En las últimas décadas, la escasez y la frugalidad han adquirido connotaciones negativas. Denotan sacrificio, esfuerzo, planificación para no padecer más de la cuenta, parquedad.
Tener poco obliga a planificar mejor, dejando el mínimo espacio posible al error inesperado, a aprender a decir no.
Pero el agotamiento del modelo actual puede ser una oportunidad, individual y colectiva.
Crecimiento material contra crecimiento espiritual
Independientemente de su percepción social, la escasez siempre debe formar parte de la ecuación, cuando la política, a pequeña y gran escala, tendrá que administrar recursos finitos para cada vez más demanda en los países emergentes.
Pero no hay nada tan consistente como los patrones de la naturaleza. Y, como ocurre con otras especies que evolucionaron impulsadas por la necesidad de supervivencia, el ser humano es capaz de dar lo mejor de sí en situaciones de escasez.
La gran batalla de todos los tiempos, presente ya en los debates de las escuelas eudemonistas estoica y epicúrea, que enseñaban sobre el “arte de vivir“, se ha librado entre los defensores de la frugalidad para lograr la plenitud y quienes, por el contrario, optaban por el exceso.
La mayor época de prosperidad y los monstruos de la abundancia
Desde el fin de la II Guerra Mundial, los avances tecnológicos y el acceso a recursos fósiles en abundancia han decantado la balanza en favor del consumo, impulsando la mayor época de prosperidad que, según voces autorizadas, no es sostenible con las condiciones actuales.
Colectivamente, no podemos seguir pagando el ritmo de vida actual -ni en términos económicos, ni medioambientales-, sin racionalizar. Aunque indirectamente, todos pagamos ya el aumento de los precios del petróleo y otros recursos finitos de que dependemos, como alimentos, agua, metales raros, etc.; lejos de retroceder, esta tendencia aumentará.
Pero, ¿y si no necesitáramos mantener el gasto actual para sostener, o incluso mejorar, nuestro bienestar? El ritmo de consumo actual se sostiene sobre la falacia que, al renunciar al crédito, nuestras vidas se empobrecerán radicalmente, hasta perder el supuesto bienestar material adquirido.
Bienestar real vs. impostado
Hay otras lecturas a la encrucijada económica y medioambiental actual. Dado el tamaño de los retos y la incertidumbre ideológica de las propuestas políticas tradicionales, qué mejor momento para desempolvar valores como la responsabilidad.
La responsabilidad fiscal, individual y colectiva, aporta mayor independencia con respecto a los grandes vaivenes de la economía interconectada, además de autosuficiencia para poder decidir sobre las cosas que nos atañen desde círculos de poder más cercanos a la población.
Una autosuficiencia que parte de la responsabilidad ayuda a detectar y reducir las ineficiencias más chirriantes, sea en casa, en el trabajo o como ciudadanos. También anima a que quienes se han quedado sin trabajo creen su propio puesto, y recuerda que es posible aprender a vivir mejor.
Hedonismo inconsciente
El exceso de las últimas décadas ha tenido sus consecuencias negativas, “externalidades” en la impenetrable jerga actual.
Son tanto materiales -problemas de salud, medioamientales, económicos- como espirituales: en la era de las redes sociales, los teléfonos inteligentes y las tabletas electrónicas, la mayoría carece de una filosofía de vida premeditada.
El filósofo William B. Irvine habla de un hedonismo inconsciente, practicado por quienes ni siquiera son conscientes de que esta filosofía de vida predomina en sus decisiones.
Hay una alternativa, dicen cada vez más voces, que no requiere seguir viviendo a crédito, ni condiciona nuestra felicidad al acceso a determinados bienes materiales, sino que, partiendo de una relativa bienestancia y acceso a servicios esenciales de calidad -educación, sanidad, seguridad jurídica, libertad-, es posible decantarse por la frugalidad.
Fin -obligado o voluntario- del epicureísmo mal entendido
El “comamos y bebamos, que mañana moriremos” de Epicúreo se impuso en la cultura occidental a la templanza y las virtudes de la recompensa comedida. Desde una mirada actual, los mensajes a la mesura de Cicerón -“el mejor condimento es el hambre”-, o Séneca -“la abundancia de alimentos entorpece la inteligencia”-, resultan radicales, cuando no obscenos.
Pero resulta que, al menos biológicamente, Séneca y el resto de estoicos intuyeron correctamente la naturaleza humana: se ha demostrado científicamente que la frugalidad y el ejercicio no sólo sientan mejor que la abundancia, sino que proporcionan bienestar cuantificable incluso hormonalmente y prolongan la vida.
Ventajas de la moderación
El primer estudio exhaustivo realizado en humanos sobre restricción calórica confirmó, explica The Economist, las evidencias acumuladas durante décadas con el estudio en animales.
La restricción calórica -comer con mesura, en contraposición a los obsesivos trastornos alimentarios-, acompañada por el ejercicio y un poco de vino, contribuyen a una vida no ya más sana, sino más prolongada. Y, para comer con mesura y hacer ejercicio con regularidad, durante décadas, es necesario contar con algún tipo de filosofía de vida.
Ventajas de beber el fruto de la vid esforzada
Se sabía que el vino nacido del terruño seco y escarpado, procedente de cepas que sufren para aportar su fruto, como las que crecen en los bancales del Priorat, destacan por la calidad de su uva. Desde tiempos inmemoriales, se ha intuido que la vid ofrece su mejor versión cuando es presionada por la dureza del entorno.
David Sinclair, de Harvard Medical School, alcanzó notoriedad al publicar un estudio que detallaba los beneficios de una familia de enzimas, las sirtuinas, que actúan como sensores de la escasez y disponibilidad de nutrientes en el entorno, enviando información a las células reguladoras del ritmo metabólico.
Resveratrol y otras enzimas
Según los experimentos de Sinclair, que *faircompanies detalló en el artículo Ventajas de la moderación en vino y comida, el aumento de sirtuinas en varios organismos logra, literalmente, alargar la vida de estos animales.
No casualmente, una de estas sirtuinas ha estado presente en culturas gastronómicas milenarias, como la mediterránea, ya que el vino tinto, sobre todo el que procede de cepas que han sufrido en terruños especialmente exigentes, produce resveratrol.
Y, concluye Sinclair, si las enzimas sirtuinas como el resveratrol prolongan la vida de los animales a través de una proceso al que llama xenohormesis, los experimentos abren el camino a la prolongación de la vida humana.
De la restricción calórica a la económica
“Si el dinero es tu esperanza para lograr independencia, nunca la obtendrás. La única seguridad real que una persona tiene en este mundo es su caudal de conocimientos, experiencia y habilidades”.
La cita podría pertenecer a cualquier emprendedor o familiar con un poco de tiempo para darnos algún consejo útil en el ocaso de su vida, más que legarnos un trozo de tierra, una casa o cualquier otro bien material. En este caso, fue Henry Ford quien las formuló.
El profesor Jared Diamond y otros estudiosos de la evolución humana explican en sus obras cómo nuestro éxito individual y colectivo -también situaciones de injusticia- son a menudo una herencia del pasado.
Y, si miramos a la herencia física y neurológica del pasado, damos lo mejor de nosotros mismos cuando nos ejercitamos y optamos por la mesura en alimentos, comportamiento, etc., actitud que el eudemonismo llama “virtud” y el cristianismo, tomándolo prestado del estoicismo, llama “tranquilidad”. Asimismo, este comportamiento mesurado forma la base del pensamiento zen.
Conductas heredadas en tiempos de cambio de hábitos
Otro conocido ensayista, Malcolm Gladwell, expone en Outliers (Fueras de serie) cómo nuestro comportamiento, arrojo y éxito en la vida no sólo tienen que ver con nuestras cualidades intrínsecas (nuestro físico, etc.) y adquiridas (educación), así como con nuestra personalidad (compromiso, perseverancia).
También nos influyen situaciones y patrones de conducta que experimentaron nuestros antepasados. Ello explicaría por qué la cultura familiar oriental transmitida en los arrozales de la China rural, cuyo éxito depende de la constante planificación, prepare a los descendientes de esta cultura ancestral para afrontar situaciones complejas con naturalidad y consistencia.
Existen infinidad de ejemplos, no sólo relacionados con culturas colectivas, sino también tradiciones familiares e incluso hábitos adquiridos por emulación, educación, etcétera. Para los interesados en esta invisible pero tupida e importante red invisible de conocimiento que afecta nuestra actitud vital, Outliers es un punto de partida válido.
Cazadores persistentes
Tomemos el punto de vista que prefiramos, nuestro pasado afecta, más incluso que la situación económica actual, nuestra manera de afrontar el futuro.
Pero no sólo nuestro comportamiento, o quiénes somos, ha sido labrado por personas que vivieron mucho antes de que naciéramos. Sorprendentemente, también nuestro bienestar físico, íntimamente ligado con nuestro bienestar mental, tiene un modelo ideal: nuestros orígenes y evolución como especie.
Ello explicaría por qué el ejercicio continuado regularmente, como correr a diario, no sólo nos sienta bien, sino que modifica nuestro estado hormonal, potenciando la producción de endorfinas, opioides que funcionan como neurotransmisores.
Corriendo -o nadando, o paseando en función de la edad-, creamos los mismos analgésicos naturales que nos relajan y ayudan a pensar mejor que somos capaces de crear practicando sexo.
Como explican los expertos, actividades tan remotas en la historia humana como la caza por persistencia (perseguir a la presa hasta extenuarla) moldearon nuestro físico y, aunque la mayoría haya dejado de hacerlo, hemos nacido para correr.
Entender el diseño evolutivo de nuestro organismo
Por eso el ejercicio nos sienta tan bien. Todo ello lo debemos a nuestro tendón de Aquiles, del que carecen los chimpancés; un diseño muscular adecuado para la carrera de resistencia -el músculo glúteo mayor, diseñado para el desplazamiento y la resistencia, es una prueba de ello-; y las mayores y más eficientes glándulas sudoríparas entre los mamíferos superiores.
Más pruebas de que nuestro pasado, incluso el más remoto, repercute sobre nuestra modo de afrontar la realidad y la incertidumbre del futuro, sobre todo en un momento económicamente tan delicado como el presente.
Pero la estrecha relación entre el esfuerzo físico continuado y el bienestar mental aporta, según los científicos, otra pista fundamental: el ser humano evolucionó hasta lo que es hoy al superar una carrera de obstáculos que extinguió a otros animales gracias al ingenio y a la mejora constante de sus herramientas y técnicas de supervivencia que tenían que sacar el máximo provecho de la escasez.
Olvido del mayor acicate del progreso humano: la escasez
La escasez y la frugalidad, y nuestra tendencia a experimentar, perseverar y analizar los resultados, no sólo hicieron a nuestros antepasados más inteligentes, sino que han propulsado los grandes momentos de nuestra evolución.
En las últimas décadas, sin embargo, nos hemos olvidado de ello. Desde el fin de la II Guerra Mundial, la abundancia ha predominado como nunca antes en los países desarrollados, impulsada por los combustibles fósiles y los avances industriales y agrarios relacionados.
Con la abundancia, millones de personas abandonaron la miseria pero, a la vez, llegaron las enfermedades de la civilización: nuevas dolencias, físicas y mentales. El atracón nos ha sentado mal en varios ámbitos.
Obesidad, enfermedades cardiovasculares, diabetes, trastornos del comportamiento, síndrome de atención, aumento de las adicciones que apelan el impulso, estrés.
Sobre atrofias
Hagamos un sencillo ejercicio. Fotografiemos a un grupo de jóvenes, personas de mediana edad y ancianos de cualquier lugar en la actualidad. Contrastemos estas imágenes con viejas fotografías que conservemos del pasado. O vayamos, en su defecto, a catálogos de fotografía históricos de acceso gratuito en Internet como Flickr Commons. Existe una diferencia insalvable: hace apenas unas décadas, éramos más delgados y ágiles.
Los neurocientíficos se apresuran a investigar si el cambio de hábitos de la población durante las últimas décadas ha producido atrofias no sólo físicas o de comportamiento, sino también en el propio cerebro.
Efectivamente, productos como la comida precocinada, la bollería industrial, las bebidas carbonatadas y la comida rápida interactúan con el consumidor de un modo distinto al de otros alimentos, estimulando regiones del cerebro relacionadas con la adicción. La comida rápida, para nuestro cerebro, no difiere tanto de la heroína.
Un ingrediente común en todos los platos precocinados: el maíz
No hemos evolucionado para nada en la abundancia calórica y, sobre todo, no estamos preparados ingerir y asimilar sin consecuencias grandes cantidades de fructosa y otros derivados industriales de la soja y el maíz, presentes en la matoría de productos precocinados y bebidas carbonatadas. Para más información sobre la omnipresencia de variedades patentadas y genéticamente modificadas del maíz y la soja en nuestra dieta, consultar El dilema del omnívoro, de Michael Pollan.
La abundancia lograda en las últimas décadas no ha conducido, en muchas ocasiones, a un mayor bienestar o felicidad, sino todo lo contrario. La epidemia de obesidad, diabetes, enfermedades cardiovasculares y mentales, entre otras, se ceban sobre todo en las clases menos educadas de los países ricos, que a menudo sacrifican dietas tradicionales por la “dieta occidental”, rica en alimentos precocinados, bollería industrial, azúcares, etc.
Aunque con efectos menos dramáticos, la abundancia en los países ricos ha repercutido en el comportamiento de la propia sociedad. Si la alimentación tradicional ha cedido terreno a productos de ingeniería alimentaria como los “snacks“, que actúan como recompensas de corta duración para el cerebro, el comportamiento del sector financiero, por ejemplo, se ha caracterizado en los últimos años, por sacrificar el interés a largo plazo en detrimento de los beneficios a corto plazo.
No es una casualidad que los productos de picoteo industrial hayan aumentado su importancia a medida que los tentempiés tradicionales como frutas, hortalizas o frutos secos sin tratar, han reducido la suya. Un estudio de 2010 demuestra que los niños de Estados Unidos picotean -a menudo, snacks industriales- una media de 6 veces al día, o 2 veces más que los niños en 1970.
El cambio de la cultura de la necesidad a la del deseo
La abundancia material de las últimas décadas se ha respaldado en un cambio de paradigma industrial. Tras el fin de la guerra, había que convertir la industria bélica en economía de consumo; se hizo con ayuda del nacimiento de las relaciones públicas y técnicas de marketing, que apelaron al deseo en lugar de a la necesidad. Gentileza de, entre otros, Edward Bernays, sobrino de Sigmund Freud.
Las economías de escala y una cultura industrial centrada en comercializar productos cada vez más económicos y con un ciclo de vida más ajustado, producidos en factorías asiáticas.
Por su precio y el modelo industrial del que dependen, los productos son más fáciles de reemplazar que reparar. El fenómeno de la obsolescencia programada ha suscitado una creciente protesta por parte de usuarios que reclaman el derecho a comprar productos durables que puedan reparar ellos mismos.
Otros productos de la cultura del deseo: obsolescencia programada
Pese a que los productos artesanales, durables, producidos a menudo en los países ricos y con diseño intemporal, ganan adeptos, se imponen de momento las economías de escala: dispositivos tecnológicos blindados que no permiten siquiera el cambio de la batería (Apple), empresas de higiene personal que regalan maquinillas para vender luego las “dosis” de hojillas a precio de oro, empresas informáticas que hacen lo propio con sus impresoras, etcétera.
Otros sectores, como el de la moda, han evolucionado siguiendo el mismo paradigma y abundan las cadenas de distribución de fast fashion. La ropa buena, local y personalizada, con materiales durables y tintes naturales, es demasiado cara de producir, aunque su mayor duración justifique el precio superior.
La tendencia hacia los productos diseñados para ser comprados y desechados con un nuevo modelo cuanto antes ha sido tan acusada que las compañías que han sabido situarse en las antípodas de este modelo industrial han alcanzado el estatus de iconos.
Es el caso de la firma de ropa técnica californiana Patagonia, que exhorta en sus anuncios a usar su ropa tanto como sea posible y a compartirla o a llevarla a la tienda. Sus competidores emulan esta nueva actitud.
Repercusiones éticas de la abundancia
La cultura de la abundancia, ejemplificada en la dieta occidental, y el acceso a todo tipo de productos con una duración fugaz, ha tenido sus repercusiones éticas.
Los valores morales surgidos de la Ilustración han dado paso a lo que el profesor de filosofía y ensayista estadounidense William B. Irvine ha llamado “hedonismo inconsciente”.
El hedonismo inconsciente es, a juicio de William B. Irvine, “dedicar la existencia a buscar una mezcla interesante de afluencia, posición social y placer”, en contraposición al hedonismo ilustrado, practicado por quienes buscan el hedonismo con conocimento de causa. Puestos a ser hedonistas, qué menos que serlo con conocimiento de causa, y no por imperativo comercial.
Agotamiento de un modelo
Cultura de la compra por impulso o “hedonismo inconsciente”. Con independencia de la terminología empleada, las décadas de abundancia en las sociedades desarrolladas muestran síntomas de agotamiento:
- El ritmo de consumo necesario para propulsar la economía (y sus productos) no es sostenible y depende de recursos finitos cada vez más difíciles de obtener y caros. Al fenómeno “peak everything” se unen los anhelos de consumo de las nuevas clases medias en los países emergentes.
- La abundancia material no ha aportado mayor felicidad cuantificable, plenitud, ni desarrollo.
- Han aumentado las enfermedades de la riqueza hasta niveles de pandemia, lo que agrava las dificultades de financiación del Estado del Bienestar en muchos países, con pirámides de población cada vez más invertidas y dolencias difíciles de tratar que podrían ser evitadas, de llevar un estilo de vida saludable, alejado del exceso (de alimentos, horas de trabajo, tareas realizadas a la vez, productos adquiridos, etc.).
- Con la crisis de acceso al crédito en Europa y Norteamérica, cada vez hay más personas con dificultad para financiar su ritmo de gastos.
Un cerebro diseñado para sacar partido de la escasez
Michael Lewis citaba en su reciente artículo sobre California en Vanity Fair a Peter Whybrow, neurocientífico de la Universidad de UCLA, que engloba sus hallazgos en un problema que afecta a toda la sociedad.
Whybrow cree que la disfunción de la sociedad estadounidense es una consecuencia del propio éxito norteamericano. Es, todo sea dicho, el mismo mal que experimenta Europa: el esfuerzo y el sacrificio van de capa caída, mientras no se quiere renunciar al mismo nivel de consumo, por lo que se recurre al crédito para seguir pagando un consumo que premia el estímulo, en detrimento de la necesidad.
En su libro American Mania, Whybrow argumenta que humanos no han sido diseñados neurológicamente para ser estadounidenses modernos o, por extensión, ciudadanos occidentales.
Ello es debido a que el cerebro humano evolucionó durante cientos de miles de años en un entorno caracterizado por la escasez. Nuestra especie no ha sido diseñada para un entorno de extrema abundancia.
El principal problema -dice Whybrow- es que, cuando un individuo es confrontado cotidianamente con los mecanismos de recompensa que el cerebro emplea en todos los animales complejos, el impulso domina sobre la reflexión. En esto, seguimos estando más próximos al lagarto que al hombre de Vitruvio.
Los estoicos, confrontados con el mismo problema hace dos milenios, concluyeron que el único camino hacia el bienestar duradero consistía en ser capaces de valorar que un atracón de chocolate tiene consecuencias no deseadas. Es decir, anteponer el largo plazo a la recompensa y optar racionalmente por la mesuda autoimpuesta. Aunque el chocolate sea sublime, abundante, barato.
Demasiado gordo para volar
Michael Lewis se pregunta en el mismo artículo: “¿Qué ocurre cuando una sociedad pierde su habilidad para auto-regulrse, e insiste en sacrificar su interés a largo plazo por recompensas a corto plazo?”.
Según Peter Whybrow, hay dos salidas a la actual situación: el colapso, o aprender de los errores y vivir de otro modo “más acorde con nuestra naturaleza”.
Whybrow ejemplifica el colapso al que nos asomamos con una historia real que el neurocientífico explicó a Lewis y que éste llama “la parábola del faisán”.
En 2010, el investigador pasó su año sabático en Oxford, donde alquiló un apartamento en el interior del palacio Blenheim, residencia histórica de los Churchill. El invierno anterior había sido duro y un único faisán había sobrevivido en los jardines.
Al ser el único ave, pudo aprovecharse de la sobreabundancia de un campo recién sembrado. “Su ingestión de alimentos, normalmente regulada por su entorno, estaba ahora totalmente desregulada: podía comer todo lo que quería, y lo hizo”.
El faisán se hizo tan grande que le pusieron incluso nombre, Henry. Pese a su tamaño, Henry siguió comiendo hasta alcanzar la obesidad. “Todavía podía comer tanto como quería, pero ya no podía volar”.
“Entonces, un día desapareció: un zorro se lo comió”.
Recuperar lo mejor del pasado y aprovechar lo mejor del presente
Además del colapso, podemos adaptarnos a una vida todavía próspera, aunque más comedida, capaz de evitar el derroche y de aportar soluciones en lugar de optar por la queja y el victimismo ante la pérdida de las recompensas a corto plazo, en detrimento del largo plazo.
Vivir de otro modo, acorde con la frugalidad para la que hemos sido diseñados. ¿Una atrevida ocurrencia posmoderna, una utopía, o una memez que se olvidará durante el próximo ciclo económico positivo?.
Ocurre que quien proclamaba que el ser humano alcanzaba su máximo bienestar cuando vivía “de acuerdo con el sentido común y la naturaleza” era Séneca.
Reaprender nuestra relación con la escasez
Tener una filosofía de vida y reaprender nuestra íntima relación con la escasez, el mayor mecanismo de innovación, nos situará en ventaja en los nuevos tiempos.
Una vida más sencilla, con menos consumo superficial, más atenta al minimalismo y a las experiencias, en detrimento del consumo de productos, es la receta ganadora, según Séneca, un estoico cordobés que vivió en el primer siglo de nuestra era; y según los neurocientíficos contemporáneos más prestigiosos, como el citado Peter Whybrow. ¿Casualidad?
Guste o no, la frugalidad y el minimalismo sientan bien. Tanto, que logramos el mayor bienestar cuando comemos con moderación, nos ejercitamos y no vamos a remolque de gastos superficiales, cuando evitamos males contemporáneos como la multitarea y la posposición.