En 2006, Google adquiría la plataforma de vídeos caseros YouTube por 1.650 millones de dólares. En el primer trimestre de 2021, sólo YouTube generó para Alphabet, la matriz de Google, 6.000 millones de dólares de beneficio.
Pero el impacto de esta decisión no puede reducirse a términos meramente transaccionales: la apuesta cambió el modo en que producimos y consultamos contenido audiovisual, al acelerar la producción de vídeos de todo tipo e incentivar la innovación en capacidad de proceso y calidad de las cámaras y teléfonos.
Los usuarios de redes sociales fueron portada de Time en diciembre de 2006 (la palabra «You» en el interior de un reproductor de YouTube) y, con ayuda de los servicios con contenido de usuarios que han impactado la cultura, instauraron una nueva etiqueta estética que acercó el «selfie» a Hollywood (2014) y certificó el paso a una era de experimentación algorítmica en la curación de contenidos.
Ha llovido mucho, en la unidad de tiempo acelerada en que vive la Red, desde aquella ceremonia y en 2021 un público agotado por una pandemia apenas apercibió que la cita con la estatuilla se había ya producido. ¿Quién? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Por qué? A pocos ha parecido importar. Veremos en 2022.
Cuando el contenido que interesa también es amateur
YouTube es uno de los sitios que ha impulsado la «economía de creadores» y transformado para siempre el panorama mediático, lo que no implica que no debamos bregar con las consecuencias más desagradables de una maquinaria engrasada para lograr la máxima atención de la audiencia, y no el contenido de mayor calidad o más ponderado.
Hay excepciones y muchos analistas coincidirán en al menos un puñado de fenómenos positivos surgidos en esta «economía de creadores» que ha sustituido viejos intermediarios —sujetos a un código deontológico y también a unos intereses— por algoritmos que rezuman memética: conversaciones más estridentes, hechos más improbables, colores más chillones.
Todo vale en la carrera por la audiencia de una sociedad en que el individuo es un vendedor ambulante de su propia imagen que se explota a sí mismo, o así nos lo explica al menos el filósofo surcoreano afincado en Alemania Byung-Chul Han en La sociedad del cansancio.
La «economía de creadores» no es únicamente lucrativa para las mayores redes sociales, sino también para una minoría de creadores capaces de capitalizar su conocimiento o estilo de vida; más que explotarse a sí misma, esta pequeña minoría convierte su actividad profesional o su vida cotidiana en un espectáculo que evoca la atomización de fenómenos como la telerrealidad de la última era dorada de la televisión.
Contenido inabarcable: atomización de audiencias
A finales del siglo pasado, fórmulas como Gran Hermano y la exploración ficticia de las consecuencias de su amplificación, desde el filme El show de Truman, ofrecían ya pistas del potencial lucrativo de un viejo pacto fáustico al que antaño habían accedido las grandes estrellas y personalidades del mundo del cine, los grandes medios, las artes, el deporte y la jet set, y que hoy alimenta una carrera por el mínimo común denominador.
Los viejos entresijos de las personalidades públicas y sus exclusivas se traducen hoy en distintas derivadas orientadas a la Red, que facilita la granulación y conecta creadores con audiencia.
Una minoría está dispuesta a explotar el perenne atractivo del escándalo y la confrontación en un producto empaquetado, debidamente personalizado en las redes sociales y optimizado con técnicas de marketing en tiempo real gracias al análisis de datos, a cambio, eso sí, de ingresos (procedentes de marcas, publicidad contextual, suscripciones, micromecenazgo para creadores al estilo Patreon o, a menudo, todo a la vez —sin aclararlo abiertamente en la mayoría de los casos—).
Twitter to launch paid 'super follow' function that lets users charge for content https://t.co/BVOfZY2ZVa
— Guardian Tech (@guardiantech) February 26, 2021
A juzgar por el fenómeno de la polarización observado en los últimos años, el rol del periodismo como interlocutor de un diálogo entre público e instituciones es insustituible; el papel de las cabeceras en el Cuarto Poder no se ha limitado a establecer una agenda (que muchos asocian exclusivamente al conflicto de intereses, pero que a menudo ha jugado un rol social mucho más ponderado y responsable del que observamos en las redes sociales), sino que sirvió históricamente para garantizar estabilidad, apoyo profesional y jurídico al periodismo de investigación.
Plataformas como Clubhouse y Substack tratan de acelerar en el periodismo un largo proceso hacia la autonomía de determinados autores con una audiencia suficientemente numerosa y fiel, fenómeno ya observado desde el inicio de las bitácoras y el podcasting.
Texto contra audio e imagen
Nos adentramos en la era de la batalla del texto (fácilmente localizable) contra el audio y el vídeo (difíciles de consultar en «scroll» una vez ha ocurrido).
Para convertirse para los periodistas y analistas de renombre lo que YouTube es para los creadores con audiencias más elevadas, Substack ha debido establecer contratos que aseguran unos ingresos mínimos a sus autores de mayor renombre, así como un servicio imprescindible para cualquiera que pretenda dedicarse al periodismo de investigación en un país tan litigante como Estados Unidos: cobertura jurídica gratuita —uno de los pilares de las cabeceras periodísticas, una vez los departamentos de documentación y librerías multimedia de los grandes medios han dejado de tener sentido gracias a la Red—.
Queda por ver si la estrategia promovida por firmas de capital riesgo como Andreessen Horowitz, interesadas en reforzar la autonomía de las plataformas tecnológicas con respecto a los creadores de contenido tradicionales, a menudo con intereses antagónicos.
Como demuestran las tiranteces de Google y Facebook con los principales medios de comunicación de varios países cuya legislación limita su intención de usar gratuitamente su contenido, la estrategia más rentable a largo plazo de quienes controlan las plataformas pasa por establecer una relación directa con los creadores.
¿Es la expansión de esta estrategia compatible con la calidad y función del periodismo como catalizador de un debate público mínimamente vertebrado y constructivo?
La ardua búsqueda por la calidad perenne
Lo que observamos a menudo es una apuesta clara por la memética, o sobreexposición en las redes sociales del contenido potencialmente más popular para cada usuario.
La optimización analítica destinada a suscitar reacciones y mantener interés en torno a series de contenido (tales como canales de usuarios en redes sociales, o boletines y podcasts en plataformas como Substack y Spotify) no siempre se traduce en mejor información, sino en mayor efectismo y superficialidad, así como en alergia a tratar temáticas espinosas para las plataformas y los potenciales anunciantes (o, peor aún, patrocinadores declarados y encubiertos).
La competición de disparates o la fabricación de polémicas ya están servidas en Substack, que prometía contenido de profundidad, sin colorantes ni conservantes, de periodistas y autores de referencia, y lo que en cambio ofrece a menudo es —argumenta Helen Lewis en un artículo para The Atlantic— la venta personalizada de culebrones a una audiencia que pretende autodefinirse como usuarios que airean su desprecio por las intrigas folletinescas de baja estofa.
How Clubhouse might still win, by @Noahpinion has some smart product suggestions for @clubhouse https://t.co/bEtQqF1RcX
— timoreilly (@timoreilly) May 12, 2021
Este interés por la polémica superficial revela un problema más profundo del periodismo contemporáneo, argumenta Lewis:
«Muchos lectores se sienten atraídos por superestrellas marrulleras y controvertidas —hasta el punto de estar dispuestos a pagar por su trabajo— pero las publicaciones tradicionales sufren para retener a este tipo de figuras».
El riesgo de convertirse en bufón a cambio de limosna
The Economist lleva su artículo sobre la economía de creadores a un lugar más profundo de la madriguera de Alicia, al referirse a «influencers» dispuestos a aprovecharse del interés de muchos usuarios por estilos de vida y cualquier afición (por muy oscura que nos parezca), hasta el punto de pagar en plataformas como OnlyFans, un sitio londinense, a cambio de contenido personalizado.
Es el caso de Summer Solesis, una joven de 26 años residente en Florida que perdió su trabajo en un restaurante local en marzo de 2020 debido a la pandemia de coronavirus. Fue entonces cuando Solesis dedicó la mayor parte de su tiempo a publicar fotos de sus pies en Instagram, lo que le hizo amasar 20.000 seguidores.
Con una audiencia relativamente pequeña pero muy leal, la joven de Florida recibió ofertas a través de OnlyFans de dinero a cambio de fotos y vídeos personalizados de sus pies.
A través de OnlyFans, un sitio con sede en Londres que permite a «influencers» ofrecer contenido a cambio de suscropciones, la joven de Florida recibe una aportación mensual de una cincuentena de personas, cada una de las cuales aporta de media unos diez dólares, lo que alcanza sólo en este sitio unos 5.000 dólares anuales, algo menos una vez el sitio cobra su comisión del 20%.
El sitio estadounidense Patreon ofrece prerrogativas similares a cualquier creador independiente que quiera ofrecer contenido exclusivo a cambio de aportaciones puntuales o suscripciones.
Twitter ante Substack
Si bien estas plataformas de micromecenazgo cuentan con cada vez más participantes (en el caso de Patreon, 6 millones de «patrones» que generaron en 2020 unas aportaciones conjuntas unos 1.000 millones de dólares), una minoría de creadores acapara un porcentaje de ingresos desproporcionado en una economía caracterizada por un reducido grupo de creadores que se han convertido en auténticos estudios de producción, y una mayoría con ingresos modestos que deben completarse con otras fuentes de ingreso.
Hasta el inicio de la pandemia, las redes sociales habían logrado generar los incentivos (a menudo reactivos) necesarios para favorecer la participación de un porcentaje suficiente de usuarios sin la necesidad de ofrecer ninguna compensación directa (como sí ocurre en, por ejemplo, los perfiles retribuidos en YouTube o Instagram).
Here's something I wrote in 2010 that now can't be found:
"I can assure you that if you link to an article at https://t.co/j5l7PynkvO which is freely available today, it will always be freely available in the future. We don’t believe in linkrot."https://t.co/LhuXJtd6af— Felix Salmon (@felixsalmon) May 4, 2021
No obstante, la llegada de servicios como Substack o Clubhouse ha obligado a Twitter, un servicio que no ha logrado rentabilizar su influencia y uso intensivo entre líderes de opinión, a compensar en el futuro a sus usuarios habituales con seguidores más fieles.
Twitter ofrecerá Super Follow, un servicio que permitirá a los usuarios crear contenido exclusivo bajo suscripción de pago, por importes a partir de 4,99 dólares al mes; así como Communities, una respuesta a la funcionalidad de grupos en Facebook (uno de los escasos servicios que han logrado fidelizar a un público cada vez más reticente a publicar su propio contenido en la red social); y Spaces, una respuesta a las charlas privadas en Clubhouse con conversaciones en vivo sin dejar Twitter.
Sociedad de la fatiga
Los usuarios podrán pagar a sus “tuiteros” preferidos a cambio del acceso exclusivo a determinados tuits, boletines y grupos.
La concurrencia empieza a dejar poco espacio a los creadores de contenido para descansar, leer, formarse, en definitiva. ¿De qué hablar, cuando hay que publicar vídeos y texto y acudir a charlas en directo a través de sesiones de vídeo en directo en YouTube, Facebook o Instagram, así como charlas en directo, entrevistas para podcasts y contenido personalizado? La «sociedad de la fatiga» (expresión a cargo del citado filósofo Byung-Chul Han) parece acercarse a su punto de ebullición.
Las nuevas funcionalidades de Twitter, orientadas a competir directamente con Patreon y OnlyFans, pueden considerarse una respuesta al relativo impacto en el mundo del contenido periodístico personalizado de Substack: la empresa dirigida por Jack Dorsey había adquirido recientemente Revue, otro servicio para gestionar suscripciones a boletines, antes de que éste alcanzara impacto alguno.
Queda por saber si la abilidad de algunos usuarios para convencer a un porcentaje de sus lectores a pagar por una suscripción o a conformar grupos en torno a intereses específicos, repercutirá sobre la calidad de un contenido que hasta ahora ha favorecido la inmediatez y la reactividad, adecuado para aportar puntos de vista y puntualizaciones asociados a citas, documentos o memes gráficos, pero incapaz de desarrollar temáticas con la profundidad equiparable de, por ejemplo, un semanario.
El contenido no es una mercancía intercambiable
Twitter pretende hacer frente a esta limitación con una oferta de boletines que los usuarios podrán asociar a las suscripciones de pago y que emularían el servicio ofrecido por Substack, un servicio cuya audiencia se solapa con los «power users» de Twitter, que cuentan —según Pew Research— con mayor nivel de educación y un mayor salario medio que el público estadounidense o los usuarios asiduos a otras plataformas como Facebook.
La reacción de Twitter ante el éxito relativo entre su audiencia de las plataformas de suscripciones se explica por la tendencia que, según The Economist, podría cambiar el panorama mediático y del entretenimiento digital en los próximos años:
«Blogueros y tuiteros están moviendo su actividad hacia servicios de boletines de pago como Substack; creadores de videojuegos aficionados venden sus creaciones pixeladas en plataformas como Roblox; espectadores pagan por ver a expertos jugar en servicios en continuo como Twitch, propiedad de Amazon».
Esta nueva economía podría incluso forzar a Facebook a repensar su estrategia, que evita la compensación directa de sus participantes más activos en contraste con servicios como YouTube, pero que ha logrado establecer una economía comercial en torno a la venta directa y la promoción comercial a través de «influencers» en Instagram.
Fin de la participación altruista en redes sociales
La «participación» más o menos altruista en el ecosistema de Facebook empieza a parecerse demasiado a un trabajo no remunerado (o, siguiendo las reflexiones de Byung-Chul Han, a la exigencia a autoexplotarse) que el usuario se ve impelido a nutrir y mantener por miedo a perderse algo o aspiración a convertirse en un «influencer» más.
«Pero, más allá de los mayores “influencers”, la mayoría de los creadores no recibe más compensación que la recompensa de coleccionar “me gusta”. Facebook, la mayor red social del mundo, ha erigido un negocio publicitario de 92.000 millones de dólares anuales con la venta de espacio junto a entradas compartidas por sus 2.800 millones de usuarios-suministradores no remunerados».
A un nivel más modesto, Twitter genera más de 3.400 millones de dólares de ingresos al año con anuncios insertados entre el contenido de sus 350 millones de usuarios activos.
The new rules of the “creator economy” https://t.co/mv1krbT9OZ
— The Economist (@TheEconomist) May 11, 2021
Algo está cambiando en la economía de creadores, a juicio de The Economist:
«Si bien hay más contenido que nunca, las plataformas compiten cada vez más duramente para atraerlo. “Tiene lugar una carrera armamentística para adquirir creadores”, explica la ejecutiva de capital riesgo Li Jin. Nuevas empresas desarrollan métodos innovadores para que los creadores extraigan rendimiento económico de su trabajo».
El intervalo de atención en Twitter
Esta competición encarnizada se orienta hacia quienes han amasado una audiencia y han logrado demostrar una cierta tracción del contenido en que se han especializado.
Los usuarios de Substack se benefician del 90% del precio de las suscripciones y sus diez usuarios más populares generan ya el equivalente a 15 millones de dólares anuales; Twitch ofrece a los jugadores en «streaming» algo más de la mitad del precio de la suscripción, así como un porcentaje de la publicidad contextual y el dinero ofrecido en tiempo real por quienes se congregan en torno a una partida.
Cameo, otro servicio de esta nueva economía atomizada, permite a unas 40.000 «micro-celebridades» (o aspirantes a serlo) vender vídeos personalizados a sus seguidores, que retienen el 75% de los ingresos, con el actor Brian Baumgartner (The Office) como usuario mejor remunerado (más de un millón de dólares de ingresos en 202).
Clubhouse, el servicio que firmas de capital riesgo como Marc Andreessen promueven con inversiones y participación al lado de Substack, se prepara para ofrecer entradas y suscripciones a sus charlas de audio en directo, a las que se acude por invitación y que pretenden generar una percepción de exclusividad y escasez artificiales: ¿pagarán los usuarios por debates sin contenido sustancial ni participantes de peso?
Con la compra y adaptación de las herramientas de Revue, Twitter pretende evitar el riesgo de convertirse en una mera herramienta promocional de otras plataformas bajo suscripción y convencerse a sí misma de que puede evitar la deriva de Medium, plataforma creada por otro de los fundadores de Twitter (y antes, de Blogger), Evan Williams, que ha tratado en los últimos años de situarse entre el blogueo casual y el periodismo serio bajo suscripción y que ha renunciado a crear contenido propio.
El truco del periodismo marrullero
La enésima estrategia de Medium (identificar a los contribuidores con una audiencia consolidada y ofrecerles acuerdos personalizados para aumentar la audiencia) es una respuesta a la irrupción de Substack y se acerca cada vez más al modelo de YouTube, en el que la plataforma acepta compartir ingresos con sus creadores, que logran retener un porcentaje sustancioso de la operación.
De momento, la competición de las plataformas que pretenden establecer una relación directa con creadores populares se circunscribe a acuerdos orientados a incentivar continuidad a través de compensaciones de usuarias y aportaciones más o menos encubiertas de las propias plataformas.
Estos acuerdos, equivalentes a otorgar un anticipo sustancioso a escritores, músicos o cineastas por obras no realizadas, no garantizan la calidad de un trabajo, como demuestra la cultura de escándalos y ataques ad hominem en la que se han instalado algunas de las firmas de Substack, tales como el periodista estadounidense afincado en Brasil Glenn Greenwald o el reportero de Rolling Stone Matt Taibbi.
A propósito del culto a la pelea corta que se instala entre las estrellas de Substack, Helen Lewis explica en The Atlantic la dinámica interna de esta cultura marrullera y sensacionalista (más propia de culebrones de prensa rosa que de un lugar que pretende reinventar el periodismo):
«Los participantes en estas trifulcas creen a buen seguro que están sosteniendo una buena causa, y quizá consideren este drama como meramente un desafortunado pasatiempo que los aleja de su verdadera tarea. Pero ¿puede uno ser un autor de éxito en este entorno y mantenerse al margen de las batallas en línea? ¿Qué trata de vender realmente los autores más mencionados de Substack?»
Futuras herramientas para garantizar la autonomía de los creadores
De momento, nadie parece interesado en recordar a quienes deciden buscar su independencia con respecto a medios y viejas instituciones en la economía de creadores: el intermediario entre ellos y la audiencia sigue existiendo, si bien este nuevo intermediario renuncia expresamente a ocuparse de viejas cargas y responsabilidades (como asumir el contenido editorial que difunde, o ofrecer beneficios propios de empleados a sus participantes) y no garantiza la propia supervivencia del contenido publicado en la Red.
¿Qué ocurre cuando una plataforma decide cerrar o cambiar de estrategia? Si bien redes sociales como Facebook permiten exportar un fichero con el contenido del usuario, éste no es fácilmente formateable para exponerlo en otro servicio o en una plataforma propia (como, por ejemplo, una bitácora).
Quizá el fenómeno de los tokens no fungibles (NFT) en el mundo del arte (físico o desmaterializado) ofece una pista de futuros caminos en los que garantizar tanto la autoría de contenido como su supervivencia al margen de las grandes plataformas y la remuneración a través de tokens no fungibles sobre plataformas como Ethereum. Expongo esta tesis en un ensayo que publiqué en 2019 con Anaya Multimedia.
More creator economy! (And built with some new @stripe functionality that we'll be investing a lot in over the coming months.) https://t.co/MoTaa7csjV
— Patrick Collison (@patrickc) April 27, 2021
No contar con un medio propio (mantenido y hospedado por uno mismo), implica que cualquier creador corre el riesgo de perder su contribución si es expulsado de un servicio o red social; cuando el «deplatforming» tiene lugar, cualquier servicio privado puede reservarse el derecho a no ofrecer explicaciones (ni, por supuesto, compensación alguna).
Cuando un medio borra tu trabajo
Hasta ahora, el contenido de la Red ha sido considerado una mercancía de escaso o nulo valor, algo que empieza a cambiar gracias a la popularidad de una minoría de creadores «indie». Ni siquiera periodistas consolidados poseen la capacidad de mantener el contenido que han escrito para grandes cabeceras y medios permanentemente accesible.
Recientemente, el periodista Felix Salmon se quejaba de la indiferencia de Reuters con respecto al contenido de viejas bitácoras que había alojado hasta ahora, entre ellas la del propio Salmon. Cuando el autor no es propietario de su gestor de contenido ni paga por un dominio y un alojamiento, su trabajo puede desaparecer por decisiones internas de compañías privadas, debido a la crisis de estas empresas o por cualquier otro motivo exógeno.
Los grandes medios tienen cada vez más dificultades para retener a periodistas que atraen su propia audiencia y se convierten en marca ambulante; algo similar ocurre en otros ámbitos de la divulgación, el entretenimiento o el arte.
Viejos métodos de intermediación, tales como la figura del editor, el crítico o el marchante, pierden su valor a medida que las plataformas digitales atraen audiencias multitudinarias.
Quizá nadie lo hubiera previsto, pero en los próximos años apreciaremos hasta qué punto la labor de intermediarios humanos repercute sobre la orientación y calidad relativa de cualquier producción cultural. En información como en arte o entretenimiento, producir a granel o automatizar fórmulas acabará contribuyendo al agotamiento generalizado.
Nietzsche en el retrovisor
La sociedad del cansancio explora nuevos niveles de saturación en una cultura que celebra el rendimiento, explica Byung-Chul Han:
«Los proyectos, las iniciativas y la motivación reemplazan la prohibición, el mandato y la ley. A la sociedad disciplinaria todavía la rige el no. Su negatividad genera locos y criminales. La sociedad de rendimiento, por el contrario, produce depresivos y fracasados»
Recordemos, pues, que somos mucho más que nuestros avatares en la carrera generalizada por vestir de sentido un mundo digital baldío donde hasta las sonrisas aspiran a tener un coste monetizable y la espontaneidad debe someterse a una prueba de optimización A/B.
En La sociedad del cansancio, Byung-Chul Han cita una apreciación de Nietzsche en Humano, demasiado humano:
«Por falta de sosiego, nuestra civilización desemboca en una nueva barbarie».