¿Qué partes de nuestra existencia podemos cambiar con decisiones libres y racionales (reivindicadas por los ilustrados) y qué otras forman parte del determinismo del ambiente, los antepasados o el acervo colectivo (reivindicado por los románticos)?
¿Por qué nos comportamos de la manera que lo hacemos? ¿Cuáles son los mayores condicionantes de nuestra personalidad? ¿Qué es lo que queremos de nuestra vida? ¿Cuáles son los escollos que se anteponen a nuestros objetivos?
Y también: ¿hemos decidido cultivar lo que los filósofos clásicos llamaban una “vida examinada”, en la que el comportamiento racional y según la naturaleza se anteponga al impulsivo, o ni siquiera hemos encontrado una vocación?
En busca del sentido de nuestros pasos
Todas estas preguntas, que hoy incluiríamos en el saco de las cuestiones existenciales que merece la pena no analizar demasiado, se convirtieron en objeto de estudio para la filosofía desde Sócrates, que según sus primeros cronistas (sus alumnos Platón y Jenofonte) se ocupó de entenderse mejor a sí mismo para así saber más del resto de las personas, ya que sus predecesores se habían centrado en el estudio del universo exterior: lo que observamos o intuimos.
El estudio sobre la propia existencia humana y su sentido, o “arte de vivir”, transformó las filosofías de vida de las distintas escuelas derivadas del socratismo (peripatéticos, estoicos, epicúreos, cínicos) en la principal materia filosófica: los alumnos no debían sólo aprender sobre el universo, sino sobre cómo lograr una existencia plena.
Veinticinco siglos después, seguimos preguntándonos qué está en nuestras manos cambiar en nuestra existencia y qué, por el contrario, nos viene dado (por factores genéticos, ambientales, etc.).
El platonismo de Hegel vs. el fatalismo de Schopenhauer
Los avances en neurología y psicología no han completado los claroscuros filosóficos dejados por quienes pensaron que la historia humana es un proceso de perfeccionamiento de ideales (Platón, Kant, Hegel) y quienes observaron que el ser humano está tan influido por su racionalidad y libre albedrío como por la naturaleza (factores ambientales, sexualidad, fatalismo cósmico, etc.), como constataron atomistas y quienes se opusieron al idealismo con aspiración matemática de Friedrich Hegel: Schopenhauer, primero; Kierkegaard, Nietzsche y los existencialistas, después.
Arthur Schopenhauer creía que las personas se movían más por su naturaleza (sexualidad, pasiones) de lo que reconocían las ideas de la Ilustración, y su pesimismo tenía una única válvula de escape.
Schopenhauer creía que la música reconectaba al ser humano con su intuición o “voluntad” ancestral, una idea con paralelismos en la filosofía oriental (la idea del flujo natural o “camino” de las cosas en taoísmo, budismo y vedanta, que conocía desde su juventud y sobre el que leía a diario antes de dormir).
El filósofo de Danzig creía que la voluntad humana no podía separarse del flujo universal e intuitivo de las cosas y, por tanto, el libre albedrío está condicionado de manera indisoluble por la realidad y la esencia de las cosas proyectadas en una realidad escurridiza.
Su fatalismo lo conectó con los estoicos y con el panteísta Baruch Spinoza, pero también con el pesimismo filosófico que se opuso al idealismo y sus distintas derivadas (materialismo dialéctico, nacionalismos, fascismos).
Para quién hablan los carteles
La idea de progreso imparable de la humanidad hacia un estadio superior gracias a una racionalidad matemática, expuesta por la dialéctica hegeliana, alentó los grandes movimientos de “espíritu” (el término “geist”, aborrecido por Hegel), que sirvieron de germen del marxismo y los nacionalismos.
En el siglo XIX, cuando los románticos trataban de oponerse a la cuantificación racional del ser humano, que una vez “comprendido” en su totalidad podría ser “mejorado” como podría hacerse con cualquier mecanismo, se enarboló un concepto al que se sigue apelando en momentos de “gran llamada” a la acción colectiva: la industriosidad, el ponerse manos a la obra entre todos.
El gregarismo, en definitiva.
El pensamiento platónico e idealista arrebató al individuo el último bastión para dar sentido a la existencia, según quienes se opusieron al idealismo de Hegel: la capacidad del ser humano para conocerse a sí mismo y labrarse una vocación o propósito vital.
Introspección: ¿único antídoto contra el populismo?
Para Schopenhauer y Kierkegaard, la única manera de eludir el absurdo de la existencia era dedicando la vida a algo con sentido para el propio individuo, una vocación real para éste según su propia naturaleza.
Ambos también coincidían en su profundo pesimismo, que contrastaba con la confianza de Nietzsche en el ser humano, si éste lograba “reconectar” cuerpo y mente y evolucionar hacia un ser superior, más allá de la mentalidad de rebaño que cristianismo e idealismo habían consolidado.
Esta búsqueda de una existencia según la propia naturaleza tiene ecos en la filosofía clásica occidental (eudemonismo, estoicismo, etc.), pero también en la oriental (la existencia de acuerdo con el flujo de las cosas de taoísmo, budismo o vedanta).
Los existencialistas estadounidenses trataron de aunar idealismo e introspección, gracias a un optimismo hacia la vida que partía del interés por conocer, fundar y expandir un país joven que se abría hacia un Oeste salvaje e inabarcable.
El idealismo de la Europa continental, sin embargo, se olvidó de la introspección y derechos del individuo, y derivó en la lucha dialéctica entre clases y pueblos que, de un modo u otro, ha marcado la historia desde el siglo XIX y, como muchos experimentamos a diario, sigue haciéndolo (afortunadamente para nuestra seguridad física y libertades individuales, con mayor sutilidad).
El “síndrome de hacer algo”
El “ponerse manos a la obra” de los idealistas no tiene ecos y recovecos siniestros en los últimos dos siglos, sino que también fue una táctica alabada y aborrecida en la Antigüedad.
Petronio, el político y escritor satírico romano, alertaba contra la tentación de dejarse llevar por la actividad que nos rodea sin analizar su sentido profundo o consecuencias, ya que la centrifugación, explicaba, nos conduce a malgastar nuestra energía y tranquilidad (la tranquilidad sensata era, según los estoicos, lo más próximo a la felicidad).
Llevada al extremo, esta industriosidad gregaria, contagiada por la pasión circundante, las “ganas de cambio” o la mejora hasta niveles poco creíbles, conducía a lo que el trascendentalista de Concord Henry David Thoreau observaba entre sus vecinos con las mejores casas: hipotecados hasta las cejas y sin tiempo para pensar siquiera en el sentido que tenía dedicar toda su existencia al pago de una propiedad que, a lo sumo, disfrutarían los hijos, la vida ocupada de los más exitosos del lugar les impedía siquiera oír su voz interior.
Afrontar lo esencial vs. huir hacia adelante
Sin tenerlas todas consigo, Thoreau construyó en un lugar cercano una pequeña casa junto al lago Walden “porque quería vivir deliberadamente; enfrentar solo los hechos esenciales de la vida y ver si podía aprender lo que ella tenía que enseñar. Quise vivir profundamente y desechar todo aquello que no fuera vida… para no darme cuenta, en el momento de morir, de que no había vivido”.
En este caso, la “inacción” o renuncia a la acción irreflexiva, acercó a Thoreau, o así lo creyó él, a su propia voz interior: “Si un hombre no sigue el ritmo de sus compañeros, quizá es porque oye el son de un distinto tambor. Dejémosle seguir el paso del son que escucha, más allá de su medida y distancia”.
Como Schopenhauer, Kierkegaard o Nietzsche, los trascendentalistas desconfiaron del gregarismo imperante en la época y promovido por las ideas del espíritu colectivo, de clase o pueblo, derivadas de Hegel. A diferencia de éstos, los trascendentalistas enarbolaron un individualismo contestatario y optimista, que confiaba en la autorrealización.
Cuando la inacción es penalizada
Casi dos milenios antes, Petronio constataba lo fácil que es animar a un grupo de personas a “ponerse manos a la obra” sin necesidad de reflexionar sobre el auténtico sentido o consecuencias del trabajo:
“Nos entrenábamos con dureza, pero parecía que, cada vez que empezábamos a formarnos en equipos, seríamos reorganizados. Aprendí más adelante que tendemos a afrontar cada nueva situación reorganizándonos, y qué método más maravilloso para crear la ilusión de progreso cuando en cambio produce confusión, ineficiencia y desmoralización”.
Es lo que Peter Bevelin, autor de Seeking Wisdom, llama el “síndrome de hacer algo”. Este fenómeno, que todo el mundo ha experimentado en un grado u otro, consistiría en la necesidad de actuar sobre lo que la “realidad” o el entorno circundante nos impele, ya que la inacción es penalizada de un modo u otro.
En una cultura popular que, de manera consciente o inconsciente, ha sido forjada a partir de la idea de acción y reacción de la que surge la dialéctica hegeliana, la inacción equivale a fracaso, falta de empatía, egoísmo, gandulería, falta de adaptación y otros términos peyorativos destinados a quien escucha el son de otro tambor y decide no seguir la centrifugación del grupo.
El inicio de los grandes equívocos
A menudo, sucumbimos a la presión de hacer algo porque “todo el mundo lo está haciendo”, o porque “es lo que hay que hacer”, o porque existe una necesidad más o menos consciente de comunión o integración con el entorno.
En la socialización, las apariencias importan y hay opiniones y comportamientos (como la inacción) que se penalizan. En ocasiones, de un modo velado o sutil.
El polímata francés Blaise Pascal, que soportó el dogmatismo de los católicos franceses que se oponían a una visión religiosa más inclusiva y respetuosa con la voluntad individual conocida como jansenismo, aborrecía lo que Nietzsche llamaría más adelante “mentalidad de rebaño”.
Pascal escribió: “A menudo he dicho que la única causa de la infelicidad de un hombre es que no sabe cómo sentarse tranquilamente en su habitación”. El pánico a la introspección y la búsqueda de la industriosidad y la acción en grupo convertirían la visión platónica del catolicismo en el idealismo hegeliano (y su obsesión por el “espíritu” del grupo).
El Otro
En ocasiones, dice la corriente escéptica del pensamiento, que se remonta de nuevo a Sócrates y sus dudas acerca de la religiosidad de sus coetáneos atenienses, es el único antídoto contra la necesidad de actuar, reaccionar, agruparse para destruir y construir de nuevo.
Esta visión dialéctica de la existencia, basada en ideales que, según Hegel, se irían perfeccionando a lo largo de la historia, contrasta con la mentalidad sosegada e introspectiva de quienes a lo largo de la historia han desconfiado del gregarismo, que Nietzsche llamó “mentalidad de rebaño”.
Sospecharon de la mentalidad de grupo Michel de Montaigne (filósofo escéptico francés de origen sefardí, cuyos antepasados habían sido expulsados de Iberia), Baruch Spinoza (de origen sefardí portugués -con antepasados también expulsados- y excomunicado de la sinagoga de Ámsterdam por su crítica de los dogmas abrahámicos) y, más tarde, alertando sobre el potencial destructor del idealismo, Schopenhauer, Kierkegaard y Nietzsche.
Los peligros del idealismo coincidirían con los del “síndrome de hacer algo”.
Estos pensadores observaban cada uno en su lugar y su momento, seguramente con tristeza e impotencia, que siempre aparecerá un culpable externo que impide al grupo autorrealizarse (las minorías religiosas o de clase, los intelectuales urbanos, etc.).
¿Luchar contra la injusticia creando nuevas injusticias?
El estudio del vedanta, el budismo y el taoísmo acercó a Schopenhauer a conceptos como “wu wei”, o “no acción”, respetando el flujo o “camino” de las cosas: no hace falta retirar una piedra del curso de un río, pues el propio río acabará erosionándola hasta convertirla en un guijarro que será arrastrado por la corriente.
El concepto taoísta de “wu wei” trataría de “comprender” la naturaleza o sentido intrínseco de la realidad, para que de este modo sea posible “promover el orden”, pero no “oprimir”. La “acción decreciente” no es una reacción, sino una perseverancia no revolucionaria.
Una manera respetuosa con la naturaleza del propio individuo, reivindicada por el proto-libertario Zhuangzi, que lograría transformar el fondo de las cosas sin recurrir a revoluciones, pogromos, cazas de brujas.
Según el concepto “wu wei”, tratar de suprimir la injusticia con un movimiento de reacción que generaría injusticias nuevas es un sinsentido, o una manera de sustituir un desequilibrio por otro.
De seguir robando a los ricos ad aeternum, Robin Hood acabaría robando a pobres, seguramente sin haber creado una sociedad más justa y próspera.
No confundir actividad con resultados
Henry David Thoreau observó: “No es suficiente estar ocupado; también lo están las hormigas. La cuestión es: ¿sobre qué estamos ocupados? No confundas actividad con resultados. No hay razón para hacer un buen trabajo sobre algo que no deberías hacer para empezar”.
La tentación de confundir reacción y caza de brujas con justicia en sentido puro es demasiado elevada como para quienes carecen de lo que Blaise Pascal identificaba como fortaleza para estar bien a solas y necesitan recurrir al cobijo del grupo, no intenten culpar a un enemigo externo sobre cuestiones desagradables de su propia realidad circundante.
Un primer síntoma preocupante de dogmatismo de grupo consistiría en confundir actividad (el “ponerse manos a la obra”) con resultados. En ocasiones, las estrategias a largo plazo no requieren gritos, aspavientos, sangre, culpables.
Siguen el curso inexorable de su propia naturaleza o, cuando son castillos de naipes erigidos por intereses de la “acción y reacción”, simplemente caen por su propio peso.
Los profesionales del gregarismo tienen un enemigo: el sosiego de los individuos introspectivos que no compran la primera burra que se les presenta ante las narices.