Cuando nos liberamos de la presión y la llamada de los recados cotidianos, los adultos nos encontramos en ocasiones frente a momentos en que disfrutamos genuinamente de algo que nos gusta hacer: una lectura, un paseo con el sol otoñal en pleno rostro y la perspectiva cambiante de lo que nos rodea, una carrera, un momento a solas –o en grupo– con un instrumento…
En esos momentos, tenemos la sensación de dejar de lado nuestra tendencia al control del contexto, a la racionalización utilitaria de la realidad para extraer de ella el máximo rédito en función de nuestros intereses –impulsivos o meditados, acordes con nuestra persona o fundados en la mala fe–.
La rigidez nos abandona y somos capaces de sumergirnos en la actividad, fundiéndonos en una actividad que concentra todo el sentido en ese momento, ensanchando nuestro presente: una palabra que vuela en una frase, un paso que sigue a otro, una braza en la piscina que sirve para propulsarnos aún más, el deslizamiento de nuestros dedos sobre la escala del piano o las cuerdas de la guitarra, armando a cada instante una melodía que viene de atrás y retenemos en un todo cuyo significado supera a la suma de las partes…
El vínculo innato
Todavía en el vientre materno, somos capaces de apreciar el timbre de una voz, la melodía particular de una lengua y acento en una conversación. Los ritmos musicales más básicos guardan los atributos mencionados: ensanchan nuestro “presente”, y convierten la fragmentación perceptiva, el carácter aleatorio de lo que pensamos y percibimos a cada momento, en un sistema de comunicación con un significado emergente.
El fragmento más conmovedor de Gravity (2013), el filme de Alfonso Cuarón, sea acaso el retorno exitoso de la protagonista a la atmósfera terrestre y el abandono de la cápsula que ha aterrizado en una superficie lacustre cualquiera.
De pronto, salir ahí afuera y usar instintivamente todos los órganos y sentidos, representa un festín para el espectador: la bocanada de aire fresco, el aleteo de insectos y aves, el sonido incesante de elementos y organismos circundantes… En ese momento, respirar y sentir constituye de por sí una “melodía”, un “flujo” como el teorizado por el psicólogo Mihaly Csikszentmihalyi.
El control sobre la lengua, el cuerpo, la ideología
Nuestra capacidad para otorgar significado a fragmentos de realidad percibidos aparece con intensidad en la infancia, cuando la rutina y el complejo proceso de socialización (vivir entre los hombres implica que siempre existe un contexto y una socialización, como dirán Heidegger -uno se encuentra siempre en algún lugar, no somos una entidad esterilizada y seccionada del mundo en que participamos– y Foucault -y sus conceptos de “biopolítica“, gubernamentalidad“, etc.–) no han atrofiado todavía nuestra capacidad de “encantamiento”.
No podemos convertir cada instante en una oportunidad para disfrazarnos de afectado romántico en pleno sofoco debido al síndrome de Stendhal que nos causará ésta o aquélla apreciación; sí podemos, sin embargo, estar abiertos a intuir un tipo de concentración que no requiere el análisis y la preparación preliminar, sino una actitud relajada y abierta, cierto respeto por nuestra voz interna (nuestra “autenticidad”, dirán los filósofos existencialistas), y la falta de responsabilidad y presión que evitarán que bloqueemos esta oportunidad de apreciar el momento presente, aprovechando cualquiera que sea la actividad que realicemos y que nos habrá llevado a este momento de “flujo”.
Por su universalidad y carácter instintivo, pre-lingüístico, la música se presta especialmente a facilitar los momentos de flujo, tanto entre quienes aprecian una melodía como espectadores como para quienes contribuyen a conformarla. El buen oído será capaz, en un momento de inspiración, de “encontrar” la música en la lluvia o en el traqueteo del transporte público –siempre que exista esa combinación tan necesaria entre lo regular y lo aleatorio que contribuye al “carácter”, a la “personalidad” de algo–.
Vitalismo y posposición de tareas
Arthur Schopenhauer dedicará un apartado especial en su teoría estética a la música en su teoría filosófica por esta cualidad que nos reconecta con lo circundante y, a la vez, despierta nuestra apreciación innata de lo bello (lo sistemático, lo que imita, en cierto modo, esa constante del mundo que el filósofo alemán identificaría con una supuesta voluntad innata de “vivir”, de proyectarse hacia el porvenir, de los seres inanimados y animados).
Al tratar de explicar situaciones complejas a lo largo de carreras cada vez más exigentes, deportistas de élite y artistas nos sugieren que, cuando la presión –preparación, racionalización, sumisión a lo que Johan Cruyff llamó “entorno”– supera al deseo –instintivo, pueril, vitalista– de practicar, de divertirse haciendo algo, el bloqueo se impone a esa combinación mágica de voluntad, hambre e instinto.
El fenómeno de la procrastinación, cuando postergamos algo por considerarlo una obligación hasta que nos es imposible eludirlo, está íntimamente ligado a la carrera contemporánea por racionalizar cada una de nuestras acciones y extraer de ellas la máxima utilidad posible. El ocasiones, la voluntad se revela contra el estado de las cosas y, con la postergación, llegan momentos frustrantes.
El método de Ray Bradbury
Al enfrentarse al síndrome de la página en blanco, el estudiante de tesis y el escritor deberían volver la mirada hacia un niño que actúe sin prescripción adulta: cuando no ha llegado el momento de agarrar un lápiz y una página en blanco, el niño nos muestra que de nada sirve lamentarse por ello, depositando su energía y deseos en cualquier otra aventura. Eso sí, llegado el momento de afrontar la página en blanco, el niño optará por lanzarse al vacío de la creatividad sin paracaídas, a ver qué ocurre.
Ray Bradbury, el autor de ciencia ficción de cabecera de Borges (quien prologó sus Crónicas marcianas), expuso su antídoto al síndrome de la página en blanco tal y como lo habría hecho un niño que siente la oportunidad de expresar una aventura abstracta en un folio ante él, plasmando ese “encantamiento” con la realidad que muchos adultos parecen haber sepultado bajo listas de tareas y ratos de productividad:
“Cada mañana salto de la cama y piso una mina terrestre. La mina terrestre soy yo mismo. Después de la explosión, me paso el resto del día recomponiendo las piezas. Ahora, ha llegado tu turno. ¡Salta!.”
Bradbury espantaba el miedo a no estar a la altura del mismo modo que otros tantos creadores que se obstinan en permanecer en esa zona de fragilidad y expectativas que antecede a los momentos de inspiración y flujo creativo, en los que se olvidan las obligaciones cotidianas y las necesidades biológicas pasan a un plano tan abstracto como lo es el concepto de tiempo para la física:
“Salta, y averiguarás cómo desplegar tus alas mientras estés cayendo.”
Afirmando pequeños momentos
Lo peor que puede ocurrir si las alas no se abren a tiempo, reflexionó Nietzsche en Así habló Zaratustra, es que ese equilibrista que se apresura a recorrer la cuerda floja entre el adulto aburrido y el niño abierto al mundo (entre el animal y el superhombre: entre el “último hombre” y el “Übermensch”, dirán los formalistas más obcecados con la pose), se pegue un trompazo contra el suelo.
Un trompazo simbólico, se entiende. Pero este trompazo, dice Nietzsche, es una afirmación de una voluntad de autenticidad que constituye ya de por sí un pequeño logro, una manifestación del vitalismo que todos albergamos: una jugada imposible de algún aprendiz de Diego Maradona, un paso no canónico de una patinadora sobre hielo, una juguetona modificación sobre el guión previsto de una canción durante un concierto, un taconeo con duende, una estrofa improvisada, un pasaje revivido de The Raven en el inglés fractal de Edgar Allan Poe… O un grupo de amigos adolescentes jugando con el lenguaje en una competición improvisada de versos libres rapeados.
En el aforismo 1.032 de La voluntad de dominio, Nietzsche nos deja esta reflexión:
“El principal problema no es si estamos satisfechos de nosotros mismos, sino si estamos satisfechos con algo. Si afirmamos un solo momento, no sólo nos afirmamos a nosotros mismos, sino también a toda la existencia.
“Porque nada es autosuficiente, ni en nosotros mismos ni en las cosas; y si nuestra alma ha temblado de felicidad y ha sonado como las cuerdas de un arpa una sola vez, toda la eternidad fue necesaria para producir ese único momento y en este único momento de afirmación toda la eternidad se dio por buena, fue rescatada, justificada, afirmada.”
La dificultad de elegir el propio camino
Y he aquí el pasaje en que Zaratustra se acerca al hombre que ha caído al vacío tras avanzar por la cuerda floja (lo interpretamos, como pretendía Nietzsche, como una alegoría, como un evangelio apócrifo disfrutado por su elocuencia, y no en función de ningún dogma tergiversado por el peso de la costumbre):
“Zaratustra, en cambio, permaneció inmóvil, y justo a su lado cayó el cuerpo, maltrecho y quebrantado, pero no muerto todavía. Al poco tiempo el destrozado recobró la consciencia y vio a Zaratustra arrodillarse junto a él. ‘¿Qué haces aquí?, dijo por fin, desde hace mucho sabía yo que el diablo me echaría la zancadilla. Ahora me arrastra al infierno: ¿quieres tú impedírselo?’
‘Por mi honor, amigo, respondió Zaratustra, todo eso de que hablas no existe: no hay ni diablo ni infierno. Tu alma estará muerta aún más pronto que tu cuerpo: así, pues, ¡no temas ya nada!’
El hombre alzó su mirada con desconfianza. ‘Si tú dices la verdad, añadió luego, nada pierdo perdiendo la vida. No soy mucho más que un animal al que, con golpes y escasa comida, se le ha enseñado a bailar.’
‘No hables así, dijo Zaratustra, tú has hecho del peligro tu profesión, en ello no hay nada despreciable. Ahora pereces a causa de tu profesión: por ello voy a enterrarte con mis propias manos.’
Cuando Zaratustra hubo dicho esto, el moribundo ya no respondió; pero movió la mano como si buscase la mano de Zaratustra para darle las gracias.”
Acto seguido, Zaratustra se ofrece a enterrar al caído con sus propias manos y se marcha lejos de la muchedumbre con él a cuestas.
La promesa de los algoritmos: privarnos del (necesario) peso de decidir
¿Hemos olvidado cómo divagar? ¿Qué hay de existir, simple y llanamente, salir a la calle y pasear sin la sensación de estar perdiendo algo que ocurre en el trabajo o en alguna de las pantallas que se disputan nuestra atención, a menudo con alertas que no proceden de acciones de personas, sino que han sido programadas para fomentar un tipo de comportamiento?
La tolerancia a la presión y al mundo excesivamente razonado, racionalizado, analizado, compartimentalizado, cuantificado, tiene un límite. Cuando, a inicios de la Ilustración, surgieron varias corrientes racionalistas, existió la tentación de creer que la vida formaba parte de un esquema aristotélico del universo donde todo tiene en última instancia un orden cósmico alineado con la tesis del mecanicismo, una exactitud, hasta el punto de confundir esa interpretación con la propia vida e identificar a animales y humanos con máquinas.
La crítica a la razón pura de dualistas como René Descartes y empiristas como David Hume (uno de los precursores de la filosofía analítica anglosajona) partió desde el propio idealismo (Immanuel Kant) y desde posiciones vitalistas que romperían por completo con el edificio idealista, como Schopenhauer, Kierkegaard y Nietzsche.
La visión cartesiana de universo, humanidad, sociedades e individuo prevaleció en las instituciones y entre las corrientes académicas e ideológicas mayoritarias, originando la ideología revolucionaria francesa y, a la vez, el idealismo alemán y sus vástagos: marxismo y nacionalismo.
Los extremos del utilitarismo
En el mundo anglosajón, el empirismo y el evolucionismo transformaron la industriosidad burguesa en la búsqueda de la máxima utilidad: el utilitarismo de Stuart Mill surgió como consecuencia de ese mundo en que los adultos, personas serias y sin tacha física o moral (recordemos las ideas eugenésicas de Francis Galton), trabajan y no tienen tiempo que perder, ni momentos para dedicarlos a la ensoñación, la ociosidad, la creación sin utilidad.
En esta mentalidad en la que florecen los más aptos (evolucionismo social de Herbert Spencer, que tanto encandiló a Jack London y a cierto imaginario colectivo estadounidense), no hay espacio para buscar una autenticidad innata, un vitalismo que trata de unir cuerpo y espíritu, disfrutar de lo innato, abrazar tanto el orden racional representado por Apolo como la inocencia de Dioniso: areté, lucha, sensualidad, tensión entre pasiones y contradicciones, licencia para equivocarse y aullar a la luna.
Antes de que la socialización haga su trabajo, los niños conservan todavía la frescura que muchos adultos hemos perdido en distinto grado.
Si nos atrevemos a afrontar momentos sin presión, desentumeciendo músculos y mente para abrirnos al componente jazzístico de determinados momentos de observación, pensamiento, creación o celebración, quizá encontremos entonces la manera de recuperar momentos de inspiración próximos a la tipología que Mihály Csíkszentmihályi llama “flujo”.
Non cogito, ergo sum
Existe la convicción en los círculos mayoritarios del mundo tecnológico de que cuantificar la vida cotidiana hasta racionalizar todos los aspectos de la existencia (a través de sensores, algoritmos, aplicaciones) no sólo es un negocio fabuloso, sino que mejorará la propia vida.
Llevada a extremos tecnológicos y utilitarios, esta tendencia podría acelerar lo que muchos consideramos una distopía: una sociedad donde la vigilancia panóptica, el exhibicionismo vacuo y la superficialidad lo engullen todo, incluyendo nuestra tranquilidad y capacidad para, en determinados momentos, dejarnos llevar, o no hacer nada, o aburrirnos, o explorar, o perdernos en una lectura, o imaginar nuestra versión de las historias de siempre.
O, como Ian Leslie titula provocativamente en un artículo para la revista 1843, en ocasiones es esencial usar nuestra capacidad de raciocinio para dejarnos llevar y evitar el análisis excesivo, la numerización de nuestra existencia.
Lejos de la consigna se oyen las melodías intemporales
Quizá no todos tengamos el tiempo libre y ánimo para combinar ambas cosas, el mundo pautado con metrónomo y la conciencia de dejarlo atrás con conocimiento de causa, entonando un “Non cogito, ergo sum”, aunque sea para mantener los pies en la tierra y la sensación de que, al sentarnos a observar una puesta de sol, ésta nos presenta algo misterioso que siempre merecerá la pena observar, cada vez igual y cada vez distinta, como la propia idea del eterno retorno.
Analizar demasiado las cosas puede ser tan nocivo como dar la espalda a una de las conquistas de la cultura clásica de la que nos sentimos herederos: el sentido crítico de Anaximandro, tan próximo en su origen a algo mucho más instintivo y frágil, que florece en la infancia y se apaga con el tiempo. La curiosidad.
No nos olvidemos de disfrutar sin presión, de crear porque nos viene en gana, de olvidar en ocasiones la utilidad calculadora. Será mucho más liberador que seguir a una muchedumbre entonando un cántico o alzando una bandera.