Educar. La educación se ha convertido en la palabra comodín, capaz de llenar de contenido cualquier presentación en conferencias de expertos y encuentros para fomentar la movilidad social y el desarrollo a largo plazo.
Expertos y grupos de interés en cualquier materia imaginable asesoran a gobiernos, instituciones y empresas para que inviertan en educación, y el segundo punto de los ocho Objetivos de desarrollo del milenio definidos por la ONU es, de nuevo, lograr que la enseñanza primaria universal se materialice en todo el mundo, lo que implicaría que virtualmente cualquier niño cumpliría, al menos, un ciclo completo de enseñanza.
¿Por qué posicionarse en contra de lo obvio? El consenso unánime en torno al papel esencial de la educación universal como pilar del desarrollo humano pierde parte de su lustro una vez las sociedades logran la escolarización de sus habitantes.
Como consecuencia, aumentan también la vacunación (pese a los efectos de la desinformación en Internet) y la alfabetización, mientras se reducen la malnutrición, la desigualdad entre sexos y el trabajo infantil.
Llenar un recipiente o encender una llama
Más allá de la alfabetización universal —y la relación entre su logro y el resto los Objetivos del milenio—, la receta se pierde en el limbo de los grandes valores universales, tan justos y lustrosos como abstractos e inalcanzables, en el pedestal normativo de los ilustrados.
Algunos de sus precursores, como Michel de Montaigne en Francia (siglo XVI, en el contexto de las guerras de religión) y John Locke en el Reino Unido (en el convulso siglo XVII británico, con rencillas religiosas y administrativas), se explayaron en la importancia de la educación, si bien ninguno de ellos aspiraba todavía a la enseñanza universal, al considerarla probablemente inalcanzable (como la mayoría de sus relaciones, Montaigne formaba parte de la nobleza y albergaba una extensa biblioteca repleta de clásicos grecolatinos en el torreón de su casona).
Las palabras del ensayista francés han soportado mejor el tiempo que los preceptos educativos surgidos más tarde, con la institucionalización de la enseñanza universal por el Estado providencia. Montaigne rechazaba la enseñanza memorística:
«Una cabeza bien formada será siempre mejor y preferible a una cabeza muy llena».
Asimismo, las corrientes pedagógicas denominadas «alternativas» también habrían suscrito el celo del pensador con respecto a la necesidad de mantener una autonomía de criterio y cultivar una cierta autosuficiencia:
«Cada uno de nosotros es más rico de lo que se imagina; sin embargo, se nos amaestra en el arte de pedir prestado y mendigar; nos enseñan a servirnos de los otros más que de nosotros mismos».
Los consejos de Montaigne
Diana de Foix demandará a Montaigne consejo sobre la educación de sus hijos con motivo de su boda con Luis de Foix, conde de Gurson. Montaigne aprovechará para recoger sus reflexiones sobre la respuesta en el ensayo La educación de los hijos, que inspirará más tarde al propio Locke y a pensadores tan dispares como Jean-Jacques Rousseau y Friedrich Nietzsche.
Montaigne considera la educación como un menester clásico, más un despertar de la curiosidad y el juicio (encender la llama del conocimiento razonado, según Sócrates) que la acumulación cuantificada de saber normativo, a partir de una horma considerada saber obligatorio. Debe despertarse el punto de vista y no la enseñanza memorística:
«Que se juzgue el provecho que ha sacado no por el testimonio de su memoria, sino de su vida».
A los niños y jóvenes no hay que enseñar tanto los hechos de la historia, sino cómo juzgar las grandes tendencias observadas, pues —cree Montaigne— la realidad es cambiante y los acontecimientos requerirán el buen juicio de quienes se enfrenten a cuestiones a veces imprevisibles o desagradables.
Así, quien ha aprendido a razonar por su propia iniciativa será capaz de interpretar distintos signos de la realidad y extraer valiosas conclusiones:
«Las abejas picotean en esta y en aquella flor; mas después hacen con ello la miel que es de todas… así transformará él las piezas tomadas de otro, fundiéndolas para hacer con ellas una obra totalmente suya, es decir, su juicio».
Contractualismo de Locke: inicios del elitismo meritocrático
John Locke había leído a Montaigne con atención, y se interesó por la tolerancia del pensador francés con respecto a la religión, pero su aproximación al problema educativo aspirará al carácter objetivo del empirismo, y no concederá valor a la interpretación que cada uno hacemos del mundo, a partir de nuestro punto de vista y circunstancias, como había reivindicado Montaigne.
Para Locke, había que analizar los problemas de la sociedad y cambiar lo que no funcionara. El liberalismo político era una aspiración, como también lo era reglar la relación entre el individuo y el mundo. Esta relación debía ser «contractual». Los propietarios (y no la nobleza de cuna) debían ser los sujetos reconocidos de la sociedad y recibir una educación como tales. Había que conocer a cada niño para orientar sus capacidades —idea que había tomado de Montaigne—, pero sólo el rigor científico y la experimentación podían lograr una educación adecuada para un mundo más próspero y racional.
En su Ensayo sobre el entendimiento humano, Locke rechaza el carácter innato de las ideas (una concepción que lo enfrentará al platonismo, a Descartes y a futuros pensadores idealistas (los más influyentes: Kant en el siglo XVIII; y Hegel y Marx en el XIX). Para Locke, las percepciones sensibles —la experiencia— son esenciales para hacerse una idea sobre el mundo y para adquirir conocimiento, un empirismo radical que inspirará a David Hume.
La observación y la experiencia debían fomentar ciudadanos capaces de convivir en tolerancia (una cuestión capital en un Reino Unido sacudido por la tensión entre catolicismo y doctrinas protestantes), lo que debía trasladarse tanto a un sistema burocrático (político y educativo) aconfesional, capaz de responder a valores universales que partían del racionalismo y actuaban con independencia de tiranos o líderes religiosos.
Someter a las personas a la horma científica
El respeto «contractual» por los supuestos derechos «naturales» propuestos por Locke (la propia vida, la salud, la libertad, la propiedad) no bastarán para los pensadores inspirados por Locke —el filósofo empirista inglés, inspirador del liberalismo clásico—.
Vista por Rousseau y por Kant, la educación universal debía universalizar la bondad e industriosidad intrínsecas del ser humano; la educación institucionalizada se desarrollará en Europa y su área de influencia sin dar la razón a los enciclopedistas y sus discípulos.
Los primeros existencialistas rechazarán, ante la evidencia, la premisa de la bondad intrínseca del ser humano; en paralelo, el mecanicismo y el idealismo mantendrán su influencia —e inspirarán tanto las ideologías liberales como la lucha de clases—, sin poder reducir los procesos humanos a la evidencia predecible de un mundo que aspiraba a convertir las ciencias sociales en un estudio científico más.
La sociología, ocupada de «normativizar» la cosa pública, hasta entonces sostenida por un cuerpo burocrático fragmentado y supeditado tanto a la costumbre como a instituciones como la Iglesia, aspirará a convertir la relación entre individuo, grupo e instituciones en un marco preciso y ajeno al peso de la herencia medieval.
La irracionalidad debía erradicarse y había que lograr que las instituciones de socialización funcionaran con la pauta de un metrónomo. El progreso avanzaba con el movimiento de la maquinaria industrial y Auguste Comte, filósofo que aspiraba a convertirse en científico «sociólogo», proclamaba que el estudio de las relaciones entre las personas y la esfera pública debía ser:
«la ciencia que tiene por propio objeto el estudio de los fenómenos sociales, considerados en el mismo rango que los fenómenos astronómicos, físicos, químicos y fisiológicos, es decir, en tanto que sujetos a leyes naturales invariables, en las que su esclarecimiento es el objetivo primordial de su estudio» (La science sociale, 1819-1822).
Falansterios, prisiones, sanatorios… escuelas
El loable intento de los pensadores ilustrados, desde John Stuart Mill a Jean-Jacques Rousseau, de inspirar una educación universal capaz de establecer una cultura del mérito que reemplazara el privilegio de la costumbre, se topó con problemas prácticos que todavía inspiran el debate actual entre educación institucional y alternativas que anteponen el privilegio (costumbre, recursos económicos, emplazamiento de la vivienda familiar) a las cualidades del alumno.
Ya en el siglo XIX, la educación reglada moderna padeció las críticas dirigidas también a otros esfuerzos de institucionalización de las relaciones entre el individuo y la sociedad.
Las instituciones debían tutelar a sus sujetos con una supuesta precisión científica aplicada también a las primeras colonias fabriles, cuya arquitectura debía orientar la existencia de los trabajadores a su nuevo y único objetivo: producir (las observaciones del hijo de industriales Friedrich Engels ilustrarían las tesis de su amigo Karl Marx).
Los desajustes de las primeras colonias fabriles serán achacados a fallos de diseño y ausencia de precisión científica, y los primeros diseños ilustrados de colonias y sociedades utópicas, como las propuestas por Henri de Saint-Simon (de origen noble) y Charles Fourier.
Este último abogó por crear establecimientos agrarios e industriales autosuficientes, en los que sus habitantes pudieran combinar un trabajo deseado y digno con el cultivo intelectual a lo largo de sus vidas. El racionalismo radical de los falansterios está muy próximo a la arquitectura de las prisiones y sanatorios mentales de la época.
Las pseudociencias que surgieron del cientificismo radical
Las ideas ilustradas partían de una concepción positivista del universo: la filosofía kantiana inspiraba sistemas de organización de precisión supuestamente matemática (como los de Hegel y el materialismo dialéctico), y la física newtoniana describía un universo mecánico, regido por leyes con valores inmutables.
En este contexto, tanto cárceles como hospitales y manicomios debían aspirar a un tratamiento racional y providencial sobre los internos. Pronto llegarán las críticas sobre las consecuencias de la institucionalización de las relaciones y gestiones formales en el seno de una sociedad que dará contenido a los derechos individuales y tratará de otorgar al poder providencial que se adjudica el carácter infalible de las leyes científicas universales.
La lectura tergiversada y fuera de contexto de Newton y, sobre todo, Darwin, inspirará pseudociencias como la frenología, la criminología moderna y la eugenesia (al mismo tiempo que espiritualidad y espiritismo lograban respetabilidad científica), y tanto las prisiones como los manicomios y las escuelas comparten una misma arquitectura, diseñada para condicionar el comportamiento de internos y usuarios. Grandes salas compartidas y orientadas hacia una cámara de vigilancia generarán en los internos la impresión de que están siendo vigilados en todo momento.
Las críticas a la mentalidad y el diseño institucionales partirán de pensadores a menudo desengañados por la nueva rigidez de los sistemas burocráticos, ajena a cualquier autonomía física e intelectual de los participantes (forzosos o libres) de las nuevas instituciones.
La deseducación de Friedrich Nietzsche
Todavía en el siglo XIX, Nietzsche adelantará, todavía de manera fragmentaria, los efectos del proceso normativo y burocrático de las instituciones sobre la mentalidad individual y colectiva. El propio Nietzsche se benefició de una educación exigente en teología y filología; sus calificaciones y primeros escritos le allanaron el camino para convertirse en una pieza más del engranaje educativo institucional del que renegaría poco después: en 1869, y tras recibir un doctorado en Leipzig, se convertía en profesor de filología clásica en la Universidad de Basilea.
Dejaría su puesto diez años más tarde aquejado de problemas de salud, pero la ruptura conceptual con la educación reglada se había producido a partir de 1872, cuando varias de sus conferencias y textos —sobre Schopenhauer, sobre la educación, sobre la música de Wagner—, se alejan del «espíritu de rebaño» y practican una enseñanza más atenta a reinterpretar el mundo a partir del contraste continuo entre el propio conocimiento y la experiencia.
La «anti-educación» o «deseducación» —no la de Lauryn Hill, sino la de Nietzsche—, es más bien una aspiración a un humanismo perspectivista, siempre necesariamente experimental, atrevido, necesariamente adaptado a las cualidades y aspiraciones de cada alumno; siempre, por tanto, errático y a tientas, condenado a fracasar… o a crear instantes de «afirmación eterna».
En 1872, Nietzsche impartió un ciclo de cinco conferencias en el museo municipal de Basilea; una sexta había sido planeada, pero nunca tuvo lugar. El filósofo, crítico del idealismo hegeliano, exponía en forma de diálogo entre maestro y alumno la obsesión de la instrucción de la época por el saber reglado y aceptado como tal.
Cultura y carácter individuales
Los centros de bachillerato (en el mundo alemán, los «gymnasien») y las universidades, habían renunciado a su auténtica vocación, «inculcar hábitos y criterios serios e implacables»; en cambio, estos centros se habían obsesionado por el «estímulo ubicuo de la ‘personalidad individual’ de cada uno», una tendencia utilitarista que Nietzsche consideraba la antesala del adoctrinamiento: el pensamiento derivado de Hegel, desde el materialismo dialéctico al nacionalismo moderno, aprovecharían esta nueva tendencia para conformar súbditos dependientes y obedientes, y no los seres autónomos y con una curiosidad genuina por el mundo.
Quizá la propia experiencia del filósofo como alumno y —tras su doctorado y brillantez prematura— joven profesor universitario, se hubiera desdoblado en las conferencias de Basilea con una escenificación en forma de diálogo socrático entre maestro y alumno.
La necesidad de una «anti-educación», o educación sin institucionalizar, se hacía patente, pues avanzaba la inercia burocrática de dos fenómenos entrelazados:
«…aparentemente opuestos, pero igualmente ruinosos en efecto y con resultados finalmente convergentes. El primero es fomento de la mayor expansión y diseminación educativa; el otro es el intento de encorsetar y debilitar la educación».
Para referirse a la educación, Nietzsche empleó conscientemente el término «Bildung» (la conformación de una cultura y un carácter individuales), que según él había sido degradado y supeditado a objetivos más propios del adiestramiento que orientados a cultivar la autonomía de criterio y el cultivo inquisitivo.
El despertar de un libro con cada lectura
La «moralidad» inculcada por la educación reglada, según Nietzsche, priva al alumno de la ingenuidad y el anhelo necesarios para explorar posibilidades:
«Todas las cuestiones de la política, del orden social, de la educación han sido hasta ahora falseadas íntegra y radicalmente por el hecho de haber considerado hombres grandes a los hombres más nocivos, por el hecho de haber aprendido a despreciar las cosas ‘pequeñas’, quiero decir los asuntos fundamentales de la vida humana. Nuestra cultura actual es ambigua en sumo grado».
La teoría del conocimiento de la Ilustración y su intención de fijar la realidad en teorías universales e inmutables (la verdad, la justicia, la objetividad, la libertad, la felicidad), es una trampa de la filosofía de cartón piedra que, según él, diseminan los discípulos de Hegel. No hay lectura de la realidad sin interpretación, y toda interpretación es una «reapropiación».
Cuando leemos un libro, lo hacemos revivir en nuestros términos; nuestra interpretación de la obra será similar a otras interpretaciones, pero no idéntica, pues contamos con una experiencia, una formación, unas circunstancias cambiantes, una manera de afrontar las cosas:
«No hay lectura sin reescritura, sin la constitución de una nueva forma, de un nuevo estilo».
Nietzsche y la areté
Se ha abusado de una cultura dedicada a la contabilidad del mundo, a su cuantificación, a las «tareas de servicio». Según Nietzsche, el primer paso para lograr una «anti-educación» capaz de educar con acierto implica liberarse de la mezquindad de la sociedad burocrática que se consolida en la sociedad moderna.
- el «egoísmo de los propietarios» consiste en tratar de inculcar una educación práctica para producir más y reducir cualquier instinto de superación a la acumulación de dinero y bienes (el utilitarismo anglosajón);
- el «egoísmo del Estado» es la tendencia del Estado providencia a inmiscuirse en la cultura para asegurarse de que se promueve una lectura homogénea de las cosas, orientada a la estabilidad y el beneficio del propio Estado;
- el «egoísmo de los formalistas» procede del interés de quienes difunden y se ocultan tras las formas, una cultura de los modales que se conforma con la superficialidad de la existencia;
- finalmente, el «egoísmo de la ciencia» es, para Nietzsche, es el riesgo de entender la cultura como un mero apéndice supeditado al «fomento de la ciencia», en un contexto que «solamente ve por todas partes problemas de conocimiento», un fenómeno que hoy podemos asociar al «solucionismo» tecnológico (pulsar un botón o descargar una aplicación para ser feliz o salvar el mundo).
Un siglo después de las cinco conferencias de Basilea sobre la necesidad de educar de un modo distinto a la inercia burocrática que se imponía en las sociedades modernas, el filósofo francés Michel Foucault retomaba las reflexiones de Nietzsche sobre nuestra manera de pensar y la herencia del pensamiento: lo que hemos considerado como «natural» o «innato» es, de hecho, una construcción cultural cuya herencia se remonta a los clásicos grecolatinos.
Nietzsche avanzó que este conocimiento interiorizado como cultura de civilización se transmite a través de las instituciones y las convenciones sociales; Foucault no se conformará con el diagnóstico y procederá a la disección pormenorizada de las instituciones sociales.
La desescolarización propuesta por Iván Illich
Sexualidad humana, psiquiatría, medicina, ciencias humanas, prisiones… Foucault se sirvió de la genealogía de la moral y el conocimiento adelantada por Nietzsche para descomponer con rigor el marco de pensamiento occidental.
Otro pensador nacido en 1926 como Foucault, en este caso en Viena, compartiría las críticas de éste con los mecanismos de adoctrinamiento social. Influido por el anarquismo, Iván Illich un brillante orador siempre preparado a dialogar en profundidad; polifacético, plurilingüe y con una cultura inabarcable. Illich estudió en Florencia y Roma, fue sacerdote católico de la comunidad puertorriqueña en Nueva York y, tras un paso, por la isla caribeña, creó un centro multidisciplinar en Cuernavaca, México (Centro Intercultural de Documentación, CIDOC).
Antes de que la deriva magistral y regulatoria del CIDOC llevara al propio Illich a recomendar la clausura del centro, este experto en filosofía y teología publicó su crítica a la educación universal utilitaria que se había impuesto a otros modelos en el mundo desarrollado, y que las organizaciones humanitarias internacionales promovían como modelo al que los países en desarrollo debían aspirar.
Fenomenología de la escuela
En 1971, Iván Illich publica La sociedad desescolarizada, una crítica al currículo obligatorio y al ideal de la enseñanza reglada y magistral. El auténtico desarrollo debía aparecer con el desarrollo del autoaprendizaje y el cultivo de una curiosidad genuina. Los encuentros fortuitos y la mentoría, así como las conversaciones enriquecedoras o el acceso a fuentes de cultura multimedia, despertaban en las personas una curiosidad que la educación reglada mantenía en el letargo.
«Ni unas nuevas actitudes de los maestros hacia sus alumnos, ni la proliferación de nuevas herramientas y métodos físicos o mentales (en el aula o en el dormitorio), ni, finalmente, el intento de ampliar la responsabilidad del pedagogo hasta que englobe las vidas completas de sus alumnos dará por resultado la educación universal. La búsqueda actual de nuevos embudos educacionales debe revertirse hacia la búsqueda de su antípoda institucional: tramas educacionales que aumenten la oportunidad para que cada cual transforme cada momento de su vida en un momento de aprendizaje, de compartir, de interesarse. Confiamos en estar aportando conceptos necesarios para aquellos que realizan tales investigaciones a grandes rasgos sobre la educación —y asimismo para aquellos que buscan alternativas para otras industrias de servicio establecidas».
La «fenomenología de la escuela» necesitaba, según Illich, un nuevo despertar. Al pensador austríaco de origen croata y sefardí le hubiera interesado las posibilidades de Internet y el teléfono móvil.
También se habría esforzado por recordarnos lo fácil que es canalizar las posibilidades de unas herramientas tan poderosas para fomentar comportamientos superficiales, orientados tanto a la mueca de Narciso al asomarse al estanque, como al mercado de bienes de consumo superfluos.
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