¿Pensamos lo mismo con cada nueva generación, o se sostiene la tesis de que los niños actuales tienen la desventaja de la sobreprotección, por un lado, y la falta de atención “de calidad”, por el otro?
El difícil equilibrio entre autonomía y relación fluida entre padres e hijo -también entre maestros y alumno-, corre el riesgo de derivar en -por un lado-, sobreprotección; y, por el otro, en dejadez afectiva, dados los horarios maratonianos y la ausencia de una realidad cotidiana compartida.
Sobre el futuro de la educación
La temática interesa no sólo a padres, sino a la sociedad, sobre todo en medio del debate sobre el futuro de la educación:
- sobre si debe ser más abierta, flexible y completa, además de continuar fuera de las aulas -como aventuran las tendencias aceleradas con Internet-;
- o si el cambio es simplemente cosmético y deben permanecer modelos concebidos en sociedades que apenas iniciaban la era industrial y donde el conocimiento era un monopolio transmitido desde sus poseedores a los aprendices.
Sobre la valentía y responsabilidad de invertir a largo plazo
¿Por qué es tan importante el debate? La educación repercute sobre el bienestar a largo plazo del individuo y la sociedad.
Y, en una discusión tan sujeta a interpretaciones, qué menos que saber hacia dónde se quiere ir.
Por qué los cambios siempre son cosméticos
En la era de la información asequible, la clase magistral es obsoleta. Pero este axioma no ha llegado a las aulas.
La sociedad de la información convierte los datos en una mercancía sin valor; cuando el acceso al conocimiento está garantizado, sólo su interpretación, uso y aplicación cuentan con valor.
(Imagen: Francisco Giner de los Ríos)
El reto consiste en saber navegar y separar el torrente (en Internet, las actualizaciones de personas o instituciones se llaman en efecto “torrentes”) de ruido de lo relevante.
Antes que niños autónomos, profesores y padres autónomos
En la educación participan distintas instituciones, algunas de las cuales -por ejemplo, la Iglesia- ceden terreno a otras -por ejemplo, Internet-.
Desde Sócrates hasta los últimos experimentos de escuela alternativa o a la Khan Academy, la enseñanza reglada necesita la colaboración de la familia, los medios, el contexto, etc.
Que la educación sea cosa de todos no elude de responsabilidades a la educación reglada. En el proceso de institucionalizar la educación y regular todos los ámbitos, hemos olvidado -dicen ahora los expertos- la aplicación práctica de lo aprendido.
Consecuencias del paternalismo mal entendido
El ensayista y colaborador de Vanity Fair Michael Lewis recuerda la importancia de que los niños aprendan a desenvolverse, adquieran fortaleza cognitiva con pequeñas experiencias diarias.
La sobreprotección tan próxima al paternalismo mal entendido, argumenta Michael Lewis, priva a la gente de las enseñanzas que parten de cotejar lo aprendido con lo experimentado.
En la vida, hay conflictos, se gana y se pierde, existen peleas y modos -mejores y peores- de resolver rencillas; incluso se aprende a perdonar por bien propio. En efecto, aunque lo hayamos olvidado en la era de los parques infantiles acolchados, jugar cansa, mancha y (a veces) duele.
Autonomía para pensar… y controlar los propios impulsos
De ahí que jugar, experimentar al fin y al cabo, sea el campo de pruebas de la edad adulta.
En este contexto, no es casual que, semana tras semana, entre los artículos y reportajes más populares existan referencias a la supuesta sobreprotección y la supuesta falta de desenvoltura emocional de la población infantil en los países desarrollados.
(Imagen: el impulsor de la Institución Libre de Enseñanza, Francisco Giner de los Ríos -centro-; y los colaboradores Manuel Cossío -izquierda- y Ricardo Rubio)
Un artículo de David Bornstein para The New York Times expone la importancia de “enseñar a los niños a calmarse por sí mismos“, incluso cuando los niños han sufrido situaciones traumáticas.
Al devolver al niño la autoconfianza y volver a situarlo al frente de su propia voluntad, deberían volver la empatía y la capacidad para calmarse, resolver problemas y tener la cintura necesaria para cambiar de plan preestablecido cuando la realidad así lo requiera.
El niño sobreprotegido
Un reportaje firmado por Hanna Rosin en The Atlantic ha permanecido entre los más leídos de la versión digital desde su publicación, el 19 de marzo. El título es expeditivo: El niño sobreprotegido.
El tono del artículo, que se sustenta en estudios y opiniones de expertos, secunda la tesis del escritor y reportero Michael Lewis, al recordarnos que olvidar que los niños deben enfrentarse a lo cotidiano por sí mismos o, de lo contrario, adolecerán de una parte fundamental de su proceso educativo, el que se consigue más fuera del aula que dentro de ella.
La preocupación por la seguridad nos ha llevado, explica Hanna Rosin, a privar a los niños de su independencia, la asunción de riesgos y el propio descubrimiento.
Cuando falta cintura para resolver lo cotidiano
La sobreprotección, con sus costes, no ha logrado lo que se proponía, dice Rosin, ya que la reducción de autonomía no ha aumentado la seguridad, si era lo que se pretendía.
No debería extrañarnos, por tanto, que muchos niños resuelvan con dificultades patentes problemas cotidianos, como así revelan los resultados del último informe PISA a alumnos de los países desarrollados.
En países como España, por ejemplo, los alumnos que participan en las pruebas PISA demuestran su incapacidad para adaptar a la vida cotidiana lo aprendido en las aulas.
Sembrar una actitud como semilla de la creatividad
La desconexión entre lo aprendido en clases magistrales y la realidad cotidiana, unida a fenómenos como las largas jornadas escolares y al poco contacto paterno-filial de calidad, así como la sobreprotección, repercuten sobre la capacidad de un individuo para desenvolverse en el futuro.
Esto es, al menos, lo que temen expertos como el analista de la OCDE Pablo Zoido, que denuncia que en muchos países la educación reglada no otorga a los alumnos la oportunidad de ser creativos. Un objetivo planteado ya por métodos pedagógicos como el krausismo (que optaba por la libertad de cátedra, la autonomía con responsabilidad del alumno y el método socrático, adoptado por Francisco Giner de los Ríos para la Institución Libre de Enseñanza), presente ya en el primer tercio del siglo XIX.
La guerra de los botones
Cuando Louis Pergaud escribía su relato infantil La guerra de los botones, no sintió la urgencia de edulcorar su texto con proteccionismo simplón y paternalista.
En La guerra de los botones, los niños colaboran y juegan, sí; pero también resuelven sus fricciones -las surgidas en un contexto de juego tolerable, se entiende- por sí mismos, sin pedir el arbitrio de ningún adulto que improvise un juicio sumario para determinar si ha habido bullying o el niño que llora sufrirá un trauma de por vida.
En La guerra de los botones, como en las divertidas y, en ocasiones, crueles contiendas infantiles en las que se inmiscuyen prepúberes dispuestos a tentar el peligro, ejercitar su sentido común y dirimir entre lo que es tolerable y no incluso en juegos, los niños se reparten mamporros.
La era de lo políticamente correcto
Esta novela infantil es en nuestros días tan políticamente incorrecta y demodé como una actitud laxa de los padres con los niños, para concederles una autonomía -no dejadez- que les permita improvisar, ejercitar sus habilidades cognitivas, descubrir, experimentar, errar, desengañarse, entristecer cuando la situación empática así lo requiera. Aprender a desenvolverse, en definitiva.
Expertos y docentes coinciden en que la educación del futuro deberá otorgar a los niños las herramientas para que éstos encuentren sus propias soluciones.
En un mundo laboral cada vez más automatizado, las habilidades más demandadas dependerán del aprendizaje continuo y la creatividad, respuestas difíciles de sustituir por un algoritmo.
Enseñar a pensar, más que enseñar información
No existe un método educativo magistral y memorístico para “enseñar a pensar” o “enseñar a resolver problemas”. La educación más competitiva del futuro, creen los expertos, se parecerá en muchos sentidos a la enseñanza socrática. Dar las herramientas para que el estudiante (y el ciudadano) resuelva por sí mismo.
(Imagen: la fachada no era lo más importante de la Institución Libre de Enseñanza)
Las instituciones sociales que inciden sobre la educación coinciden al menos en la necesidad de mejora de aspectos esenciales del aprendizaje, la mayoría de los cuales no tienen que ver con el niño de alumnos por clase, las becas comedor, el número de docentes por alumno o el incremento de ésta o aquélla partida presupuestaria.
El cambio necesario es más profundo e intangible, conceptual; de ahí la dificultad para aislarlo, reconocerlo y aplicarlo. Sócrates (síntesis de su filosofía) lo resumía en lo siguiente: “No puedo enseñar nada a nadie. Sólo puedo hacerles pensar.”
Llegar hasta el tuétano de lo analizado
Para Sócrates (método socrático de aprender preguntando usando la dialéctica, hasta “aislar” o “arrinconar” un concepto, problema o incógnita), Aristóteles (lógica: A es A) y el método empírico-analítico derivado de las aportaciones de ambos filósofos son la fundación de la ciencia moderna, pero también de la ética y las “filosofías de vida”.
Saber vivir, dicen los filósofos clásicos, implica actuar de manera razonada y “de acuerdo con la naturaleza” (algo así como reconocer que ir a contracorriente requiere más esfuerzo que tener en cuenta que existe la “corriente” y hay que adaptarse a ella), para así resolver situaciones y autorrealizarse.
Sócrates, Aristóteles y los estoicos, entre otros, no distinguían entre la experimentación sobre conceptos intelectuales y los que concernían al propio individuo, porque la propia conciencia del individuo se proyecta, pensaban, sobre lo percibido.
Guía de la buena vida
Qué mejor manera de ser coherentes que aplicar las mismas herramientas (razón, gestión continua del conflicto o incógnita ante nosotros) tanto a un problema cotidiano como a resolver una ecuación matemática o a inventar una máquina. O a escribir un poema, realizar una escultura, etc.
El profesor de filosofía William B. Irvine recuerda en la introducción de su ensayo sobre la vigencia de las enseñanzas clásicas y su aplicación a lo cotidiano, A Guide to the Good Life, que una de las grandes pérdidas de la educación moderna -que también ha tenido muchos aciertos- ha sido el ostracismo de una materia popular en la época clásica: la “filosofía de vida”. Enseñar a vivir o, en palabras del estoico Epicteto, “el arte de vivir”.
Ya nadie enseña el arte de vivir, que proporciona en quienes se acercan a la literatura que lo explica las herramientas esenciales para que cualquiera pueda desenvolverse y florecer. La autorrealización, para el pensamiento socrático, consiste en aprender.
Contemplando el porqué
Para Sócrates, “el grado sumo del saber es contemplar el porqué”. Y actuar en consecuencia. La psicología moderna dedica a este tipo de conocimiento palabros y expresiones como “inteligencia emocional”.
La enseñanza memorística o, en el peor de los casos, la ignorancia y la ausencia de voluntad individual por aprender y conocer, eran para Sócrates sinónimo de lo tenebroso, lo torticero, lo supersticioso.
El mal es, para la tradición filosófica en la que se basa la civilización actual, la voluntad de no razonar, la incapacidad para resolver cuestiones, desde las más cotidianas a las más elevadas.
Todos estamos de acuerdo con Sócrates y Aristóteles en que el conocimiento en general denota la virtud, el bien; mientras la ignorancia, sobre todo la “consciente”, no es útil y, llevada al extremo, puede ser el germen de populismos e injusticias.
Razonar para alejarse poco a poco de la oscuridad
Pero, ¿cómo definir “conocimiento” y cómo decidir qué enseñar? La pedagogía moderna se perdió en estas cuestiones, mientras olvidó las enseñanzas de los clásicos, escolásticos e ilustrados.
Consisten en otorgar al individuo (al niño, al adulto), la capacidad para comprender su capacidad para razonar y su autonomía física y cognitiva (libre albedrío), además de enseñarle -a poder ser, de un modo atractivo, útil y difícil de olvidar- que las herramientas más importantes para su autorrealización y para que pueda contribuir a la sociedad parten de su conciencia.
Las herramientas, en síntesis, son método socrático, lógica, matemáticas y filosofía. Mucho (¿todo?) parte de ahí, de la experiencia y de la observación.
Sobre perspectivas de la realidad
Nuestra percepción y situación en el mundo, apenas una chispa en un momento determinado, tal y como ya recordaban los atomistas, contribuirá con el resto, ya que valores como la humildad y el sentido común dependen de la capacidad para reconocer la apreciación relativista del estoico Marco Aurelio: “Todo lo que escuchamos es una opinión, no un hecho. Todo lo que vemos es una perspectiva, no es la verdad.”
A inicios de la Ilustración, el escéptico Michel de Montaigne, que se declaraba deudor de la tradición socrática y aristotélica, transmitida en la Edad Media por los filósofos andalusíes (Maimónides y Averroes, sobre todo) y los escolásticos, tuvo la valentía, en un momento en que ello podía costar la vida, de reivindicar el libre albedrío de la conciencia humana.
Cada uno de nosotros
Montaigne recordaba que cualquiera puede instruirse para mejorar, discernir, resolver problemas, experimentar, conocer. Salir de las tinieblas no era para Montaigne lo mismo que la Iglesia de su época consideraba.
Más bien al contrario: la prédica dogmática que había quemado en la hoguera a Giordano Bruno y enjuiciado a Nicolás Copérnico constituía la institución más poderosa que privaba de la educación socrática y sus frutos, incluso en las universidades más sesudas.
Montaigne reflexionaba sobre lo que, en su opinión, necesitaba cualquier persona. Hablaba, sin mencionarlo, de aprender con mayúsculas:
“Cada uno de nosotros es más rico de lo que se imagina; sin embargo, se nos amaestra en el arte de pedir prestado y mendigar; nos enseñan a servirnos de los otros más que de nosotros mismos.”
Seguramente, el ideal de escuela de Francisco Giner de los Ríos resolvería muchos problemas a medio plazo. Su pedagogía es tan moderna que alcanza la intemporalidad de su modelo, la escuela socrática.
En la escuela krausista a la que aspiraba Giner de los Ríos, el profesor influía sobre el alumno por su conocimiento y capacidad para picar la curiosidad y entablar un diálogo intelectual, y no por autoridad.
La relación era cercana, familiar, para influir sobre la conciencia del alumnado. La escuela era práctica y cada alumno tenía un cuaderno personalizado en lugar de un libro con la lección magistral. No había exámenes memorísticos.
Eran frecuentes las excursiones, la experimentación, la visita a museos, a fábricas, al campo.