Una periodista y un filósofo franceses, Monique Atlan y Roger-Pol Droit, publican un ensayo en el que exploran nuestra percepción y el sentido que damos a los límites desde la Antigüedad.
Los límites pueden ser accesibles o desconocidos, permeables o herméticos, naturales o artificiales, conceptuales o reales, con o sin espesor, etc. Hay límites culturales o ideológicos, y nuestra percepción de éstos ha cambiado en cada era: desde el miedo metafísico a acercarse demasiado al sol (según el mito de Ícaro) a la incapacidad de la sociedad ilustrada e industrial para ultrapasar limitaciones y fronteras biológicas.
En las últimas décadas, argumentan los autores, la sociedad postmoderna se esfuerza por negar cualquier barrera ideológica, cultural o biológica y rechaza el propio concepto de límite, esencial para maneras de ver el mundo como la griega clásica y su aspiración por la moderación en todas las acciones, según la inscripción en Delfos invitando a la moderación («meden agan», nada en demasía).
Percibir los límites
«Mésos», antigua raíz etimológica asociada a un término medio aparece en distintas lenguas indoeuropeas, además del griego (en el que deriva del proto-helénico «métsos»): el proto-indoeuropeo «médyos», el latín «medius», el sánscrito «madhya», el avéstico «madiana», o el proto-armenio «mej», cuentan con una significación análoga.
Entre quienes rechazan el propio sentido conceptual de los límites conceptuales o biológicos que han condicionado la existencia humana desde la prehistoria, los autores del ensayo mencionan a un grupo especialmente activo en las últimas décadas, asociado a la ingenuidad y optimismo de la cibernética y los avances tecnológicos de la sociedad de la información: el transhumanismo, con epicentro en el academicismo anglosajón que impulsó Internet.
El futurólogo estadounidense Ray Kurzweil, por ejemplo, especula sobre una existencia humana capaz de trascender las consideraciones que han nutrido la metafísica y el arte humanos desde los primeros testimonios: nuestra mortalidad, así como una intuición de que todos los procesos naturales se atrofían o disgregan y no son eternos.
Quizá por ser capaces de discernir la inquietante certeza de nuestra mortalidad, nuestra especie ha dejado testimonios con voluntad de ultrapasar nuestro propio umbral biológico, pues testimonios como pinturas, objetos y amuletos, o construcciones megalíticas.
Algunos de estos viejos testimonios dejan abierta la posibilidad de que sus autores fueran los últimos miembros de otras especies del género homo, como los neandertales (quienes podrían ser los autores de las pinturas en la Cueva de los Aviones (Cartagena).
La máquina de Descartes
El peso de una lúcida intuición que todos compartimos, la observación de procesos que tienen un origen y un fin quizá no haya pertenecido exclusivamente a nuestra propia especie.
Precursores de la Ilustración y el mecanicismo que influirá sobre la Revolución Industrial, como René Descartes, especularon sobre una idea que ha encontrado desde entonces a entusiastas y detractores por igual: la idea de que el mundo natural es reducible a una serie de causalidades que coinciden con el mundo real, lo que equipararía a animales vertebrados con robots autómatas, una analogía usada por el pensador francés y recuperada tanto por la ciencia ficción como por los entusiastas del transhumanismo (o superar los «limites» humanos, tanto físicos como cognitivos).
La fría consideración de Descartes hacia los animales, para él poco más que un sistema de nervios, músculos y tendones equiparable al diseño de una máquina sofisticada, descarta sin embargo con su actitud en la vida real. El filósofo, que ejerció de doctos para ganarse la vida, tenía un perro llamado «Monsieur».
La construcción del problema mente-cuerpo
Ha bastado una pandemia para recordarnos hasta qué punto el sueño dualista iniciado por René Descartes y adoptado por corrientes actuales como transhumanismo se aleja de nuestra realidad biológica: nuestra conciencia no puede sustraerse del organismo donde reside como si se tratara de un sistema operativo con software, algoritmos e información (experiencia) en su registro.
Según pensadores como Nietzsche, filosofía y metafísica han dedicado buena parte de su esfuerzo al «problema mente-cuerpo», o la asunción de que la vieja idea platónica que separa mente y cuerpo es una realidad, cuando se trataría de una construcción epistemológica.
Los complejos procesos de nuestro organismo empiezan a interesarnos a escala microscópica y no sólo conceptual o en términos filosóficos, tal y como revela el interés que suscitan artículos y ensayos sobre nuestro microbioma. Las bacterias y demás microorganismos que habitan nuestro organismo regulan los equilibrios de nuestro cuerpo y mente, argumenta Ed Yong en su ensayo I contain multitudes.
Nuestra dependencia con respecto del mundo diminuto y la certidumbre de que no podemos escapar a procesos como la oxidación celular y, en última instancia, la tendencia universal a la entropía, evocan una concepción del ser humano integrado en los procesos complejos de su entorno.
Nuestra manera heredada de ver el mundo
A diferencia de la filosofía occidental, el pensamiento oriental no establece límites estancos entre ser humano y mundo circundante: nuestro propio organismo está compuesto por infinidad de otros organismos y lo que llamamos «Yo» indisoluble es, en realidad, un organismo complejo sujeto a una trayectoria concreta (un espacio y un tiempo).
Siempre pensamos algo, incluso cuando nos esforzamos por no hacerlo, reflexionó el filósofo inglés David Hume (para quien no existe algo estable y totalmente identificable como el «Yo», sino que éste forma parte de una construcción de la conciencia sujeta a procesos culturales a menudo inmemoriales); la realidad que vivimos ocurre siempre en un lugar y está condicionada a múltiples circunstancias, recordará ya en el siglo XX el filósofo fenomenólogo alemán Martin Heidegger.
No hay, en definitiva, un «Yo» abstracto e inmutable con independencia del mundo y esa ventana de realidad que se escurre constantemente y llamamos «presencia», y que explorará la filosofía desde Aristóteles a Jacques Derrida, pasando por el mencionado Martin Heidegger o el filósofo analítico Ludwig Wittgenstein.
Retratos de hormigas
El mundo de lo minúsculo nos fascina cada vez más a medida que desentrañamos sus secretos y efectos sobre una realidad que hemos analizado y percibido desde un antropomorfismo que optó por separarse de la naturaleza y emplearla como medio productivo racionalizable a partir de la Ilustración.
Cuando observamos a una sociedad humana desde la distancia, argumenta la entomóloga experta en hormigas Eleanor Spicer Rice, asociamos esta visión anónima y despersonalizada con una colonia de hormigas.
Pero ni siquiera insectos sociales aparentemente tan desprovistos de características individuales como las hormigas aguantan el marco conceptual despersonalizado que hemos construido para ellos cuando realizamos un análisis de cierta envergadura. Es lo que ha intentado representar Eduard Florin Niga en un ensayo fotográfico que otorga el protagonismo a hormigas de distintas especies.
O explicado por Brooke Jarvis en una crítica sobre el ensayo en el New York Times:
«Con una macrofotografía que muestra cada cabello (en cantidades sorprendentes), cad espiráculo (los poros en el exoesqueleto a través de los que respiran las hormigas) y cada detalle de sus ojos compuestos, las imágenes remplazan nuestra percepción habituada a la mirada lejana como-desde-lo-alto-de-un-rascacielos por retratos íntimos, cara a cara. Somos vecinos desde hace mucho tiempo, presentados tardíamente».
La riqueza de un mundo desdeñado
Tuvo que ser un entomólogo, el veterano biólogo Edward O. Wilson, quien tomó un término usado en primera instancia por Erich Fromm, «biofilia», para definir un sentido antiguo de conexión con la naturaleza que podría conformar un rasgo de supervivencia que habríamos conservado de nuestros antepasados.
Wilson, autor de ensayos como Tales From the Ant World, descubrió la complejidad, riqueza y adaptación de las más de 15.000 especies de hormigas a inicios de su carrera. Uno de sus profesores le encargó estudiar las particularidades evolutivas de una especie caracterizada por sus enormes mandíbulas.
Wilson debía averiguar qué cazaban o sostenían con esas enormes protuberancias, pero la pesquisa se convirtió en sorpresa: las mandíbulas habían evolucionado para superar la excelente adaptación de los colémbolos, diminutos artrópodos que superan en rapidez a sus predadores potenciales. Pero la forma de las mandíbulas de esas hormigas parecía haber superado este problema con una rapidez todavía más explosiva.
El libro de fotografías macroscópicas de hormigas a cargo de Eduard Florin Niga logra celebrar la individualidad de anodinos y diminutos insectos sociales con los que hemos convivido desde el inicio sin comprender cómo su labor influye sobre el mundo que observamos:
«Hay muchos motivos para comprender mejor las hormigas —argumenta Brooke Jarvis—. En torno a ellas se configuran ecosistemas completos y un gran número de especies, desde plantas hasta escarabajos y aves, son seguidoras obligadas, lo que implica que dependen completamente de sus relaciones con las colonias de hormigas para sobrevivir. Las hormigas aventadoras dispersan tantas semillas herbáceas en América del Norte, señala la doctora Rice, que “eliminarlas causa una reducción de flores silvestres de hasta un 50%”».
Acción de la «no acción»
Hasta ahora, conocíamos la importancia y el valor ecológico (y económico) de los insectos polinizadores en la agricultura mundial; poco a poco, el rol de otros animales y organismos que han pasado hasta ahora desapercibidos empieza a ocupar el lugar que se merecen. Ha llegado el momento de que, junto a los libros de divulgación sobre la megafauna actual y la extinta, o sobre los insectos, aves, plantas o animales acuáticos más emblemáticos, existan obras de referencia sobre los seres hasta ahora obviados.
Cuando observamos la imagen de hormigas con patas para desplazarse con rapidez por el Sahara sin abrasarse, o individuos de especies como las cortadoras de hojas, cuyas protuberancias asisten en su industriosidad agriculturalista (esta cultiva hongos en cámaras subterráneas sobre las hojas cortadas, transportadas y finalmente masticadas), no podemos más que sorprendernos de nuestra cruel indiferencia por la belleza de lo que nos rodea; incluso lo aparentemente más anodino e insustancial (convendremos que los observadores de aves o de la gran fauna, superviviente o extinta, lo tienen más fácil).
Conceptos como la biofilia superan la tendencia a considerar al ser humano como administrador de los bienes del planeta (naturales, agrarios, conceptuales) y abren la puerta a nuevas maneras de percibir conceptos como los límites, la moderación (o el equilibrio), el pensamiento a largo plazo, o incluso conceptos orientales como la «acción sin esfuerzo» o «no acción» (del chino «wu wei») que propone el taoísmo, consistente en dejar que el ritmo de las cosas siga su curso.
Esta misma concepción del ser humano como entidad no estanca indisoluble del entorno en que se encuentra, podría también asistir en nuevos modelos de relación que garanticen mayor equilibrio en el uso de recursos o a la hora de crear sistemas que combinen la sostenibilidad agraria y la producción a gran escala.
A partir de una brizna de paja
A medida que analizamos la composición de los suelos más productivos a lo largo del tiempo, conocemos con más detalle la compleja interacción entre infinidad de componentes químicos y organismos. Un estudio del Boyce Thompson Institute en Estados Unidos asocia la relación simbiótica entre bacterias del suelo y micelios de hongos (filamentos que se extienden bajo el humus siguiendo un diseño fractal similar al de las conexiones en un sistema nervioso).
Se conocía con detalle la asociación entre micelios y raíces de árboles, cuya conexión se conoce como micorriza, gracias a la cual los suelos multiplican su capacidad de almacenamiento de carbono (el suelo contiene más carbono que las plantas y la atmósfera combinadas). Un suelo sano y rico en micorriza y bacterias asociativas con la simbiosis entre micelios y raíces de plantas podrá capturar y retener más carbono que un suelo erosionado y pobre.
El hallazgo de las bacterias beneficiosas supone una nueva vía para lograr métodos a la vez rentables y beneficiosos para enriquecer el suelo y mejorar el rendimiento de los cultivos, y de paso reducir la dependencia de los agricultores con respecto a fertilizantes convencionales, explica Michael J. Haas en Cornell Chronicle.
En su ensayo La revolución de una brizna de paja, el agricultor y filósofo japonés Masanobu Fukuoka explica los hallazgos a lo largo de una vida de estudio y experimentación en su granja con técnicas que había observado de niño. Formado en agronomía moderna, comprobó los efectos sobre el suelo del uso de abonos y fertilizantes químicos, y decidió orientarse hacia una agricultura que protegiese la riqueza y complejidad de la tierra.
Mejores sistemas
Fukuoka logró cierta celebridad al mostrar un sistema de cultivo que no requiere retinar malas hierbas, no usa pesticidas ni fertilizantes, y no depende de la labranza intensiva. Asimismo, este ingeniero agrónomo que volvió a la granja ancestral creó un sistema de siembra a través de bolas de arcilla.
Trayectorias como la de Fukuoka muestran hasta qué punto combinar técnicas ancestrales con invenciones de nuestro tiempo puede ser productivo y a la vez garantizar el equilibrio de nutrientes en el suelo a largo plazo, lo que repercute no sólo sobre su viabilidad a largo plazo, sino sobre su propia capacidad para capturar y retener carbono.
Cuando hablamos de límites, no deberíamos hacerlo de prohibiciones o de estancamiento, sino de constricciones que nos obligan a crear mejores sistemas que los utilizados hasta ahora.
En ocasiones, es necesario observar prolongadamente antes de trabajar a destajo, recomendaba Masanobu Fukuoka. Comprender la tierra y velar por su riqueza no implica poner un cercado en torno a ella y protegerla de toda actividad humana, sino comprender relaciones entre suelo y organismos que siempre han estado ahí, a la espera de que aprendamos a observar con atención.