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Tiempo (mítico, histórico, discontinuo) y relojes de incienso

Nuestra percepción del tiempo no ha nacido con nosotros. Hemos aprendido a percibirlo, y hemos padecido sus paradojas. El tiempo científico, el medido por nuestros aparatos de precisión, se nos escurre con rapidez de las manos, como la arena fina de un reloj antiguo… o se alarga y deforma, para hacernos evocar la realidad de la física teórica, tan difícil de evocar con nuestros sentidos.

La duración es propia de cada uno; los instantes pueden ser eternos, y los grandes intervalos deshacerse ante nosotros con la inconsistencia de lo banal.

Un filósofo contemporáneo de Albert Einstein, el francés Henri Bergson, nos explica la diferencia entre el tiempo administrativo y científico, el «tiempo objetivo», y otro tiempo más personal, el que percibimos en la infancia, en los momentos de trabajo fluido y en los de tedio, en las dichas cotidianas y en la soledad más acusadora.

Imagen tomada en la isla de Santorini en 1949

Tiempo científico y duración. Nuestra manera de percibir el paso del tiempo no sólo cambia con el contexto, el estado de ánimo, el interés en la tarea que nos ocupa, la presencia o no de amigos y seres queridos, etc. El tiempo contemporáneo se ha fragmentado y ha perdido su velo de misterio, explica el filósofo Byung-Chul Han en El aroma del tiempo: Un ensayo filosófico sobre el arte de demorarse.

La asincronía de nuestros momentos

En el pasado, el tiempo mítico y el tiempo racional de la Ilustración (el de la dialéctica de Hegel y Marx, el «tiempo histórico»), habían otorgado a las personas de la época un contexto en el que desenvolverse. El mundo tenía sentido y el tiempo se comportaba de acuerdo con los mitos… o, más tarde, con la supuesta precisión cronométrica del metrónomo de la historia, un relato lineal que seguía el devenir de los engranajes que explicaban los acontecimientos.

El viejo tiempo tenía ropaje, un ritmo, una regularidad, respondía a los patrones que nos permiten convertir las escalas de notas sueltas (o el repiqueteo percutor del agua de lluvia, el del tambor ritual primitivo, etc.) en melodías. La música se explicaba en el tiempo.

En el mundo contemporáneo, argumenta Byung-Chul Han, constatamos la fragmentación del tiempo y de la experiencia, y esta asincronía explica la evolución del arte desde inicios del siglo XX; la literatura fragmentaria, desde La tierra baldía de T.S. Eliot a la cacofonía actual, son la constatación de la pérdida de un sentido compartido por la sociedad. La sensación de que percibimos el devenir de las cosas de manera similar, de que la evolución desde el tiempo mítico al histórico es una prueba más del «arco del progreso».

Confundir «vita activa» e hiperactividad

Debido a la incapacidad de contemplar un tránsito de las cosas con un sentido intuido superior, la «vita contemplativa» cede todo su terreno a una «vita activa» (o, más bien, a una vida hiperactiva). El movimiento, la kinesis sin fondo, la vida a contratiempo, la sensación de que nada puede realizarse «a tiempo», de que la existencia no puede conservar el viejo sentido y se convierte, en cambio, en un vacío entre intentos de afirmación (o, más bien, entre atracones nihilistas).

La experiencia y el conocimiento dependen de una percepción sólida y no fragmentaria del tiempo. El tiempo mítico se basa en la tradición y la vieja heroicidad, y el tiempo histórico rompe con el anterior y trata de aportar la justa medida de los eventos que marcan el devenir; sin embargo, el nuevo tiempo atomizado, deshilachado, a veces acelerado y otras inerte, ofrece la impresión de haberse desintegrado.

La puesta de sol que las hordas de Instagram buscan en Santorini (o cómo sacrificar el propio significado del tiempo para tomar una imagen prefabricada idéntica a otras tantas)

Y, cuando se desintegra, el tiempo pierde su «solidez», su perfume, un sentido misterioso y encantado que nos anima a urdir un relato en torno a nuestra percepción de las cosas. Byung-Chul Han considera que el tiempo desintegrado carece de tensión dialéctica, y hace que el presente pierda sus puntos de referencia con respecto a la lejanía, tanto del pasado (los recuerdos evocados) como del porvenir (lo que acontecerá más allá de lo inmediato).

Tiempo desorientado

Si el tiempo se convierte en un presente corto y ajeno a referencias con el pasado y el futuro, la duración deja de estar «articulada», «orientada». Dejamos de disfrutar de un significado profundo de las cosas (Proust, en definitiva, estaría condenado a no reconocer nada en su magdalena) y aumentan dos fenómenos muy contemporáneos, la angustia y la ansiedad.

Incapaces evocar el pasado ni imaginar el futuro con respecto a un presente rico y con un significado profundo, en el mundo contemporáneo corremos el riesgo de pasar de puntillas por la vida, de existir en una sucesión de eventos percibidos y sentidos a contratiempo. Algo así como si el presente hubiera agotado las posibilidades de tener un sentido y nos abriera a un baile perpetuo entre posibilidades que no acabamos de apreciar ni asumir.

En este tiempo «sin perfume», el individuo contemporáneo se apresuraría desde un presente al otro, acumulando instantes poco apreciados. El tiempo mitológico se había instalado en un presente durable y una percepción del eterno retorno de las cosas; el tiempo histórico, por el contrario, no es la repetición de lo parecido y lo idéntico, sino la posibilidad del cambio, la promesa del libre albedrío, el heroísmo que surge de la tensión entre los ideales y la técnica. De ahí que la Ilustración alumbrara las ideologías.

El tiempo antiguo había brillado en un mundo estático. El tiempo histórico permitió el surgimiento de la modernidad, al permitir el sueño del libre albedrío, la revolución, el objetivo último: la vieja superstición del fin del mundo y los cultos milenaristas dieron paso al mito del progreso. Sin embargo, con la atomización del tiempo histórico y su pérdida de significado en la sociedad de la información, el mito del progreso se hace tan ilusorio como los mitos del fin del mundo: el Apocalipsis da paso a la colapsología.

Melodías, asincronía y percepción del tiempo

Tiempo mítico, tiempo histórico y tiempo discontinuo contemporáneo. La analogía musical nos evocaría, en el tiempo mítico, un viejo canto repetitivo junto al fuego, acompañado de percusiones y melodías de voz superpuestas con altibajos predecibles; en el tiempo histórico, las melodías de Bach se expandirían en el tiempo lineal como una bella fórmula matemática; en la cacofonía contemporánea, obtendríamos el tiempo deconstruido de una de las series de Steve Reich, Philip Glass u Orbital.

La era de la información no es un perfeccionamiento de la percepción histórica del tiempo, argumenta Byung-Chul Han, sino un nuevo paradigma dominado por el tiempo discontinuo, un presente en el que nada misterioso o sugestivo sucede, donde la sensación de los sentidos, del pasado y el futuro profundos, se sustituyen por la saturación de lo superficial. El nuevo tiempo es con respecto al pasado lo que el porno «all you can eat» de Internet es al erotismo.

La ansiedad por tomar la foto perfecta en Santorini

Una velocidad y cantidad demasiado elevadas diluyen el sentido y convierten el relato con significado en una serie inconexa de impresiones. En el exceso de información, el ruido se impone y la «órbita narrativa» tradicional es tan débil que, en un símil físico, los objetos e ideas flotan a nuestro alrededor, desprovistos de una fuerza gravitacional semántica suficientemente consistente.

La libertad se alcanza con vínculos fuertes

La paradoja de la sociedad contemporánea expone Zygmunt Bauman, consiste en la inquietud de una intencionalidad hacia «objetivos»: creemos tener una meta y, para llegar a ese punto, sacrificamos cualquier posibilidad de aprendizaje y contemplación del presente anclada en un misterio o tradición que ofrezcan riqueza, relato, «perfume».

Somos nómadas esclavizados por los objetivos (casi siempre, sueños materiales), y deambulamos por el mundo sin posibilidad de disfrutar del paseo. Nómadas desarraigados más próximos a los personajes de William Gibson o Michel Houellebecq que a quienes habían reconocido que la riqueza de la experiencia se encuentra en apreciar el trayecto, aprender a demorarse y no obsesionarse con el viaje punto a punto.

Para el paseante desinteresado por el cálculo obsesivo de los objetivos, el flâneur, la libertad surge la capacidad para establecer y evocar lazos con el pasado, el porvenir, las personas y los objetos que nos circundan.

Byung-Chul Han (surcoreano que dejó su país para estudiar filosofía en Alemania), aprovecha la polinización cruzada de su pensamiento, anclado en conceptos orientales y en la filosofía continental de Nietzsche o Heidegger, entre otros, para recordarnos el origen contradictorio de muchos de los conceptos que enriquecen nuestra existencia: la raíz indo-germánica «fri» conforma términos como libertad y paz, pero también amistad. El significado originario de «frei» (libre en alemán contemporáneo) indica la relación indisoluble entre el individuo y «su grupo de amigos y seres queridos».

Ansiedad en Santorini

La alineación y la imposibilidad de frenar, de demonarse y abrirse a conocer, compartir, dedicar tiempo a lo que se presente, los viejos ritmos del amor y la amistad mutan en meras «vibraciones», o eventos con relaciones de usar y tirar, sin arraigo posible. Esta vibración repercute sobre una relación con el medio en la que ya no hay ni sentimiento de pertenencia ni dirección.

Según Byung-Chul Han,

«Incluso la impresión de que el tiempo pase con mayor rapidez que antes proviene del hecho de que uno sea en la actualidad incapaz de demorarse en lo que sea, de que la experiencia de la duración se haya hecho tan inusual».

En el mundo contemporáneo, el paseante que se demora es cada vez más raro, mientras el turista «punto a punto» prolifera y todo lo satura. El peregrino, el caminante y el «flâneur» enriquecían un relato, cultivaban una experiencia. El turista, en cambio, no está «de camino», sino que se desplaza para llegar a un sitio y busca allí los marcadores de confort que tenía en el lugar de origen.

Santorini en la actualidad

Con su «vibración» y su ausencia de relato, el turista de masas acelera la atomización, el desarraigo, la pérdida de sentido el mundo, la estandarización de una experiencia que trata de ocultar su falta de perfume real con un «objetivo» reconocido, un «premio», un «estuve aquí». La sanción del selfie de Instagram en la puesta de sol de la colina masificada en la isla de Santorini, lugar al que se llega siguiendo lugares de tránsito «vacíos», desprovistos de interés o significado para el viajero zombie.

La salvación de la poética

¿Qué perdemos con la imposibilidad de demorarnos, de explorar nuestro propio camino, de convertir en experiencia nuestro tránsito cotidiano, del esfuerzo por recuperar el significado narrativo, el «perfume del tiempo»? Sin riqueza semántica ni percepción subjetiva del mundo, la «riqueza semántica» de nuestro tránsito por el mundo desaparece.

El misterio de la vida, el aprendizaje de la demora y el uso de la memoria evocadora (pasado profundo) y la imaginación (futuro remoto) se deshacen sin la poética del terrón de azúcar en el té donde Proust introducía su magdalena. Los recuerdos merecen ser evocados, los mundos posibles merecen ser evocados, del mismo modo que los libros que nos retan merecen ser leídos. Podemos demorarnos.

De este modo, la pérdida de significado del tiempo y del espacio (la ilusión de que todo el pasado y todas las respuestas están, así como todo el espacio, están en el teléfono inteligente) es reversible. La poética puede volver a brotar.

La aceleración y la instantaneidad de las experiencias son «bienes» que los servicios contemporáneos nos han hecho adorar, en detrimento de todo lo que puede otorgar un significado profundo a la existencia.

Byung-Chul Han nos recuerda que relatos que combinan el mundo percibido con las evocaciones y esperanzas que suscita, son nuestra manera de enriquecer la experiencia de existir: la belleza de las cosas sólo aparece más tarde, a la luz de otras cosas, al estar constituida por «sedimentos temporales».

Mediodía

El tiempo puede recuperar su narrativa, sus sedimentos. Su perfume.

Byung-Chul Han recurre en su ensayo sobre el perfume del tiempo a la cultura china para profundizar en su metáfora sobre el tiempo aromático: hasta el siglo XIX, nos explica, se utilizaban en China unos curiosos artilugios para medir el tiempo, los relojes de incienso.

Desde el punto de vista europeo, estos artilugios, también observados en Corea y Japón, no eran más que ceniceros propios de ritos tradicionales. Sin embargo, eran «relojes» capaces de medir la «huella perfumada» del tiempo.

Santorini, 1938 (Imagen de Herbert List)

En los «xiɑ̄ng-yìn», artilugios que constan de varias partes y permiten medir distintos momentos ceremoniales gracias a cuerdas de seda asidas a elementos sonoros, el tiempo no fluye ni se escurre como lo haría en una clepsidra o en un reloj de arena, sino de una sutil huella dejada por la ceniza y el aroma del incienso.

Para el poeta chino Xie Jin, el humo desprendido de un reloj perfumado permite una reflexión sobre tiempo objetivo y duración percibida del tránsito de las cosas que corremos el riesgo de perder del todo en la existencia contemporánea:

«El humo de un reloj de incienso marca el recorrido
De un mediodía perfumado».