En Las transformaciones silenciosas, el sinólogo y filósofo francés François Jullien explica hasta qué punto nuestra manera de ver el mundo depende de algo tan vago como la cultura que nos define (y que a menudo confundimos con la realidad).
La cultura europea parte de un esfuerzo de encontrar la esencia de fenómenos, cosas, personas, lugares, para así otorgarles un nombre concreto y concederles un valor predeterminado que coincida con una descripción exacta. Es así cómo se funda la ontología en Occidente, o el «estudio de los fenómenos» (a partir de las raíces riegas «ontos» y «logos»).
Así, por ejemplo, los valles y las montañas tienen un nombre concreto asociado a su aspecto o a acontecimientos o personas, que crean una tradición y al final acaban asociados de manera indisoluble a lo que designan. Del mismo modo, la filosofía griega trató de definir de manera inequívoca los elementos que conforman el universo, sus fenómenos, las relaciones de causalidad entre los fenómenos y las cosas, etc.
Entre hielo y agua hay un proceso
El problema de esta aproximación a la metafísica y la realidad es su voluntad de exactitud sin matices, su esencialidad, que Aristóteles concentrará en su principio de identidad, según el cual A es A (un objeto es lo que parece y nada más), o dicho antes que él por el presocrático Parménides:
«Lo que es es y lo que no es no es».
Pero esta visión del mundo impedirá al mundo occidental desarrollar un pensamiento de los procesos y matices, expresados por verbos como «devenir», «convertirse», «llegar a ser», «transformarse», «mutar», etc.
Con la obsesión por las identidades absolutas, asociadas a un «más allá» ideal (que parte del concepto griego de metempsicosis —o «traspaso del alma» entre cuerpos mortales— y al dualismo platónico) la filosofía europea podrá desarrollar una lógica que cimentará después la ciencia, pero sacrificará para siempre un pensamiento más acorde con el propio funcionamiento del universo y lo que denominamos «realidad», donde procesos de concentración implican una tendencia a la desagregación o disipación (entropía), y donde el propio caos guarda en sí el germen de procesos de auto-organización que permiten, entre otros fenómenos, la transmisión de información (como el artículo que lees).
La filosofía oriental aprenderá a designar conceptos y fenómenos complejos como la transitoriedad de las cosas, el paso de las estaciones o el cambio de estado de los objetos y los fenómenos, con el uso de contrarios que, opuestos, condensan un «entre» interpretable que describe de manera adecuada las estaciones, el derretimiento del agua y no sólo sus estados absolutos (como hielo, agua o vapor).
El «entre» oriental describe la realidad con otra poética sensible a los procesos como el florecimiento y la decadencia, algo que la obsesión por el ideal que se asocia a objetos y fenómenos y su supuesta «esencia», ha impedido hacer al pensamiento occidental.
Los viejos mitos y nuestra vida cotidiana
Pese a sus diferencias fundamentales, el pensamiento europeo y el asiático comparten una fuente de inspiración que se remonta a la prehistoria: la observación de la naturaleza y sus fenómenos, y su asociación con lo que interpretamos como fuerzas de la conducta individual y de la conducta compartida (a menudo de manera inconsciente, tal y como tratará de exponer la fenomenología con el concepto de «intersubjetividad», y Carl Gustav Jung a través del concepto psicoanalítico de «inconsciente colectivo»).
Al asociar el viejo calendario con los fenómenos observados en los astros, las estaciones y las labores del campo, ambas cosmogonías, la occidental y la oriental, siguieron apegados a sus respectivas cosmogonías, a una manera de ver el mundo particular que los integrantes de una cultura acaban confundiendo con lo innato, con la propia «realidad», sin sospechar que se trata de construcciones culturales que a menudo cuentan con orígenes remotos y se someten a procesos de revisión e influencia.
Acontecimientos olvidados no sólo han marcado la propia deriva de una población, sino que su lengua, costumbres, sueños o temores guardan una asociación con relaciones remotas, desde migraciones a grandes catástrofes naturales o humanas, pasando por el intercambio de conocimientos y prácticas —desde especies de plantas y animales domesticados a sistemas administrativos, estilos arquitectónicos, creencias religiosas—.
El mundo no se entiende sin los procesos de sincretismo entre Eurasia, África y, posteriormente, las Américas a partir del «intercambio colombino». No hay procesos estancos entre las sociedades humanas, y esta constatación, así como su especialización en las teorías freudianas, llevaron a Carl Gustav Jung a relacionar el comportamiento individual, tantas veces contradictorio y difícil de desentrañar, con el mundo onírico que comparte la humanidad: instintos y arquetipos compartidos.
Nosotros y nuestra sombra
Entre ellos, algunos aparecen de manera recurrente en el trabajo de Jung, donde juegan un rol principal. Es el caso la sombra (tan importante en Nietzsche), la torre, el viejo sabio, el caballero errante, el árbol de la vida, o el Santo Grial, entre otros.
La sombra —o fuerza contraria e impulsivo que todos albergamos y con la que hay que saber convivir para florecer en la vida adulta, explica Jung—, aparece con recurrencia en el trabajo de Nietzsche y Jung, ambos interesados en la búsqueda de un nuevo impulso vital alejado de las vías agotadas del cristianismo institucional. Cabe notar que tanto el padre de Nietzsche como el de Jung habían sido pastores protestantes atormentados por una creciente duda religiosa.
Los dos discípulos eminentes de Sigmund Freud, cada uno de ellos opuesto a su manera a las tesis que pretendían expandir, constataron la importancia del subconsciente en la cultura y el comportamiento humanos. Uno de ellos, Alfred Adler, insistió en la importancia del individuo y en las particularidades intransferibles de cada uno de nosotros.
El otro gran discípulo de Freud, Carl Gustav Jung, creía por el contrario que los sueños y fobias del individuo se asociaban con las viejas historias colectivas, a menudo traumáticas o aleccionadoras de un modo u otro, pues compartimos los mismos impulsos.
Sentimiento oceánico
Los viejos arquetipos —a veces evocados en filias, fobias o sueños— eran la base de la construcción personal, de un proceso de individuación en el que cada persona se asoma al abismo de su propio contrario: lo que creemos ser y nuestra sombra (o aquello que tememos ser y reprimimos), los atributos que concedemos a nuestro género e identidad y los que conservamos del género opuesto (el carácter femenino en un hombre —anima— y viceversa —animus—), etc.
Estos instintos, constató Jung, no deben interpretarse en ningún caso al pie de la letra (como había intentado Freud, para el cual soñar con una persona centraba la obsesión del paciente con esa persona en concreto y no con tipologías más generales y sistematizables), sino a partir de asociaciones con viejos temores y pasiones que todos compartimos, y que pueden desentrañarse a través de la comparación de casos particulares con arquetipos y símbolos universales que aparecen en todas las culturas y que a menudo conocemos sin saber su origen.
Las tesis de Jung —y de la psicología analítica en general— coinciden con las intuiciones confesadas por el escritor francés Romain Rolland en una carta al propio Sigmund Freud en 1927, cuando confesaba una intuición de conexión con el mundo exterior como si persona y mundo circundante fueran una sola cosa, una «sensación de eternidad» que denominó «sentimiento oceánico».
Estas reflexiones oníricas de Rolland partían de su profundo conocimiento de la India, de los vedas y autores como el bengalí Gadadhar Chattopadhyay, más conocido como Ramakrishna.
Las religiones dhármicas no establecen una frontera precisa e impermeable entre persona y entorno, ni otorgan al individuo el valor inmutable que el dualismo platónico concedería a los ideales perfectos de las cosas y al propio alma (una rigidez e inmutabilidad que explica, por ejemplo, la predefinición del alma desde el nacimiento en la tradición abrahámica).
La casa soñada por Carl Jung
El origen del concepto de «inconsciente colectivo» de Jung surgió cuando la psicología todavía estaba anclada en conceptos del siglo XIX y reconocía una única conciencia, la «diurna», pues la conciencia nocturna u onírica, base del psicoanálisis, escapaba a toda posibilidad de ontología o sistematización y se observaba con actitud despectiva, algo así como una modernización de la vieja práctica rabínica de interpretar las crueldades individuales y colectivas recogidas en el Viejo Testamento.
La propia noción de «inconsciente colectivo» acabaría enfrentando a Freud con Jung, pero estas tiranteces no habían surgido todavía cuando ambos viajaron en 1909 a Estados Unidos gracias a una invitación de la Universidad de Worcester para que Freud expusiera sus tesis. Durante el viaje, Jung explicaría a Freud un sueño que le había chocado: una casa parecida a la suya propia, con una primera planta cómodo y bien surtida, aunque en un estilo algo anticuado.
A medida que avanzaba el sueño, sin embargo, aparecían estancias inferiores cada vez más antiguas, hasta llegar a una estancia subterránea o bodega abovedada que —explicaría Jung— tenía el carácter incuestionable de una estancia que se remontaba a la época romana (tercer nivel, después de primera planta y planta baja). Finalmente, en el suelo de esta bodega, el soñador notó diversas losas, una de las cuales contaba con un anillo, del que tiró para encontrar unas escaleras todavía más estrechas que descendían hacia las profundidades de una caverna horadada en la roca (cuarto nivel). En esta última estancia,
«Un polvo espeso recubría el suelo y entre los restos polvorientos se distinguían huesos y cerámica rota, como testimonios de una cultura primitiva. Descubrí dos cráneos humanos, evidentemente muy viejos y prácticamente desintegrados. Fue entonces cuando desperté».
Posteriormente, el psicoanalista suizo explicaría su decepción al observar la obcecación de Freud por interpretar las experiencias oníricas de manera rígida e inequívoca, cuando él intuía que un sueño no podía traducirse a escalas de interpretación exacta, sino en asociación con la experiencia personal y los viejos arquetipos, que evocarían distintas cosas en función del contexto.
Interpretar arquetipos en sueños
Freud y Jung acabarían distanciándose en 1913, cuando el segundo lamentaría el reduccionismo de Freud en torno a símbolos según él inequívocos y su relación con una única temática posible: la represión sexual. Los sueños no eran exactos, ni tampoco las luchas internas de nuestro subconsciente, las pasiones que lo alimentan o reprimen, y los arquetipos evocados durante sueños o crisis mentales.
Eso sí, el proceso de individuación, o afirmación de uno mismo, no tenía únicamente que ver según Jung con el deseo y la represión sexual, sino con otras necesidades igualmente humanas ya presentes en nuestra «sombra» (o subconsciente reprimido), tales como la necesidad de encontrar una vía particular de crecimiento o superación personal.
La influencia oriental aparecerá en forma de mandala en el pensamiento de Jung, que se alejará de la obsesión occidental por las esencias (el «más allá», los ideales platónicos) y optará por una aproximación a las profundidades de la conciencia humana con la estrategia oriental: el análisis del significado —siempre dinámico, evasivo— contenido «entre» dos conceptos contrarios.
Ya en la sesentena y décadas después de su trifulca con Freud, Carl Gustav Jung visitaría la India. Allí se toparía con la rica mitología inspirada en la experiencia humana de los pueblos del subcontinente, expresada en los viejos textos dhármicos. Una disentería lo llevaría a un estado próximo al coma, durante el cual soñaría con un arquetipo asociado que él asociaría a la búsqueda de sí mismo: el Santo Grial.
Al visitar las culturas que se esfuerzan por diluir el ego en la experiencia colectiva, Jung —o así lo analizó el propio interesado— se sentía como poco menos que Ahab en busca de su Moby Dick: un intento, siempre parcial e incompleto, de asomarse a lo más profundo de su inconsciente para constatar lo que en la filosofía oriental se asocia con un estado superior, el de ausencia de conciencia personal y fusión con lo universal.
Voluntad de sentido en tiempos de incertidumbre
La individuación, o afirmación de uno mismo, incluía también la experiencia colectiva y el mundo circundante, una tesis reforzada por su propia experiencia en la India. No somos ni podemos ser entidades aisladas y «acabadas» o «predefinidas», sino que somos fruto de una tradición y unas circunstancias, como nos recuerda la experiencia onírica que nos acompañará toda la vida.
Las épocas de grandes transformaciones y catástrofes nos obligan a descender desde las ocupaciones más elevadas (asociadas a la creatividad y lo que el psicólogo Abraham Maslow llamará «autorrealización» y el psiquiatra austríaco Viktor Frankl llamará «voluntad de sentido») a ocuparnos de cuestiones más básicas tales como la seguridad o la fisiología.
Basta una pandemia para que la jerarquía de las necesidades humanas, según el diseño piramidal de Maslow, se vea trastocada, pues la incertidumbre económica y sanitaria, así como la transformación de la vida cotidiana, pueden resultar traumáticas.
En un momento como el actual, las tensiones internas entre la percepción del riesgo y de la seguridad, exploradas por otro psicólogo influido por Freud y originario de Europa Central, Erich Fromm, se expresan en manifestaciones y expresiones culturales.
Vasos comunicantes entre cultura popular y ansiedad colectiva
Abundan las teorías conspirativas en torno a la pandemia pese al esfuerzo de atajarlas en las redes sociales, y la ansiedad latente en el inconsciente colectivo tiene ecos de otras épocas, o al menos es el caso si analizamos el retorno de productos culturales surgidos a raíz de la ansiedad atómico-apocalíptica que dio pie al fenómeno Godzilla en el Japón de posguerra.
Ahora, aprendemos del éxito de una nueva adaptación del mencionado monstruo radiactivo en la reapertura parcial de las salas de cine en Estados Unidos: la taquilla va bien para una película con título tan dudoso como Godzilla vs. Kong —hay un filme japonés de 1962, King Kong vs. Godzilla—, quién lo iba a decir en un mundo pretérito a las ansiedades políticas, climáticas y pandémicas del último lustro.
Empezábamos con Las transformaciones silenciosas de François Jullien y acabamos de nuevo con sus reflexiones. En la cultura oriental, los procesos que celebran la transitoriedad de las cosas evocan la belleza que merece celebrarse; Junichiro Tanizaki escribió un tratado sobre las sutilezas estéticas de este arte en El elogio de la sombra.
Pero ¿qué pasa cuando el arte inspirado en los mitos y arquetipos que nutren el inconsciente colectivo se contrastan con una realidad que se sale de marco? Medio en serio medio en broma, The Economist titula un artículo de su edición del 10 de abril del siguiente modo: «Otra especie afectada por el cambio climático: los poetas japoneses».
Mitología de la actualidad
El semanario se refiere a un tema en efecto significativo para la sensibilidad estética de un país cuya capital cultural, Kioto, conserva un concienzudo registro ininterrumpido de los días de florecimiento de los cerezos desde hace 1200 años, (sí, con dos ceros). Y sí, el poeta Matsuo Bashō se sorprendería por el florecimiento de este año en la misma ciudad, que acabó el 26 de marzo, la fecha más temprana desde que empezó el mencionado registro.
Otros ejemplos: un poema evoca los tifones para dar a entender que se trata del otoño, pero este fenómeno meteorológico ha cambiado su patrón en los últimos años y ahora tiene lugar entre mayo y diciembre.
La pandemia también aporta nuevas ansiedades, y quizá también alguna esperanza, al inspirar sistemas más redundantes que eviten relaciones de interdependencia con la fragilidad demostrada por el tráfico internacional de contenedores, cuando uno de ellos bloqueó durante varios días el canal de Suez y obligó al resto del tráfico marítimo a circunnavegar África para alcanzar el Atlántico y el Mediterráneo.
No deberíamos extrañarnos si acabamos soñando con arquetipos, dados los tiempos que corren. Si ello ocurre, tomemos los consejos de Carl Gustav Jung y evitemos interpretar los símbolos al pie de la letra.
Quizá nuestra sombra quiera enseñarnos los contrastes necesarios para, como ocurre con el claroscuro, ayudarnos a dilucidar perspectivas más sutiles y enriquecedoras, aunque en ocasiones más arduas. Sin sombras no podemos reconocer los matices y relieves obrados por la luz.