Hace un par de años, un reputado economista estadounidense comentó en una charla a la que acudía, durante un campus de verano en Bozeman (Montana), que en el mundo de la economía y la econometría (proyecciones económicas), hay mitos, medias verdades e informes.
A la ironía, siguieron las risas del pequeño grupo allí congregado, compuesto por emprendedores medioambientales bien informados. El profesor cambió la manida frase “myths, half-truths, and lies” por “myths, half-truths, and reports”. Todos sabíamos a qué se refería. Y no nos escandalizamos.
Un ejemplo reciente
El otro día, aludí en un comentario en Twitter a la impresión que me dejó una entrada de blog que el economista Tyler Cowen había compartido en su popular bitácora.
La entrada que él menciona, publicada en el oscuro blog de un autor bajo pseudónimo, presumiblemente un “insider” del mundo académico y la economía, cita algunas conclusiones de Charles I. Jones, un economista progresista (“liberal”, en el sentido que se le da a la palabra en Estados Unidos) de la Universidad de Stanford. Jones explica por qué cree él (y su informe) que el mundo vivió un período de desarrollo dorado en los años que siguieron a la II Guerra Mundial.
La “derecha económica” contra el “dogma progresista”
El texto citado expone que fueron las políticas proteccionistas y a favor de un Estado fuerte del New Deal, y no las del libre mercado, las que impulsaron semejante época dorada, y Charles I. Jones cree que la “derecha económica” todavía no ha reconocido este hecho histórico.
El autor de la pequeña bitácora toma los mismos datos que el profesor de Stanford para exponer lo diametralmente opuesto: no fueron las políticas proteccionistas e intervencionistas del New Deal las que habrían propulsado el crecimiento económico desde el 50 al 93, sino por los efectos de la falta de crecimiento económico entre 1929 y 1945, que generaron avances tecnológicos y de productividad radicales.
¿Lo más chocante de esta entrada? Pues que ambos autores, tanto el dueño de la bitácora citada por Tyler Cowen como el citado profesor de Stanford, que encajaría en el estereotipo progresista de esta institución, tienen su parte de razón.
Sobre el papel, si bien cocinado, todo aguanta
O, más sorprendente todavía: si tomamos cualquiera de los dos partidos (uno, proteccionista y a favor del intervencionismo del Estado del Bienestar; el otro, a favor de la cultura del libre mercado y su flexibilidad), podríamos argumentar sólidamente nuestra posición hasta el punto de no sólo hacerla creíble en un artículo de una pequeña bitácora -o de un prestigioso diario-, sino de aguantarse como hipótesis plausible en un estudio económico sobre la primera mitad del siglo XX, que sería publicado, loado, citado.
En definitiva, cuando hay abundante información a nuestro alcance y basamos nuestras decisiones en interpretar información, las conclusiones pueden tomar carices opuestos, en función de la ideología (o los prejuicios, o los intereses) del autor. Y, claro, hay cocineros y cocineros.
La era de los cocineros de informes y otras criaturas
Hablando de cocineros. Como la economía, el agotamiento de los recursos, la crisis medioambiental y el aumento de la población son temáticas cuyo estudio genera abundante literatura, desde la amplificación de los medios tradicionales e Internet a estudios e informes, basados en modelos que, como hemos visto en el ejemplo anterior sobre el crecimiento económico de después de la II Guerra Mundial, pueden ser interpretados con conclusiones plausibles que a menudo son entroncadas, cuando no antagónicas.
Por ejemplo, hay quienes creen en la teoría “peak everything” (y sus oportunidades), sobre la que estamos hablando últimamente, y la citan a menudo como uno de los motivos de peso para cambiar hacia otros modelos productivos y de sociedad; otros, si bien no desmienten que explotar recursos no renovables conduce irremisiblemente a su agotamiento, no creen que ello vaya a suceder drásticamente y no ven motivo de preocupación alguno.
Mientras Richard Heinberg y otros autores creen que el actual ritmo de consumo de recursos ha conducido a su cénit de producción y, más pronto que tarde, estos recursos (petróleo, metales preciosos y estratégicos, alimentos, etc.) se agotarán, un grupo numeroso de profesores y presuntos expertos creen que estas teorías pecan de tremendistas o “malthusianas”, recordando el legendario fallo del ilustrado Thomas Malthus creando e interpretando sus proyecciones. El papel, dicen los críticos del “peak everything”, lo aguanta todo.
Ocurre lo mismo con el cambio climático. Pocos dudan que los niveles de CO2 estén subiendo. Pero la interpretación de los modelos climáticos se está convirtiendo en una pseudo-ciencia dentro de la ciencia. Y hay poderosos abogados contra cualquier acción contra la subida de las temperaturas que implique reconocer que el ser humano (y sus Estados, empresas, ciudadanos) son los responsables económicos del cisco climático. También hay quienes niegan que haya problema climático alguno.
Y, claro, el crecimiento de la población mundial y cómo garantiza su alimentación es otro de los temas estrella, argumentado de un modo u otro en función de las filias y fobias del encargado de interpretar la información a nuestro alcance.
Recetas para alimentar a la población mundial sin destruir el Planeta: antes y ahora
El último estudio encargado por el Gobierno británico sobre cómo alimentar a la población mundial en las próximas décadas alerta sobre los riesgos del crecimiento continuo de los habitantes del Planeta y la necesidad de eliminar barreras comerciales y arancelarias, así como superar prejuicios éticos sobre tecnologías como los alimentos genéticamente modificados, para nutrir con éxito a toda la población mundial, sin por ello destruir.
- O sea (último informe sobre cómo alimentar a la población mundial encargado por el Gobierno británico): “cada vez seremos más, y a duras penas nos alimentamos bien ahora, de modo que derribemos aranceles y cultivemos todo lo que podamos, incluso usando fertilizantes de cualquier tipo y cosechas genéticamente modificadas, y así se podrá alimentar a la creciente población, en lugar de entretenernos con las costosas políticas ‘intervencionistas’ agricultura orgánica y producción local”.
Tanto el estudio como su cobertura mediática crean una cierta corriente de credibilidad. El informe ha sido encargado por el Gobierno del Reino Unido, han participado en su elaboración 400 científicos de 34 países, además otros indicadores de seriedad que nos reconfortan a la mayoría.
Foresight, el mismo think tank británico que ha encargado el último informe, realizó hace 2 años el mismo estudio, con conclusiones igualmente homologables y creíbles: abundantes datos, modelos futuros creíbles, interpretación plausible y… conclusiones opuestas al último informe. En el estudio de hace un par de años, se recomendaba a los gobiernos adoptar sistemas de producción respetuosos con el medio ambiente, basados en métodos de producción orgánicos y locales, que debían protegerse de la homogeneización perversa de los mercados globales.
- O sea (penúltimo informe de hace 2 años, sobre cómo alimentar a la población mundial, encargado igualmente por el Gobierno británico): producir alimentos de calidad, preferiblemente orgánicos y locales, que alimenten a la población y retengan sus costumbres y conocimientos, y protegerlos ante la avalancha de productos homogéneos, genéticamente modificados y de escasa calidad, producidos con fertilizantes fósiles.
¿Concluyendo en función de los gustos de la época?
¿Cuál de los dos estudios lleva la razón, el último, publicado en los últimos días, o el impulsado por la misma institución dependiente del Gobierno británico hace dos años? Como en la disyuntiva planteada por la entrada del economista anónimo que cita Tyler Cowen, en la que se demuestra que cualquier economista suficientemente hábil y conocedor de los tejemanejes de la construcción de hipótesis plausibles, basadas en abundantes datos fehacientes, depende de las fobias y filias de cada uno.
Hace dos años, cuando los peores efectos de la crisis todavía no afectaban a la población británica y el partido laborista gobernaba, si bien en su cénit, el estudio sobre el crecimiento de la población global y su alimentación en el siglo XXI tenía abundantes coincidencias con los postulados de defensores de la alimentación orgánica y local como el periodista, escritor y profesor universitario estadounidense Michael Pollan.
En la actualidad, el estudio se viste, aunque sea sutilmente, del contexto político y social actual en el Reino Unido. El partido conservador de David Cameron gobierna con ayuda de los liberales conservadores, y las teorías económicas menos intervencionistas ganan enteros entre esa comunidad tan etérea como la compuesta por líderes académicos, think tanks, etc.
Pero las conclusiones del informe más reciente, con un cariz menos intervencionista y sin prejuicios ante el uso masivo de alimentos genéticamente modificados, también es defendido por una corriente de ecologistas pragmáticos, algunos de ellos poco dados al veletismo intelectual y con una trayectoria y formación tan sólidas como Stewart Brand, fundador de The Whole Earth Catalog, por no darle el mérito de haber liderado el ecologismo californiano durante la época de la contracultura.
En su último libro, Whole Earth Discipline, Brand se dedica a derrumbar varios mitos del ecologismo y a defender la energía nuclear, los alimentos modificados, o la vida urbana (aunque sea en arrabales), como única salida a la encrucijada climática actual.
Entonces, ¿Michael Pollan o Stewart Brand? Ninguno de los informes falta a la verdad. Sus recomendaciones están igualmente bien argumentadas y encontrarían una tupida legión de defensores bien informados, por no hablar de creadores de opinión, encargados de deglutir la información y ofrecerla de un modo a meno al lector despistado y poco atento al arte de los estudios e informes.
El último informe Global Food and Farming Futures
Advertido el lector, el último informe Global Food and Farming Futures, dirigido por Lawrence Haddad, responsable del Institute of Development Studies en el Reino Unido, expone argumentos atractivos, si bien sus conclusiones bien podrían ser mejoradas fusionando los puntos fuertes del estudio de hace dos años con los que atesora el actual.
¿O no es posible abogar por una economía agraria de libre mercado, competitiva y productiva, que se beneficia de cosechas de calidad -algunas de ellas, orgánicas, si tienen suficiente demanda-, a un precio razonable para el productor local, aunque viva en un país desarrollado?
Sea como fuere, la producción de alimentos es responsable del 30% de todas las emisiones de CO2 y el actual sistema alimentario, explica el último informe, no funciona para casi la mitad de la población mundial, con 1.000 millones de habitantes que pasan hambre, otros 1.000 millones padeciendo desnutrición y 1.000 millones más sufriendo las consecuencias de la ingestión calórica excesiva, que genera las actuales epidemias de obesidad en los países desarrollados, aunque también en los emergentes (la obesidad es también epidemia en México, Turquía e Irán, entre otros).
El estudio explica que la presión sobre el sistema agropecuario se refleja en alteraciones del precio que afectan a los más desfavorecidos. El coste de los alimentos, además, subiría bruscamente en las próximas décadas, lo que incrementaría el riesgo de conflictos y migraciones, concluye. Asimismo, se relacionan estrechamente la seguridad alimentaria y la pobreza o el crecimiento económico, la escasez de agua y energía, el cambio climático y la pérdida de biodiversidad.
Supervisiones
John Beddington, asesor científico del Gobierno británico, que ha “supervisado” el estudio (como, hace dos años, otro asesor científico “supervisó” el anterior informe), explica que “el mundo no ha reconocido todavía que esta relación es esencial. No es sólo ciencia y tecnología, comercio y precios. Es algo mucho más amplio”. Por ejemplo, ser capaces de alimentar 2.000 millones de personas más en 2050, reduciendo a la vez el impacto medioambiental que la agricultura y la ganadería producen en la actualidad.
El informe deja un hueco a la agricultura orgánica, “pero ésta no debería ser adoptada como la estrategia principal para lograr una seguridad alimentaria global equitativa y sostenible”. ¿Por qué? Bien, este último informe interpreta que, en un supuesto escenario con una producción orgánica global, la población mundial tendría que asumir enormes cambios en la dieta de la población, lo que sería “difícil de conseguir”.
Del mismo modo, el trabajo indica que los alimentos genéticamente modificados y los animales clonados no deberían descartarse, ya que la inversión en estas nuevas tecnologías es “esencial a la luz de la magnitud de los retos”.
Las críticas a las conclusiones del informe no han tardado. The Guardian cita al analista alimentario indio Devinder Sharma, que cree que el informe aporta una visión sesgada y militante contra los pobres. “El mundo ya produce alimentos suficientes para abastecer a 11.500 millones de personas [la población actual ronda los 7.000 millones]. Beddington y el Gobierno [británico] animan al cambio radical pero que realmente desean es intensificar las políticas existentes. Este es sólo un inteligente camuflaje de políticas que no han servido a los pobres del mundo”.
Mesa para dos, mejor que mesa para uno
Otros críticos argumentan que, más que fertilizantes derivados del petróleo, monocultivos genéticamente modificados, un mercado alimentario totalmente unificado y libre de aranceles, así como homogeneizado, se debe abrazar el camino opuesto: mayor frugalidad, vida y riqueza locales, y vuelta al cultivo basado en el ciclo del sol, en lugar de fertilizantes químicos. Bill Mollison (permacultura), Rob Hopkins (Transition Towns) y Michael Pollan (garante de la alimentación orgánica y local), creen que hay tiempo para abrazar este camino.
El informe Global Food and Farming Futures, sin embargo, cree que no hay tiempo que perder y no es momento de poner trabas al aumento de la producción.
De nuevo, creo que el camino realista, quizá también el más adecuado, tiene lo mejor de ambos informes. Por qué no recuperar el estudio de hace dos años, combinarlo con el que acaba de salir y, con la mayor información posible, elaborar una tesis superior a las dos presentadas por separado.
Puede haber mitos, medias verdades, informes… y buenos informes.