“Para aquellos que carecen de imaginación, un lugar en blanco en el mapa es un desperdicio inútil; para otros, la parte más valiosa.”
Para el conservacionista estadounidense Aldo Leopold, es en el concepto abrahámico de utilidad -que se traduce en valorar una tierra en función de lo que produce-, donde radica la impotencia de cualquier concepción respetuosa con otros valores.
Leopold, nacido en el Medio Oeste de Estados Unidos en 1887, creció observando la difícil convivencia entre el desarrollo industrial en torno a los Grandes Lagos y la mecanización de propiedades cada vez más concentradas en el interior rural de su Iowa natal.
De niño, Leopold, curioso y enamorado del enorme cielo del Medio Oeste rural antes de que su percepción se acelerara con el posibilismo técnico del Ford T, aprendió a observar el valor que los adultos en torno a él otorgaban a la mercancía “naturaleza”.
Semántica de la naturaleza percibida
Su familia, prosperaba gracias a los escritorios de madera de castaño que su padre fabricaba y vendía; su madre era hija de un inmigrante alemán que había estudiado dos disciplinas técnicas para transformar también el paisaje: ingeniería y arquitectura.
Conceptos como “civilizar”, “conservar” o “natural” no adquieren la misma semántica entre quienes, desde la infancia, han aprendido apreciar distintos tipos de madera transformada, cada una con sus particularidades y ventajas, y se han preocupado de relacionar el producto con el bosque.
Carl, el padre de Aldo Leopold, acostumbró a sus hijos a excursiones en las que los niños aprendieron a identificar árboles, aves y animales, en jornadas que combinaban la caza con la exploración sobre el terreno: aprender experimentando, apreciar el todo conociendo lo particular.
Porque la educación reglada tenía sus limitaciones:
“La educación, mucho me temo, consiste en aprender algo para practicar la ceguera con otra cosa.”
Una cultura donde “progreso” es incompatible con preservación
Cuando la naturaleza deja de ser un ente abstracto que explotar, una mercancía insensible y hostil hasta que es domeñada, es entonces cuando sus accidentes geográficos particulares y la vida que contienen pasan a formar parte de nosotros. Esa nueva apreciación de lo circundante nos devuelve, aunque sea sólo en ocasiones y de un modo más conceptual y simbólico que material, al ciclo de la vida en el lugar que hemos aprendido a apreciar.
Una reconexión con los senderos de las inmediaciones, y acaso con una relación más estrecha con los ciclos naturales que perdimos de vista a inicios de la Ilustración, cuando modernidad se confundió en ocasiones con explotación meticulosa de los recursos naturales.
Así, cuando en 1885 un grupo de utopistas quiso crear Kaweah Colony, una sociedad igualitaria en forma de cooperativa rural al norte de California, sus ideales progresistas y de justicia parecían aplicarse sólo a los colonos aceptados, ya que la intención era vivir de la tala de bosques de secuoyas, coníferas gigantes únicas en el mundo.
En cambio, tal y como explica Jon Mooallem en In the Land of Giants, un artículo para The New York Times, John Muir y el resto de ecologistas que influyeron sobre la protección de estos árboles únicos en el bosque que los exploradores habían apelado décadas antes Giant Forest, eran considerados “conservadores”.
Y, en este caso, conservaron. Gracias a ellos y a haber bloqueado los planes de la sociedad utópica de leñadores, Giant Forest se convirtió en el corazón del Parque Nacional de las Secuoyas.
El (afortunado) fin de una utopía de leñadores
Los colonos, primeros exploradores exhaustivos de la zona, localizaron un árbol majestuoso que, por sus dimensiones y centralidad, bautizaron Karl Marx. De haber proseguido con sus planes, la tala de los alrededores habría acabado con el propio Karl Marx.
Hoy, el mismo árbol sigue en pie, y lleva el nombre de General Sherman. Más allá del nombre de pila otorgado por humanos, éste y otros árboles son más que un número o una información objetiva desgajada del sistema en el que se integran.
Caminantes como el propio John Muir, impulsor clave de los parques nacionales en la Costa Oeste estadounidense, apreciarían muchos de estos árboles con la lucidez de atisbar -aunque parcialmente, como ocurre con cualquiera de nuestros intentos de comprender en profundidad- su majestuosidad. Su edad, envergadura, masa, importancia ecológica, belleza, resistencia…
Tal y como evoca Jon Mooallem con acierto en The New York Times, muchos de los gigantes de la que habría sido la Colonia Kaweah llevan en sus troncos las marcas de fuegos olvidados, a los que quizá nunca ha asistido un humano. Siglos después de estos fuegos, su majestuoso ramaje muestra su verdosa fractalidad.
Introspección, naturaleza, encantamiento
Los 53 individuos que habían comprado el bosque de viejos secuoyas para crear su falansterio, perseguían una utopía humana desarraigada de las necesidades ancestrales de la naturaleza que pretendían dominar.
A finales del siglo XIX, la idea de progreso, reivindicada por actitudes políticas próximas al socialismo y el anarquismo, se basaban en concepciones puramente extractivas de explotación de la tierra, desarrollando conceptos instaurados previamente por el positivismo ilustrado.
En cambio, las actitudes románticas inspiraron otro tipo de relación con el entorno que implicaba un contacto directo con un mundo todavía no domesticado y con una fuerza primigenia, donde cualquiera que lo intentara podía explorar su relación olvidada con el vitalismo del bosque.
Cada persona debía explorar su propia versión del panteísmo de los antiguos, o así al menos lo había recomendado Ralph Waldo Emerson.
Más allá de las historias de dominación natural
Los ideales desarraigados de la apreciación naturaleza, interiorizados incluso por los radicales utópicos de finales del XIX, chocaron a un niño que había corrido tras animales y dado las gracias a los árboles, por proporcionar a su padre el preciado material que un buen ebanista podía moldear con maestría.
Años más tarde, la hermana menor de Leopold lo describiría como un chico de la montaña:
“Siempre estaba escalando en torno a los despeñaderos, o navegando río abajo, o cruzando el río para adentrarse en el bosque.”
Una carambola del tiempo en el que creció quiso que la educación moderna sobre ciencias forestales empezara en Estados Unidos durante su adolescencia, y Aldo Leopold pudo explorar su vocación: un interés genuino y personal por la naturaleza, “su” naturaleza, y no prestado de las historias canónicas sobre la peligrosidad de lo salvaje y la obligatoria necesidad de dominación.
Tras sus estudios forestales en una escuela preparatoria de New Jersey y en la Universidad de Yale, Leopold decidió volver al Medio Oeste, para enseñar como profesor en en Madison, Wisconsin.
No obstante, las rigideces académicas y el formalismo de un trabajo que deja poco espacio para la experimentación y la divagación de los polímatas, animó a Leopold a ofrecer a su propia familia la educación en plena naturaleza que él había disfrutado de niño.
Relatos universales que parten de la experiencia particular
Es así cómo empezó a fraguarse A Sand County Almanac (1949), profundo y a la vez sencillo ensayo donde se logra la universalidad a partir de un profundo conocimiento y apreciación de lo particular: una mirada atenta y siempre curiosa a la naturaleza de proximidad con la que hemos estado en contacto desde la infancia, y que desaparece al ser “civilizada”:
“Como los vientos y los atardeceres, la vida salvaje se dio por sentada hasta que el progreso empezó a deshacerse de ella. Ahora nos enfrentamos a la cuestión de si un estándar de vida todavía más elevado merece la pena en términos de coste de vida natural, salvaje y libre. Para una minoría de nosotros, la oportunidad de ver los gansos es más importante que la televisión.”
El entretenimiento moderno y la prosperidad asfaltaban los nuevos barrios suburbiales estadounidenses, y los largos trayectos de antaño se convertían en meros trámites con automóviles y, pronto, transporte aéreo. Leopold, en A Sand County Almanac:
“El dogma moderno es el confort a cualquier precio.”
Pensar como una montaña
Preocupado por la falta de conocimiento y apreciación de la naturaleza que había observado en tantos conciudadanos, Leopold compró 80 acres de un terreno que había sido talado, explotado por ganaderos y abandonado en el condado de Sauk, centro de Wisconsin.
Como tantos otros pioneros ecologistas antes de que esta palabra fuera de uso común, Leopold tuvo que explicar que quien ha sido cazador en la infancia desarrolla un vínculo profundo con la naturaleza que le ha proporcionado bienes tan preciados.
A diferencia de quienes veían en la conservación un simple almacenamiento de bienes para comerciar en el futuro, Aldo Leopold abogó por desarrollar una nueva ética con la tierra, que debía adquirir un valor y apreciación imposibles de reducir a su mera utilidad económica. El tiempo le daría la razón.
La cabaña de madera que reparó él mismo y ocupó con su familia durante sus escapadas a la propiedad de Sauk County, había sido un gallinero de los anteriores propietarios. Un pequeño escritorio -acaso de castaño, la madera apreciada por su padre- en el antiguo gallinero le sirvió de rincón para escribir A Sand County Almanac, en uno de cuyos capítulos invitaría al lector a “pensar como una montaña”.
Percepción del mundo y proyección en él
Antes de que estudios interdisciplinares posteriores e hipótesis sobre ecosistemas y la propia biosfera terrestre, así como la degradación natural provocada por las actividades humanas, estudiaran las implicaciones de la supresión de especies de determinados hábitats, Leopold explicó en su ensayo que, para él, pensar como una montaña implica comprender la profunda interconexión de los innumerables elementos de un ecosistema, tanto los que conocemos y hemos estudiado como los que todavía no hemos aprendido a apreciar.
Si no hemos aprendido a observar un bosque con curiosidad infantil y apertura de miras, no importa el conocimiento técnico que hayamos recopilado sobre éste (en una búsqueda en el móvil inteligente o sirviéndonos de la autoridad en la materia): para nosotros, el lugar será apenas un trozo de monte sin explotar (y, por tanto, con una utilidad dudosa en el sentido tradicional, de raíces abrahámicas). Aldo Leopold:
“Abusamos de la tierra porque vemos en ella una mera mercancía que nos pertenece. Cuando percibamos la tierra como una comunidad a la que pertenecemos, quizá empecemos a hacer uso de ella con amor y respeto.”
Medir el valor de la naturaleza sin comprenderla
En cambio, hacer el esfuerzo de comprender la intrincada red de cualquier pedazo de naturaleza, por humilde y limitado que sea, nos alejará de la mentalidad reduccionista de pensar en un lugar como en un objeto aislado de sus alrededores y con un número limitado de “cosas”: árboles, piedras, animales, recursos en el subsuelo, agua, aves.
En su dietario, Leopold escribiría:
“La última prueba de la ignorancia viene del hombre que dice de un animal o una planta: ‘¿Qué tienen de buenos?’ Si el mecanismo de la tierra en su conjunto es bueno, entonces cualquier parte es buena, tanto si la comprendemos como si no.
Si la biota, en el curso de eones, ha erigido algo que nos atrae pero que no comprendemos, ¿entonces quién sino un loco descartaría las partes en apariencia sin uso? Preservar cada engranaje y rueda dentada es la primera precaución de un diseño inteligente.”
También hay una relación entre todos estos alimentos, una evolución en lo que llamamos “tiempo”, un ciclo en el que también juegan elementos, microorganismos, u redes de hongos (los micelios se extienden por el suelo, en simbiosis con las raíces de los árboles, como un auténtico sistema nervioso y un delicado diseño fractal que recuerda a los dibujos de células nerviosas de Santiago Ramón y Cajal).
La montaña y el lobo
Usando un lenguaje directo, Leopold describe parajes que conocía desde que tenía recuerdo combinando conocimiento científico con la intimidad de quien nunca trató lo no humano como entidad abstracta con valor equivalente a su utilidad económica inmediata.
Leopold no era, sin embargo, un socialista utópico como los leñadores de Kaweah, sino que pensaba que el concepto de propiedad de tierras necesitaba una “nueva ética”, sensible con el territorio y los seres vivos que lo habitan.
Pensar como una montaña implica comprender que, por mucho que una tradición humana haya cultivado la aversión contra el lobo, por ejemplo, este animal cumple con una función en su territorio, y su eliminación acarrea una cadena de consecuencias en el ecosistema.
Esta reflexión, expuesta con cruda belleza por Aldo Leopold, sigue siendo combatida por quienes reducen un entorno a su potencial de explotación. En torno a Yellowstone, donde el lobo fue reintroducido con éxito en los años 90, muchos granjeros se siguen oponiendo a la medida, pese al éxito de la gestión de los -escasos- daños registrados sobre el ganado. Del mismo modo, las manadas de bisontes vuelven a cruzar grandes extensiones de Norteamérica.
Leopold:
“Sólo la montaña ha vivido lo suficiente para escuchar objetivamente el aullido del lobo.”
El hombre y el halcón peregrino
En 1967, casi dos décadas después de que, a la muerte de Aldo Leopold, se publicara A Sand County Almanac, el británico J.A. Baker publicaba The Peregrine, ensayo en el que relata su sentida y meticulosa observación del halcón peregrino por las marismas de la Inglaterra oriental, sirviéndose de una prosa que el cineasta Werner Herzog ha comparado con lo mejor de Joseph Conrad.
En cualquier caso, la lírica del relato está fundamentada en una relación íntima con la naturaleza observada, que deja de ser un medio hostil y puramente a merced del ser humano, sino un lugar donde basta el interés de un solo hombre para obrar una pequeña maravilla: lo que James Dickey ha llamado la “fusión del hombre y el pájaro”.
O la profunda comprensión del ave por el hombre. Y, quizá, del hombre por el ave. Mientras J.A. Baker escribía su íntimo relato sobre el halcón peregrino y su profunda relación con las marismas, la especie estaba a punto de desaparecer y su territorio natural había sido decimado por el uso agrario e industrial del territorio.
Cuando el narrador se (con)funde con el halcón
En la actualidad, la especie ha logrado recuperarse desde su estado crítico, pero su difícil convivencia con nuestra especie, como ocurre con la reintroducción del lobo en Yellowstone, nos enseña con qué facilidad nuestra falta de empatía (o, en el caso de Leopold y Baker, amor y profundo conocimiento) puede seccionar un entorno que pudimos haber aprendido a apreciar.
Aldo Leopold, en A Sand County Almanac:
“Nuestra habilidad para percibir la calidad de la naturaleza empieza, como en el arte, con lo bello. Se extiende a través de fases sucesivas de lo bello hasta valores que todavía no capturados por el lenguaje.”
Creando una historia que nos una a él, que convierta la generalización pobre en el conocimiento profundo de lo concreto, para así no caer en el error de quienes creen en utopías sólo para humanos, pensando que pueden existir sociedades justas en entornos desarraigados y sin conexión con los ritmos ancestrales.
En la buena literatura y ensayística sobre la naturaleza, el paisaje es una experiencia personal, y el observador se convierte en parte de lo observado. Lo observado se acerca a nosotros en la voz del observador, que explica la experiencia. Y, explicándola, nos ofrece la voz de aves, árboles, lobos, montaña.
J.A. Baker describe por momentos al halcón, que alza el vuelo y se pierde en el firmamento como apenas un punto imperceptible, en calidad de “él”. Pero luego, este “él” es un “nosotros”. Y el narrador es ya el halcón. Y a la inversa.
Desencantamiento, reencantamiento
La apreciación de la riqueza, ritmos y tiempos de la naturaleza pierde terreno incluso en culturas que han cultivado sistemas estéticos atentos a orientación solar, influencia de vientos y corrientes de agua, materiales usados en abrigos y jardines, y naturaleza circundante.
Al perder la curiosidad por lo pequeño y particular que nos rodea, el sistema que conformamos con la realidad carece de puntos de apoyo con referentes en la naturaleza; y, sin persona y hogar atentos al entorno, se acentúa lo que los románticos llamaron “desencantamiento”: nuestro desarraigo de los ritmos de la naturaleza.
Cualquier intento de “reencantamiento” o búsqueda de una autenticidad perdida, pasa por establecer una relación personal con lo que nos interesa y atrae de la naturaleza, aunque sean los aspectos más humildes (o los que nos recuerden a la infancia: el juego con los insectos, la búsqueda de reptiles, la imitación del canto de las aves, los paseos sin rumbo por el bosque…).
Último fuego de la vieja loba
Tratando de descifrar las parábolas del Zaratustra de Nietzsche, y a la vez reflexionando sobre qué nuestra presencia en el mundo (a través de la metafísica de la presencia: tratando de convertir el presente aristotélico, corto y limitado a lo que observamos “en este instante”, en una experiencia más rica, que abarca el pasado y el “convertirse”, más que el estado fijo de lo inmutable), la fenomenología existencialista del siglo XX apeló a buscar la autenticidad.
Lo auténtico no se limita a una voz interior, sino que implica siempre la relación entre el individuo y lo circundante. Pero este entorno no es un lugar fijo y limitado como una naturaleza muerta o una instantánea, sino un mundo en constante transformación, que viene de lejos y se proyecta hacia el futuro, y nosotros formamos parte de él.
Aldo Leopold evoca así un recuerdo de la infancia:
“Alcanzamos a la vieja loba justo a tiempo para percibir un fiero fuego verde apagándose en sus ojos. Me di cuenta entonces, y lo he sabido desde ese momento, que había algo que yo desconocía en esos ojos: algo conocido sólo por ella y por la montaña.
“Era joven entonces, y tenía el gatillo fácil; pensaba que, porque menos lobos implicaba más ciervos, la ausencia de los primeros sería el paraíso de los cazadores. Pero después de ver el fuego verde apagarse, sentí que ni el lobo ni la montaña estaban de acuerdo con semejante opinión.”
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