El físico teórico John Archibald Wheeler, experto en relatividad general y física de partículas, fue consciente de haber nacido en un siglo a la vez catastrófico y prometeico, en el que la crisis del humanismo y el fanatismo al servicio de la técnica devastarían el mundo.
Pero el siglo XX constituiría también un siglo de hazañas ingenuas, desde las últimas grandes expediciones a la emergencia de Internet. Hace unos días, alguien comentaba su sorpresa al constatar que dos eventos que parecen pertenecer a dos eras muy distintas en realidad distan entre sí apenas 66 años: es el intervalo que separa el primer vuelo rudimentario de los hermanos Wright en 1903 del alunizaje del Apollo 11 en julio de 1969.
Archibald Wheeler, consciente de la cara más inquietante de la técnica como la bomba de hidrógeno, describiría así el paso del «tiempo», ese factor tan misterioso para su disciplina:
«El tiempo es el mejor medio que ha encontrado la naturaleza para que todo no suceda en un mismo instante».
Como representante del mundo científico llamado a transformar el mundo, Wheeler tendría que lidiar con las grandes contradicciones de su época. Entre ellas, congeniar una tradición ilustrada basada en principios morales con los objetivos de cometidos en su carrera, tales como la contribución al proyecto Manhattan.
Victoria pírrica de la utilidad
Esta evocación de la termodinámica, que sugeriría el tiempo como el fenómeno que emerge del proceso de pérdida de calor y disgregación del universo (entropía), guarda implícita una reflexión: al marcar un antes y un después cuando suceden, los eventos son la prueba del avance de la flecha del tiempo.
Y de un avance a otro: la marcha contrarreloj de las campañas de vacunación promete un verano de 2021 menos aciago para quienes esperan poder viajar que el verano de 2020. El desarrollo de vacunas efectivas y sorprendentemente seguras con respecto al tiempo del que los laboratorios han dispuesto para crearlas, probarlas y fabricarlas en masa, es imprescindible para que viajes y experiencias compartidas puedan producirse de nuevo a gran escala.
Nuestra generación no concibe un mundo sin los beneficios materiales del utilitarismo, protección de derechos individuales, medicina moderna y comodidades propias de nuestro tiempo, si bien hemos construido estos avances una vez nuestros fines y aspiraciones abandonaron las viejas dinámicas de equilibrio con el mundo circundante.
La gran tragedia de la modernidad radica en el cambio de perspectiva que la hizo moderna: al reconocer el mundo físico como un objeto ajeno que el ser humano podía medir, controlar y rentabilizar, la humanidad entraba en la Ilustración.
Ingenuidad olvidada
Al abandonar un tiempo mítico y de creencias incontrovertibles, el mundo del Renacimiento asumía la responsabilidad (según el protestantismo, de origen divino) de convertirse en custodio del mundo y servirse de sus riquezas de manera productiva. Florecimiento en trabajo y espíritu quedarían ligados desde entonces.
Según este esquema, razón y revelación (Atenas y Jerusalén, las almas constituyentes de la civilización occidental según el filósofo austríaco Leo Strauss) cristalizaban en una simbiosis de gran potencial que, sin embargo, abrían la puerta al mayor riesgo concebible: la instrumentalización de la ciencia como fin en sí mismo, en una inercia lista a eliminar cualquier idea de tradición o coexistencia con otras entidades de la naturaleza.
Nos hemos instalado en el agotamiento de esta separación artificial entre naturaleza y cultura humana, y corremos el riesgo de vivir en el peor de los mundos, uno que descarta las ventajas (apertura de miras, ingenuidad espiritual, humanismo) de la Ilustración y que amplifica todos sus inconvenientes (cientificismo, instrumentalización reduccionista de la ciencia hasta convertirla en dogma de fe).
Husserl sabía distinguir entre ciencia (modelos) y realidad (fenómeno emergente que depende de la perspectiva), y reiteraba que el cientificismo reducía lo real a uno de sus elementos, olvidando que las ideas y la ciencia son hábitos de lo real, que pueden ajustarse bien a lo que uno pretende medir, pero que se convierten en algo dogmático cuando alguien equipara estos modelos de medición a la propia realidad.
La dificultad de hablar antes de la tormenta
Estas fueron al menos las reflexiones de otro filósofo centroeuropeo, el fenomenólogo Edmund Husserl, en una conferencia pronunciada en Viena en 1935 donde constata la crisis europea y la deriva que, una década más tarde, confirmará sus peores augurios: el exterminio sistemático del pueblo judío europeo y el uso de la bomba atómica contra la población japonesa.
Husserl, que había sido apartado de su cátedra en la universidad alemana de Friburgo sin que su antiguo alumno Martin Heidegger moviera un dedo para evitarlo, usaría esta conferencia en Viena, que titularía La filosofía en la crisis del humanismo europeo, como su legado particular a las generaciones venideras.
Después de los momentos oscuros que se avecinaban, sería necesaria una reconstrucción. Sus primeras palabras, que él sabía que caerían en saco roto más allá de un puñado de académicos y escritores igualmente contrariados por el doble fracaso del tratado de Versalles y la Sociedad de Naciones, el ascenso nacionalsocialista tras las elecciones de 1933, así como por las primeras informaciones sobre las purgas soviéticas, que ya afectaban a cientos de miles de personas:
«En esta conferencia, voy a tratar de renovar el interés por el tema tan discutido de la crisis europea».
Husserl hablaba no ya para sus alumnos, algunos de los cuales lo habían repudiado en los años 30, sino en los hijos de éstos y sus descendientes. Pero el profesor, que moriría en la primavera de 1938 (en noviembre de ese mismo año, tendría lugar Kristallnacht y un año después empezaría la II Guerra Mundial tras una serie de fallidas concesiones a Alemania), no dedicó un instante de su charla a los políticos ni a la coyuntura de su época, sino a un agotamiento europeo cuya inercia había alimentado el polvorín que estaba a punto de estallar.
El cálculo frío que nos alejó de la naturaleza
La verdadera crisis partía de una metodología que creía de manera ciega en los procesos técnicos y supeditaba la cultura humana a ellos. La civilización de su tiempo había dejado de pensar y de observar el mundo con frescura para compartir puntos de vista (a través de la «intersubjetividad», o conjunto de pensamientos y valores que comparte una sociedad, como su se tratara de «universales subjetivos»), y se centraba en un único proceso: el cálculo.
La cuantificación. Los prolegómenos, en definitiva, de la obsesión de hoy por medir la realidad en vez de cuestionarse sobre ella de manera reflexiva.
La Ilustración había llegado a un punto muerto y sus engendros utilitaristas más radicales, el fascismo y el totalitarismo soviético, calentaban máquinas frente a una Europa occidental incapaz de conciliar viejas proclamas universalistas con sus réditos coloniales, y a una Norteamérica que rendía culto la eficiencia deshumanizadora de la carne empaquetada y la cadena de montaje. La técnica sustituía a los viejos equilibrios ponderados entre razón y revelación, entre cultura y naturaleza.
El pensamiento interrogativo, el escepticismo, el sentido crítico, el humanismo habían sido borrados del mapa, como mostraba ya Metrópolis, la película de Fritz Lang de 1927. Según Husserl:
«Las preguntas que le interesan [a la Europa moderna, más utilitarista que genuinamente experimentadora, curiosa, hambrienta de interrogaciones] empiezan con un ‘cómo’, y no con un ‘por qué’».
Lo que había lanzado a Europa a partir de una cultura de viejos mitos y un gusto particular por la experimentación, el lado más fructífero de los valores ilustrados, no eran ya más que una deformación extrema del objetivo inicial ilustrado de poner la naturaleza al servicio de los fines humanos y olvidar cualquier posibilidad de reconocer cualquier derecho o razón de ser a la naturaleza, a los animales o incluso a las sociedades humanas pretéritas a la Ilustración o ajenas a la cultura europea.
El cientificismo reduce la realidad a la medición de variables
En sus Meditaciones pascalianas, el sociólogo Pierre Bordieu se referiría a este cientificismo a ultranza (contra el que, recordemos, ya había escrito Nietzsche) con un oxímoron, El oscurantismo de la Ilustración [«Lumières» en francés]:
«El oscurantismo de la Ilustración puede tomar la forma de un fetichismo de la razón y un fanatismo de la universalidad que se mantienen herméticos a cualquier manifestación de creencia tradicional».
A la miopía denunciada por Bordieu de quienes fetichizan la razón podríamos añadir no sólo creencias, sino métodos y puntos de vista sobre la realidad ajenos a los dominantes que son descartados con el dogmatismo que las religiones institucionales usan para denunciar cualquier desviación del pensamiento dominante. Condenar a una naturaleza instrumentalizada a la alteridad implica continuar en el punto muerto que representa su explotación sin paliativos.
Es gracias a la efectividad de una abstracción (separar la humanidad del «resto», o naturaleza, que se convierte en un mero escenario, un centro de pruebas que concentra la alteridad) que la emancipación del hombre ilustrado alcanzó los niveles técnicos y conceptuales que posibilitaron los logros y atrocidades de los dos últimos siglos.
Mientras el mundo moderno se servía de esa alteridad a menudo identificada como «naturaleza», surgían las consecuencias de un marco conceptual que ha actuado como si un entorno finito tuviera una capacidad infinita de adaptación y regeneración.
Hoy pagamos ya el precio de habernos emancipado y separado conceptualmente de los límites establecidos por la naturaleza, una reflexión que entronca no sólo con los postulados del ecologismo moderno, sino con la proyección a largo plazo de Edmund Husserl (y, antes que él, de Max Weber o de Friedrich Nietzsche).
Un defensor de los elefantes en época turbulenta
El origen del problema, expresado ya por Leibniz y Descartes como la necesaria separación entre el espíritu y los fines humanos (la «misión» del progreso), y la naturaleza (un simple territorio salvaje por explotar), originará críticas como las de Nietzsche y una lucha quijotesca por el reconocimiento de los grandes sacrificados de la modernidad.
El escritor francés Romain Gary, él mismo su personaje más novelesco (inmigrante judío criado en el sur de Francia, activo en la Resistencia junto a De Gaulle, cónsul francés en Los Ángeles, inventor de un alter ego que lo superaría en celebridad literaria), relatará su vida en su novela autobiográfica La promesa del alba, había ganado el galardón más prestigioso de las letras francesas con su relato Las raíces del cielo, un relato con ecos de Joseph Conrad en El corazón de las tinieblas que aparecía en 1956 y que John Huston llevaría al cine en 1958.
Gary describe un escenario de personajes desclasados y desarraigados, supervivientes anímicos del horror de la II Guerra Mundial desde el punto de vista «evangelizador» de formar parte de la minoría blanca colonial en el corazón del África francófona.
Es en el África Ecuatorial Francesa donde reside un idealista quijotesco que se ha echado al monte (Gary usa los términos «rogue» y «amok») para defender la única causa por la que cree que merece la pena luchar en un mundo que ya no puede volver a una inocencia definitivamente agotada tras el Holocausto y las bombas de Hiroshima y Nagasaki: la defensa de los elefantes contra la caza indiscriminada.
Morel, este guerrillero guijotesco de la causa animal —recordemos, descrito por Gary antes de la propia existencia del ecologismo moderno—, es la voz de una conciencia que evoca la esperanza expresada por Husserl en el futuro que deberá llegar después de la catástrofe, el inicio que deba renovar métodos y contenido de un humanismo rejuvenecido que supere el infantilismo del cientificismo a toda costa y la instrumentalización de la naturaleza hasta un punto de no retorno.
Superar la alteridad con los integrantes de la «naturaleza»
Proteger los elefantes a toda costa es para Morel la acción simbólica para superar la alteridad, una llamada para despertar la conciencia de un mundo occidental que se ha arriesgado a perderlo todo al anteponer el fin a los medios una y otra vez. Si el ser humano acaba acabando con la megafauna más simbólica —reflexiona Gary en la novela—, ¿qué espacio habrá para un reencantamiento futuro con el mundo maltratado?
Morel se pasea por África Central con un grupo heterogéneo de oportunistas y pseudo-revolucionarios en pleno ocaso del colonialismo europeo en la región.
Al toparse con la única ciudadanía plenamente reconocida por el mundo de la época (a menudo de origen europeo) Morel insiste en una única cosa: que firmen una declaración que obligue de una vez por todas a las potencias coloniales y a las dos nuevas superpotencias, Estados Unidos y la URSS, a proteger a ese gigante maltratado de la megafauna africana.
Hay un momento en que Morel expone su plan inocente a un interlocutor que parece surgido de la película Casablanca:
«Lo que ocurre —dice Morel— es que la gente no está al corriente, por eso no dice nada. Pero cuando abran el periódico por la mañana y vean que se matan treinta mil elefantes al año para hacer cortapapeles o para vender su carne, y que hay un tipo que está haciendo todo lo habido y por haber para que eso acabe, ya verá [usted] la que se arma. Cuando les expliquen que de cien elefantes capturados ochenta mueren en los primeros días, verá lo que dice la opinión pública. Este tipo de cosas son las que hacen caer a un gobierno, se lo digo yo. Basta que el pueblo lo sepa».
La ciencia no puede reducirse al mero cálculo, decía Husserl ya en 1935, ni ser responsable de su propia degradación a partir del positivismo y el utilitarismo más reduccionistas, representados en Las raíces del cielo tanto por el poder colonial difuso, que educa a unas élites africanas para que apliquen los planes de desarrollo de la metrópolis sobre culturas denigradas y no reconocidas, como por el periodista-estrella estadounidense que visita África de cacería y al cual el poder colonial francés agasaja hasta que, cuando está a punto de matar a un elefante, recibe el tiro de un francotirador.
Es difícil no ver en este periodista de acción, un representante del nuevo colonialismo que sustituye a las viejas potencias europeas, al propio Ernest Hemingway.
Dos tipos de idealismo: el padre Fargue contra Morel
En Las raíces del cielo, hasta los padres católicos procedentes de la metrópolis forman parte del plan «civilizador» de una tierra que debe acabar con el analfabetismo, la lepra, la enfermedad del sueño, el tracoma, el paludismo o los cultos tradicionales, pero que se muestran no sólo reacios a la causa proto-ecologista del quijotesco Morel, sino que se oponen a su «extraña» y «desviada» sensibilidad hacia los animales.
Al fin y al cabo, la Iglesia institucional es una de las instituciones que ha promocionado la alteridad entre cultura humana y naturaleza. El padre Fargue, un hombre misericordioso con la miseria local se muestra implacable con el que considera un delirio idealista de Morel. El padre Fargue:
«Había vivido demasiado tiempo en el fondo de la sabana, en pleno corazón del sufrimiento negro, para manifestar otra cosa que no fuera impaciencia cuando un hombre se presentó ante él, en la misión de Fort-Lamy donde había ido a vociferar porque los medicamentos le llegaban con seis semanas de retraso (…)».
Después de ser vociferado por Fargue, quien sólo veía su cometido «civilizador» en una perspectiva donde los elefantes no pintaban nada, Morel espeta de manera implacable lo que podría constituir un inicio de la reflexión que Husserl demandaba para un humanismo ilustrado rejuvenecido: la «epojé», o suspensión conceptual que debería llevar a cualquier individuo reflexivo a comprender su compleja e indisoluble relación no sólo con su grupo, sino con toda la humanidad que ha existido y por existir, así como con los animales y su entorno.
«Morel tardó en contestar. Apretó los puños, se sacó del bolsillo una petaca de tabaco y permaneció un momento de silencio, con las piernas separadas, liándose un cigarrillo, probablemente para calmar la rabia de sus manos. Por fin alzó la mirada:
«—Escúchame bien, cura —dijo—. De acuerdo, tú eres un cura, un misionero, y estás metido hasta el cuello en todo esto. Quiero decir que ves todo tipo de sufrimientos y de fealdades a lo largo de la jornada. De acuerdo. Ves todo tipo de canalladas, la miseria humana, vaya. Y después de haber visto todo esto, después de haber limpiado el trasero de la humanidad, ¿no te entran ganas de alzar los ojos? ¿No te entran ganas de subir una colina y mirar otra cosa? ¿Algo bello, por una vez, y libre, una compañía completamente diferente?
«—¡Cuando me entran ganas de alzar los ojos y necesito otra compañía —vociferó el padre Fargue dando un puñetazo en la mesa—, yo no miro a los elefantes!
«—Tranquilo, tranquilo, no te pongas así. Tú necesitas como todo el mundo mirar de vez en cuando a tu alrededor para demostrarte que todavía no lo hemos mancillado, exterminado y estropeado todo. Tú necesitas como todo el mundo tranquilizarte, decirte que todavía queda algo hermoso y libre en esta tierra baldía, aunque sólo sea para seguir creyendo en tu Dios. Así que firma aquí. No merece la pena que le des más vueltas; no temas, no estás firmando ningún pacto con el diablo. Sólo es para que no maten a más elefantes. Cada año matan a treinta mil.
«[Morel] Sonrió bruscamente, con malicia.
«—Y recuerda esto, cura, ellos no son responsables de todas nuestras porquerías. Ellos no son culpables, cura, no son culpables.
En el principio
Ni la razón ni la fe pueden reducirse al cálculo técnico y espiritual. El humanismo requiere un «reencantamiento» con el mundo, tal y como expobe Byung-Chul Han en libros como El aroma del tiempo.
Como reiterana el filósofo alemán Günther Anders, otro de los alumnos de Edmund Hüsserl (además de compañero de Martin Heidegger y marido de Hanna Arendt entre 1929 y 1937), el gran problema de la actualidad es nuestra incapacidad para reconocer o incluso ser conscientes del impacto de la técnica sobre el mundo, un «desfase prometeico» entre el impacto de lo que hacemos y nuestra incapacidad de comprenderlo en toda su extensión.
Anders cita unos versos del Prometeo encadenado de Esquilo a modo de epígrafe para su ensayo Nihilismo y técnica:
«En el principio, ellos veían sin ver, escuchaban
sin oír y, semejantes a las imágenes de los sueños,
vivían su larga existencia en el desorden y la confusión;
no conocían las soleadas casas de ladrillos;
no sabían labrar la madera, y vivían ocultos,
como las ágiles hormigas,
en lo más escondido de cavernas donde no penetraba la luz».