¿Y si el sentimiento de provisionalidad y desconfianza en las instituciones que nos rodea tuviera un inicio en algo tan esencial como la percepción de nosotros mismos y del lugar donde habitamos?
La fenomenología ha explorado la relación entre autenticidad y habitación, y por qué el desconcierto (o carácter «líquido», según Zygmunt Bauman) de la postmodernidad tendría que ver con un desencantamiento y desarraigo esenciales. ¿Es posible «reencantarnos», recuperar una espiritualidad renovada? ¿Cómo lograrlo?
Abandonar la vivienda habitual durante una larga temporada nos enfrenta al reencuentro del retorno, cuando abrimos la puerta y nos enfrentamos a las sensaciones del reencuentro con algo más que un espacio inanimado. Nosotros ya no somos los mismos, pero ¿el espacio ha permanecido inmutable?
No hay mejor manera de percibir la transformación de un espacio y, con ella, nuestra percepción sobre él, que evocando los momentos vividos, las percepciones sensoriales, la huella de las relaciones. Todos somos, en cierto modo, partícipes de la experiencia fenomenológica que Marcel Proust describe en su autobiografía novelada.
Metafísica de la presencia
Cuando alguien deja de estar presente, un espacio amoldado a su trasiego cotidiano deja de albergar las acciones que, de manera trascendente, nos dejan esa sensación que es mucho más que una reflexión racional y momentánea de un fenómeno inequívoco y cerrado en sí mismo (un «objeto» filosófico que se pueda pensar en abstracto, o «mónada», concepto-estanco y autosuficiente al pensarse en abstracto, tal y como lo concibe el filósofo y matemático Gottfried Leibniz).
Lo trascendente, irreductible al espíritu reduccionista del materialismo, se compone de experiencias acumuladas, sensaciones, la impresión de que el espacio «ha tomado» algo de la personalidad de quien lo ha usado…
Nuestra fascinación por habitáculos acogedores que podamos convertir en refugio no se remonta a la infancia, sino que nos precede y forma parte de mucho más que una necesidad de especie. Habitar no es poseer, ni realizar una acción meramente utilitaria (como dormir, o cobijarse de la lluvia, o guarecerse, o proteger a la familia).
Es todo eso y mucho más. Para empezar, nuestra presencia en el mundo implica nuestra relación con elementos con los que nos fundimos en una relación íntima, que tiene en cuenta la experiencia y que se proyecta hacia lo que tiene que venir.
La morada desde donde observamos el mundo puede ser una vivienda familiar, un lugar propio o alquilado, o acaso cualquier lugar donde decidamos situar marcadores de nuestro «arraigo» personal (una cabaña construida con nuestras manos, una autocaravana, etc.).
Construir, pero no a cualquier precio y como sea
El carácter práctico de un lugar donde cobijarse precede la arquitectura, como nos recuerdan las muestras de arte rupestre en cuevas y otros refugios naturales alrededor del mundo, cuya ausencia de luz y condiciones climáticas controladas nos permiten imaginar hoy quiénes eran los autores y por qué decidieron abandonar lo puramente práctico y se esforzaron para que su comportamiento ritual trascendiera la propia duración de la vida individual.
Un cobijo propio es el abrigo desde el que observamos el mundo, o al menos así lo sugiere la raíz latina, griega y germana de términos citados a menudo por la filosofía para tratar de desentrañar nuestra relación espiritual con un espacio donde habitar.
La morada es mucho más que un edificio, es el lugar que creamos y en el que nos desenvolvemos; sin nosotros, el edificio es un simple inmueble sujeto a la degradación según la calidad del material, la destreza del constructor, las circunstancias climáticas, el mantenimiento, etc.
En su clase de 1951 «Construir, habitar, pensar» en Darmstadt, Alemania, el filósofo fenomenólogo Martin Heidegger critica la aspiración de la técnica contemporánea a racionalizar y convertir en intercambiable la experiencia de habitar un espacio. Sin una relación de complicidad entre entorno, edificio e habitantes, los edificios prefabricados que se erigían durante la reconstrucción posterior a la II Guerra Mundial corrían el riesgo de transformarse en lugares de alienación y desarraigo.
Crear sentido de paisajes de desarraigos y alienación
Un equipo multidisciplinar se había reunido en Darmstadt para afrontar el dolor —y las oportunidades— de la reconstrucción, en torno al ciclo de conferencias El hombre y el espacio, al cual se invitó al filósofo de Ser y tiempo. Debían recuperarse 1.350.000 toneladas de restos de bombas, algunas sin detonar, que habían caído sólo sobre Alemania, y lo que quedaba de barriadas enteras era el trazado de las viejas calzadas, una vez retirados los escombros hacia el interior de cada manzana.
Había que reconstruir, pero no a lo loco y a cualquier precio. El temor de Heidegger y de otros participantes en la conferencia no tenía que ver tanto con la capacidad para realojar a millones de personas en el menor tiempo posible, sino con la necesidad de hacerlo en condiciones que permitieran también una reconstrucción moral, además de la social y económica.
Durante la posguerra de la II Guerra Mundial, confluían fenómenos como el de la concordia obligada —económica, técnica, política— entre los países material y moralmente devastados, pero también la necesidad de erigir viviendas dignas y económicas no sólo para quienes la habían perdido, sino sobre todo para alojar a los trabajadores procedentes de zonas rurales en el éxodo del campo a la ciudad.
En España, todavía en plena autarquía franquista, el realismo social trata de retratar el fenómeno en novelas como La Colmena (el libro de cela aparecía en 1950, un año antes de la mencionada conferencia de Heidegger).
Los personajes de la novela de Cela residen en espacios a los que han aportado su fatalismo y una manera de ser arraigada en una realidad que ha quedado atrás.
Una gasolinera, un vestíbulo, una oficina, un bar a deshoras
Paradójicamente, el esfuerzo por abandonar la vieja realidad empuja a los personajes hacia el «no lugar» urbano, donde deben tratar de «construir» una nueva vivienda que debe ser mucho más que las cuatro paredes del edificio donde residen, pero que permanece en un limbo de ida y vuelta similar a la frialdad del linóleo y el neón de las novelas pulp estadounidenses.
O la pintura de Edward Hopper. El utilitarismo reproducible como servicio impersonal en cualquier lugar (Gas Station, 1940), el oficinista que se asoma a las vistas urbanas (Office in a Small City, 1953), los personajes atrapados en el espacio-tiempo en un vestíbulo de hotel (Hotel Lobby, 1943), o los que matan el tiempo y la sensación de desarraigo en un bar abierto de madrugada (Nighthawks, 1942)…
En «Construir, habitar, pensar», Heidegger nos invita a recorrer la genealogía de la condición humana y por qué tener una techumbre, o mirar el mundo desde nuestro propio cobijo, es algo inherente a nuestra manera de pensar y a nuestra espiritualidad, y no sólo por obvias razones prácticas (protegerse de los alimentos, de predadores y de enemigos, así como construir la idea de núcleo —familiar, grupal—).
Cuando reflexiona sobre el significado de «construir», Heidegger recuerda que, en alto alemán antiguo, el término equivalente a construir (edificar, erigir), «buan», mantiene una semántica equívoca e implica, a la vez, «habitar». Construir no se entiende sin habitar, sin un uso activo del espacio.
Sin la interacción de quien lo usa, un espacio no puede ser una morada, como nos recordarán las memorias evocadoras de Proust, donde viviendas, paisaje circundante, habitaciones, mobiliario o alimentos no son más que un enlace memorístico a las personas que permitían la existencia de todas esas realidades superpuestas.
Si bien se ha perdido la riqueza semántica del verbo «bauen», éste ha dejado rastros ocultos en vocablos relacionados: «Nachbar», vecino, es la raíz de la palabra moderna que designa a vecino («Nachgebur») y a todo aquel que habita en las proximidades y con quien compartimos una realidad local («Nachgebauer»). El vecindario sólo es posible cuando quienes lo componen reivindican su calidad de habitantes del lugar.
Una raíz indoeuropea
Trasladada a la modernidad, esta reflexión nos hace preguntarnos si sería posible un vecindario de personas que no mantienen un cierto arraigo con su habitación, con el lugar y con el resto de los vecinos.
La invasión turística de determinados lugares transforma en ocasiones la vieja idea de cosmopolitismo en algo muy distinto: una acumulación de individuos y familias que habitan (al menos espiritualmente) en otro lugar y buscan en el nuevo los rasgos que evoquen el lugar de donde procede su tradición. La complejidad del desarraigo se remontaría a nuestra relación no sólo con un lugar, sino con nuestro uso y percepción de éste.
El viejo término «buan» se oculta en «bauen» (habitar), pero —reflexiona Heidegger— sugiere también la relación entre la persona y el lugar:
«Bauen, buan, bhu, beo son, en efecto, la misma palabra que nuestro bin (soy) en las expresiones ich bin, du bist (yo soy, tú eres) y en la forma imperativa bis (sé). ¿Qué quiere decir entonces ich bin (yo soy)? La vieja palabra bauen, a la que se añade bin, nos lo aclara: “yo soy”, “tú eres” significan “yo habito”, “tú habitas”. La manera según la que tú eres y donde yo soy, la manera donde nosotros estamos en un lugar es la “buan”, la habitación».
Como inciso complementario a la clase de Heidegger, en griego clásico, el lugar de residencia, «oikos», es también el uso que se hace de la morada y la actividad de todos sus componentes, tanto residentes como animales y objetos. «Oikia», perteneciente a la misma raíz, se refiere indistintamente a morada en sentido amplio (el lugar y el uso que se hace de éste) como núcleo familiar.
Términos como ecología proceden, por tanto, de nuestra observación del mundo desde la «oikos»: nos asomamos al «logos» desde un lugar al que, usándolo, hemos transmitido algo nuestro, y por tanto tenemos que hablar del mundo desde nuestro rincón de autenticidad en lo más próximo: la techumbre que hemos hecho nuestra y en la que hemos decidido arraigarnos. El arraigo, desde el origen etimológico de la palabra «ecología», no es el lugar en donde nacemos o el que heredamos, sino aquel en el que decidimos mirar al mundo con trascendencia.
Heidegger va más allá en su análisis de habitar y de «ser en el mundo», cuando recuerda que, partiendo de la raíz semántica de los términos,
«Ser hombre quiere decir: ser sobre la tierra como mortal; es decir: habitar».
Las palabras esenciales de la lengua y nosotros
En la actualidad, explicaba el filósofo alemán, «bauen» ha perdido el significado de hombre que habita un lugar, si bien mantiene una cierta semántica de la relación íntima y a largo plazo con lo circundante, que permite a morador y a morada impregnarse de sus respectivos atributos: «bauen» implica construir, pero no fabricar, sino producir una obra siguiendo un cierto ritual de conocimiento de lo que se hace; el «bauen» de edificar es sinónimo de «estar en la tierra» y de «cultivar» (en latín, «colere», «cultura»). De nuevo, edificar y habitar se asocian a la cultura, al logos griego.
Heidegger lamenta la pobreza interpretativa que se impone en la modernidad, cuando los términos deben ser útiles y unívocos, y perder la estela de significado que los devuelve a la relación con una existencia generacional:
«[…] eso que en realidad dicen las palabras esenciales de la lengua cae fácilmente en el olvido en beneficio de los significados en primer plano. El hombre apenas ha considerado el lado misterioso de este proceso. El lenguaje substrae al hombre su charla llana y alta. Pero su llamada inicial no se ha silenciado debido a ello, sino que simplemente permanece en silencio. El hombre, para decir la verdad, no presta atención a este silencio».
Emplazados en un lugar y un momento
El título de la clase de Heidegger en 1951 no es, por tanto, aleatorio. Sin «construir» (en sentido literal o figurativo: construimos al hacer un lugar espiritualmente nuestro, pues éste denota el uso que hacemos de él, nuestras preferencias y personalidad, etc.), no podemos «habitar», y sin habitar no podemos «pensar» de un modo auténtico, ya que la condición humana es inherente a «ser en el mundo».
Estamos siempre en algún sitio, y siempre pensamos en algo. No hay ser humano sin el lugar en que se encuentra y sin la capacidad para reaccionar a esa acción de «estar» con algún pensamiento, por insípido que sea. Un ser humano flotando en el vacío y sin nada que meditar deja de formar parte de la realidad que conocemos.
Para Heidegger, la tecnicidad del mundo moderno aspiraba a desarraigar al ser humano, una tarea difícil (cuando no imposible) en sentido estricto. El proceso de alienación del mundo postmoderno, consistente en individualidades con referencias cada vez más pobres sobre su lugar en el mundo y el sentido de la existencia, se esforzaba con cada vez más insistencia para lograrlo.
Las sospechas viscerales de Martin Heidegger con respecto a las aglomeraciones urbanas, así como su evocación del arraigo agrario y artesanal con la morada y el mundo circundante (las trazas del Antiguo Régimen que desaparecen con la racionalización de vivienda, trabajo, espacio común y relaciones, así como la domesticación y «objetivación» del paisaje, que pasa de lugar encantado a materia definida y dividida con el fin de ser explotada), lo privan de observar el mismo proceso de desencanto ocurrido en la ciudad.
La flânerie después de Haussmann
Si se quiere, la queja antimoderna del Charles Baudelaire de Las flores del mal lo es también de la pérdida de una relación espiritual con el espacio que habitamos. El canto provocador a la depravación y al deleite de lo prohibido es también un homenaje al espacio que desaparece.
Las callejas malsanas e irregulares del París medieval dan paso al París racional, rectilíneo y saludable del barón Haussmann y, con el cambio, Baudelaire teme entonces que ya no sea posible la «flânerie», o deambular sin motivo aparente ni tiempo fijo una acción cada vez más «revolucionaria» en un mundo que se organiza en función de la eficiencia y de la máxima atribuida a los consejos de un viejo conocido de la ciudad, Benjamin Franklin, para quien «el tiempo es oro».
El flâneur es mucho más que un paseante indiferente. El burgués que empieza a deambular por las alamedas que se erigen en la época del racionalismo lo hace en un terreno racional y «saneado»; por el contrario, el «flâneur», es un docto del arte del vagabundeo, que conoce el alma y las entrañas de la ciudad, y contribuye a su metabolismo con el interés de quien «construye», «habita», «piensa».
Balzac, que se dispuso a crear una sociología recreando el París y la Francia de su época con una riqueza sin precedentes, había dicho ya que la «flânerie» es «gastronomía para los ojos.
Habitar una ciudad
Para Heidegger, la alienación combate la manera auténtica y tradicional de habitar, que consistiría en darse cuenta de que uno no habita un espacio inerte, sino que lo hace suyo y le otorga personalidad al usarlo, en una relación entre observador y objeto que crea una simbiosis: ni observador ni objeto son entidades totalmente distintas y separadas con precisión, sino que la persona se proyecta sobre la realidad circundante cuando actúa en ella.
Esta capacidad de proyectarse en el presente, o «dasein», acerca a Heidegger al pensamiento no sólo de la ruralidad que entronca, sin ser consciente de ello, con la fuente semántica del viejo paganismo europeo, sino con la filosofía y sistemas estéticos orientales.
Esta interpretación amplificada de habitar consistiría en abrazar un significado primitivo más panteísta, en que el morador actúa como recipiente de lo que le rodea, lo que le permite entrar en un diálogo lento con la vivienda, su situación, las estaciones, la vegetación y los animales, la cotidianidad del vecindario y mucho más.
En Vidas políticas, Hannah Arendt (que había sido, junto con su primer marido Günther Anders, alumna de Martin Heidegger) se expresa de manera similar con el hábitat humano:
«De la misma manera que no se habita, que no se convierte en hogar un apartamento por el mero hecho de usarse —para dormir, comer, trabajar—, sino porque se permanece, uno habita una ciudad cuando se decide a deambular por ella [«flanear», en el sentido otorgado al término por Balzac y Baudelaire] sin meta ni rumbo».
El rosal de Michel Serres
Habitar implica cultivar una relación con un espacio y su realidad durante un largo período, para aclimatarse y descubrir matices que traen la observación de las estaciones, el envejecimiento de las cosas, el crecimiento de la vegetación.
Este compromiso a largo plazo no se produce sólo con el espacio físico, sino también en las relaciones humanas y con el lenguaje; los pequeños accidentes y las plantas del lugar adquieren nombres más precisos, y lo que antes permanecía indistinguible en segundo plano aporta ahora riqueza y profundidad, en un efecto similar al que experimentamos cuando contemplamos un cuadro durante un largo período, u observamos la noche estrellada alejados de luz artificial y polución.
El recientemente desaparecido filósofo francés Michel Serres, asociaba la autenticidad de habitar un lugar (en oposición a visitarlo a tientas y sin amplitud de miras, como lo haría un turista contemporáneo armado de su guía, su teléfono y una agenda que imposibilita cualquier divagación enriquecedora), a la costumbre:
«Habitar permite que uno reencuentre cada mañana el mismo rosal un poco reverdecido, el río eterno en crecida apenas perceptible, vecinos ligeramente envejecidos, el espacio inmóvil en torno a uno mismo ampliado, que el cuerpo, estable como un árbol, participe en las transformaciones lentas del entorno inmediato».
Una mirada al mundo desde nuestra techumbre
En la introducción a su ensayo Heidegger et la question de l’habiter; Une philosophie de l’architecture, Céline Bonicco-Donato expone por qué las reflexiones que se hacía el filósofo alemán en 1951 permanecen vigentes… o quizá lo sean todavía más que en la posguerra de la II Guerra Mundial pues, como Nietzsche, Heidegger es un filósofo que resiste a las coyunturas y desarrolla sus teorías alejado de los vaivenes del momento.
La amenaza contemporánea a la arquitectura sume a la construcción en una disociación entre el uso de un espacio y su trascendencia (su relación con lo circundante, su intercambio con la tradición, la modernidad, el paisaje).
Por un lado, las relaciones públicas imponen en el gusto de nuestro tiempo los proyectos internacionalistas y desarraigados de los «starchitects», en su carrera por realizar la enésima filigrana escultural, totalmente desprovista de una relación con un lugar, un momento y una cultura.
Por otro, proliferan las viviendas formateadas según los códigos de edificación de cada lugar, replicadas sin más intención que amoldarse a un pastiche que responda al sueño de opulencia de las nuevas clases medias.
Ambos modelos estarían condicionados por la voluntad de generar la sorpresa inmediata y el aplauso fácil, olvidando las necesidades profundas del lugar y de quienes allí vivirán (ahora y en un futuro lejano).
Fenomenología de Peter Zumthor
Quienes justifican la arquitectura espectacular y descontextualizada de los «starchitects», comprenden también la replicación de modelos-pastiche en la arquitectura residencial, al tratarse de la «demanda» de la época. ¿Por qué dedicar tiempo a reflexiones profundas, dicen, si lo necesario es construir y aumentar el parque de viviendas a toda costa, para que el precio baje y las sociedades puedan cumplir con el derecho a la vivienda?
Sin embargo, una corriente subyacente de arquitectos, planificadores urbanísticos y clientes que arriesgan «contra las leyes del mercado» en su papel de mecenas, se interesa como nunca por la fenomenología de la arquitectura. Para estos últimos, reflexionar sobre la vieja relación entre construir, habitar y pensar es subyacente a la condición humana y condición imprescindible para lograr una sociedad capaz de explorar un arraigo físico y conceptual en un mundo cada vez más tecnificado y dematerializado.
El arquitecto suizo Peter Zumthor se ha caracterizado por su interés en la exploración universalista de lo local. Educado en Nueva York, Zumthor retornó voluntariamente a Suiza para conocer técnicas artesanales y entablar una relación entre espacios, uso y entorno distintivos y con un carácter intemporal, ya se trate de una pequeña capilla de madera instalada en la empinada ladera de una aldea, o de las termas en una localidad balneario.
Ser (y estar) en el mundo (como mortales)
En su ensayo «Pensar la arquitectura», Peter Zumthor reflexiona sobre la necesidad de «reencantarnos» con nuestra habitación, pues desde ella reflexionamos sobre las grandes cuestiones de siempre:
«El concepto de habitar, que, en la acepción amplia que le otorga Heidegger significa vivir y pensar en los lugares y los espacios, engloba una indicación precisa de lo que significa la realidad para mí en tanto que arquitecto».
El ser humano ha dejado de prestar atención al silencio y al tiempo extenso, reflexionaba Heidegger. ¿Está en nuestras manos pararnos a escuchar? Al fin y al cabo,
«Habitar es la manera en la que los mortales se desenvuelven en el mundo». Todos tenemos necesidad de habitar, que es construir y pensar.
Como un campo cultivado con un conocimiento antiguo, la arquitectura no debería provocar emociones, sino dejarlas surgir. Al concebirse en un lugar y para unos fines concretos, la habitación humana puede desarrollar su propia fuerza sin necesidad filigranas superficiales.
«El núcleo duro de la belleza —reflexiona— Zumthor consiste en la sustancia misma concentrada».
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