Muchos de nosotros lo tendríamos difícil para explicar a qué nos dedicamos y qué «producimos», si tuviéramos que explicarlo a alguno de nuestros antepasados, con una existencia, experiencia y percepción del mundo muy distintas.
Nuestra relación con la información cuenta con tantos matices como los tenía la madera para los ebanistas que moldearon y armaron con hacha y cepillo la estructura de madera de la cubierta Notre-Dame. La precisión de las herramientas de diseño asistido, tratamiento y carpintería actuales son el resultado de una relación distinta con oficios, herramientas y objetos: olvidamos elegir la madera por su veta, cortar el árbol en un momento determinado (pues —la ciencia atrapa al fin a la tradición— hasta la luna influye en las propiedades logradas por la tala), etc.
Muchos oficios han mutado o surgido de la nada como respuesta a la aceleración de la técnica y la información, así como del valor asignado a determinadas tareas y su demanda o prestigio relativo. En un contexto dominado por la transmisión instantánea de datos, acudir a viejos soportes se convierte en un lujo al alcance de quienes tienen los medios, el tiempo y la formación para permitírselo.
Escuchar un vinilo, acudir al teatro y al cine o leer en papel no son sólo la expresión de un tiempo supuestamente superado, sino el acto consciente de relacionarse con la información siguiendo convenciones sobre medios y soportes que nos llevan a momentos en que lo que compartíamos con otros (el relato «intersubjetivo») no había alcanzado los niveles de fragmentación actuales.
Realidad líquida
Creíamos que el vídeo de YouTube donde un retoño trata de demostrar a su padre que la pantalla que trata de manipular con sus dedos ha dejado de funcionar (el bebé hace el gesto, hoy universal, de querer ampliar una imagen en un soporte para ella marciano: una revista) era insuperable, pero hay otras perlas. Sin ir más lejos, hemos llegado al momento en que muchos adolescentes de hoy son incapaces de marcar un número de teléfono en un terminal con disco de marcar.
La trayectoria de Zygmunt Bauman desde sus años de estudiante en la Polonia del Bloque Soviético —de donde fue expulsado en una purga ideológica en 1968— a sus últimos años en el Reino Unido alimentaron sus reflexiones sobre sociedad y modernidad, que adquieren en el mundo acelerado y dematerializado de la actualidad un carácter «líquido» difícil de encuadrar, identificar o convertir en un relato compartido por la mayoría.
La postmodernidad no democratizó la autorrealización a través de empleos con mayor sentido e información de mayor calidad, capaces de lograr el sueño alquímico de equiparar progreso humano percibido y abundancia material.
Si bien hay datos objetivos que invitan a un mayor optimismo en el futuro que el relato apocalíptico y la mentalidad de asedio que muchos promueven para lograr réditos entre el descontento, el diagnóstico de Bauman sobre la sociedad líquida es lúcido y gana con los años, a medida que la aceleración de los eventos pone al descubierto los excesos más crudos del modelo actual.
Individuos perdidos en busca del calor gregario
Los «empleos con sentido» son más bien bolos bajo demanda en los que algoritmos insensibles a cualquier apreciación humanista cuantifican la realidad con la frialdad de un funcionario de novela distópica; la información democratizada, al alcance en cualquiera de las pantallas que compiten por nuestra atención, es una carrera por cotas de popularidad y rentabilidad que elude cualquier responsabilidad editorial, y la abundancia llega a nosotros con costes que hemos relativizado o menospreciado. Hasta ahora.
La sociedad contemporánea, dice Zygmunt Bauman, ha elegido el confort de lo percibido como seguro y conveniente a cualquier intento de compatibilizar una formación humanista sólida con una participación activa en la sociedad. El individuo contemporáneo se deja llevar por la ley del mínimo esfuerzo y es atraído por el contexto a un hedonismo inconsciente dominado por el consumo superficial de información y la aspiración a actitudes o productos con los que se identifica, mientras se siente atraído por el gregarismo del rechazo totalitario a todo humanismo y participación que impliquen riesgo o incomodidad.
Desde la caída del Muro de Berlín, reflexiona Zygmunt Bauman, las viejas estructuras de control social y biopolítica, especialmente flagrantes en las sociedades comunistas, mutaron con rapidez hacia un tipo de libertad desregulada que sólo opera en la lógica comercial, pero que es a la vez desactivada en los ámbitos de participación y activismo social.
En paralelo, se produce la erosión de valores como el derecho a la privacidad, que en la sociedad líquida se transforma al derecho exhibicionista a publicar sin pudor detalles sobre la vida privada y profesional. El espacio personal se privatiza, se cuantifica y se vende al mejor postor, justo cuando la atomización de los medios en Internet acaba con el poco prestigio y capacidad vertebradora de las viejas instituciones en crisis: el gremio, la fábrica, el colegio profesional, la institución educativa, el centro de culto, el ateneo cultural, el centro recreativo, etc.
Ni Estado providencia ni instituciones vertebradoras
En la modernidad líquida, los adolescentes llegan a las puertas de la edad adulta sin referentes vertebradores, más allá del acervo, las posibilidades materiales y el capital cultural del contexto familiar y educativo inmediatos.
Los menos afortunados tratan de contrarrestar el vacío postmoderno con una construcción de referentes en los que se interioriza rápidamente el contexto evolucionista preponderante en el «mercado» de la cultura popular: la supervivencia de los más aptos, el valor reconocido en vez del valor intrínseco, la memética.
Como durante la modernidad, la postmodernidad no puede garantizar a la mayoría un equilibrio satisfactorio entre las expectativas de libertad y seguridad: en la modernidad, eran las instituciones sociales quienes parecían interponerse entre las personas y sus aspiraciones; en la actualidad, sin embargo, el retroceso de las viejas estructuras no ha aportado una autonomía más próxima a la «autorrealización».
Ha ocurrido lo contrario: la desregulación de las instituciones ha impulsado una carrera utilitarista hacia los métodos más rentables por captar la atención y la capacidad de compra de unos individuos que pierden certidumbre y tratan de navegar el marasmo de referencias líquidas agarrándose a cualquier cosa que, en medio de la tormenta, parezca un madero a flote: productos culturales de moda, declaraciones de personas admiradas y actividad en nichos de redes sociales que aprenden a nutrir filias y a evitar fobias.
En la lógica puramente económica de la sociedad de consumo, hemos alcanzado la fase en que cuantificamos la existencia como experiencia de consumo: compramos experiencias, logramos sueños que nos permiten «pasar una pantalla» y superar un nivel de esta vida líquida en que tratamos de vestir la incertidumbre y el abismo de lo absurdo no ya con la receta humanista de Kierkegaard y el Camus de El hombre rebelde, sino «comprando» lo que supuestamente nos falta para lograr el estado deseado.
Vida líquida: el vértigo de la lucidez en un mundo deconstruido
¿Cómo evitar la «ceguera moral», la simplificación de la existencia en forma de trayectoria que puede dividirse en metas a la venta en el mercado postmoderno? ¿Cómo superar, una vez llegado el momento de la lucidez, el desengaño de observar que no se puede combatir la incertidumbre descargando apps, asistiendo a cursillos de formación continua o adquiriendo en la tienda los productos que los ídolos percibidos en cada momento presentan en las redes sociales?
La lucha contra la incertidumbre alimenta, según el pensador polaco-británico, una frustración que la sociedad contemporánea no está en condiciones de paliar. Las instituciones pierden su peso específico y son incapaces de garantizar unos mínimos de certidumbre y confort, mientras surgen en paralelo métodos para aglutinarse en torno a pseudo-ideologías atomizadas y poco coherentes con un único vínculo que mantiene su coherencia precaria: la protesta contra «los culpables» de esta ansiedad «líquida».
Los «universales subjetivos» (ideas, convicciones, aspiraciones, intuiciones) que se habían mantenido relativamente estables y habían vertebrado lo que filósofos como Henri Bergson llamaron la «sociedad abierta» (comunidad plural y participativa conformada por individuos integrados, educados, involucrados —pese a las diferencias— en un proyecto percibido como y considerado común) saltan por los aires en una realidad dominada por los exabruptos de una opinión pública «licuada».
Más que una opinión pública, asistimos a la coexistencia de círculos de opinión superpuestos e influenciables, constituidos como mercados granulados en los que vender de manera personalizada información, productos y servicios… y desinformación.
Nuestra percepción de nosotros mismos, del trabajo, del mundo
En El amor líquido, un ensayo de 2004, Zygmunt Bauman ampliaba sus tesis sociológicas sobre modernidad predecible o «sólida», como contraste de la modernidad y postmodernidad «líquidas», y las extendía a aspectos como las relaciones íntimas o incluso los entresijos y contradicciones del urbanismo: la ambivalencia domina nuestras relaciones debido a la tensión entre aspiraciones individuales y crisis de los valores supuestamente compartidos en la plaza pública.
En Europa, existe la aspiración histórica a la convivencia urbana, si bien la desigualdad y otras discordancias más sutiles, como el acceso a la cultura, fraguan una tensión que, en última instancia, conduce a modelos segregados como el que se encuentra en los orígenes del éxodo de la clase media estadounidense a los suburbios o, más recientemente, el auge de las urbanizaciones, edificios y calles con acceso vigilado y restringido. Esta segregación constituye el reconocimiento de la tensión irreconciliable entre individualismo postmoderno y viejas aspiraciones vertebradoras del conjunto de la sociedad.
Al sustituir los logros sustanciosos del pasado (aprender los secretos de un oficio artesanal, enriquecerse con la lectura o aficiones análogas, contribuir a un proyecto colectivo o de varias generaciones) por la exhibición de poder adquisitivo, estatus laboral, popularidad en redes sociales o muestras de consumo conspicuo a través la asociación con productos y experiencias de estatus la postmodernidad acelera su licuefacción.
Lo que a inicios del siglo XX el sociólogo Thorstein Veblen había llamado «consumo conspicuo», o carrera con el vecino o el cuñado por una casa más grande o un vehículo mejor, se traslada ahora a las redes sociales.
Bauman criticó a estos nuevos medios no ya por la superficialidad, sino por un mimetismo de la realidad desprovisto de sustancia: reemplazamos la complejidad y el esfuerzo que implica mantener relaciones cotidianas con una colección de avatares que situamos en una matriz ideal. La nueva socialización es caprichosa y efímera, la cual promete las ventajas de las complejas relaciones humanas sin ninguna desventaja o esfuerzo engorroso.
El abrazo del erizo y el patinaje sobre hielo fino
El sociólogo polaco-británico cree que este nuevo entorno líquido es poco dado al compromiso y la autenticidad, y los automatismos que genera estimulan un uso compulsivo de las interacciones con «avatares».
Al comprender la falsedad del placebo postmoderno, donde la profundidad y el compromiso necesarios de los viejos oficios y relaciones sociales se sustituyen por meras transacciones electrónicas (la compra en Amazon, la partida multijugador en línea, el pseudo-encuentro en diferido en las redes sociales), el sistema nervioso establece una relación compleja con este holograma de posibilidades.
En la sociedad líquida, el cambio de lo sólido y sustancioso por lo líquido y esquivo evoca el «dilema del erizo», una parábola planteada por Arthur Schopenhauer en su última obra, Parerga y paralipómena: dos erizos se enfrentan en un lago helado a la posibilidad de, o bien morir congelados, o bien aproximarse para, juntos, soliviantarse con el calor mutuo. Cuando se aproximan, los erizos sienten el dolor de las púas; pero separarse implica aceptar el fatalismo del frío insoportable.
Herirse en la vida real o morir congelados entre interacciones falsas diseñadas para captar y rentabilizar nuestra atención. Estos escritos «sobre la filosofía de la vida» redactados por un Schopenhauer resignado al ostracismo del mundo filosófico —en una época en que Hegel, contra cuya filosofía de la «impostura», el colmo del idealismo, él había bregado—, dieron al fin cierta repercusión al filósofo. En los aforismos, observamos la sombra de uno de sus autores venerados, Baltasar Gracián.
Zygmunt Bauman —recuerda el profesor de filosofía de la Universidad Stendhal de Grenoble, Daniel Bougnoux— opta por una metáfora análoga, en esta ocasión obra del poeta y filósofo trascendentalista Ralph Waldo Emerson: si queremos sortear el riesgo de seguir patinando cuando el hielo es ya demasiado fino, es necesario acelerar.
Pérdida de lo humano en nuestra relación con el mundo
Nuestra relación conflictiva con el dispositivo más transformador de los últimos años, el teléfono que hemos calificado de «inteligente» (del inglés «smartphone»), se amolda bien a las imágenes que Bougnoux evoca de Schopenhauer y Emerson.
¿Cómo recuperar en nuestros días una relación más auténtica —o, recurriendo a la terminología de Bauman, «sólida»— con nosotros mismos y con la sociedad que conformamos? Para muchos críticos del postmodernismo (como el propio Bauman y, antes que él, Martin Heidegger o Hannah Arendt), no hay vuelta atrás en la sociedad mecanizada (o en su aceleración dematerializada, la sociedad cibernética) a una supuesta «inocencia perdida».
En el pasado, el mundo era más predecible y controlable, sólido, con intercambios más lentos y enriquecedores. Con la modernidad, los usos más resistentes al cambio de la sociedad tradicional (la artesanía de los gremios, el ritmo agrario del almanaque y un sustrato prerromano) se hicieron maleables y el individualismo aceleró, paradójicamente, el carácter poco memorable y sustituible de muchos procesos.
En la línea del sociólogo Max Weber, Michel Foucault argumentará que el surgimiento del individualismo coincidirá con el proceso burocrático que restará cada vez más autonomía a la existencia: nuevas instituciones con aspiración racional fomentarán la persecución de lo que se desvíe de la norma o la previsión. La realidad deberá parecerse al modelo.
Homo faber y homo laborans
Esta tensión entre un supuesto mundo perdido donde domina la relación sustanciosa con la tierra y la comunidad a la que uno pertenece, y una modernidad y postmodernidad donde campan la superficialidad (lo que Sartre llamará «mala fe») y la alienación, será la base de una de las reflexiones centrales de «La condición humana», el ensayo de Hannah Arendt (1958): el antagonismo entre la mentalidad del «homo faber» y aquella del «animal laborans».
El «homo faber» es dueño de sí mismo y, para él, la actividad es en sí enriquecedora, pues está sujeta a una tradición y a un relato nutrido por la realidad. El «animal laborans», por el contrario, surge con el mecanicismo de la Ilustración: se trata del ser humano entendido como unidad intercambiable de producción, el trabajador moderno que protagonizará las reflexiones de las teorías clásica y marxista de la sociedad y la condición humana.
La relación entre trabajador y producto muta desde la maestría de los viejos oficios a la fría relación mercantil, sin más significado que el transaccional.
La crítica a la modernidad del controvertido filósofo alemán Martin Heidegger (que había sido en Friburgo profesor de Hannah Arendt) no es un ataque visceral y malthusiana a la técnica, ni tampoco una pataleta ludita, sino una crítica razonada de la superioridad espiritual y mayor trascendencia que, en su opinión, tiene el «homo faber», que nunca es intercambiable, con respecto al peón de la sociedad democrática, el «animal laborans».
La existencia el trabajador en un contexto utilitarista, el individuo que ha interiorizado la necesidad de producir como una actividad intercambiable para lograr una compensación que le permita subsistir (o enriquecerse), ha creado ya las condiciones de la alienación. El usuario de redes sociales que necesita aumentar sus interacciones para compensar la falsedad intuida en el esquema que «sustituye» a sus relaciones en la vida real, es la última encarnación de un proceso anterior.
Los «sabios-ignorantes» alérgicos al contexto
Del mismo modo, la llamada economía de bolos, llevada a sus últimas consecuencias, conduce a la transformación de un modelo de empleo regulado y estable en un mercado en que el trabajador debe asumir su estatuto de empleado por cuenta propia y enfrentarse, desde su individualidad, a la incertidumbre de «ahí fuera».
Toda victoria será equiparable a la expuesta por Jack London en el ascenso literario de su antihéroe Martin Eden (el evolucionismo social de la supervivencia de los más aptos de Herbert Spencer); toda derrota, una constatación de que uno no ha realizado el esfuerzo necesario (o peor).
En su reflexión sobre los oficios que el mundo contemporáneo ha perdido, Martin Heidegger evocó la especialidad de su padre, un tonelero que elegía las lamas de madera en función de sus vetas arqueadas de forma natural, para asegurarse así del comportamiento de la madera en su nuevo cometido como recipiente.
En los oficios artesanos —reflexiona el filósofo alemán— se entrevé una ética de la producción, íntimamente relacionada con la relación con uno mismo y con el mundo. La experiencia depende de un contexto sólido, encarnado.
En su ensayo «¿Qué significa pensar?», Heidegger distingue entre el racionalismo frío, el «pensar de cálculo», y lo que él llama pensar filosófico, que consiste en una meditación arraigada a un contexto. Su reflexión es similar a la que Ortega realiza a propósito de los especialistas que conforman «la masa» en las sociedades técnicas, auténticos «sabios-ignorantes» incapaces de integrar su conocimiento especializado en una mirada de la condición humana y del mundo.
Madera, toneleros y aprendices de carpintero
Del mismo modo, el «sabio-ignorante» de Ortega está próximo al «animal laborans» de Hannah Arendt. Sólo una ética de la producción atenta a la experiencia, al contexto y a lo percibido en una situación (la «fenomenología») del momento, pueden devolver al individuo especializado una base más sólida, que evite la desorientación «líquida» a la que se refiere Bauman.
Según Martin Heidegger,
«Un aprendiz de carpintería, por ejemplo, uno que aprende a fabricar armarios y objetos similares, ejercita aprendiendo no solamente la habilidad en el uso de las herramientas. Tampoco se limita a familiarizarse con las formas usuales de los objetos que ha de confeccionar. Si es que llega a ser un auténtico carpintero sabrá, sobre todo, corresponder a las diversas clases de madera y las formas posibles que encierra todavía latentes; se ajustará, pues, a la madera tal como ésta con la oculta plenitud de su esencia integra el habitar del hombre.
«Esta relación con la madera imprime su sello en todo el oficio. Sin esta relación se queda estancado en un activismo inane. Su ocupación se determinará entonces únicamente por el negocio. Todo oficio, toda actividad humana está siempre expuesta a este peligro. La poesía se exceptúa tan poco de ella como el pensar.
«Pero, el que un aprendiz de carpintero llegue, o no, durante su aprendizaje a corresponder a la madera y los objetos de madera, esto depende evidentemente de si hay quien se lo enseñe.”
En los años treinta, y después de haber enseñado filosofía, Simone Weil decide explorar la condición obrera para profundizar en su vertiente trotskista y libertaria; pese a su delicada salud, Weil trabajará entre 1934 y 1935 en las fábricas de Alsthom y Renault, donde conocerá a partir de la experiencia en qué consiste el trabajo mecánico desprovisto de toda relación enriquecedora.
La alineación que parte de la renuncia a nuestro ritmo interior
En la cadena de montaje, el operario es una pieza más del engranaje, incapaz de crear de su actividad una expresión de su propia personalidad o valores: no hay posibilidad de seguir la propia cadencia interna, ni de influir sobre el ritmo de la actividad; el operario se limita a producir, a ir a remolque de una actividad en la que no hay que pensar y sobre la cual es difícil meditar.
Dos años después de la experiencia, Weil escribe en La condición obrera (1937):
«Todas las secuencias de movimientos que participan en la belleza y se llevan a cabo sin degradarse, incluyen sutiles instantes de reposo, tan ligeros como el rayo, los cuales son el secreto del ritmo y dan al espectador, incluso produciéndose a una velocidad extrema, la impresión de la lentitud. El corredor, en el momento en que supera un récord mundial, parece deslizarse lentamente, mientras que uno observa a los mediocres contrincantes apresurándose desmañados tras él; cuanto más y mejor siega un campesino, más sienten quienes lo miran, como menciona el dicho, que éste se toma todo el tiempo necesario.
«Por el contrario, la tarea de operar entre máquinas es casi siempre la de una precipitación miserable de la cual están ausentes toda la gracia y toda la dignidad. Es natural para el ser humano, y es conveniente, que pueda detenerse cuando ha acabado algo, incluso si es un instante minúsculo, para así darse cuenta de ello, como Dios tras el Génesis; este destello de pensamiento, de inmovilidad y equilibrio, es lo que se obliga aprender a suprimir por completo en la fábrica, cuando uno trabaja en ella. Las maniobras de la máquina alcanzan la velocidad requerida sólo si los gestos de un segundo se siguen entre sí de manera ininterrumpida y casi como el tictac de un reloj, sin ninguna cosa que marque que algo se ha terminado y que algo más comienza».
Este tictac es una obligación que el operario realiza con todo su cuerpo, sin gracia ni cadencia.
El éxito del catastrofismo en las redes sociales
En el mundo contemporáneo, la producción deshumanizada carece a menudo de una relación con la maquinaria y no se encarga de producir un material, sino de integrarse en estructuras que se adaptan en función de la información recibida en tiempo real para lograr extraer hasta la última porción posible de productividad no ya al «obrero» u «operario», sino al trabajador por cuenta propia de una industria de servicios tan líquida como la relación entre trabajadores, clientes y prestadores.
Esta relación es a menudo ambigua y siempre se decanta a favor de quien controla el algoritmo (un conjunto de instrucciones que evoluciona en función de la actividad y mantiene una opacidad próxima al ocultismo o la superstición).
Heidegger nos avista desde su época, cuando la filosofía del individuo llegaba a su ocaso y la cibernética asomaba su potencial: el pensar y el hacer no pueden ir separados. La ciencia computacional no puede ser un fin en sí mismo, y no deberíamos creer que nosotros, los creadores de los algoritmos, somos quienes debemos estar a la altura de éstos. Son los algoritmos quienes deben adaptarse a nosotros, y no a la inversa.
Hay que preguntarse si, en la confusión postmoderna, el contexto licuado al que se refiere Zygmunt Bauman, es posible alentar maneras de otorgar un contexto suficiente para que la incertidumbre del individuo dejado a la intemperie no se convierta en angustia o en una puerta hacia alguno de los numerosos cultos nihilistas y milenaristas que venden su aceite de serpiente en las redes sociales.
No sólo de lo superfluo vive el hombre
La licuación de la realidad no debe hacernos creer que es imposible compartir retos y convicciones de carácter colectivo desde la individualidad. Pero, para compartir estos «universales subjetivos», es necesario que la información y el debate que nos llegan tengan una cierta sustancia y legitimidad.
Quizá haya que empezar por la responsabilidad de los medios. Más que obsesionarnos por la información instantánea y reactiva, dominada por los exabruptos y las salidas de tono, debemos demandar un periodismo más reflexivo y de análisis.
Sólo una relación menos conflictiva con nuestro lugar en el mundo y con nuestra proyección en la sociedad y el trabajo, nos permitirá salir de la mentalidad defensiva y apocalíptica de quienes tratan de capitalizar el derrotismo y el descontento con supuestas soluciones-milagro a problemas complejos.
El principal peligro que afrontamos como individuos y sociedad es acaso el de la futilidad, la inanición por empacho de entretenimiento superficial descrita por Aldous Huxley.
En La condición humana, Hannah Arendt nos recuerda los peligros de la futilidad:
«El hombre no puede ser libre si no sabe que está sujeto a la necesidad, debido a que gana siempre su libertad con sus intentos nunca logrados por entero de liberarse de la necesidad. Y si bien puede ser cierto que su impulso más fuerte hacia esa liberación procede de su “repugnancia por la futilidad”, también es posible que el impulso pueda debilitarse si esta “futilidad” se muestra más fácil, requiere menos esfuerzo».
El entretenimiento «all you can eat» aspira a dejarnos K.O. y, de paso, a mantenernos como sujetos pasivos enganchados al consumo de productos que tratan de vender «certidumbre» en el mismo contexto líquido que se han encargado de consolidar.
Cómo retrazar un vida sólida, según Arthur Lochmann
Vivimos en una época en que las reflexiones de Zygmunt Bauman sobre la «vida líquida» (la centrifugación y desconcierto en que vivimos, y la tensión individuo-sociedad) están más vigentes que nunca.
Las tesis de Bauman se complementan con las reflexiones de Hannah Arendt sobre la pérdida de contexto de los oficios contemporáneos, que contribuyen a la alienación. El «homo faber» estaba ligado a los viejos ritmos del campo, las estaciones, el oficio arraigado en la tradición gremial y el acervo de una región, etc.
Por contra, el «animal laborans» carece de todo contexto y es lo que Ortega llamó un «sabio-ignorante»: conoce mucho sobre un nicho descontextualizado.
Llega, como contraste, una exploración fresca de lo que sería una vida sólida, en la que el individuo retraza su relación consigo mismo y con la sociedad y el mundo a través de un oficio manual, la carpintería. Lo hace un joven filósofo francés, Arthur Lochmann, en su libro La vida sólida (2019).
Estaremos atentos a la evolución de estos intentos, todavía tímidos, de transitar desde la liquidez hacia la solidez en nuestra mirada de nosotros mismos y del mundo.
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