Asomados a una ventana, muchos ciudadanos hasta hace poco despreocupados de los grandes misterios de la condición humana (esa que se plantean gigantes como André Malraux, Hannah Arendt o Albert Camus después de grandes traumas colectivos), reflexionan sobre la mortalidad. La suya, la de los suyos, la de otros.
La insoportable levedad de la condición humana implica reconciliarse con los grandes temas, esos que solemos asociar a la tragedia clásica, a Shakespeare, a las novelas río que hablan de epopeyas individuales y colectivas.
Es sentirse frágil porque, en realidad, pese a la prosperidad, a Internet y a la medicina moderna, hay eventos difíciles de asumir y contener.
Las pandemias, como las guerras, también ocurren con recurrencia en el mundo más próspero. El sentido recuperado de nuestra fragilidad, tan presente en estos momentos de confinamiento, preocupación por los nuestros y solidaridad con otras personas en nuestra tesitura (medio mundo), nos acerca esa amarga sensación de responsabilidad compartida, cuando observamos la facilidad con que una población puede pasar de la frivolidad a la movilización.
El «no pasará aquí»
En juego está la muerte (dolorosa, solitaria, en medio del desconcierto médico y del pavor colectivo) de gente próxima y extraña.
Porque —comprobamos ahora, y muchos lo hacemos por primera vez en nuestra vida, tal ha sido el clima de estabilidad en que hemos vivido— la muerte en tiempo de pandemia implica a menudo que quienes se van no pueden despedirse de quienes se quedan, que los homenajes rituales, tan importantes para quienes lloran una ausencia, se convierten en tiempo de pandemia en un proceso burocrático sin lugar para la —tan humana— despedida ritual.
Las pandemias crean también entierros sumarios en cunetas sentimentales. Es algo así como luchar en la batalla más solitaria y desagradecida, explica Radhika Jones en un artículo para Vanity Fair acompañado de fotografías tomadas por Alex Majoli en una Italia puesta contra las cuerdas por un virus que hasta hace poco desconocíamos y, hasta hace apenas unas semanas percibimos como lejano, incapaz de causar un sufrimiento cercano, del que ni siquiera los sociópatas más despreocupados son capaces de abstraerse.
Demasiadas administraciones, expertos, medios de comunicación (también) y ciudadanos informados actuamos con irresponsable indiferencia, hecho únicamente claro —paradoja humana, piedra en la que caemos desde tiempos inmemoriales— cuando nos enfrentamos ya a las consecuencias del riesgo real minimizado.
La tentación de justificar lo injustificable
He leído hace un rato la cita de un jurista y economista inglés del siglo XIX, Nassau William Senior. Cultivó el escepticismo ante las grandes teorías económicas de su tiempo, sobre todo aquellas que parecían olvidar el sufrimiento de las personas y se ocupaban más bien de las tendencias promedio (en cierto modo, para Nassau Senior, las teorías de David Ricardo y las de Karl Marx no se alejaban demasiado).
A propósito de la gran hambruna irlandesa (recordemos, territorio íntegramente inglés hasta inicios del siglo XX), una catástrofe humana y demográfica sin precedentes dada la escala de la isla, William Senior declaró:
«Siempre he sentido un cierto pavor frente a los economistas políticos desde que oí a uno de ellos afirmar que la hambruna irlandesa no mataría a más de un millón de personas, y que ello apenas sería suficiente para producir un efecto positivo».
Recordemos que, en la misma época, el celebrado Francis Galton trataba de aplicar las teorías evolucionistas de Darwin a la ingeniería social, y su trabajo sobre eugenesia inspiraría tanto a las sociedades anglosajonas como al Tercer Reich y a otros países en políticas de ingeniería social a gran escala.
La Administración estadounidense ha encendido un debate que se presenta en términos similares a los denunciados por William Senior a propósito del ideario colonial que sus colegas ingleses sostenían sobre una Irlanda asolada por la hambruna: ¿tiene sentido que la economía de un país entero sufra para prevenir la muerte de un pequeño porcentaje de ciudadanos?
Una vez se racionaliza este tipo de especulaciones, ¿quién establece el límite de lo tolerable? ¿Quién impediría a cualquier régimen contemporáneo a instaurar políticas eugenésicas como las que, no hace tanto tiempo, persiguieron la exterminación de «no aptos» (personas con deficiencia, pueblos aborígenes) con políticas de esterilización forzosa?
Muerte deshumanizada
Albert Camus reivindicó el derecho a plantarse ante semejantes aberraciones consistentes en justificar lo injustificable, en anteponer el fin a los medios, en sacrificar la libertad y derechos individuales para alcanzar supuestas metas idealizadas.
EN 1956, despreciado por el intelectualismo de su época que no le perdonaba la crítica al marxismo desde posiciones de la izquierda libertaria y lo trataba de acomodaticio al preferir las libertades de una democracia liberal a los experimentos del materialismo dialéctico, Camus escribía en la prensa:
«No aceptemos nunca que la libertad del espíritu de la persona, de la nación, se cuestionen, ni siquiera provisionalmente, ni siquiera por un segundo».
Hace unos instantes, recababa el siguiente mensaje (el cual me obliga a escribir este artículo):
«Sólo las muertes serían ya trágicas.
«Cómo mueren… incapaces de respirar, rodeados por otros en el mismo estado, sin apenas cuidadores que los asistan, y pocos o ningún familiar que puedan hacer una visita… y ningún funeral después.
«Es algo traumático.
«Deberemos asumir el horror derivado durante años».
Somos nuestra manera de recordar los nuestros
Si hay algo que nos define como especie es la necesidad de velar a nuestros muertos. Cualquier cosmogonía humana, actualmente viva o desaparecida hace milenios, comparte la necesidad de despedir a quienes nos dejan a través de rituales.
Existe un común denominador entre todas las culturas: nuestra necesidad de narrar y la constatación de nuestra mortalidad. Parábolas y ritos ayudan a un tránsito doloroso que debe acompañar a quien se va y, sobre todo, preparar a quienes permanecen a una experiencia futura en que falte el fallecido.
En la Ilíada y la Odisea, observamos la impotencia de los mortales para condicionar el capricho del destino, representado por los dioses. Ambas obras, sin embargo, son la constatación de la importancia ritual de la muerte, un nexo entre los viejos ritos y el monoteísmo. La imposibilidad de velar a los caídos angustiará por igual a griegos y troyanos.
La muerte de Patroclo causará la ira de Aquiles, que matará a Héctor y deshonrará su cuerpo atándolo al carro y arrastrándolo por el campo de batalla ante la muralla de la ciudad asediada. Los héroes griegos que vuelven de la batalla danzarán con la muerte y reiterarán que lo que les acongoja es morir lejos y sin poder señalar a los suyos una causa, un lugar de la caída, una justificación noble que pueda recordarse.
Agamenón llegará a casa pero, deshonrado por su esposa, será asesinado, mientras Odiseo deambulará a capricho de los dioses y las debilidades humanas; en Ítaca, su hijo, su mujer y los pretendientes de ésta aguardan a que Odiseo vuelva, vivo o muerto.
Celebrar su llegada es conocer qué a sido de él: llegar es también hacerlo a través de la historia de algún testigo que pueda certificar su estado, aunque la noticia sea fatal.
La condición humana
El fatalismo de los filósofos clásicos (por ejemplo, los estoicos) y las religiones abrahámicas se pierde en el tiempo, y las primeras sagas literarias celebran la importancia del rito de la mortalidad, el sufrimiento y la incomprensión humana ante este hecho, y la necesidad de velar, de despedir con solemnidad para poder recordar.
Esta capacidad para rendir un último tributo a quienes mueren y mostrar el dolor de quienes permanecen ante la pérdida es común en toda la humanidad (rasgo que, según la evidencia recabada hasta el momento, habrían compartido otras especies humanas).
Mientras agonizo, la novela coral de William Faulkner que explora el estilo de «flujo de conciencia» (monólogo interior) al otorgar la voz en primera persona a varios personajes que ofrecerán su perspectiva sobre un mismo evento macabro, la muerte de Addie Bundren, toma su título de un legendario instante de introspección del mundo clásico frente a la muerte.
En la Odisea, sabiéndose próximo a la muerte, Agamenón confiesa a Odiseo:
«Mientras agonizo, la mujer de los ojos de perro no me cierra los ojos cuando desciendo al Hades».
Velar y llorar
Agamenón, rey de Argos, ha soñado toda su vida en afrontar su mortalidad como debe hacerlo alguien de su rango que aspire al ideal micénico de virtud: llorado y respetado por los suyos.
La suya es, por tanto, la peor muerte, pues su esposa, Clitemnestra, rechaza cualquier empatía con el moribundo (Ifigenia, la hija de ambos, había muerto en sacrificio por caprichos del Olimpo). Las fábulas de Hesíodo y el nacimiento de la tragedia clásica (Esquilo abre su Orestíada con la muerte de Agamenón) deben mucho al episodio, pues la incapacidad para velar a los moribundos notables se consideraba poco menos que una maldición hereditaria.
Con los suyos a su alrededor, el moribundo abandona este mundo unido a un ritual que precede su convicción religiosa o agnosticismo, un umbral que nos reconcilia con los pueblos animistas cuyo ocaso definitivo trata de evocar Claude Lévi-Strauss en Tristes trópicos, y quizá nos hermana con nuestros parientes neandertales, denisovanos y quizá, el precedente común de ambos con homo sapiens: homo heidelbergensis.
Pese a basar su fuerza en la personalización (un recurso que nos acerca a la humanidad de las personas, a su fragilidad y mortalidad, lo que otorga más mérito a las hazañas), las epopeyas se centran en episodios grandiosos y traumáticos: éxodos forzosos, pogromos y sacrificios masivos, guerras —unas, con justificaciones peregrinas o simbólicas y otras debido a afrentas legendarias—, grandes plagas o causas análogas capaces de causar hambrunas a gran escala… y pandemias.
No poder acercarse a quienes nos dejan
La historia vírica del mundo va asociada a los avances que, durante el neolítico, favorecieron los primeros asentamientos urbanos. Los primeros episodios documentados en China y Occidente comparten con la guerra una característica esencial: la escala de la tragedia y lo que ello implica en deshumanización de lo ocurrido.
Vistas como maldiciones divinas, las plagas de la Antigüedad causaban estragos en el tejido social y burocrático necesario para garantizar una despedida ritual de los fallecidos. El miedo a un contagio que no se comprendía equiparaba la pestilencia a voluntades sobrenaturales y condenaba al ostracismo a familias, burgos, poblaciones, regiones enteras.
Todavía en la Antigüedad, la unificación administrativa y de comunicaciones en los imperios unificados de China y el Mediterráneo no sólo facilitaron el transporte de ejércitos y mercancías, sino también la expansión de epidemias, hasta convertirse en pandemias capaces de afectar a regiones y ciudades comerciales especialmente prósperas.
La peste antonina, en el siglo II d.C., llegó a causar la muerte de 5.000 habitantes de Roma al día en su pico de propagación. El el siglo VI, la peste de Justiniano arrolló a casi la mitad de la población en el Mediterráneo Oriental, hacia donde se había trasladado el poder y la prosperidad de Roma tras las invasiones bárbaras.
El drama del velatorio de Zósima
Las pandemias medievales decimaron la población europea durante siglos e influyeron, según los académicos, en el lento traslado del poder demográfico y económico del continente europeo desde la cuenca mediterránea hacia el norte. Durante las peores pandemias, la peste alimentaba la superstición y el fanatismo, y condenaba tanto a apestados como a sospechosos de estarlo.
Tal y como evoca Fiódor Dostoyevski en el episodio de la muerte del “santo” stárets Zósima en Los hermanos Karamázov, ni siquiera los estamentos religiosos se libraban del ostracismo social asociado a la pestilencia.
En la novela, Zósima, célebre stárets ortodoxo, muere después de haberse preparado él mismo para el tránsito hacia la vida eterna.
Zósima muere sabiendo que discípulos fieles, como el propio Aliosha Karamázov, velarán celosamente por su cuerpo. Pero ocurre una crueldad inesperada, para la cual Aliosha no tiene respuesta y que atormenta al joven crédulo de buen corazón: el cuerpo del recién fallecido empieza a desprender un olor nauseabundo tan penetrante que ha causado revuelo entre religiosos (e inconfesable regocijo entre otros penitentes que aspiran a una posteridad a prueba de contradicciones con la tradición del grupo).
Este episodio de Los hermanos Karamázov muestra alegóricamente cómo, en el imaginario del Antiguo Régimen (todavía presente en la Rusia de los novelistas del XIX), ni siquiera los «santos» se escapan a la asociación del imaginario entre pestilencia (corrupción, malos olores, enfermedad, epidemias) y la maldición, la ausencia de virtud (incorruptible, carente de pestilencia). De ahí lo traumático del episodio para Aliosha, que no se recuperará del todo del golpe y empezará a dudar sobre la pureza de su propia fe.
Biopolítica de las pandemias
El positivismo de la Ilustración otorgó a la burocracia el contexto científico necesario para que el estudio de las crisis epidemiológicas ayudara a instituir métodos para reducir sus estragos. Ni siquiera higiene y condiciones sanitarias evitaron el retorno cíclico de epidemias y el riesgo de que se convirtieran en pandemias.
Junto a guerras, episodios de clima extremo y catástrofes agrarias (como la gran hambruna irlandesa causada por la dependencia de la patata), las plagas y episodios análogos mantuvieron la huella traumática entre la población, y las condiciones que causaron muchas de estas catástrofes fueron agravadas (no paliadas) por el Estado burocrático ilustrado, un fenómeno estudiado por disciplinas nacidas precisamente con la Ilustración: la sociología y la demografía.
Cada uno a su manera, Auguste Comte, Thomas Malthus o, más tarde, Max Weber, analizaron la dinámica de las sociedades modernas cuando eran sometidas a eventos extremos.
Después de que las catástrofes del XIX fueran puestas en perspectiva por el horror de las guerras y pogromos a escala industrial de la Gran Guerra y la Segunda guerra mundial, Michel Foucault enriqueció la perspectiva sociológica con el concepto de biopolítica, que hoy, en plena crisis vírica en un mundo más interconectado que nunca, alcanza todo su significado potencial.
Como durante la Antigüedad o el Antiguo Régimen, el mundo contemporáneo es incapaz de personalizar el rostro de los fallecidos durante episodios traumáticos a gran escala, como si las dimensiones de la catástrofe obligaran a deshumanizar los eventos: durante pogromos como el Holocausto, las purgas estalinistas, el genocidio en Camboya o el ruandés, los fallecidos son apenas un componente indisoluble de la pérdida general y pierden el derecho a ser evocados en su individualidad.
Lo mismo ocurre durante las pandemias. En una pandemia, la crueldad de las fosas comunes y el desconocimiento del paradero de los caídos (como ocurre en los episodios más oscuros de las guerras, declaradas o veladas, que conservan heridas nunca del todo cerradas), se convierte en la crueldad del protocolo sanitario y burocrático activado para evitar la propagación viral.
Fanatismo en tiempos oscuros
Leemos aturdidos cómo, una vez más, mueren miles de personas en el pavor de la soledad y el desconcierto, sin ser apenas atendidos ni reconocidos, sin poder despedirse en ocasiones de los suyos, sin saber del todo qué les ocurre, por qué son incapaces de respirar, sin irse con la certidumbre de que los suyos y las autoridades harán todo lo posible (lo harán) para que se conozcan los pormenores administrativos de la muerte.
Ocurre que una muerte es mucho más que un acto administrativo. En lugares prósperos y con sanidad moderna y equipada, en época de paz y prosperidad por muy mejorable, condicional y desigual que sea, la muerte en solitario —como portadores de un virus que atemoriza a médicos y población—, nos evoca épocas y fenómenos que ya no creíamos posibles.
De manera todavía más inquietante, observamos que, del mismo modo que los religiosos de la Europa de la Alta Edad Media aceleraban los estragos de la peste negra cuando exhortaban a la población a combatir la pestilencia con a través de actos religiosos multitudinarios, personas influyentes e instituciones contemporáneas invitan a multitudes a eludir medidas de prevención del contagio vírico como el distanciamiento social.
Así, el presidente brasileño celebra más que nunca los actos en multitud —o lo hace de momento—, mientras algunos líderes evangélicos de Estados Unidos conminan a sus fieles a acudir a megaiglesias donde «no hay nada que temer».
Una pandemia no puede ser derrotada por la superstición, y quienes confunden la necesidad humana de llorar a quienes se van sin poder despedirse con el fanatismo religioso ocasionarán lo contrario de lo que buscan: más muertes solitarias y sin despedida posible de los allegados.
Respuesta
Son días de reflexión y evocaciones de lo que podría haberse hecho mejor. Informaciones más contundentes, recomendaciones públicas más tajantes, grandes congregaciones canceladas hasta nuevo aviso.
Si queremos revertir cuanto antes la crueldad de tener que despedirnos de seres próximos y anónimos de la manera más inhumana (sin estar junto a ellos antes y después, independientemente de nuestras convicciones), deberemos aprender con rapidez a alinear —como así lo demandan las situaciones extraordinarias— urgencia técnica, capacidad de ejecución burocrática y respuesta ética a la altura.
De lo peor y de lo mejor.
Actualización: Kirsten ha editado un vídeo que he creído necesario añadir (en inglés).
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Actualización/Anexo
Al acabar este artículo, decidí escribir a un amigo, psicólogo clínico colegiado en Cantabria, España, para que me ofreciera su punto de vista de lo que está ocurriendo.
Copio a continuación su respuesta:
Los avances científicos, el Estado del bienestar, la tecnología, la disponibilidad y el acceso a tantas cosas, nos han hecho olvidar la fragilidad, la incertidumbre, el malestar, la miseria, las privaciones, el sufrimiento… y la mortalidad. Pero esta sigue ahí, aunque intentemos olvidarla, ocultarla, no hablar de ella. Los familiares que pierden un familiar sienten el dolor de la pérdida y tienen la necesidad de compañía, apoyo, comentarios que antes se tenían en el entorno familiar y social más cercano. Esto ayudaba a la persona a elaborar de una forma adecuada esos sentimientos negativos asociados a ese ser querido que había muerto de una forma adecuada, a canalizar el sufrimiento y dolor, continuar con su vida anterior y, poco a poco, no siempre a la misma velocidad ni en el mismo tiempo para todas las personas, normalizar los recuerdos y las emociones referidos al ser perdido.
Nos encontramos en una pandemia que conlleva muertes, muchas de ellas inesperadas y en unas circunstancias «especiales», distintas a las que ya se nos han hecho habituales como la muerte después un proceso de enfermedad con todas las atenciones sanitarias y un preduelo ya elaborado, con el acompañamiento de los familiares más allegados y todo un proceso ceremonial de reconocimiento del fallecimiento.
Ahora, las circunstancias han cambiado y, efectivamente, los pacientes mueren en una UCI, rodeados de cables, respiradores, aparatos y sanitarios con medidas de protección y sin el contacto con los familiares. El ceremonial posterior ha desaparecido. Ha cambiado la idea/costumbre que teníamos sobre el proceso de la muerte.
El duelo es el proceso de adaptación posterior a la pérdida del ser querido, con el que nos unía algo o mucho, con el que estábamos en mayor o menor medida apegados, con quien teníamos un vínculo: amor, amistad, compañía, familiaridad. Va plagado de dudas, emociones fuertes, cogniciones negativas, cambios en nuestra conducta, estados de ánimo a veces bajos, conflictos familiares, sociales, económicos, cambios, rechazos, ansiedad e incluso depresión.
V62.82 (Z63.4) Duelo no complicado
«Esta categoría se aplica cuando el objeto de la atención clínica es una reacción normal ante la muerte de un ser querido. Como parte de su reacción ante una pérdida así, algunos individuos en duelo presentan síntomas característicos de un episodio de depresión mayor, como por ejemplo sentimientos de tristeza con otros síntomas asociados, como insomnio, falta de apetito y pérdida de peso. El individuo en duelo suele considerar su ánimo deprimido como “normal”, si bien el individuo puede buscar ayuda profesional para aliviar otros síntomas que lleva asociados, tales como insomnio o anorexia. La duración y la expresión de un duelo “normal” varían considerablemente entre los distintos grupos culturales. En los criterios de un episodio depresivo mayor se ofrece más información para distinguirlo del duelo.»
Dependiendo del individuo buscará apoyo o se encerrará en sí mismo, incluso puede adoptar una postura de indiferencia o de que «no ha pasado nada». Dependiendo de múltiples factores como bagaje cultural, personalidad, situación sociofamiliar, edad, profesión, etc., ese duelo tardará más o menos tiempo en zanjarse y lo hará con menor costo.
Las circunstancias en las que se ha producido la muerte es otro de los factores que pueden influir, no es lo mismo la muerte después de una enfermedad de larga duración y acompañada de deterioro en una persona de edad avanzada que la muerte accidental en un joven, el suicidio, homicidio… Estas muertes conllevan aparejadas muchos más aspectos dolorosos. Es el caso de lo que está pasando con esta pandemia. Las preguntas, dudas, de los familiares del tipo «¿por qué le ha tocado mi pariente?, ¡tenía tanto por delante!», «no he podido decirle todo lo que le quería», «no tuvo a nadie a su lado, qué triste, solo», son algunos ejemplos de lo que todos nos podemos decir durante mucho tiempo provocándonos distintas emociones, algunas negativas, acompañadas de pensamientos y valoraciones negativas que puede costarnos encauzar.
La necesidad de ayuda es otro de los factores que intervienen en este proceso, a veces no se es consciente de que uno solo no lo va a solucionar o va a ser más largo o doloroso. La sociedad también nos impone el «superarlo» de una forma determinada, solos, en breve tiempo, sin manifestar cómo nos sentimos.
Muchas veces eso no se consigue y viene la culpa, los «debería». Incluso los profesionales sanitarios a la hora de afrontar la muerte del paciente, frente a los familiares adoptan posturas poco empáticas por su propio miedo y no querer provocar en el familiar una reacción no deseada. Hay tendencia a la medicación, poco tiempo para hablar con el paciente, incluso negación de esa tarea. Todo esto produce en el paciente una sensación de abandono.
El duelo no es un trastorno. De hecho, el DSM-5 (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders, Fifth Edition) lo incluye en «Otros problemas relacionados con el grupo de apoyo primario», pero cuando se complica es cuando se requiere la implicación de un profesional psicológico que ayude a reorientar en forma de ofrecer la posibilidad al paciente de verbalizar sus miedos, dudas, preocupaciones, expresar sus emociones y terapia si lo requiere.
Va a ir pasando por fases, al principio es normal una negación de lo que ha pasado, incredulidad, después puede haber un rebote con ira, enfado, buscar culpables, etc., el siguiente paso sería pasar una especie de adaptación/negociación con uno mismo y de ahí pasar a un bajo ánimo o una aceptación y superación. Las fases no necesariamente tienen que seguir este orden, se pueden saltar o se puede volver atrás. Tampoco hay un tiempo de duelo, se consideran como criterios muy generales: 4-5 meses sin evolución para pedir ayuda psicológica y unos 12 meses para una resolución satisfactoria, pero estos tiempos son muy variables.
Nicolás, creo que podría seguir escribiéndote un montón de aspectos relacionados con el duelo. No me he metido con la terapia y como revertir los pensamientos negativos de tipo irracional o las complicaciones.
Tú hablas en tu artículo de algunas soluciones que no se deben tomar como buscar la curación en ritos y creencias. Insistir en que hasta el momento se están empleando las medidas sanitarias y epidemiológicas de las que se tiene evidencia, información clara y precisa sin bombardeo ni exageraciones o tenebrismos, sentido de realidad: esto es un virus contra el que hay algunas herramientas para combatirlo pero que se está investigando y se van a descubrir medidas eficaces como ha ocurrido con otras enfermedades, la situación inicial es temporal; evidentemente, habrá mucho dolor que se puede reconvertir en aceptación y hay muchos profesionales que pueden ayudar. Mejor no hacer comparaciones tenebristas con otros episodios de nuestra historia.
(Nota: si te interesa que haga llegar cualquier cuestión al autor del anexo, puedes dejar un mensaje en el formulario de contacto).