El pragmatismo al que nos empujan horarios ajustados y pantallas que nos siguen durante el día, ofreciéndose a cada instante para que prestemos atención, nos alejan del viejo arte de deambular como caminantes atentos al detalle azaroso y el matiz del momento.
Salir a la calle ya no es una aventura y nos apresuramos a denigrar a quienes todavía deambulan sin rumbo, sumidos en sus pensamientos y ajenos a los impulsos sensoriales que garantizan auriculares inalámbricos y pantallas de móvil cada vez más brillantes, nítidas y con un color más cercano a la realidad.
Así que pasear es propio de quienes hacen puñetas: el jubilado, el dominguero, el parado, el niño soñador que se retrasa un poco y trota a lo Platero por la calle tarareando algo, mirando, tocando, parando en seco con la boca abierta, reemprendiendo el camino a la carrera y vuelta a parar, para iniciar de nuevo la marcha, intercalando saltos y piruetas que dibujan una estela invisible.
Teoría y práctica del garbeo con fundamento
Saber pasear, descubriendo lo que nos depara un entorno urbano o natural, es mucho más que avanzar a un paso determinado en un intervalo de tiempo decidido de antemano, sino una actividad más azarosa y relacionada con la experiencia reflexiva y sensorial del individuo. Una introspección con la actividad de involucrarse en el contexto que nos inspira cada curiosidad y pensamiento deshilachado.
Una manera de celebrar nuestra condición de seres embebidos en el mundo. Si somos algo, reflexionaba el filósofo alemán Martin Heidegger hace un siglo, es un ser integrado en la situación del momento, que se proyecta hacia el futuro como un torrente de percepciones cruzadas.
Estamos en el mundo: no nos podemos definir como un ente desgajado de lo que nos rodea (embadurnándonos de “realidad”, de “presencia”) en cada momento: por mucho que nos empeñemos en pensar en nosotros como individuos-estanco, nuestra piel no es un profiláctico que nos separa del mundo.
Del paseo de dominguero al paseo sinestésico
Cuando la llegada de la Ilustración convirtió el paseo desenfadado en entornos urbanos, reformadores sociales y arquitectónicos de la época lograron la atención e inversiones necesarias para diseñar los primeros parques urbanos recreativos y paseos arbolados, desde las remodelaciones urbanas en la España de Carlos III a las grandes transformaciones racionalistas de mediados del siglo XIX.
Saber caminar, sea en un paisaje rural a las afueras de la ciudad, en un parque o en territorio urbano, se convierte en un distintivo de quienes se han propuesto celebrar su “lugar en el mundo” (divagando mientras caminan, abiertos a que una visión o conversación inesperada, o acaso un acontecimiento no previsto, demanden su atención por un instante, reemprendiendo la marcha poco después).
Pasear abiertos a lo que nos rodea, observando, reflexionando, imbuidos o no en pensamientos relacionados con el mundo que nos rodea, inspirados en colores, conversaciones de café, vestimentas y matices aportados por la combinación casi sinestésica de texturas, colores, olores, sonidos.
Si el positivismo de la Ilustración, con sus aspiraciones de racionalización matemática de la humanidad, planeó los primeros paseos arbolados y bulevares para el paseo ocioso de la buena sociedad, el romanticismo reivindicó lo orgánico y misterioso, lo azaroso, lo áspero e imperfecto como una experiencia humana: sensaciones que no se pueden explicar con palabras, intuiciones, la propia naturaleza emergentista de la conciencia (el todo es más que la suma de las partes), la necesidad de evocar la realidad desde distintos puntos de vista…
La batalla entre el clasicismo positivista de la Ilustración y las intuiciones pre-existencialistas del romanticismo toma forma teatral en Hernani, de Victor Hugo (obra teatral estrenada en París en 1830).
El gusto romántico por perderse
Muchos de los románticos más influyentes fueron grandes caminantes: el filósofo trascendentalista Henry David Thoreau publicó un ensayo en The Atlantic donde reivindicaba el poder sugestivo y enriquecedor de la experiencia de caminar.
Su ensayo Walking se interpretó como un homenaje a los buscavidas ilustrados de la Nueva Inglaterra de la época, empecinados en emanciparse de la tutela cultural europea y crear un auténtico espíritu estadounidense, tal y como declaraba Ralph Waldo Emerson -amigo y vecino de Thoreau- en una célebre conferencia en Harvard (Divinity College, 15 de julio de 1838).
Thoreau, en Walking:
“Poco después, fui a ver un panorama del Mississippi y, mientras remontaba trabajosamente el río a la luz de hoy en día, veía los vapores que cargaban madera, contaba las ciudades que surgían, miraba las recientes ruinas de Nauvoo y a los indios desplazándose hacia el oeste a través de la corriente; y al contemplar ahora el Ohio y el Missouri, como antes el Mosela, y al escuchar las leyendas de Dubuque y del acantilado de Winona —pensando más en el futuro que en el pasado o el presente— advertí que aquella era la misma corriente que la del Rin, pero de un tipo distinto: que aún faltaban por poner los cimientos de los castillos y por tender puentes famosos sobre el río; y sentí que ésta es la auténtica edad heroica, aunque no la reconozcamos, porque el héroe es normalmente el más sencillo y oscuro de los hombres.”
El filósofo paseante y el “buen europeo”
El paseo orgánico y atento al paisaje por descubrir de un país nuevo lleno de esperanzas que se lee en la cuidada inocencia formal de los poemas de Walt Whitman (catalogado por Jorge Luis Borges como, ante todo, “un hombre bueno”) de los trascendentalistas estadounidenses tuvo su equivalente en los románticos europeos.
Nietzsche abandonó su cátedra universitaria por problemas de salud e instauró, desde los años previos a su obra filosófica hasta su colapso mental en 1889, la caminata como actividad ineludible de la jornada, perdiéndose a menudo durante horas por las afueras de las ciudades de Centroeuropa que convirtió en territorio de su experiencia, involucrándose en paisaje, naturaleza, costumbres, lenguaje.
Durante la juventud de Nietzsche, la corriente filosófica dominante del momento, el idealismo hegeliano, presionaba a los territorios alemanes e italianos para conformar dos Estados nación fuertes; el concepto de Europa del filósofo, receloso de las aspiraciones artificiosas y de “destino de pueblo” de los idealistas, era muy distinto.
Para Nietzsche, el “buen europeo”, era un individuo autónomo, crítico y políticamente responsable, un intelectual cosmopolita que ayudaría a que Europa estableciera un lugar en el mundo ajeno a aventuras colectivas que impusieran maneras de vivir de la masa a las minorías cultivadas (materialismo dialéctico), o maneras de entender una cultura y religión (nacionalismo y religión excluyentes).
Pasear por el París del Segundo Imperio
El filósofo alemán imaginaba a ese buen europeo como buen caminante, atento a su presencia en el mundo y liberado de misiones mesiánicas (de ideología, de país, de religión) para explorar su alrededor sin el corsé de una idea prefabricada de ser humano, buscando una manera fresca e ingenua de encarar la realidad sin depender de lo que otros antes que él había dicho de ella.
La vasta reforma racionalista de Georges-Eugène Haussmann en París, conformando el núcleo de bulevares y edificios con contraventanas y tejado de mansarda que identifican a la ciudad, convivió con la oposición de ciudadanos e intelectuales que veían cómo el paisaje de su cotidianidad cambiaba radicalmente.
Pero ni las protestas ni los estragos de los meses revolucionarios de la Comuna de París, a inicios de la década de los 70 del siglo XIX, acabaron con el arte de deambular por la ciudad, observando la vida de los otros, el paso de las estaciones, el atractivo de las ideas mordaces, la fiesta sensorial de los cafés, los mercados, las boutiques, los paseos y los primeros parques urbanos.
Estos vagabundos cultivados con flema romántica otorgaron la rica semántica al término “flâneur”: paseante con vocación de explorador de la realidad, atento a la gente y al entorno urbano pero celoso de su individualidad y defensor de su autonomía cognitiva, al ser consciente del poder homogeneizador de la ciudad e ideologías modernas, interesadas en absorber el individuo para que éste se convierta en unidad intercambiable de la masa (“pueblo”, “nación”, “clase”, etc.).
El paseante de las flores del mal
El flâneur del siglo XIX, pillo e indolente, pero a la vez curioso más allá del diletantismo impertinente, acabó con la semántica peyorativa que el término había acarreado en los siglos XVI y XVII (alguien perdiendo el tiempo sin más conocimiento ni objetivo que dejar pasar la vida).
Para Honoré de Balzac, la flânerie es la “gastronomía para los ojos”, un arte de vagabundear que Charles Baudelaire enarboló al estatus de bien aspiracional para quienes renunciaban a la comodidad material persiguiendo sus sueños artísticos y literarios.
Baudelaire escribía en la década de los 60, en plena transformación parisina:
“Para el perfecto flâneur, para el observador apasionado, es una alegría inmensa establecer su morada en el corazón de la multitud, entre el flujo y reflujo del movimiento, en medio de lo fugitivo y lo infinito. Estar lejos del hogar y aun así sentirse en casa en cualquier parte, contemplar el mundo, estar en el centro del mundo, y sin embargo pasar inadvertido —tales son los pequeños placeres de estos espíritus independientes, apasionados, incorruptibles, que la lengua apenas alcanza a definir torpemente.
“(…) Así, el amante de la vida universal penetra en la multitud como un inmenso cúmulo de energía eléctrica. O podríamos verlo como un espejo tan grande como la propia multitud, un caleidoscopio dotado de conciencia, que en cada uno de sus movimientos reproduce la multiplicidad de la vida, la gracia intermitente de todos los fragmentos de la vida.”
Estar en el mundo. Fluir con autenticidad.
Edad dorada de la flânerie
Si los trascendentalistas estadounidenses se volvían hacia el paisaje primigenio para impregnarse de la energía de empezar una civilización desde cero, los románticos franceses luchaban contra la pérdida de memoria de la racionalización urbana, optando por una manera interpretativa de deambular por el paisaje urbano, observando lo que ocurre en el mundo y, a la vez, evocando lo habido y por haber. O acaso aportando su propia perspectiva.
Las calles del París de los distritos históricos observaron el tropiezo, la parada pensativa, la conversación efusiva y el divagar pensativo de quienes transformarían artes, filosofía, arquitectura, ciencia. Poetas malditos, pintores impresionistas emulando a los personajes de La Bohème de Puccini, literatos de inframundo venidos de todos los rincones de Europa, todos celebraron la flânerie.
Para muchos, la flânerie se convirtió en el único oficio y beneficio. Para saber deambular, hay que ser docto en experiencia, percepciones, mirada, capacidad para improvisar como un actor clásico en una obra de Esquilo, pensaría la legión de flâneurs, atentos a alguna exposición donde comer algo o a encontrarse con algún saludado o conocido a quien gorrear un café caliente y algo de comer a cambio de algo de atención y presencia. El saber estar dinámico de quien camina abriéndose al mundo sin renunciar a su propia mirada.
El callejón del Gato
La Barcelona de los amigos de Picasso y el Madrid de Max Estrella y la Calle del Gato eran muestras de flânerie con tizne de esperpento; pero vagar sin rumbo por París equivalía a doctorarse en la materia. Acaso la Viena modernista era el único rincón europeo capaz de acercarse a las oportunidades de muchos parisinos para perderse en el tejido viviente de la ciudad, reto para la existencia cotidiana que, ya en el siglo XX, algunos intelectuales llamarían psicogeografía.
Las promesas libertarias de la psicogeografía, que pretendía que nuestra existencia individual se convirtiera en una celebración de la vida urbana (apelando al emergentismo, teoría científica y filosófica según la cual la suma de las unidades ofrece un resultado inferior a la complejidad y sofisticación del sistema o conjunto, cuando éste se encuentra en acción), se difuminaron ante el intento de equipararlas a la energía de aventuras marxistas.
Una ciudad vibrante, capaz de celebrar la serendipia y de dejar en paz a sus ciudadanos para que, quienes así lo deseen, deambulen observando y conociendo (para así, quizá, conocerse algo más a sí mismos), es incompatible con ideologías que pretenden planificar la sociedad como si de un plan quinquenal o una mera ecuación matemática se tratara. La psicogeografía se perdió en los castillos de naipes ideológicos del marxismo.
Botanistas de la acera
Cuando Baudelaire, que se quejaría tan vehementemente de la transformación de París en algunos versos de Las flores del mal (por ejemplo, en el poema 89, Le cygne, dedicado a Victor Hugo), el trabajo poético más incendiario e influyente de su época, definía al flâneur como “caballero paseante de las calles de la ciudad”, reivindicaba un papel activo y militante del ciudadano que sabe usar el espacio público: entendiendo la vida en las calles, participando en ella y explicando su mirada particular a través de los medios al alcance. En el caso del poeta, la poesía.
El arte tradicional, observó Baudelaire, no se adecuaba a las complicaciones de la vida moderna, que demandaba al artista una inmersión sincera en la ciudad, para convertirse el “botanista de la acera”.
En el siglo XX, el intento de asociar la mirada individual que demanda la psicogeografía a objetivos políticos como la revolución marxista -que en la Unión Soviética homogeneizaba, después de los primeros años de creatividad mediante movimientos experimentales como el futurismo, a ciudadanos para convertirlos en masa, como denunciarían artistas de la talla de Mijaíl Bulgákov-, privó al flâneur de su arma más preciada: una celosa e irreverente independencia.
El extranjero
El París del siglo XX se llenó de expatriados que, como los anglosajones de la Generación Perdida (nombre que les otorgó Gertrude Stein, mecenas del primer Picasso y consejera del joven Hemingway), trataron de involucrarse en la flânerie a sabiendas de que la ciudad era para muchos de ellos un escenario ajeno. Parisinos postizos descubriendo y escribiendo sobre sus países desde la distancia.
Tiempo después, a inicios de los 40 (y justo antes de que París cayera en manos alemanas, con el éxodo de muchos ciudadanos viajando hacia en sur), un escritor nacido en el entonces departamento francés de Argelia, divagaba por la ciudad como un expatriado más, pese a hablar la lengua y encontrarse en su país. El París de Albert Camus, entonces un desconocido periodista de segunda viviendo barato en Montmartre, aparece en los cuadernos del autor, explica Alice Kaplan en The Paris Review.
Ese Camus angustiado en medio de una ciudad por la que se pasea sin sentir nada cercano a la pertenencia, sin lograr una comunicación con el escenario y las personas, escribirá frenéticamente y con febril mala leche el corto borrador de una novela: El extranjero.
Vida fugaz de la ciberflânerie
¿Qué ocurrió con la flânerie? Todos estaríamos de acuerdo en abstenernos de considerar flâneurs a las bandadas de usuarios de Instagram en busca de la fotografía postiza perfecta sobre lo que ellos consideran, con o sin conocimiento de causa, lo más cercano a la flânerie que hayan experimentado.
El periodista freelance bielorruso Evgeny Morozov escribía recientemente en The New York Times acerca de los primeros años de Internet, cuando muchos usuarios se disponían a viajar por la WWW con el espíritu de un flâneur, topando con sorpresas, descubriendo recursos, pensando sobre nuevas posibilidades a cada momento.
Morozov argumenta que los años de esta supuesta flânerie cibernética quedan atrás y los hemos sustituido por productos-estanco que ofrecen toda la experiencia en línea del usuario dentro de los límites de su jardín vallado.
Si, en palabras de Marc Andreessen, es cierto que “el software está engullendo el mundo”, también lo es que servicios como Facebook constituyen un nuevo riesgo para los servicios electrónicos que basan su éxito tanto en un servicio que retiene la atención de los usuarios como en la credibilidad que han generado en torno a su oferta.
Estar en el mundo
Sin credibilidad, los usuarios que sacrificaron su espíritu de flâneur por construir su “identidad” electrónica en plataformas como Facebook podrían, simplemente, desandar lo andado y plantearse si el paisaje que observan desde su perfil de Facebook cumple con sus expectativas de exploración.
El símil de Morozov es testimonio de una nueva época. Como en el tiempo de Charles Baudelaire y el planificador Haussmann, responsable del París que todos reconocemos, nos encontramos en un momento de transformación de mentalidades y tipos de interacción con el mundo físico y, ahora también, el virtual.
Buen momento de recordar que la condición imprescindible del flâneur es su rabiosa curiosidad y su celo por mantener la mirada propia.
Regalémonos con la máxima asiduidad posible un paseo sin rumbo por nuestra geografía -urbana à la Baudelaire, natural à la Thoreau o Nietzsche- predilecta. O por los lugares que deseamos explorar. Despiertos.
Con la autenticidad de una melodía de jazz que se desliza en el contexto de la improvisación. Celebrar, en definitiva, nuestra manera de estar en el mundo.
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