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Montañas y glaciares como puerta al pensamiento a largo plazo

El filósofo noruego Arne Naess, un hombre sencillo y franco como el personaje de una novela de Per Petterson o de Knut Hamsun, tenía una cabaña de madera encaramada a uno de los innumerables riscos con vistas a un país mordido por imponentes fiordos, rías gigantescas con valles angostos sobre los que, en las cortas semanas veraniegas, desciende a toda prisa el agua del deshielo y los saltos de agua son tan numerosos que nadie parece celebrarlos.

Como buen escandinavo, Arne Naess tenía una relación directa con el medio, pues el bosque, las montañas y el riesgo de permanecer a la intemperie sin prepararse lo suficiente han creado una relación de tú a tú, sin titubeos. Incluso en verano, las aguas de ríos y riachuelos con bajíos suficientemente tranquilos como para aventurarse a su orilla, tienen una temperatura no apta para gentes de otras latitudes.

Cuando unos amigos de Trondheim nos invitaron a pernoctar en una de las numerosas cabañas de montaña a las que uno puede acudir libremente, no esperábamos que la temperatura del lugar, unos 24 grados Celsius a primera hora de la tarde en la latitud de Trondheim.

Visita a una cabaña de montaña noruega

Con ese tiempo, Sivert Eliassen y Siri Hårklau se atrevieron incluso a llevarnos a un riachuelo impoluto en una zona de vegetación alpina que permitía la agricultura y la ganadería a la intemperie durante los meses cálidos del año. Allí, nos invitaron a entrar en el agua, tan poco profunda como cristalina.

El agua, gélida, no nos animó demasiado y apenas mantuvimos las piernas adentro durante apenas un minuto o dos; la diferencia entre el tiempo científico y su duración subjetiva (lo que creemos que dura algo) ha sido pocas veces tan clara para mí.

En ese paraje, que podría haber albergado la acción de la novela Markens Grøde (La bendición de la tierra) de Knut Hamsun, o de Ut og stjæle hester (Salir a robar caballos) de Per Petterson, con las montañas nevadas a lo lejos y la influencia climática de los fiordos en el ambiente, comprendí que la relación con el medio natural es distinta en latitudes donde el buen tiempo es raro y la luz solar carece de la intensidad del Mediterráneo o de la mayor parte de Europa Central.

Arne Naess compaginó la enseñanza de filosofía en la Universidad de Oslo con su afición por el alpinismo y la introspección en la soledad de su pequeña cabaña con vistas. Su filosofía se aleja de la tradición antropocéntrica que surge en Occidente a partir de Sócrates, y acuñó el concepto de ecología profunda.

La cabaña de Arne Naess en Hallingskarvet

En una entrevista concedida a Jan van Boeckel en 1997, Naess describía desde su cabaña encaramada a un risco una llamada que había sentido desde la infancia, la llamada de «la montaña»:

«Ya cuando tenía diez años, y once años, caminaba a veces a solas en esta dirección, hacia la montaña. Ya entonces, creía que esta montaña era una especie de padre benévolo (…). Así que, de alguna manera, interpreté esa atracción con naturalidad, pues aquí adentro es completamente, no harmonioso, pues este término es quizá algo grave, pero hay un equilibrio aquí dentro (…). Y esta gran montaña —en efecto, esta gran montaña— ¡parece ser una entidad en toda regla! De manera que para mí estaba viva, y por eso decidí que lo mejor sería vivir en la cima de la montaña o más abajo, en la montaña misma.

«Quizá, para las personas que vengan de otros países, al visitar Tvergastein, piensan que hay muchas cabañas, de propiedad privada, en esta elevación. Pero aquí no hay nadie más, es la cabaña privada más alta. Lo que hay más arriba son estaciones meteorológicas, etc. Pero la cabaña más alta de en los países nórdicos, no hay otra como ella. Y hay buenas razones para ello, me refiero al clima, quiero decir ¿por qué debería uno pasar el rato en un clima ártico? Pero es en Hallingskarvet [la cadena montañosa al Oeste de Oslo] donde estoy. No es el clima ártico, es Hallingskarvet. ¡Estoy obedeciendo al impulso, a la llamada de Hallingskarvet!»

A poco más de tres horas hacia el norte desde las cimas con nieves perpetuas de Hallingskarvet donde Naess decidió situar su cabaña de recogimiento introspectivo, en el extremo interior del fiordo más grande, Sognefjord, se encuentra la apartada localidad de Skjolden.

El ritmo de la montaña

Frente a la pintoresca localidad, en la loma de la montaña donde finaliza el fiordo, el filósofo austro-británico Ludwig Wittgenstein decidió erigir su propia cabaña, que visitamos con unos amigos noruegos hace ya casi cinco años.

Son parajes lentos, influidos por los elementos, con llovizna permanente en verano y nieve con rachas de viento en los oscuros meses invernales. En verano, el sonido ensordecedor de saltos de agua, torrentes y ríos crecidos por el deshielo transforma el lugar en un festín para insectos, mamíferos y aves, pero hasta hace poco bastaba con alejarse un poco del fiordo para encontrar parajes de nieves perpetuas, cada vez menos habituales en verano incluso en estas latitudes.

Dos mil kilómetros al sur en línea recta desde las cabañas introspectivas de Ludwig Wittgenstein y Arne Naess en Noruega (lo que obliga a viajar en ferry desde Larvik, en la costa noruega, a Hjørring, en el extremo septentrional de la península danesa), en los Alpes, el retroceso de los glaciares es un hecho consumado.

La glaciología ha pasado en las dos últimas décadas de constituir una disciplina nicho de la geografía y las ciencias de la Tierra, a ocupar un lugar preeminente en investigaciones cruciales en la actualidad, como la climática.

La evolución de los principales glaciares, reservas de agua dulce del planeta, es el canario en la mina de el siglo XXI: su estudio nos permitirá conocer cuál será la evolución del nivel del mar en las próximas décadas, a partir de modelos aproximativos que dependen del estudio cada vez más preciso de las dinámicas del hielo en la Antártida, en Groenlandia y en los principales glaciares de montaña que retroceden en todo el mundo.

Percepción de glaciares antes de la glaciología

Si la glaciología toma importancia, su estatuto de sistema de alerta de la evolución climática y del nivel del mar del planeta no ha surgido en las últimas décadas, sino que existen poderosos precedentes con una modernidad y actualidad chocantes, pese a haberse escrito en fechas tan alejadas de nuestra realidad como 1868.

Mientras España vive la Revolución de 1868 («La Gloriosa») que derrocará a Isabel II y dará la Primera República y posteriormente al federalismo cantonalista, la tensión social en París inspira los movimientos obreros modernos y el intento autogestionario de la Comuna de París (del 18 de marzo al 28 de mayo de 1871), una revuelta posibilitada por el bloqueo de París por las fuerzas de Bismarck, que habían humillado al Ejército francés en la guerra franco-prusiana y acelerado la caída del Segundo Imperio.

Mientras el campo francés sobrellevaba el momento de incertidumbre sin problemas de avituallamiento, París se sumía en la tensión y la hambruna: un destacamento del Ejército había descendido de Montmartre para frenar una posible revuelta, pero acabaría facilitándola.

Sin embargo, la falta de vituallas obligaría a la Comuna a incluir a ratas, animales domésticos (perros, gatos, caballos, mulas y vacas) e incluso los animales exóticos del Jardin des Plantes, en la dieta de las semanas más convulsas. Entre los caídos, se encontrarían los elefantes Castor y Pollux, además de antílopes, camellos, yaks y cebras.

La montaña (según Jules Michelet)

Es un contexto convulso en toda Europa, caracterizado por la transición del corporativismo de las clases menestrales a los movimientos obreros organizados, así como por la desigualdad social y la insalubridad de los arrabales urbanos y colonias fabriles.

En Francia, el montañismo se extiende entre las clases urbanas como opción de ocio deportivo y aspiración de reencantamiento con la naturaleza, tal y como habían descrito los románticos (para los cuales la alta montaña forma parte de «lo sublime», expresión tomada de Emmanuel Kant y los románticos alemanes), y los Alpes se convierten en destino predilecto de excursiones y curas para diversas dolencias del cuerpo y el espíritu (o en el caso de Nietzsche, que combatirá el dualismo encarnizadamente, de cuerpo y espíritu a la vez).

Pronto, un brillante filólogo clásico alemán, el más joven catedrático en Basilea entre 1869 y 1878, elogiará el poder sugestivo y curativo de los largos paseos de montaña por los Alpes. Su nombre: Friedrich Nietzsche.

Es en 1868, el año de La Gloriosa en España, cuando un historiador de estatura, el francés Jules Michelet publica La montaña. Allí, leemos:

«Los glaciares constituyen un formidable termómetro, en los que el mundo entero, desde el ámbito moral al político, debe tener siempre la mirada puesta. Además de cambios atmosféricos que indican, estos fenómenos de inmensa y profunda influencia, junto con la vida alimentaria, también transforman el pensamiento, el estado de ánimo y la vida nerviosa. Es en la ladera del Mont Blanc, más o menos cargada de hielo, donde se libran el destino futuro, la fortuna de Europa, los tiempos de serena paz y los repentinos cataclismos que derrocan imperios y se llevan dinastías».

El glaciar: canario en la mina de nuestro tiempo

Catorce años después de que el ensayista trascendentalista de Massachusetts Henry David Thoreau publique Walden, su ensayo sobre su experiencia de vida sencilla en el lago del mismo nombre junto a su Concord natal, Michelet redacta un ensayo lúcido sobre la presencia del ser humano en la alta montaña y el descubrimiento de esos «mares de hielo», a menudo de difícil acceso. Michelet escribirá:

«En el libro sobre La montaña he hecho, capítulo a capítulo, surgir los poderes heroicos que extraemos de la naturaleza».

Tal y como Arne Naess tratará de reflexionar un siglo después encaramado a su cabaña en las montañas noruegas, el historiador francés busca una regeneración posible de la humanidad, que parece enfrascada en una lucha autodestructiva y cada vez más de espaldas a los ritmos antiguos.

El montañismo, entonces en ciernes, es una exploración de las alturas inhóspitas a través de la observación mineral, hidráuluca (nieve, hielo, lagos, torrentes de agua, mal tiempo), y vegetal (los bosques dan paso a pastos alpinos):

«El glaciar es una cosa viva, no muerta, inerte o inmóvil. Éste se mueve, avanza, recula para volver a extenderse».

Para Jules Michelet y, poco después, para Friedrich Nietzsche, lo que aporta la montaña es la posibilidad de olvidar las mezquindades de lo cotidiano y las urgencias relativas al espíritu de la época, lo que abre el terreno para reflexionar sobre los grandes temas y a una escala temporal de alcance geológico, muy superior a la aceleración propia de los vertebrados de sangre caliente.

Lucha por la vida

La alta montaña tiene otro ritmo e inspira un pensamiento de mayor calado, pero Michelet no confunde esta sensación con la inmutabilidad de las cosas. Al contrario: incluso las montañas, con su lenta historia natural, conservan las cicatrices de sus ritmos, metamorfosis, y remanentes de grandes eventos, como los glaciares y lagos, testimonios del gran deshielo de una era pretérita:

«Me refiero a las revoluciones más grandes e importantes, a las que se extendieron por todo el globo, en toda la Tierra».

Y no falta la mención al trabajo de Charles Darwin:

«La lucha por la vida, esa fórmula grande y sencilla, marcó el comienzo de una nueva era en la historia natural».

Friedrich Nietzsche tratará de liberarse de las limitaciones de una filosofía totalizadora que cree en la objetividad absoluta de las cosas y en su supeditación a ideas pretéritas. En este intento de salir de la tradición filosófica idealista iniciada en Occidente con Sócrates, Nietzsche, recurrirá al perspectivismo que ofrecen las parábolas y los aforismos, usados por autores admirados como Baltasar Gracián (uno de los fetiches de Schopenhauer) y Blaise Pascal.

Para abandonar el credo predominante, Nietzsche acabará recurriendo a un formato que recuerda la tosca inocencia de los evangelios religiosos: Así habló Zaratustra, el libro «para todos y para nadie» que nos acerca a un personaje inspirado en el histórico Zoroastro que, sin embargo, no vive en ningún tiempo histórico.

De cumbre a cumbre

Zaratustra decide abandonar la vida entre los hombres para acudir, cómo no, a la montaña. Pero no es una decisión inmutable, sino que forma parte de un proceso de inspiración gracias a la capacidad inspiradora de la solidad entre los ritmos geológicos de las alturas. Una vez ha permanecido tiempo suficiente, Zaratustra sentirá el impulso de volver entre los hombres, pues su voluntad es afirmadora y no nihilista:

«Estoy hastiado de mi sabiduría como la abeja que ha recogido demasiada miel, tengo necesidad de manos que se extiendan».

Sin embargo, su atracción por la montaña permanece intacta. Al fin y al cabo, cualquiera puede coincidir con Nietzsche (y con Jues Michelet, y con Arne Naess) en la capacidad de la montaña para inspirarnos y motivar grandes proyectos e ideas.

O, puesto por Friedrich Nietzsche en boca de Zaratustra (en Del leer y el escribir):

«En las montañas, el camino más corto es el que va de cumbre a cumbre, pero para recorrerlo hay que tener piernas largas.

«Cumbres deben ser las sentencias: y aquellos a quienes se habla, hombres altos y robustos. El aire, ligero y puro; el peligro, cercano; y el espíritu lleno de una alegre maldad: estas cosas se avienen bien.

«Quiero tener duendes a mi alrededor, pues soy valeroso. El valor que ahuyenta los fantasmas se crea sus propios duendes; el valor quiere reír. Yo ya no tengo sentimientos en común con vosotros: esa nube que veo por debajo de mí, esa negrura y pesadez de que me río; cabalmente ésa es vuestra nube tempestuosa.

«Vosotros miráis hacia arriba cuando deseáis elevación. Y yo miro hacia abajo, porque estoy elevado».

Ya en su mencionado ensayo de 1868, Jules Michelet constatará otra tendencia amenazadora, la de una nueva percepción del espacio gracias al surgimiento de la sociedad ociosa y las nuevas comunicaciones, la llegada del turismo multitudinario a lugares que deberían permanecer como centros de recogimiento:

«Lo que vemos hoy con las multitudes mundanas, la turba ruidosa que se precipita a Chamonix en verano, a Interlaken, que asalta el Oberland, que con su vulgaridad envilece estos nobles desiertos».