucionismo cultural o batiburrillo de inspiración darwiniana que domina Internet, donde lo popular —a menudo lo estridente, polémico, contradictorio, fanático— se impone a otras consideraciones.
Hay estudios constatan que, en repositorios de participación orgánica como redes sociales, las noticias negativas y tendenciosas se propagan antes que la información cotejada y en profundidad en entornos donde prima la rapidez y la cultura del “hallazgo” de algo que sobresalga por su excepcionalidad (aunque ésta sea falsa o monstruosa).
La otra cara de la carrera por lograr cierta notoriedad orgánica en Internet al margen de los canales tradicionales, remarcada por las empresas de Silicon Valley hasta niveles de distorsión debido a su partidismo —les va en ello su modelo de negocio—, es la oportunidad que, sobre el papel, un sistema de información otorga a quienes carecen de una voz representativa en los canales tradicionales.
La banalización del líder de opinión
Así, sobre el papel, los creadores y comentaristas (¿críticos?) amateur con más talento acceden a audiencias que accedían a productos de cultura y entretenimiento sirviéndose de intermediarios. Ahora, una vez suprimido el intermediario entre el productor y el usuario, expone esta tesis, el buen creador hasta entonces marginado por “el sistema” logra cierta retribución (simbólica, pecuniaria, etc.), y el usuario halla un formato capaz de adaptarse a sus preferencias y de evolucionar con éstas.
La realidad es más compleja que la imaginada por las firmas tecnológicas, pues ellas mismas, al controlar algoritmos y repositorios donde reside la información intercambiada “en la nube”, se convierten en un nuevo intermediario, mucho más poderoso que los anteriores y capaz de convertir los datos recabados sobre actividad, gustos y preferencias de usuarios en un modelo de publicidad contextual cada vez más sofisticado, efectivo, rentable… y distópico.
Entre los resquicios del modelo centralizado de viejos medios orientando el consumo cultural, y algoritmos cuyo principal objetivo es maximizar su oportunidad económica (aunque ello implique ensañarse en sensacionalismo, información tendenciosa y divisiva, etc.), un porcentaje desconocido de personas no se conforma con el estatus de “usuarios” que la Internet comercial surgida en las dos últimas dos décadas les ha otorgado: son los conocedores de las ventajas e inconvenientes del nuevo “no modelo”, capaces de capitalizar su bagaje y mirada propia para disfrutar de las ventajas del modelo mediático de transición en que estamos inmersos.
La ventaja del flâneur digital
Con las debidas capacidades, herramientas y estabilidad emocional, la Internet actual es, pese al intento de algoritmos y plataformas unificadoras por conducir la conversación “evolucionista” o memética (basada en la popularidad, y no en la “calidad intrínseca”, mucho más difícil de medir y seguramente menos rentable, lo que explicaría su relativa marginación), un lugar todavía abierto, caótico y aleatorio, donde el “flâneur” digital puede asomarse a apasionantes documentos e interacciones.
En este contexto de evolucionismo y entropía informativa (que nos recuerda que los eventos estadísticamente menos probables y sorpresivos contienen mayor interés intrínseco (percibido por el receptor como “información”) que los eventos o cuestiones más probables.
El evolucionismo cultural y la entropía informativa juegan su papel en el hallazgo, difusión y eventual popularidad de unidades mínimas de información (en la teoría evolucionista, “memes“), y los cazadores de tendencias más atentos demuestran su olfato cuando predicen el recorrido de algún fenómeno alejado de la agenda de los grandes medios tradicionales y digitales y, al señalar la nueva tendencia en las redes sociales, contribuyen al aumento de su notoriedad relativa.
Superusuarios, usuarios pioneros y otra fauna
En el contexto de los medios de comunicación de masas, estos “superusuarios” en el contexto que identificamos con el vago término de “opinión pública” recibían el nombre de líderes de opinión. Hoy, obcecados por otorgar un anglicismo a cada nuevo fenómeno en las redes, el “líder de opinión” se confunde con el “early adopter” (usuario pionero), así como con el “influencer” (individuo que aprovecha su popularidad y capacidad de influencia para —casi siempre sin escrúpulos, formación adecuada o sentido del decoro— señalar tendencias, promover eventos y productos, etc.).
Los líderes de opinión “amateur” de la era de Internet, que a menudo se autoidentifican como “influencers”, han optado por poner su imagen y reputación literalmente a la venta, con los riesgos que este modelo de mercadotecnia asociado con la imagen percibida puede tener a largo plazo sobre la trayectoria del propio individuo: se suceden casos notorios relacionados con la ansiedad personal en quienes han decidido identificar su avatar digital con una imagen idealizada de ellos mismos, a menudo comprometida por la información poco auténtica o acorde con la realidad.
El concepto de la “mala fe” usado por la filosofía en el umbral de la sociedad postmoderna en la que hemos entrado de lleno, tomará cada vez más importancia a medida que quienes dedican su actividad personal en Internet a comercializar su supuesta opinión ponderada, reconozcan el riesgo de vender su privacidad —e imagen percibida por otros que los acabará identificando con lo que no son— a peso de clics.
Cuando retribución y reconocimiento se confunden con condescendencia
Trágicamente, la retribución por semejante cesión faustiana apenas llega en forma de vanidad —popularidad de fotos en Instagram, tuits y entradas de Facebook— en la mayoría de los casos; y, para una minoría, esta cesión de la imagen para fingir que se señala una tendencia se traduce en forma de acuerdos comerciales puntuales. Las campañas de desinformación funcionan de manera similar y se sirven a menudo de estos supuestos nuevos “líderes de opinión” como gancho, o como señuelos para orientar protestas interesadas.
El nuevo escenario mediático no depende totalmente de algoritmos de recomendación y de técnicas más o menos opacas de marketing viral y ejércitos de perfiles falsos en redes sociales: desde sus inicios, Internet ha albergado grupos de discusión moderados por los propios usuarios (a menudo, voluntarios).
Los grupos de noticias de Usenet, el protocolo de red que conectaba a usuarios de distintas universidades estadounidenses, definió varias temáticas a modo de organización taxonómica en una infraestructura dominada por el texto, la lentitud de los servidores y la red, y carente de motores de búsqueda.
Las distintas jerarquías de Usenet inspiraron los primeros tablones y organizadores taxonómicos de Internet, además de originar proyectos que sustituirían la infraestructura de servidores de noticias por una entre usuarios (P2P), más ligera, descentralizada y ajena a intermediarios y moderadores con aspiraciones “institucionales”.
El equilibrio entre responsabilidad, serendipia y relevancia
La discusión sobre actividades recreativas (rec.*), humanidades (humanities.*), cuestiones sociales (soc.*), cuestiones sobre la incipiente comunidad digital (alt.*) o sobre cualquier otra temática por oscura que fuera (misc.*), conformaron el germen de las primeras redes sociales, los agregadores de noticias editados por usuarios, la enciclopedia colectiva Wikipedia y una miríada de foros y comunidades con distinto grado de participación de usuarios, origen de bitácoras y redes sociales.
La eclosión de contenido curado y compartido por los usuarios se enfrentó desde los inicios a la gestión de contenido basura y a dilemas sobre la ponderación del contenido que hoy permanecen irresueltos: la tensión entre principios éticos y utilidad, entre intervencionismo y laissez-faire en el contenido, entre libertad de expresión ilimitada y moderación responsable, entre moderación con supervisores humanos o modelos automatizados, está de plena actualidad en un momento en que los responsables de Facebook, Twitter y Google (YouTube) testifican ante el Congreso estadounidense sobre el atractivo que noticias falsas, teorías conspirativas y campañas de desinformación presentan para los algoritmos de recomendación.
Un antiguo ingeniero en YouTube declaraba recientemente que el algoritmo en que trabajaban acabó promoviendo causas como el Brexit, pues cualquier temática susceptible de aumentar el tiempo de visionado alimenta la publicidad contextual.
El rol de Facebook fue todavía más decisivo en varios eventos controvertidos en los últimos años, a juzgar por su papel fundamental en la segmentación psicográfica con fines políticos y propagandísticos.
Lo queramos o no, el rastreo de datos y la centralización del contenido de Internet en un puñado de compañías es un riesgo sistémico para la originalidad, la supervivencia de la flânerie y la serendipia y, quizá, la propia autenticidad —en sentido filosófico— de nuestra actividad digital (si ello puede existir).