Podemos evocar nuestra lejana relación con las plantas, pero difícilmente recurriremos a un único de los sentidos evocados por Aristóteles que nuestro imaginario da todavía como buenos.
Contemplar, recolectar frutos, domesticar para garantizar una mínima ingesta, servirse de sus propiedades para elaborar fibras, usar sus alcalinos para intoxicarse… Las plantas se presentan a todos nuestros sentidos y nuestra relación con ellas nos define.
Repetimos, o leemos una y otra vez, que 2020 es un año en que la postmodernidad en que nos habíamos instalado se topa de bruces con nuestra realidad biológica y supeditación a que se mantengan ciertos equilibrios en la biosfera, pues aumentar la presión sobre el entorno implica acelerar efectos que empiezan a recrudecerse.
La civilización prometeica no lo era tanto y conceptos como el de progreso se topan de bruces con realidades como la limitación de recursos o la entropía.
Ver las cosas en función de su «luz solar acumulada»
Retóricas tan de nuestro tiempo como la aumentación de las capacidades humanas y la colonización del espacio elevan nuestra imaginación y animan el valor bursátil de determinadas compañías; a la vez, son el último recurso escapista que frena un análisis autocrítico y responsable del efecto de nuestras acciones agregadas, esa «inercia» propulsada por la técnica que, según Martin Heidegger, se propulsaba con su propia acción o deriva sin «plan maestro» ni «maquinista».
Nuestro progreso se interesa por el crecimiento del PIB, aunque esta riqueza acumulada no se reparta y proceda de acciones sin sentido o con efectos negativos a largo plazo. A efectos contables, crear una economía entorno a destruir montañas con excavadoras y lanzar la arena sobrante al mar tendría todo el sentido, siempre que los participantes lograran crear un negocio económicamente viable que procurara dividendos directos e indirectos a las arcas de un territorio.
Y en este mundo que cuenta únicamente las externalidades positivas y lanza al futuro cualquier inconveniente o externalidad negativa que se interponga en el estado de cosas, hemos olvidado hasta qué punto nos elevamos sobre procesos biológicos asociados al uso y consumo de energía (en forma de combustible o calorías) que proceden de la acción -directa o diferida, durante un instante o milenios— del sol sobre nuestro planeta.
Fin del deseo y post-postmodernismo
Para no escaparnos del hilo del artículo y evitar, de paso, la condena narrativa de acercarnos demasiado al sol como Ícaro, volvamos a ras de suelo y estudiemos nuestra relación con las plantas, tan ligada a la necesidad como al deseo de los sentidos, hoy embotado por el atracón de contenido accesible en las pantallas que nos siguen a lo largo de la jornada.
En su ensayo El infierno de lo igual, Byung-Chul Han argumenta la imposibilidad de desear cuando lo único que el individuo ve es contenido amoldado a su propio reflejo, a un onanismo que no sacia ni traspasa la membrana de lo superfluo. En esta realidad nuestros sentidos se embotan con el contenido narcotizante e insatisfactorio que bien pudiera ser el consumo desaforado de entretenimiento de «Un mundo feliz» (1932).
En un ensayo publicado en 2001 (La botánica del deseo), Michael Pollan explora la relación entre el deseo colectivo de domesticación de varias plantas y el imaginario de la sociedad moderna. Esta pequeña historia de la modernidad desde el punto de vista de cuatro cultivos simbólicos y decisivos, cada uno de ellos a escala diferente y por motivos distintos, logra la intención del auto y se convierte en un escrutinio del mundo desde la perspectiva de cuatro cultivos (el subtítulo del ensayo es, en efecto, «el mundo visto a través de las plantas»): una fruta, una flor, una planta y un tubérculo.
Así, el gusto, en este caso el gusto dulce, impulsará la transformación de la manzana desde sus orígenes ácidos asociados a la —socialmente conflictiva— producción de sidra, a la grande, homogénea, sabrosa y dulzona fruta con infinidad de variedades que conocemos.
La botánica del deseo
El ensayo de Pollan, dividido en cuatro capítulos, cada uno de ellos destinados a una asociación sensorial, un deseo y un cultivo clave en la modernidad, dedica su segunda parte al deseo (o aspiración, o culto metafísico descrito ya por Platón y sus objetos ideales de todas las cosas y conceptos) a lo bello. Asociada a la belleza, irrumpe una planta, el tulipán, y la especulación en torno a su comercio en unos Países Bajos enriquecidos por el comercio de ultramar. Pollan nos explica, faltaría más, los entresijos de la tulipomanía del siglo XVII.
El deseo de intoxicación, asociado al uso de la marihuana, ocupa el tercer capítulo, pero es el cuarto y último capítulo el que consigue definir el impacto de uno de los cultivos decisivos del intercambio colombino, la patata, que Michael Pollan asocia a un deseo de la sociedad técnica surgida con la Ilustración y la Revolución industrial: el control.
Muy en su estilo, Pollan empieza el capítulo dedicado a la patata, ese tubérculo que se reproduce a partir de restos de cosechas anteriores y crece en tierra pobre sin requerir trabajo excesivo o atención, a partir de su propia experiencia en el jardín de casa.
Allí, dice, cosechas y variedades de plantas aromáticas, frutos, verduras y tubérculos sólo mejoran a partir del ensayo y error, de la modificación de variables en un espacio reducido y complejo ajeno a los pesticidas químicos y más próximo, en cuanto al control de plagas, a técnicas precolombinas como la combinación en aparente desorden de distintos cultivos complementarios, sobre todo tres (de ahí la denominación popular de la técnica, «tres hermanas»): calabaza («zapallo» en América Latina), maíz y plantas leguminosas (frijol).
Efectos derivados de patentar una patata
Esta combinación, practicada en infinidad de variedades en Norteamérica (como la milpa mesoamericana), goza de beneficios simbióticos asociados a la estructura vertical del maíz, el carácter trepador y proveedor de nitrógeno de las leguminosas y la protección contra la erosión y la luz solar de la calabaza, capaz de retener la humedad y mantener la temperatura estable.
La patata es, sin embargo, una planta muy distinta y surgida mucho más al sur, en el altiplano andino, cuya facilidad de cultivo, aportación calórica y fácil adaptación a todo tipo de ámbitos sorprendió a los europeos. Las patatas con que Pollan experimenta en su jardín —menciona modalidades de la agroindustria que poco tienen que ver con sus ancestros irregulares, coloreados y multiformes de los bancales andinos— tienen un público global, como la variedad transgénica NewLeaf patentada por Monsanto, vulnerable a plagas como el escarabajo de la patata de Colorado.
«Por la época en que llevé a cabo mi experimento, más de veinte millones de acres de tierras de cultivo estadounidenses habían sido plantadas con variedades modificadas genéticamente, la mayor parte maíz, soja, algodón y patatas que han sido concebidas ya sea para producir su propio pesticida o bien para resistir herbicidas», explica Pollan.
La patata NewLeaf se acomoda al gusto del público occidental, influido por la ubicuidad de la patata en menús de comida rápida reconocibles en todo el mundo, así como nutriente esencial en culturas aparentemente tan dispares como Idaho, Bélgica, Verín (Galicia), Irlanda (donde la fallida repentina de su cosecha provocó la Gran hambruna) o Irkutsk, en la estepa siberiana.
Patatero Simplot
Eric Schlosser dedica el capítulo 5 de su ensayo «Fast Food Nation» al papel decisivo de los barones de la patata de Estados Unidos en el éxito de la fórmula hoy corriente en el sector comida rápida. Ray Kroc transformó un restaurante de hamburguesas de Los Ángeles, popularizado por los hermanos McDonald, en la cadena de restaurantes McDonald’s, cuya aportación consistió en estandarizar tanto la comida como la manera de presentarla al público.
El acuerdo estratégico con el productor de patatas John Richard Simplot convirtió las patatas fritas en un imperio comercial con sede en Idaho, desde entonces productor, real y simbólico, de las patatas fritas destinadas al sector de la comida rápida en Estados Unidos.
La productividad del tubérculo es sorprendente en comparación con variedades pretéritas, si bien la bonanza de los monocultivos de la agroindustria tiene un precio, según expone Pollan en La botánica del deseo:
«El agricultor industrial moderno no puede cultivar tal cantidad de alimentos sin recurrir a ingentes cantidades de fertilizantes químicos, pesticidas, maquinaria y combustible. Esta cara serie de “inputs” [aportes en modo inversiones], como se los llama, fuerza al agricultor a endeudarse, pone en riesgo su salud, erosiona y agota la fertilidad de sus tierras, contamina las aguas subterráneas, y compromete la seguridad de los alimentos que ingerimos».
Patata conquistadora
De repente, se produce un giro en el tono periodístico y aparece la narrativa que Pollan explota con oficio en «El dilema del omnívoro». Basta una frase para crear el efecto «flash-back» en el cuarto capítulo de La botánica del deseo:
«Los Andes, 1532. Las patatas patentadas que yo plantaba en mi huerta descienden de ancestros silvestres que crecen en el altiplano andino, el “epicentro de biodiversidad” de la patata».
Fue también allí donde, hace más de siete milenios, la patata fue domesticada por primera vez por los ancestros de los incas:
«En realidad, algunas de las patatas de mi huerto están directamente emparentadas con esas patatas ancestrales. Entre la aproximadamente media docena de variedades que planto se encuentran un par de remotas variedades de semilla, la patata azul peruana entre ellas. Este tubérculo almidonoso tiene el tamaño aproximado de una pelota de golf; cuando la cortas por el medio es como si alguien hubiera teñido su pulpa del mas bello gradiente azulado».
Los españoles introdujeron la patata en Europa en el siglo XVI. Las primeras variedades traídas a Europa y a otros lugares de ultramar se ganaron en un principio el favor de administraciones civiles y religiosas, así como ganaderos, como alimento barato y nutritivo para los animales.
Pronto, sin embargo, el éxito y la popularidad de su introducción entre la población europea se asocia incluso con el inicio de una transformación decisiva en Europa: la migración del peso específico, económico y poblacional, desde la cuenca mediterránea y los graneros de trigo meridionales al norte europeo. El ensayista Charles C. Mann, autor de dos ensayos decisivos sobre el impacto europeo en las Américas, argumentaba hace unos años esta hipótesis en un artículo para Smithsonian.
Historia olvidada de las papas de Chiloé
Entre la infinidad de variedades domesticadas durante siglos y, en ocasiones, milenios, por pueblos ancestrales relacionados con los incas y sus vecinos, los tamaños, colores, sabores, propiedades e historias locales en torno a sus propiedades convierten las viejas patatas del altiplano y la vertiente occidental del archipiélago de Chiloé (a menudo descartadas por su sabor característico, su irregularidad, su menor tamaño o su adaptación específica al medio) en una cornucopia que nos permite retroceder con amplitud y profundidad en el tiempo y el espacio.
Existen incluso algunas lecciones de supervivencia en la recuperación de esta riqueza botánica, cultural y culinaria teletransportada desde domesticadores remotos a un futuro en que las variedades más resilientes jugarán un rol decisivo para alimentar a poblaciones en un clima más extremo. No es casualidad que Andy Weir tratara de otorgar credibilidad a The Martian (2011, adaptada al cine por Ridley Scott en 2015), su relato sobre un plausible inicio de la colonización de Marte, con Mark Watney, un botanista e ingeniero que trata de plantar patatas en un invernadero presurizado en la inmensidad inerte del Planeta Rojo.
Mark Johanson firma en 1843, la revista de The Economist, una interesante historia sobre la variedad y amplitud culinaria, gastronómica e histórica de la miríada de variedades de patata presente en un ecosistema endémico: la mayor isla chilena, Chiloé.
«Las patatas de Chiloé tienen poco que ver con las Maris Piper, Russet y demás variedades familiares de pulpa blanca que la mayoría de nosotros comemos. Las 286 variedades de patata nativa de Chiloé se muestran en un abanico de colores vibrantes y formas desconocidas, con cuerpos arrugados, nudos bulbosos e interiores coloridos que evocan camisetas teñidas. Es como si la patata se hubiera disfrazado para el circo».
Memoria de una hambruna
¿Qué importancia tiene un lugar aparentemente tan apartado de las grandes rutas de comercio de bienes e ideas como Chiloé, con su bella arquitectura tradicional de madera, con la expansión de la patata en el mundo? Cuando la plaga de la patata acabó con las variedades del tubérculo cultivadas en Europa en la década de 1840, la población rural con menos recursos se vio obligada a emigrar a la ciudad o, a menudo, a América.
Irlanda, entonces parte integrante del Reino Unido y su región más pobre, sufrió las peores consecuencias, con una caída de la población en la isla cercana a una cuarta parte.
El acontecimiento fue tan traumático en Europa y otros lugares que su memoria perduró. No perduro, como ocurre a menudo, la solución a la peste de la patata, cuya historia se ha perdido para el gran público. Así lo explica Mark Johanson:
«Tras la hambruna, la mayoría de los agricultores europeos optaron por las variedades de días largos nativas de Chiloé. Fueron estas variedades chilenas las que, a través de décadas de micro-evolución y cría selectiva, evolucionaron en los tubérculos corrientes que hoy encontramos en los supermercados».
El potencial de las variedades minoritarias
Hace tiempo que la peste de la patata y la hambruna que causó entre las clases populares del norte europeo dejó de estar presente en el imaginario colectivo. Hoy, China, India y Rusia, por este orden, son los tres principales productores, mientras los ciudadanos de Bielorrusia, Ucrania y Lituania son los mayores consumidores del tubérculo.
Se calcula que llegaron a cultivarse 800 variedades de patata en Chiloé, algunas de las cuales permanecen catalogadas en el banco genético de la Universidad Austral de Chile, de cuyo mantenimiento se encarga la investigadora Anita Behn.
Pero la historia de las patatas de Chiloé no simboliza únicamente el triunfo de la resiliencia de variedades cultivadas en un rincón del mundo capaces de revivir una cosecha decisiva en el resto del globo. Es también la constatación de la pérdida del acervo de variedades locales, que desaparecen entre la indiferencia de las nuevas generaciones y la conveniencia de la modernidad.
Paradojas de la historia: hoy, la pequeña isla del Pacífico chileno que garantizó la supervivencia de las especies favorecidas por el público mayoritario ha perdido buena parte de su biodiversidad al cultivar las variedades foráneas que derivan de ese trabajo de selección en el siglo XIX.
Héroes anónimos
Gracias al trabajo silencioso y perseverante de un puñado de cultivadores y conservadores, se han catalogado y conservado variedades apenas cultivadas en huertas a punto de desaparecer.
Es la tarea de una vida del ingeniero agrónomo Andrés Contreras, quien documentó durante décadas los pequeños patatales familiares de Chiloé y las variedades que se encuentran en ellos.
Contreras, que falleció en 2014, contribuyó a conservar variedades cuyas propiedades nutritivas y peculiaridades en el medio (resistencia a sequías, viabilidad de cultivo en suelos agotados o pobres, concentración de sustancias con poderes terapéuticos o nutritivos, etc.) empiezan a estudiarse con detenimiento.
Una vez más, el trabajo silencioso y perseverante de unos pocos facilitará exploraciones capaces de mejorar las condiciones de muchos. El 90% de la producción global de patatas traza sus orígenes en Chiloé.
Pingback: «Plantar» agua: el sistema ancestral que recupera recursos hídricos – *faircompanies()