“Hemos perdido lo que es nuestro”, dicen las consignas políticas. Mientras los expertos se ponen de acuerdo en si podemos pagar un bienestar colectivo a crédito, varios pensadores recuerdan que el espejismo de la opulencia prestada empezó con el dominio del hedonismo inconsciente como filosofía de vida predominante.
Ahora, cuando los países emergentes se niegan a financiar a buen precio a los países ricos menos solventes e incluso los considerados solventes (o los más responsables) tratan de hacer más cosas con menos dinero, llega el momento, dice Umair Haque en Harvard Business Review, de salir de la zona de confort y crear el futuro, en lugar de quejarse o demonizar a “los que nos quieren ahogar con tanta austeridad”.
Para Haque, la respuesta a la principal burbuja actual (el habernos creído que éramos más ricos de lo que en realidad somos) pasa por volver a una sociedad propulsada por valores menos superfluos y mejores productos y servicios. En la época de la escasez, hay colosales oportunidades de negocio.
La historia que nunca acaba
Sigue la inacabable historia de la crisis de deuda y confianza en la Unión Europea. Desde el sur de Europa y la socialdemocracia, se insiste en que no se va a ningún lado con sólo austeridad, sino que el estímulo es imprescindible.
Por cierto: qué mal explicado que está este problema en la llamada “prensa seria”. Me considero un afortunado, al no pertenecer a ese mundillo. Demasiada línea editorial al dictado.
Reputados economistas -dicen los que comulgan con esta corriente- respaldan esta vía. Pero se olvidan de añadir que se trata de los habituales (entre ellos, algún Nobel de Economía) abogando por recetas keynesianas: Krugman, Stiglitz.
Luego están los hayekianos, más cómodos con la consolidación fiscal. La mejor manera de crecer en el futuro, dicen, es hacer los deberes cuanto antes y no incurrir en gastos suntuosos para tapar agujeros e ineficiencias (leer Neo-capitalismo: Gandhi, Adam Smith y “los mercados”).
Un nuevo préstamo no arregla el desaguisado de un préstamo que no se puede pagar, dice esta segunda corriente. Entre este segundo grupo, crítico con el keynesianismo, también hay reputados economistas, claro. Personalmente, sigo lo que escribe Tyler Cowen, por ejemplo.
No sólo es una batalla entre austeridad y keynesianismo
Pero la batalla ideológica entre economistas, tal y como se ha presentado a la opinión pública, no consiste en austeridad contra keynesianismo. O no se trata sólo de gastar más o menos, “recortar” contra “imprimir dinero”. Es, más bien, ser lo suficientemente humildes como para no gastar mucho más de lo que uno tiene.
Países como Estados Unidos, el Reino Unido y los famosos PIIGS (aquí se debería añadir otra “G”, la de Gran Bretaña, para acabar con un PIIGGS, ya que la situación británica, objetivamente, no es mucho mejor que la española, por ejemplo, aunque Gran Bretaña cuente con su propia moneda y banco central), necesitan financiarse en los famosos mercados internacionales.
Estados Unidos y el Reino Unido pagan mucho menos por el dinero prestado que los países del sur europeo, de modo que seguir abogando por políticas keynesianas en el sur de Europa, sin moneda ni banco central autónomos, ni nadie dispuesto a prestar dinero (a veces, ni siquiera a intereses alto), es engañar.
Cuando se crean caricaturas para simplificar (¿deformar?) la realidad
La realidad es más complicada que los estereotipos o las teorías conspiratorias, por mucho que, como especie, hayamos evolucionado y construido cultura a base de contarnos batallitas.
La socialdemocracia, en lugar de reconocer que China no está tan interesada en comprar deuda europea como lo está en hacerlo con la estadounidense, insiste en que es necesario gastar más y asegurar la redistribución de las penurias, además de castigar a “los malos”.
Hay un problema con el discurso de François Hollande y el del resto de la socialdemocracia europea, que copiará lo que él diga hasta comprobar qué ocurre en las próximas elecciones francesas: “los malos” somos todos.
En España, por ejemplo, abunda en la calle el discurso de enmienda a la totalidad: la situación creada por los bancos, los políticos, los jueces y otros grupos sospechosos para la opinión pública de haber causado todo el desaguisado “no tienen vergüenza”.
Qué indignación. Eso sí, no se critican con la misma insistencia las pequeñas tropelías cotidianas (la factura sin IVA en el negocio familiar; el conocido o familiar que cobra el paro y “hace chapuzas” a la vez; el trabajador que ha forzado la prejubilación en su empresa para cobrar cerca del 100% de su sueldo por quedarse en casa, a cargo a partes iguales de empresa y Estado; etc.).
Todos estos actos de picaresca e ilegalidad, son “comprensibles” por quienes critican a las caras visibles de la sociedad.
El discurso facilón: “la culpa es del otro”
La culpa es del otro, y las listezas que vemos a nuestro alrededor son simplemente pequeños actos de “supervicencia”, vistos casi con heroísmo.
Retirado el crédito fácil, abundan los casos extremos con responsabilidad colectiva, sin acudir al caso extremo del origen de los problemas griegos: el fraude fiscal en el que ha participado la mayoría de la ciudadanía. La incapacidad de Grecia para recaudar impuestos es tratada por Michael Lewis en su artículo para Vanity Fair.
En España, la incapacidad de crear un mercado laboral homologable al de los países del centro y norte de Europa (se ha incidido históricamente sobre los derechos, no las obligaciones; cuando en países como Alemania se hacían duras reformas, en España no se consideró necesario porque todo iba bien, etc.). Los más perjudicados de ello, los jóvenes, han apoyado a menudo a los mayores responsables de este inmovilismo.
El discurso se filtra en las sociedades ricas y la incertidumbre económica se transforma en acusación a las supuestas élites, ese etéreo y demoníaco causante de todos los males.
La demonización del esfuerzo, el éxito, la excelencia
Recientemente, Kirsten publicó un vídeo sobre una casa realizada con un exquisito respeto al entorno en que estaba ubicada y una belleza intemporal. Decenas de comentarios relacionados con ese vídeo insisten en el mensaje de que sus promotores son “ricos”, que sólo un “rico” puede vivir o hablar así. Vuelven los mensajes de clase.
Sin negar la desigualdad existente en las sociedades ricas, la necesidad de regular las transacciones financieras y la supervisión escrupulosa de los sueldos de empresas e instituciones que reciben dinero público, se obvia lo que Umair Haque, director de Havas Media Labs y autor de Betterness: Economics for Humans, llama “la burbuja de la opulencia“.
Hablando sobre la supuesta dureza de los países solventes de la UE y organismos como el FMI, interesados en que los países menos solventes demuestren con acciones concretas su responsabilidad con medidas que permitan pagar la financiación que demandan, se cae en el riesgo de olvidar las fuerzas subyacentes que han conducido a esta situación.
Más viejos, amodorrados, amargados, prejubilados
A excepción de Estados Unidos, los países ricos envejecen y un menor número de trabajadores pagan por un mayor número de personas que no trabaja, además de mantener el -todavía generoso, digan lo que digan las pancartas- Estado del Bienestar.
El epicentro económico se ha trasladado a Asia, con China produciendo bienes de consumo, acaparando todo tipo de materias primas y usando los centros financieros asiáticos (Hong Kong, Singapur) para realizar transacciones.
Un mayor protagonismo de China, India, Rusia, Indonesia o Brasil implica mayor competencia por las principales materias primas, con el petróleo en cabeza, pero se trata también de alimentos, metales raros, agua potable, etc. Es el cénit del petróleo y de los recursos finitos (peak oil, peak everything) del que hablan autores como Richard Heinberg (ver nuestra entrevista con él).
En los países ricos, dice Richard Heinberg, queremos seguir viviendo como hicimos en el siglo XX o mejor, pero la energía que obró la gran época de prosperidad en Occidente (el entonces barato y abundante petróleo, origen de los fertilizantes modernos, los polímeros de plástico y carburantes), ya no volverá a ser barata.
Pierden los que no quieren tomar las decisiones difíciles
A diferencia de en las últimas décadas del siglo XX, China es ahora la segunda economía del mundo e India, Brasil, Rusia, México, Turquía o Indonesia compiten por los recursos y producen buena parte de lo que consumimos, además de innovar cada vez más.
La pérdida de competitividad es uno de los principales riesgos de los países que peor se han adaptado a la nueva situación, entre ellos la periferia de la Unión Europea.
Si, como dicen los críticos con la política alemana, Alemania es uno de los principales beneficiarios de la Unión Monetaria, ello es en parte por las duras reformas emprendidas por este país durante el gobierno de Schröder (socialdemócrata, por cierto). Y por décadas de duro trabajo para producir bienes con alto valor añadido para exportar.
En países como España, Irlanda o el Reino Unido, se confió más en el crecimiento a crédito. Umair Haque habla de las consecuencias de haber vivido por encima de nuestras posibilidades. Efectos no sólo sobre la economía, sino sobre nuestros valores y expectativas.
¿Y si nuestra forma de vida fuese una burbuja?
Umair Haque: “He aquí una pregunta: ¿Qué pasaría si, sólo tal vez, fuera nuestra forma de vida lo que es una burbuja?”. Se trata de la misma pregunta que se formula Richard Heinberg, que reconoce que el milagro de prosperidad y crecimiento del siglo XX se pudo hacer en un momento de petróleo abundante y barato, tras dos sangrientas guerras mundiales.
Lo que consideramos normal -varias décadas consecutivas de prosperidad y paz en lo que llamamos Occidente- es la excepción. Pero existe la tendencia a tachar de malthusiano o pesimista crónico a quien explique, usando una argumentación empírica y debidamente documentada (como, por ejemplo, hace Jared Diamond en Colapso: por qué unas sociedades perduran y otras desaparecen), que nuestro propio estilo de vida es insostenible.
Cada vez más y mejores compitiendo por menos
Sobre todo, si las clases medias emergentes, cientos de millones de personas -sumando las residentes en China, India, Brasil, Rusia, Indonesia, México, Turquía, etc.-, aspiran a alcanzar un nivel de bienestar material equiparable al de la clase media suburbana estadounidense. No hay mundo suficiente para ello.
El principio de la solución al hipotético problema de la “burbuja de la opulencia” consiste, según Umair Haque, en reconocer primero que existe ese problema.
Yo mismo recuerdo que, tras leer el artículo de Michael Lewis acerca de los problemas económicos de California (el Estado más rico y poblado de Estados Unidos, con peculiares problemas de solvencia, inoperancia política y corporativismo rampante), comenté en mi página de Facebook que el pacto tácito en la sociedad para sacrificar el interés a largo plazo en favor de las recompensas a corto plazo (mejores salarios, mejores beneficios trimestrales, comprar bienestar a crédito), fue posible debido a un profundo cambio en nuestro sistema de valores.
El dilema del innovador sirve también como “dilema de las sociedades”
En las últimas décadas, pasamos de la cultura de la necesidad a la del deseo y las empresas, a excepción de unas cuantas, siguieron el mismo camino, sacrificando la excelencia a largo plazo por las recompensas trimestrales.
Empresarios como Steve Jobs o Yvon Chouinard coincidieron en este diagnóstico y, para alcanzar lo que ellos creían que era la excelencia en sus respectivas empresas, resolvieron su particular dilema del innovador olvidándose del espejismo de las recompensas a corto plazo, y pensar siempre con el interés a largo plazo en mente.
En mi comentario de Facebook, escribía, tras leer el artículo de Michael Lewis, que la solución a lo que Haque llama “burbuja de la opulencia”, podía llegar mezclando valores como el ideal griego de la felicidad a través de la virtud y el sentido común (eudemonismo), el estoicismo, el pensamiento zen o una mezcla de las tres cosas.
Contra las pataletas, cultivar una filosofía de vida
En otras palabras: acordarse de valores menos egoístas, desprendernos del hedonismo más inconsciente e infantil, siendo razonables, cultivando una filosofía de vida, en lugar de buscar una carrera de recompensas.
Algo así, concluía, como despejar la siguiente ecuación:
- ¿Qué obtendríamos combinando [Aristóteles+Séneca+Gandhi] con una visión de los negocios parecida a la combinación [Steve Jobs+Yvon Chouinard]?
La crisis de deuda y confianza que atenaza a los países ricos más endeudados y con menor capacidad recaudatoria está relacionada con la lucha entre países ricos y emergentes por los recursos y la innovación.
En lugar de, como hizo Suecia en los años 90 o Alemania hace apenas una década, sentar las bases de un sólido crecimiento futuro, muchos países quieren acceder al crédito a las condiciones anteriores a la crisis de confianza.
La crisis de la opulencia de la que habla Umair Haque en Harvard Business Review también es una oportunidad para la llamada “innovación de la escasez“: productos que tengan más servicio y menos material, capaces, como han logrado Internet o la telefonía móvil, de crear negocios multimillonarios sin que el aumento de su valor sea proporcional al consumo de recursos.
“Scarcity innovation”, el sector del futuro
La innovación de la escasez también consistiría en servicios que enseñen a la gente a vivir mejor con menos, debido a que más personas compiten en el mundo por menos recursos.
The Economist explica el potencial de la explotación económica de las limitaciones producidas por la escasez. Algo así como convertir el agotamiento de los recursos (“peak everything”) y la tragedia de los comunes en oportunidad de negocio.
Haque relaciona las mini-burbujas y su posterior recesión o estallido (sector inmobiliario y de la construcción en varios países, deuda de ayuntamientos y regiones en varios países, aumento de las facturas en sanidad y educación en varias regiones y países, aumento del precio de los productos genéricos y el oro, etc.), como la consecuencia cícilica de un problema mayor.
Reconocer la burbuja de la opulencia
“Creo que estas mini-burbujas son meras protuberancias en lo que podríamos llamar la superficie de una superburbuja: una burbuja de la opulencia”.
Para ilustrar la argumentación de Umair Haque, basta echar un vistazo a un gráfico publicado por The Economist (At bursting point?). En él aparece, según el semanario, “un grotesco mapa del mundo, que representa a Europa como un globo hinchado e ilustra poderosamente la crisis de la deuda europea”.
Algo así como la poderosa constatación de que nos hemos acomodado y hemos vivido del dinero prestado hasta que los que lo prestaban (cada vez más, paradójicamente, los países emergentes, etiquetados por nosotros como “pobres” o “en desarrollo”), dejaron de fiarnos. De momento, China sigue fiando a Estados Unidos y ello mantiene la calma relativa en la economía mundial.
La deliciosa parábola del faisán
En su artículo sobre la crisis institucional californiana, Michael Lewis cita a un neurocientífico para explicar “la parábola del faisán“.
Tras un duro invierno, un único faisán había sobrevivido en los jardines de una propiedad de Oxford (ni más ni menos que la residencia histórica de los Churchill). Al ser el único ave, el faisán se aprovechó de la sobreabundancia de un campo recién sembrado.
Pronto, el faisán, hasta entonces acostumbrado a comer menos por tener un entorno más duro y competitivo, empezó a comer más de la cuenta y engordó hasta el punto que le pusieron un nombre: Henry.
Henry comió hasta alcanzar la obesidad: “Todavía podía comer tanto como quería, pero ya no podía volar”.
“Entonces, un día desapareció: un zorro se lo comió”.
Umair Haque explica qué quiere decir con el concepto de “crisis de la opulencia”: nuestro concepto de la buena vida y la felicidad ha estado relacionado en las últimas décadas con la opulencia hedonista. En definitiva, el “hedonismo inconsciente” del que habla el filósofo, estoico practicante y autor de Guide to the Good Life: The Ancient Art of Stoic Joy, William B. Irvine.
Pero la opulencia hedonista (tener más, más grande, más rápido, más barato, ahora), como estamos averiguando del modo más crudo, no nos hace más felices: “la búsqueda del mínimo común denominador en productos de la edad industrial podría haber sido sobrevalorada, en términos de su valor social, humano y financiero”.
Y ahora, dice Haque, este sobredimensionamiento se podría estar desinflando. El director de Havas Media Labs no se refiere a que el PIB mundial vaya a colapsarse, ni que la sociedad mundial deba comportarse de un modo ludita, retornando a un estado pre-industrial “con sombras de los Amish”.
“En cambio, a lo que me refiero es a que ‘más, más grande, más rápido, más barato’ no añade ni mejora necesariamente lo ‘mejor, más sabio, más inteligente, más ágil, más cercano'” (leer La industria del futuro: local, especializada, personalizada).
Salir del discurso confortable
El resultado de la cultura del exceso practicada por las economías de escala y el hedonismo inconsciente (gracias, Edward Bernays y seguidores) es la sensación de pérdida de la inocencia que la opinión pública de los países ricos experimenta: consumir más sin gestionar mejor ni atender al gasto excesivo y suntuoso no nos ha hecho mejores y ahora hay que pagar la factura.
Los más desfavorecidos se quejan. Sus protestas, no obstante, empeoran a menudo la situación: estar entre los desfavorecidos no equivale a tener razón, ni a conocer la mejor solución.
En ocasiones, los más desfavorecidos y las clases medias se manifiestan contra una reforma laboral que mejoraría en unos años sus condiciones de vida, o no denuncian el fraude fiscal que observan en su cotidianeidad, mientras protestan por el “robo” de banqueros y políticos (leer Reivindicando la autocrítica en la era de la indignación).
“La mayor consecuencia no deseada y coste oculto de la búsqueda de la opulencia no está fuera de nosotros, sino dentro”.
“Puede que no esté contaminando el cielo, vaciando el mar, ni fracturando las sociedades, sino extinguiendo y desertificando el propio potencial humano -prosigue Umair Haque en Harvard Business Review-; o lo que un economista con corazón llamaría una externalidad negativa de consumo del alma”.
En busca de una hambre que es buena
Esta metáfora sobre la externalidad negativa relacionada con nuestro alma se refiere a nuestra capacidad institucional, ambición organizativa y hambre personal para afrontar los mayores retos del futuro, sobre todo los que podrían mejorar las expectativas de la gente.
Sin ambición ni una cultura crítica positiva y constructiva, los grandes retos del mañana podrían quedarse estancados, teme Haque. En cambio, hay oportunidades para resolver problemas realmente grandes y trabajar en las cosas que más importan.
“Aquí estamos, pese a las grietas, adorando las ruinas de la opulencia. Podemos encontrar cobijo aquí, descubrir abrigos menos turbulentos donde habitar (…); o podemos salir de la exhausta, tóxica zona de confort -y crear el futuro“.
Aprovechar la época de los inventores
En *faircompanies, escribimos hace ya unos meses el artículo Aprovechar la época de los inventores, en lugar de indignarse. Recomendamos su lectura.
Asimismo, recomiendo los vídeos de Kirsten Dirksen. Muchos de ellos conservan el hambre humana por mejorar de un modo genuino.
Se empieza reconociendo que, en ocasiones, mejorar no es tener más, más grande, más rápido, ahora. Se puede, por ejemplo, simplificar la vida renunciando a objetos innecesarios.
A modo de ilustración: echar un vistazo a la historia del Gossamer Condor; hojear algunos libros sobre cómo vivir mejor evitando el hedonismo superfluo; aprender sobre el estoicismo; reconciliarse con uno mismo a través de la soledad; inspirarse en algunos sabios de ahora y de todos los tiempos.
Luego, es cuestión de proponerse algo y evitar, dentro de lo posible, la escusa fácil o la posposición. El ingenio humano ha evolucionado sacando partido de la escasez.
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