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Menos medicación, ¿más meditación?: del dhyana al chan y zen

Aumenta el consumo de estimulantes en actividades exigentes.  Su carácter exógeno implica que estudiantes y trabajadores dependen de sustancias ajenas a su organismo para rendir al máximo, adentrándose en un limbo entre el efecto placebo y la narcosis.

Existe una alternativa a la medicación o ingesta de sustancias estimulantes, legales o no, para aumentar el nivel de atención y concentración; a medida que la neurociencia avanza en el conocimiento del cerebro, los hallazgos sobre lo que llamamos conciencia otorgan más importancia a una práctica ancestral con presencia en las principales tradiciones filosóficas y religiosas: la meditación.

¿Cómo lograr resultados óptimos con menos y medicación y más meditación? ¿Se debe meditar siguiendo unos cánones preestablecidos que convertirían a la actividad en poco menos que una liturgia? ¿Hay una “manera correcta” de meditar? ¿Se obtienen resultados cuantificables con la práctica?

Superando el efecto placebo: el bienestar que procede del interior

Meditar, en efecto, favorece la concentración e implica la toma de control del propio organismo sin la necesidad de recurrir a placebos externos; según filósofos clásicos, tanto occidentales como orientales, la dependencia de objetos externos para nuestro bienestar implica falta de libertad sobre uno mismo, mientras la autosuficiencia y el control de la propia conducta aparecen entre las principales virtudes y cualidades loables para la tradición socrática, pero también para la tradición oriental englobada en las religiones dhármicas, desde el hinduismo al budismo, pasando por el taoísmo.

Los últimos estudios neurológicos sugieren que la intuición oriental sobre la naturaleza de la conciencia humana como algo fluido y cambiante a lo largo de la vida se acerca más a la realidad que la tradición dualista occidental, donde tanto clásicos como religiones abrahámicas dividen cuerpo y espíritu y consideran este último como algo predefinido desde el nacimiento hasta la muerte, con cambios sólo sometidos a la experiencia.

(Imagen: templo budista del distrito de Higashiyama en Kioto, Japón)

Tampoco es casual que quienes practican la meditación adquieran un control y fortaleza mentales captados por un escáner cerebral.

Ondas gamma

Hace unos años, por ejemplo, un grupo de científicos otorgó a Matthieu Ricard, científico molecular de 69 años y budista zen durante las últimas 3 décadas el título simbólico de “persona más feliz del mundo”.

El estudio de la Universidad de Wisconsin para determinar el bienestar de las personas sometidas a la prueba usó 256 sensores, que obtuvieron en Ricard unos resultados sorprendentes: cuando medita, Matthieu Ricard produce un nivel de ondas gamma -nivel de conciencia, atención, aprendizaje y memoria- nunca antes registrado en una persona.

Tanto filosofías occidentales como orientales coinciden en la esencia: el cultivo interior constante o introspección son el origen del bienestar duradero y la autosuficiencia, al basarse en la disciplina mental y rechazar la dependencia de objetos o personas para lograr lo que los estoicos llamaron “tranquilidad” y la psicología humanista describe como “autorrealización”.

El arte de meditar

Pero, ¿es necesario meditar de una manera concreta para lograr los resultados que convierten a personas como Matthieu Ricard en individuos “felices”, o bastaría con comprender que la esencia de esta práctica?

La presencia de técnicas de introspección con resultados descritos similares en tradiciones tan dispares como la filosofía griega, el misticismo cristiano o islámico, el zoroastrismo o las religiones orientales sugeriría que no hay un modo unívoco y sujeto a una cultura de meditar de manera “correcta”, sino una similitud en el trasfondo de todas las técnicas, hayan sido o no institucionalizadas en una liturgia.

En esencia, anacoretas peripatéticos o cínicos, gnósticos cristianos o ascetas dhármicos practicarían lo mismo: introspección hasta alcanzar un estado de conciencia “elevado”, a menudo perdiendo la noción del tiempo, así como la conciencia de estar separado de la realidad circundante.

Hijos del dharma

No obstante, la evolución de la filosofía occidental y religiones abrahámicas, influida por el realismo aristotélico y el idealismo platónico, estableció una división clara y profunda entre individuo y entorno, así como entre cuerpo (físico, transitorio) y espíritu (etéreo, ideal, mágico, trascendente).

Una vez diluido el panteísmo presocrático, Occidente relacionó sus prácticas introspectivas con el cultivo de la mente, olvidando lo físico y la realidad percibida, una tradición que ha llegado hasta la actualidad, pasando por el cartesianismo de la Ilustración y el idealismo.

(Imagen: casa de té de cristal instalada en el porche del templo Shoren-in, en las colinas del naciente de Kioto, obra del arquitecto Tokujin Yoshioka)

La tradición oriental, por el contrario, mantuvo viva la esencia dhármica de las distintas filosofías surgidas en la India: la meditación se convertiría en la manera de reconocer la transitoriedad humana y la fluidez de la conciencia, así como la fusión entre individuo y entorno en un todo indisoluble.

La técnica para “recordar” el camino humano hacia la indisolubilidad con lo circundante permaneció inmutable, pese a que su nombre cambiara y la práctica viajara desde el subcontinente indio al resto de Asia, adaptándose a lenguas e idiosincrasias: meditación.

Dhiana, chan, seón, zen

La palabra originaria de la meditación dhármica procede del sánscrito: dhiana o dhyāna, y si bien la práctica mantuvo su esencia en hinduismo, hinduismo y taoísmo, la palabra se transformó en “chan” al llegar a China, más tarde se extendió por Corea, donde se transmutó en “seón”, para alcanzar finalmente Japón, adquiriendo la forma “zen”.

Los viejos mantras dhármicos habían perdido su musicalidad al llegar a Japón, pero la idea de trascender y fundirse con el entorno a partir de la meditación se había salvado.

Mientras tanto, Occidente ahondó en la visión antropocéntrica y dualista del mundo:

  • persona y entorno como entes separados;
  • cuerpo y espíritu como entes separados.

El primer filósofo occidental en sugerir que la conciencia humana era inseparable del resto de nuestro “yo” (mente y materia como unidad indisoluble), así como en intuir la fluidez entre lo que percibimos a través de nuestros sentidos y lo que nos rodea en cada momento, fue David Hume, quien relacionó la conciencia humana como el estado de comprensión en el momento presente; varios autores especulan con que Hume habría tenido acceso al primer ensayo sobre filosofía budista, escrito por Ippolito Desideri y prohibido por la Iglesia.

Meditación occidental vs. oriental

La meditación oriental no se limitó a un esfuerzo introspectivo para “elevarse”, como constituiría en la tradición peripatética griega o el anacoretismo cristiano desde los gnósticos, sino que implicó desde sus orígenes fundirse con lo circundante y perder la conciencia de uno mismo.

Esta diferencia puede observarse en la raíz de los términos:

  • “meditación” (del latín “meditatio”, o ejercicio intelectual consciente);
  • y dhyāna, con un significado más etéreo y designó primero a métodos ascéticos sin liturgia ni unificación para alcanzar un estado alterado de conciencia donde destacan la ausencia de “ego” (el “falso” yo, al separar al individuo de lo circundante) e intuición de una realidad básica y primordial de carácter panteísta y, por tanto, próxima al panteísmo presocrático.

Lo que eres, lo que piensas y lo que percibes

El escritor y filósofo estadounidense Robert M. Pirsig reflexionó en su ensayo Zen and the Art of Motorcycle Maintenance sobre la profunda diferencia entre la manera de comprender la realidad en las tradiciones occidental y oriental.

En Occidente, la lógica presupone la separación de sujeto y objeto. Las religiones orientales, por el contrario, parten de la doctrina sánscrita “tat tvam asi”, o “tú eres eso”, que afirma, en palabras de Pirsig, “que tú eres todo lo que piensas y todo lo que piensas y percibes son indivisibles. Comprender plenamente esta falta de división es iluminarse”.

La tradición idealista occidental, que otorga a la lógica un papel esencial, presupone que lo observado es la única realidad, mientras para la tradición oriental esta separación entre el observante y lo observado son una ilusión “práctica” (una interpretación humana de la realidad que no es toda la realidad), y sólo la meditación (entendida como eliminación de actividad física y mental frenéticas, para evitar cuantas más emociones y evocaciones mejor) logra sincronizar a la mente con el flujo natural en el momento presente.

Momento presente, relajación, concentración

Los orígenes dhármicos de la meditación oriental permanecen inmutables, si bien varían los modos prácticos de acercarse a este estado de tranquilidad consistente en la pérdida de la noción del tiempo, la elevada concentración y la pérdida de la noción del “Yo”:

  • asciende la percepción de la realidad en el momento presente (sonidos, colores, texturas, espacio);
  • la mente se relaja hasta liberarse de pensamientos recurrentes;
  • la concentración se centra en el “todo” percibido, ya sea el flujo natural o “Dios”.

En las religiones dhármicas, este estado se logra con posturas determinadas y técnicas de respiración y recitación constante, a menudo apenas la repetición de un vocablo o de un grupo de palabras.

No obstante, tanto el misticismo de las religiones teístas como las técnicas de introspección informales de Occidente logran, según los estudios, resultados de concentración y bienestar similares a la meditación tradicional.

Mente entrenada, experiencias de flujo y atención inmersiva

Es el caso del proceso de profunda concentración en una tarea que el psicólogo Mihály Csíkszentmihályi llamó experiencia de flujo en 1975.

Muchos hemos experimentado situaciones de flujo, ese estado mental en el que estamos tan concentrados en la actividad que nos apasiona que esta implicación particular nos hace perder el sentido del paso del tiempo y de nuestra existencia individual, logrando un desapego entre nuestra mente concentrada y necesidades biológicas.

La historiadora de Harvard Jennifer Roberts llama a este fenómeno de extrema concentración, con características y efectos tan similares a la meditación, “atención inmersiva”.

En busca de los beneficios de la “atención inmersiva”

El propio Mihály Csíkszentmihályi detectó las similitudes entre imbuirnos en una actividad concreta (puede ser correr o pasear por el campo, o leer, estudiar, practicar cualquier arte, etc.).

Las situaciones inmersivas, descubrió, requerían la existencia de unos prerrequisitos, pero no de una “liturgia” o mantra concretos (como los del jainismo, el hinduismo, el budismo o el taoísmo):

  • concentración en el presente;
  • fusión entre lo realizado y la conciencia (desaparece la frontera nítida entre individuo y entorno);
  • pérdida del sentido de uno mismo;
  • sensación de control sobre uno mismo y sobre la actividad (como si ambas formaran parte de un “flujo” o un “camino”);
  • distorsión de la percepción del tiempo, que puede dilatarse o acortarse;
  • la tarea se realiza con naturalidad, ajena a la rigidez de la falta de implicación o comprensión del todo.

A diferencia de las experiencias de flujo, que son “autotélicas”, centradas en la curiosidad y el propósito personal, la meditación se realiza sin más objetivos que converger con esta naturaleza intuitiva que fusiona a individuo con lo circundante y las religiones dhármicas llaman “iluminación”.

Aquí y ahora

Cuando nos importa lo que hacemos y somos capaces de concentrarnos, la rigidez desaparece y el esfuerzo adquiere entonces la soltura de lo intuitivo, algo así como observar una obra de arte abstracto y disfrutar de lo que muestra sin preocuparse por su sentido “real”, pues lo que interesa es relajarse y observarla.

No hay una única técnica para meditar, ni tampoco un manual práctico, inequívoco e infalible para experimentar situaciones de flujo y aprovechar la concentración derivada en estudiar o avanzar en una vocación.

Sí que hay, no obstante, indicaciones que nos aproximan al estado favorecido por la meditación o las experiencias de flujo. Owen Schaffer, que trabajó con Mihály Csíkszentmihályi, cree que la atención inmersiva se experimenta con más frecuencia si sabemos:

  • qué queremos hacer;
  • cómo hacerlo;
  • cómo medir el progreso realizado;
  • adónde queremos ir;
  • afrontar altos desafíos;
  • evaluar nuestras habilidades reales y percibidas;
  • liberarnos de distracciones.

Del jainismo a los trascendentalistas

La meditación tiene un papel práctico cada vez más reconocido, una vez la neurociencia ratifica la intuición budista (y de David Hume) de que el “Yo” no es constante e inmutable, sino que cambia a cada momento.

Quienes se han sumergido en jainismo, hinduismo, budismo o taoísmo, han comprobado que las prácticas religiosas varían en detalle y colorido, pero perseveran en la voluntad holística de superar la dualidad entre ser y objeto.

Como los filósofos trascendentalistas Emerson y Thoreau, quienes practican con éxito algún tipo de meditación intuyen que el “Yo” difumina su forma y alcance concretos y desaparecen el peso de la experiencia y la educación dualista recibida.

(Imagen: casita suspendida obra del arquitecto japonés Terunobu Fujimori)

Entonces, quizá, nos habremos vaciado y, como Buda Gautama y tantos otros, nos preguntaremos si formamos parte de algo más complejo y primordial que incluye lo que nos rodea y su “flujo” o “camino”, lo llamemos “tao”, “dharma” o simplemente bienestar duradero (la eudaimonía de Aristóteles y las corrientes filosóficas que parten de su ética).

Übermensch

Nietzsche creía que el único modo de abandonar el estado de ensimismamiento era abandonar el dualismo cuerpo-mente de la tradición occidental y reconectar ambas esferas, sugiriendo un camino para lograrlo: la introspección o ascetismo.

Para sincronizarnos con lo que nos rodea, más que subir a una montaña y permanecer aislados en ella deberíamos detenernos más a menudo y observar relajados, hasta que lo observado ocupe el lugar de cada vez menos pensamientos peregrinos. He aquí algunos consejos básicos

Habremos aprovechado el tiempo, aunque los hábitos preponderantes nos aseguren lo contrario.