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Ni realismo ni solipsismo: Hume, Mach y la filosofía actual

El precario estado de alerta sensorial para interpretar la realidad que llamamos conciencia apenas usa una fracción del potencial del cerebro.

Pese a la tentación de simplificar la certidumbre científica sobre nuestra mente y lo que llamamos conciencia, el temor y obsesiones del desaparecido escritor David Foster Wallace sobre nuestra imposibilidad de experimentar la realidad sin recurrir al filtro de nuestros sentidos se mantienen desde los filósofos escépticos de la Antigüedad, pasando por el idealismo subjetivo de George Berkeley (una de las muchas referencias de Jorge Luis Borges), que sostuvo que los objetos que observamos son una proyección de nuestra mente.

Mientras sigamos necesitando nuestra propia percepción para interpretar la realidad circundante, existirá la tentación al solipsismo, que atormentó al autor de La broma infinita.

La conciencia no es una broma infinita (aunque pueda parecerlo)

Llevado a sus últimas consecuencias, el escepticismo filosófico nos recuerda que el ser humano percibe la realidad de un modo distinto a otros animales, y que incluso la percepción de la realidad entre humanos, e incluso en el mismo individuo en dos momentos distintos, varía de manera radical.

Si nuestro modo de explorar la “realidad” empírica (usando los métodos del razonamiento inductivo -teorías a partir de observaciones particulares- y deductivo -observaciones particulares a partir de conocimiento general-) y avanzar en la certidumbre sobre la que se sostiene nuestra interpretación del universo parte en exclusividad de nuestra percepción, ¿cómo tener la certidumbre de que lo percibido existe sin nosotros?

Immanuel Kant (criticista, precursor del idealismo) rechazó las hipótesis idealistas que, como la del obispo Berkeley, se inspiraban en el escepticismo que partía de la escuela de Pirrón de Elis para relacionar el universo con la conciencia humana y, en el caso de Berkeley, con Dios: para Berkeley, el mundo se componía de la percepción de los humanos a lo largo de la historia y de lo desconocido que “existía”, obra según él de una conciencia superior.

La búsqueda del mundo “a priori”: Kant, Hume y el mundo percibido

Kant, obsesionado como David Hume con los problemas derivados de la interpretación del mundo a través del filtro de la conciencia, objetó que el pirronismo (o los escépticos antiguos, desde los primeros académicos, todavía cercanos a Platón, hasta el ecléctico romano Marco Tulio Cicerón) y el idealismo trascendental de George Berkeley, por un lado, y el puro mecanicismo del realismo filosófico (el mundo es como lo vemos, recordando el “A es A” de Aristóteles) carecían de solidez: la primera hipótesis (escépticos y Berkeley) por dejarlo todo en manos de la ilusión etérea, y la segunda hipótesis (realistas y positivistas) por reducirlo todo a lo observable y comprobable.

En su Crítica de la razón pura, Kant afirma que la experiencia humana consiste en interpretar la realidad observando cosas que son similares en esencia a cómo aparecen ante nosotros: existen “objetos” (realidad “a priori”), pero éstos adquieren su significado al ser percibidos por nosotros (la conciencia del “sujeto”). Todo acto de conocimiento requiere realidad y su interpretación por la conciencia.

Kant intentó partir del laberinto solipsista en que se quedaron atrapados los escépticos desde que Enesidemo radicalizó el idealismo de Platón (se formó en la Academia de Platón en el siglo I a.C.), reivindicando la idea expuesta ya por Pirrón en el siglo IV a.C.: al percibir todo a través del prisma de nuestra subjetividad, no es posible certificar el conocimiento verdadero.

Riesgos del “sentido común”: antagonistas del espacio-tiempo

Immanuel Kant creyó haber dado con el “equilibrio” entre Platón (idealismo y sus extremos solipsistas) y Aristóteles (realismo y sus extremos reduccionistas), al supeditar la “realidad” (objeto) a nuestra interpretación (sujeto), pero dejando claro que la “realidad” se basa en interpretaciones universales, tal y como estipulaba la Ilustración.

Pero tanto el existencialismo desde la segunda mitad del s.XIX como nuevas teorías científicas (entre ellas, la teoría de la relatividad de Einstein y sus consecuencias, como el rechazo a nuestra percepción de la realidad como un plano euclídeo basado en principios geométricos y una física exacta basada en la asunción -errónea, tal y como demostró Einstein- de que tiempo y espacio son dos conceptos “absolutos” (y ajenos a la influencia exterior de cuerpos o “percepciones”).

Al demostrar que tiempo y espacio no son absolutos, sino relativos, Albert Einstein no sólo limitó la mecánica de Newton a observaciones a escala terrestre (donde se sostienen sus fórmulas, lo que explica que el propio Einstein se sirviera de ellas y las incluyera en sus ecuaciones), sino que obligó al mundo científico y filosófico surgido de la Ilustración a reconsiderar conceptos como el de la propia percepción humana de la “realidad”.

El falso confort de un universo dualista y euclídeo

Si la teoría especial y general de la relatividad son tan contraintuitivas es porque son ajenas a la propia realidad percibida, demostrando que el mundo no es tridimensional, sino que las tres dimensiones espaciales están entrelazadas con una cuarta dimensión, tiempo, creando una realidad (espacio-tiempo) que no “vemos” ni “intuimos” y que contradice nuestra percepción euclídea de la realidad.

La física del siglo XX, empezando por Albert Einstein y acabando con la reciente corroboración en física cuántica de que el comportamiento de dos partículas separadas por una gran distancia está entrelazado, hasta el punto de que el resultado en una produce una reacción instantánea en la otra partícula.

Este fenómeno cuántico, observado en vida de Albert Einstein, fue ridiculizado por éste, que creía que el resultado se debía a deficiencias al conducir el experimento y, además, el fenómeno carecía de la melódica “musicalidad” de las grandes leyes físicas.

Perderse en teorías inflacionarias

La incapacidad de Albert Einstein para reconocer la validez de la teoría cuántica (el físico repetiría a sus colegas en varias ocasiones que Dios no jugaba a los dados) fue el mayor error de su carrera: como físico maduro y reconocido había sido incapaz de desafiar la convención y la propia “realidad percibida” por la ciencia y la filosofía, tal y como había hecho con la teoría de la relatividad y sus implicaciones, que habían detonado el edificio ilustrado construido con los cimientos de las leyes newtonianas.

Con la transformación de la física en el siglo XX, así como con la corroboración (obra del físico teórico de Stanford Andrei Linde y sus colegas) de que el universo se pudo expandir de manera ultrarrápida y de que no sólo podrían existir infinidad de universos, sino que no queda claro si estos universos dependerían o no en alguna medida de un “observador”, la filosofía se encuentra en la disyuntiva de abandonar el confort de la Ilustración.

La duda cada vez más patente que relacionaría el universo y nuestra percepción de éste con ideas filosóficas “superadas” por la Ilustración, como el escepticismo pirrónico o idealismo subjetivo similar al propuesto por George Berkeley, explicaría el auge de la fenomenología, o constatación filosófica de que lo que interpretamos como estudio “objetivo” de la realidad es subjetivo, ya que parte de lo recabado por nuestros sentidos y lo interpretado por nuestro juicio, percepciones, emociones.

Nuestra conciencia flexible proyectada en el presente escurridizo

Razonar es un acto subjetivo con una aspiración objetiva siempre lejos del alcance del observador. La intuición de David Hume, Immanuel Kant o los primeros existencialistas, que atormentó a personas tan dispares como Søren Kierkegaard, Friedrich Nietzsche (ambos todavía  en el s.XIX) y Martin Heidegger (ya en el siglo XX), fue el tratar de construir una ontología que no quedara bloqueada en el solipsismo (pirronismo, nihilismo, idealismo extremo de Berkeley -algo así como The Matrix, pero sustituyendo las máquinas por Dios-, locura).

Quienes lograron avanzar en campos teóricos como la física, desde Albert Einstein (relatividad) a Erwin Schrödinger (física cuántica), tuvieron que hacer frente al temor al “precipicio” filosófico de los existencialistas que condujo al giro hacia la fenomenología y convirtió a Martin Heidegger (y su teoría del Dasein -o presencia consciente en el presente- que profundizaba en las intuiciones “orientales” de Hume y Nietzche de que el ser humano no es un ser dualista, sino que nuestra conciencia es una composición fluida y cambiante que se proyecta en el presente escurridizo), en el filósofo más relevante del siglo XX.

Sin ser consciente de ello, el joven Einstein se había preparado para revolucionar la física (en contra de Newton y del “sentido común” euclídeo de nuestra propia percepción) leyendo a un filósofo cuyas ideas tenían, en su opinión, la melodía eterna y verdadera de las grandes composiciones musicales: el físico y filósofo austríaco del XIX Ernst Mach.

Los filósofos que reconectaron cuerpo y mente

Aunque los artículos periodísticos (e incluso los físicos y filosóficos que atañen a la teoría de la relatividad o a la fenomenología) olvidan la influencia filosófica en la obra de Einstein, la teoría de la relatividad no habría sido posible en toda su extensión si Einstein no hubiera conocido la lucha de David Hume y, sobre todo, de Ernst Mach para superar el concepto dualista de la percepción de la realidad en que se basa Occidente, desde el pensamiento platónico a René Descartes (y su -perniciosa, según Hume, Nietzsche y Heidegger, entre otros- separación entre cuerpo y mente).

El olvidado Ernst Mach encandiló a Einstein por sus contribuciones a la física, sobre las que se sustenta la propia Relatividad. 

Mach descubrió con sus experimentos incongruencias en la mecánica newtoniana que no escondió bajo la alfombra ni desestimó (como harían posteriormente científicos tan importantes como Max Planck, condenado a sus metódicos experimentos y autoexcluido de la alta física y la alta filosofía), y rebatían la existencia de conceptos físicos absolutos, como el de espacio.

Orígenes del “annus mirabilis” de Albert Einstein

Albert Einstein leyó los 2 ensayos publicados de Mach a principios del siglo XX en sus años de estudiante, cuando se hubiera conformado con una plaza de profesor o asistente universitario y lo único que pudo obtener fue un puesto en la oficina de patentes de Zurich.

La lectura de estas obras condujo a lo que llamó Principio de Mach: las fuerzas inerciales de los objetos no son un valor intrínseco a estos objetos, sino “una medida de su acoplamiento con el resto del universo”. Sin otros cuerpos con los que interactuar, esta fuerza inercial no existiría.

Einstein estiró del hilo y ello fue el principio de su teoría de la relatividad especial, publicada en su “annus mirabilis” de 1905. Tiempo y espacio, le habían sugerido las apreciaciones filosóficas de Ernst Mach, son relativos. Aunque ello implicara detonar la base newtoniana del mundo moderno… y las intuiciones del ser humano sobre lo que percibe.

Lo que debemos a Ernst Mach

Sin Ernst Mach, Einstein no habría sido posible, del mismo modo que el concepto “Dasein” de Heidegger se nutre del “orientalismo” de Hume y Nietzsche, entre otros.

Habrá que permanecer atentos a lo que surge de la evolución de la fenomenología para explicar de manera plausible la posibilidad de que el universo se expandiera en una diminuta fracción de tiempo, de que existan infinidad de universos, de que la propia materia dependa al menos en parte (como sugiere la propia física cuántica) de la presencia y percepción de un “observador”, y de tantas otras constataciones que desafían nuestro “sentido común”.

Para avanzar, será necesario que alguien haga de Ernst Mach a partir de la física cuántica y de que, a partir de ahí, salga alguien con la ingenuidad y capacidad de ese jovenzuelo centroeuropeo que bromeaba con dos amigos de Berna sobre el futuro de la física mientras, a menudo sin haber comido en condiciones, comentaban la obra de Ernst Mach, Henri Poincaré, David Hume o Baruch Spinoza.

Akademie Olympia

Los tres amigos, que habían conformado la muy informal Akademie Olympia (título rimbombante que añadía ironía a su falta de oficialidad y prestigio), también discutirían en más de una ocasión sobre Don Quijote de la Mancha.

Es algo que no debería extrañar a nadie. La ciencia, al fin y al cabo, no funciona con la precisión y universalidad que a todos nos gusta imaginar.

De lo contrario, tanta incertidumbre sería abrumadora y entenderíamos las crisis existenciales de Hume, Kierkegaard, Nietzsche, Camus.

Los primeros escépticos griegos estudiaron cómo fenómenos que parecen lógicos o verdaderos están sujetos a atavismos y localismos (convencionalismos tales como la cosmogonía, el ropaje o el idioma de los persas, muy dispares de los de las polis griegas), del mismo modo que los dioses griegos eran distintos de los etíopes y ambos pueblos creían rendir tributo a los verdaderos.

Los amigos de Pirrón

Con la caída de la certidumbre, algunos filósofos llegaron hasta el extremo de considerar una ilusión no demostrable cualquier percepción de la realidad, de modo que deambulaban por las calles sin atender al paso de los carros más pesados ni a la presencia de precipicios. Es el caso del propio Pirrón de Elis.

Pirrón debió tener buenos discípulos protegiendo sus pasos, pues el historiador Diógenes Laercio escribió 500 años después (siglo III de nuestra era) que el fundador del pirronismo había vivido hasta los 90 años.