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Aforismos y parábolas: transmitir conocimiento sin narrativa

En Martin Eden, el escritor-aventurero Jack London narra cómo el protagonista que da nombre a la novela, un joven humilde de San Francisco que lucha por formarse y convertirse en escritor, estudia la estructura de las historias publicadas por un semanario donde pretende colaborar.

Para asegurarse una paga, Martin Eden elabora tres o cuatro tramas adaptables que produzcan estos relatos sin esfuerzo (y con un atractivo que garantice su aceptación).

Eden sigue con el plan una vez logra el éxito esperado, mientras intenta por todos los medios ganarse la vida escribiendo y, así, poder casarse con Ruth Morse, su prometida de clase acomodada.

El joven Eden, seguramente imagen del joven Jack London, está en lo cierto: la mayoría de los relatos son fácilmente clasificables en tramas que responden a esquemas prácticamente formalistas.

“¿Dónde he escuchado antes esa historia?”

Recurriendo a un cierto reduccionismo, pero no sin razón, el periodista británico Christopher Booker estudia en su ensayo The Seven Basic Plots: Why We Tell Stories (2004), los tipos de historia que se repiten en la narrativa universal, aportando asimismo un análisis psicológico de su significado, que evoca la obra de pensadores como Carl Jung o incluso René Girard (y la hipótesis del deseo mimético de este último).

“Encuentro de Sancho Panza con el Rucio” (José Moreno Carbonero, 1894); Museo del Prado

Las tramas recurrentes, según Booker: enfrentamiento y superación de un monstruo; ascenso social desde la pobreza; la gran búsqueda o peregrinación; viaje y retorno; comedia; tragedia; y segunda oportunidad o renacimiento.

La mente humana venera las historias. La narrativa, en forma de trama donde se presentan unos acontecimientos a una audiencia, no sólo imita la acción real, como diría Aristóteles, sino que emula nuestra propia manera de adquirir conocimiento.

Desconfiar de las historias con narrativa intachable

Las historias, como la conciencia, arman una estructura ilusoria para explicar lo que (en función de nuestra biografía, formación, estado de ánimo, situación social y momento en el que vivimos), consideramos relevante de la realidad.

Estamos tan acostumbrados a dejarnos seducir por relatos que a menudo confundimos lo ocurrido con su narración. La evocación de un hecho no es más que una recapitulación parcial, y desde un punto de vista determinado, de aquel evento en el que hemos puesto el foco en un momento y lugar determinados.

Como ocurre con la física teórica desde que se demostrara que los valores de tiempo y espacio no son constantes universales, sino que varían en función de la posición del observador y de la medición que éste realiza, las historias son aproximaciones a la realidad que hemos aprendido a dar como buenas.

Todo el conocimiento humano se basa en esta acumulación, parcial y simplificadora, de los hechos observados. Y, a tenor del funcionamiento de nuestro cerebro, así como de nuestra predilección por la narrativa, nuestra historia individual y colectiva ha dependido de este mecanismo de narrativa.

Memes de lo superficial

Historias, mitos y fabulaciones se nutren de nuestras limitaciones cognitivas… y también de nuestras aspiraciones. El ensayista y editor del fanzine contracultural californiano Stewart Brand, explora a través de su fundación Long Now maneras de promover un pensamiento que expanda las limitaciones y atavismos del relato humano, debatiendo sobre la importancia de las ideas y el pensamiento a largo plazo, para inspirar así tecnologías que se adapten a los retos del futuro con responsabilidad.

Para Stewart Brand y otros pensadores que apoyan el proyecto, la cultura dominante actual promueve un intervalo de atención demasiado corto que favorece los resultados inmediatos en detrimento de un pensamiento que tenga en cuenta el impacto a largo plazo.

Las historias humanas que logran mayor impacto popular lo hacen a menudo por su contagioso atractivo o lo que hoy llamamos “viralidad” de los “memes” (evolucionismo cultural), a menudo centrándose en la moda (la absorción de la actualidad y su ritmo: estado de ánimo, “sentimiento”, de lo que está en boga); un pequeño porcentaje de estas historias, no obstante, atraviesa las permeables capas del conocimiento compartido, influyendo sobre un relato que cambia a menor velocidad: gobernanza, cultura, naturaleza.

Estratos de civilización: arte de cultivar lo profundo

Según esta teoría de los estratos de civilización, tomada por Stewart Brand de combinar las reflexiones del físico teórico Freeman Dyson con apuntes culturales del músico y productor británico Brian Eno, tal y como ocurre con los individuos cuyo intervalo de atención es tan corto que evoluciona en un trastorno del aprendizaje, las sociedades que no se escuchan a sí mismas con responsabilidad y considerando el largo plazo corren el riesgo de fomentar la cacofonía, en detrimento del diálogo cultural y los avances tecnológicos con un impacto profundo.

Del mismo modo, el arte de filtrar los mensajes que recibimos en servicios sociales como Twitter convierten lo que aparece en nuestra pantalla en una muestra de los riesgos de la mediocridad humana… o en una sorprendente fuente de sabiduría, con pequeños textos de saber concentrado que uno puede interpretar de distinto modo, digerir poco a poco, descubriendo nuevos matices a cada momento.

Ilustración alegórica sobre los estragos propios de la mala salud, en una edición medieval italiana de los “Aforismos” de Hipócrates (precursor clásico de la ciencia médica)

Los buenos tuits pueden ser, también, haikus, parábolas, proverbios, greguerías: pequeñas reflexiones que se prestan al perspectivismo de las múltiples interpretaciones. Unidades mínimas de transmisión de conocimiento, en definitiva, que evocan e invitan a la duda reflexiva in prometer -como sí hacen los relatos- una sustitución del hecho que relatan.

Mira, Sancho

El conocimiento condensado en una oración no transforma a quien se sirve de él, sino que obliga a éste a contar con cierto bagaje y flexibilidad para interpretar las posibilidades de significado ante él. Miguel de Cervantes, por ejemplo, describe Sancho Panza (Capítulo VII de El Quijote) como:

“un labrador vecino suyo, hombre de bien… pero de muy poca sal en la mollera.”

Sancho, contrapunto tragicómico del hidalgo idealista, está dispuesto a creer con una ingenuidad que roza la idiotez en pos de intereses mundanos (promesas de su caballero que él quiere materializar), y adereza su deambular con una pasión por el refranero.

Cervantes nos recuerda que, en ocasiones, las listezas populares dichas en exceso o a deshoras no son más que tópicos que perpetúan un carácter, y no una oportunidad para asomarse a las profundidades de la sabiduría propias de aforismos y parábolas.

Cansado de la retahíla de refranes de Sancho, Don Quijote le llama la atención (segunda parte, capítulo LXVII):

–Mira, Sancho –respondió don Quijote–: yo traigo los refranes a propósito, y vienen cuando los digo como anillo en el dedo; pero tráeslos tan por los cabellos, que los arrastras, y no los guías; y si no me acuerdo mal, otra vez te he dicho que los refranes son sentencias breves, sacadas de la experiencia y especulación de nuestros antiguos sabios; y el refrán que no viene a propósito, antes es disparate que sentencia. Pero dejémonos desto, y, pues ya viene la noche, retirémonos del camino real algún trecho, donde pasaremos esta noche, y Dios sabe lo que será mañana.

Las historias y nuestro cerebro

Las historias complejas, con su estructura tradicional (lineal) o subversiva (la narración múltiple, las historias compuestas con fragmentos deshilachados, etc.), son tan poderosas que invitan a la ilusión: al ser evocadas, las historias sustituyen en nuestra conciencia al hecho al que hacen referencia.

¿Existe algún método de conocimiento alternativo a nuestra obsesión por la narrativa, evocadora del pasado? ¿Son otras formas de transmisión del conocimiento como la música o las parábolas, un formato menos dependiente de la experiencia vivida y, por tanto, capaz de evocar también el futuro?

Nuestro gusto por los relatos y su trama podría tener una base biológica: en los años 70, los neuropsicólogos Michael Gazzaniga y Roger Sperry se toparon con un hallazgo inesperado al estudiar el cerebro de pacientes con accidentes que habían dañado la comunicación entre hemisferios.

“El poeta Baltasar Gracián” (óleo del siglo XVII conservado en Valencia, quizá pintado durante su estancia en la ciudad en el período 1630-1636; se atribuye a Velázquez (de quien era amigo)

Conocedores de teorías anteriores que, en filosofía y psicología, distinguían entre una conciencia de naturaleza impulsiva y una actitud más racional, cuya convivencia conducía en ocasiones a conflictos internos en el ser humano, ambos investigadores mostraron imágenes a sus pacientes en el campo visual izquierdo (correspondiente al hemisferio cerebral derecho) y el campo visual derecho (hemisferio izquierdo).

Gazzaniga había estudiado el trabajo del psicólogo social Leon Festinger.

Disonancia cognitiva e intérprete del cerebro

Festinger, decidido a dar sentido a las especulaciones filosóficas entre intenciones profundas y superficiales del ser humano (observadas por Schopenhauer y Nietzsche, así como por los pensadores del siglo XX que ambos influirían, desde Freud y su teoría del subconsciente a los fenomenólogos y su distinción entre autenticidad e inautenticidad -o “mala fe”-), acuñó una hipótesis sobre el fenómeno con una base biológica, que denominó disonancia cognitiva.

En la disonancia cognitiva, un individuo padece una tensión interna al confrontar con regularidad ideas, creencias y emociones contradictorias: pensamientos en conflicto que dificultan la coherencia interna, así como la proyección del individuo.

Michael Gazzaniga y Roger Sperry ganarían un Nobel en 1981 por sus contribuciones a la investigación sobre la función de cada hemisferio cerebral: constataron que los pacientes estudiados no lograban otorgar sentido alguno a la imagen cuando ésta era mostrada en el campo visual izquierdo (correspondiente al hemisferio derecho). No obstante, no tenían problema alguno en evocarla con racionalidad al mostrarse en el campo visual derecho.

Nacía así la hipótesis del “intérprete” cerebral, o esa parte de nuestro cerebro encargada de construir explicaciones a partir de lo observado en cada momento, una mera percepción que se convierte en “saber” o “conciencia” (relato, al fin y al cabo) cuando se combina con información que conocíamos de antemano.

Ley del relato más fuerte

Gazzaniga sostiene desde entonces que fenómenos como la disonancia cognitiva (y sus analogías filosóficas) forman parte de una limitación biológica de nuestra conciencia, y no de otras consideraciones más metafísicas (como la existencia de un universo determinista con todo “planeado” de antemano, o teorías según las cuales viviríamos en algo así como una simulación, desde el idealismo subjetivo de George Berkeley a las especulaciones de The Matrix).

El intérprete con que cuenta el hemisferio izquierdo de nuestro cerebro trata de razonar lo percibido y cribado a cada instante (sólo retenemos un pequeño porcentaje del “ancho de banda” de “realidad” que entra a cada instante por nuestros sentidos), integrándolo en un saber acumulado que asocia pasado y presente, además de contribuir a una especulación sobre el futuro.

“Los proverbios flamencos” (Peter Brueghel el Viejo, 1559), óleo sobre tabla de roble con representaciones literales de proverbios flamencos de la época

Esta función cerebral especializada en generar explicaciones sobre el mundo arroja algo de luz sobre nuestra mente, si bien el propio fenómeno de la conciencia conserva la mayoría de sus misterios, pese a los avances en ciencia cognitiva, psicología evolucionista (entre cuyos expertos se encuentra el propio Richard Hawkins, autor de El gen egoísta, inspirador del evolucionismo cultural o “memética”), etc.

El (imprescindible) pensamiento crítico no es innato: hay que cultivarlo

Pese a las limitaciones actuales sobre el estudio de la conciencia y las lagunas de comprensión sobre el nexo entre lo biológico y la emergencia del pensamiento complejo (que conducen a muchos neurocientíficos a teorías reduccionistas que equiparan neuronas a pensamiento, en una analogía que pretende inspirar máquinas con “conciencia”), existe un consenso multidisciplinar: los humanos estamos obsesionados con la narrativa.

Y, claro, cuando usamos historias para recordar el pasado, dar sentido al presente, imaginar el futuro, inventar o simplemente comportarnos como humanos (con las contradicciones que ello conlleva), las tentaciones para imponer un relato sobre otro en función de intereses concretos explicarían buena parte de los conflictos humanos, tanto internos como colectivos.

La linealidad de mitos (con sus arquetipos humanos, muchos de ellos de origen ancestral), tradición lírica, religión y aspiración a dar cuenta de lo ocurrido se confunden en construcciones abstractas que el ser humano ha concebido, más allá de sus tendencias innatas.

El pensamiento crítico, propone Karl Popper, nace en Occidente con los presocráticos para tratar de explicar el mundo de la manera más próxima a la realidad percibida, contribuyendo así al conocimiento “empírico” (según Sócrates, “bondad”), en detrimento de relatos basados en ignorancia y supersticiones (según Sócrates, “maldad”).

Enfrentarse a la propia conciencia

Así, conflictos con origen en la propia conciencia humana, como la disonancia cognitiva, influyen sobre la propia capacidad humana para ver el mundo, interpretar la realidad, escribir un “relato” evocador, elocuente, etc.

El sesgo cognitivo, tan presente en la actualidad informativa y relacionado con el auge del populismo en la era de las redes sociales y sus silos informativos, encuentra un terreno especialmente abonado al apelar al punto débil humano: el poder que sobre nuestra mente ejercen las buenas historias.

Obcecados por la naturaleza y funcionamiento de esa entidad compleja que llamamos conciencia, varios filósofos han intentado, desde David Hume, describir la conciencia a partir de las propias observaciones y prescindiendo del saber acumulado.

El intento de Hume de estudiar la conciencia desde cero, que constató que nunca había podido dejar su mente completamente en blanco, pues siempre permanecía el hilo de algún pensamiento, inspiró a otros pensadores a cuestionar un relato dominante durante dos milenios, el dualismo platónico, según el cual existen ideales categóricos a los que pensamientos y cosas aspiran a parecerse.

Nacimiento de la conciencia del “ser”: copia romana de un busto helenístico, representando a una figura que, se pensó primero, hacía referencia al estoico romano Séneca (incongruente si se trata del modelo romano de una estatua griega muy anterior); se cree que es una representación libre del poeta arcaico Hesíodo, cuyas alegorías son el nexo de unión entre la metafísica primitiva y la filosofía clásica

Esta distinción platónica entre sustancia y forma dominaría el cristianismo y la filosofía, en el intento de ambos por explicar el mundo a partir de un ideal de perfección (en el caso religioso, una perfección de origen divino; en el relato filosófico, esta “divinidad” se traducía en la perfección matemática a la que debía aspirar el saber humano).

Consecuencias de una interpretación reduccionista de viejos textos

Tanto Schopenhauer como Nietzsche equipararon el dualismo cristiano con el universo racionalista de René Descartes (separación categórica de cuerpo y mente, con la aspiración sucinta de equiparar al ser humano a una máquina que aspira a la racionalidad sin contradicciones) y a la interpretación crítica que haría Immanuel Kant del cartesianismo.

Pero el imperativo categórico de Kant sigue aspirando a una razón matemática que producirá la rebelión de los existencialistas, que se enfrentarán al dualismo dominante en el siglo XIX: desde el pesimismo de Schopenhauer (y su mundo de seres que luchan por sobrevivir) al vitalismo de Nietzsche (“voluntad de poder” procedente de reconectar cuerpo y mente, separados por una construcción cultural de dos milenios).

Tanto Schopenhauer como Nietzsche encontrarán limitaciones a la narrativa humana, e inspirarán una nueva relación con la “presencia”, o interpretación de la realidad: para ambos, el relato lineal, omnisciente y simplificador de la realidad que se había impuesto en el conocimiento humano debía ponerse en entredicho.

Influidos por Nietzsche, varios pensadores se esforzaron en el siglo XX por comprender la realidad más allá de la interpretación cultural que se había impuesto de ella: leyendo los textos de Franz Brentano sobre Aristóteles, Martin Heidegger llegó a la conclusión de que la tradición occidental había simplificado la Física de Aristóteles, donde se priorizaba la “presencia” (definición inmediata de lo que uno ve) por encima de la “ausencia” de una realidad más compleja e inclusiva (que contiene varias interpretaciones del pasado, el presente, el futuro).

Música y parábolas

Martin Heidegger, Henri Bergson y, después de ellos, Jacques Derrida, trataron de “deconstruir” la presencia, para proyectar el conocimiento humano más hacia el futuro que hacia la interpretación “fija” y reduccionista que las autoridades académicas de cada período hacen del pasado (fijándolo, dándole esplendor, reduciéndolo a una mera recolección de anécdotas, deshumanizando su naturaleza compleja, vitalista).

Estos y otros autores se han encontrado, ya en la era de la cibernética, con un problema: cómo superar el concepto reduccionista de la realidad -que depende de recuerdos acondicionados por nuestro relato partidista, así como por el acceso al presente a través de nuestros sentidos, descartando la parte de la realidad que se configura como “proyección hacia el futuro”-, cuando nuestro conocimiento depende de una narrativa.

Filósofos, escritores y artistas han especulado acerca de métodos de conocimiento que superen el formato de las historias con inicio, nudo y desenlace moralizante:

  • Schopenhauer otorga a la música el poder de transmitir emociones y conocimiento directo a nuestro ser;
  • y Nietzsche nos se remonta al arte clásico anterior a la victoria de lo mental sobre lo instintivo: la tragedia de la época de Esquilo, cuando lo dionisíaco se bate con lo apolíneo.

Asimismo, descontento con las rigideces de la narrativa, el propio Nietzsche decidirá transmitir conceptos complejos recurriendo a una forma literaria capaz de concentrar simbolismo y multiplicidad de interpretaciones en un tamaño mínimo, una forma también presente en los textos sagrados: las parábolas y aforismos.

El formato de los textos sagrados

El estilo de Así habló Zaratustra imita el tono de los textos presocráticos conservados, así como la imitación escrita que Platón hace de los diálogos platónicos, sirviéndose de fenómenos naturales, imágenes de la naturaleza (símbolos relacionados con animales, accidentes geográficos, etc.) y recursos retóricos, presentes tanto en la tragedia griega como en el Nuevo Testamento.

En El ocaso de los ídolos, Nietzsche se refirió al estilo que había elegido para transmitir mensajes que trascendían una narrativa convencional:

“El aforismo, la sentencia en que yo soy maestro y el primero entre los alemanes, son las formas de la ‘eternidad’; mi ambición es la de decir en diez frases lo que otro dice en un libro, lo que ningún otro dice en un libro…”

Lo consiguiera o no, el autor deja clara su ambiciosa aspiración.

Recurriendo al simbolismo de parábolas y aforismos, estos textos pretenden superar la linealidad narrativa y los riesgos de confundir lo narrado con el mundo: una parábola se escurre de la limitación de la “presencia” aristotélica, obcecada con lo que está a mano en el momento y con lo ya vivido, abarcando un tiempo superior que también comprende la “potencia”, lo que no ha ocurrido todavía, hacia lo que nos proyectamos.

Asomarse a un punto

Los aforismos, con su saber concentrado y flexible, que acepta interpretaciones distintas en función de cada persona o momento, pretenden también trascender el presente y convertirlo en “eternidad” (extender la presencia hacia lo pasado y hacia lo futuro).

En El Aleph, Jorge Luis Borges imagina un artilugio capaz de concentrar todo el saber humano de toda la eternidad en un punto concreto del espacio y tiempo. Su artilugio literario trata de escapar a las mismas limitaciones de la tradición escrita humana, apenas un período anecdótico desde el nacimiento de nuestra especie, pero que ha acelerado nuestro conocimiento.

“Himno pitagórico al Sol del amanecer” (Fyodor Bronnikov, 1827-1902): los pitagóricos celebran el amanecer pronunciando los “Versos dorados” (también “versos de oro”) de Pitágoras; los cuatro primeros aforismos, de un total de setenta y uno, guardan un sospechoso paralelismo con los primeros mandamientos judeocristianos; la influencia helenística sobre los textos abrahámicos es incuestionable

Pero esta aceleración del conocimiento conduce a una sensación de agotamiento y limitación de nuestro conocimiento, al estar íntimamente ligado a la narrativa.

Tanto el nihilista Schopenhauer como el vitalista Nietzsche compartían una confesada afición por los grandes aforistas europeos que se adelantaron a la Ilustración: Schopenhauer tradujo al filósofo español del Siglo de Oro Baltasar Gracián, también alabado por Nietzsche y considerado precursor del existencialismo y la filosofía postmoderna.

Manual de Baltasar Gracián

El propio Nietzsche confesaría su estudio concienzudo de los aforistas franceses, con especial hincapié en La Rochefoucauld , dada la honestidad que veía en el autor francés y su llamada a la celebración del contrapeso dionisíaco de una existencia cultivada.

Las máximas de La Rochefoucauld se convierten, para el filósofo alemán, en un inspirador contrapeso a la continencia que criticaba de los estoicos (a quienes respetaba como maestros del aforismo).

En los 300 aforismos contenidos en Oráculo manual y arte de prudencia (1647) de Gracián, así como los aforismos de Blaise Pascal y François de La Rochefoucauld, entre otros, los existencialistas encontraron más espacio de interpretación y pistas sobre las maquinaciones de la conciencia humana que en las obras sesudas del canon filosófico de la Ilustración.

Acaso la profundidad y significado múltiple de una parábola o un buen aforismo, capaces de acompañar a una mente inquieta durante horas o jornadas enteras sin agotarse, se acerquen más a las aspiraciones de enfrentarnos cara a cara con la eternidad, como sueña Borges en El Aleph, que cualquier gran novela.

Rumiar

La indefinición de un margen claro entre realidad y ficción, así como el cara a cara con la eternidad, convierten a recursos como los buenos aforismos y las parábolas memorables en balcones al pensamiento desde las alturas.

En Más allá del bien y del mal, Friedrich Nietzsche describía así su relación con los aforismos:

“La forma aforística de mis escritos ofrece una cierta dificultad; pero procede de que hoy no se toma esta forma en serio. Un aforismo cuya forja y cuño son lo que deben ser no está aún descifrado porque se haya leído; muy lejos de eso, pues la ‘interpretación’ entonces es cuando comienza, y hay un arte de la interpretación… Es verdad que, para elevar así la lectura a la altura de un arte, es preciso poseer, ante todo, una facultad que es la que precisamente está hoy olvidada -por eso pasará aún mucho tiempo antes de que mis escritos sean legibles-, de una facultad que exigiría casi la naturaleza de una vaca, y ‘no’ en todos los casos, la de un ‘hombre moderno’: me refiero a la facultad de ‘rumiar’.”

Y, combinando la capacidad evocación de la música (que según Schopenhauer gana al lenguaje al no requerir lectura racional para que el alma humana se asome a su significado inagotable), con la fuerza de las buenas historias y parábolas, Richard Strauss musicó tanto Así habló zaratustra como El Quijote.

Horizonte

Nietzsche creyó ver en la música evocadora Wagner una oportunidad para trascender el lenguaje humano. Una rencilla con el compositor le hizo cambiar de opinión.

La locura repentina del filósofo nos privó de una reflexión sosegada al final de sus días sobre el espíritu de la tragedia, el lenguaje humano más allá del bien y del mal, la música, la intuición de lo particular y lo universal.

Por eso, quizá, Jean Baudrillard definía así un aforismo:

“‘Aforizein’ (ἀφορίζειν), de donde obtenemos la palabra ‘aforismo’, significa retirarse a una distancia tal que un horizonte de pensamiento se forma sin cerrarse ya jamás sobre sí mismo.”

Al asomarnos al horizonte, a las alturas o a las profundidades, activamos una búsqueda que ya no cesa.

Como la teoría de los anagramas de Ferdinand de Saussure, bajo las palabras se esconden otras palabras, abriéndose a posibles significados que uno puede rumiar, tergiversar, esculpir. Desplegar.