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Florecer sin absolutos: afirmación y “amor fati” (Nietzsche)

Dos doctrinas filosóficas han marcado nuestra manera de ver pasado (lo que ya no podemos cambiar), presente (el Ahora que nos presiona para que decidamos a cada instante), y porvenir (incierto): el fatalismo – determinismo, o creer en un universo con las cartas marcadas; y las corrientes que aceptan el libre albedrío, o la concepción de que podemos elegir nuestro propio camino.

Si bien el culto al progreso de Ilustración se ha asociado con la concepción metafísica filosófica de la libertad individual (David Hume, Jeremy Bentham, John Stuart Mill, etc., con lazos entre calvinismo, protestantismo en general y libertad de cualquiera para labrar su futuro), el fatalismo tiene una presencia tanto o más importante en el progreso científico de los últimos siglos: Montaigne, Pascal y los materialistas franceses concebían el universo como un preciso engranaje matemáticamente calibrado (tal y como sugeriría Pierre Simon de Laplace) y, por tanto, predeterminado.

Philippe Halsman: "Dalí Atomicus" (1948)
Philippe Halsman: “Dalí Atomicus” (1948)

Pero determinismo y libre albedrío partían de la misma falacia: el sentido matemático del universo y la supuesta racionalidad humana.

Ambas premisas han sido puestas en entredicho por filosofía, arte y ciencia desde finales del siglo XIX: desde Nietzsche en filosofía; a Einstein, Heisenberg y Schrödinger en física; pasando por el cubismo en pintura o la literatura de fragmentos (T.S. Eliot en su poema La tierra baldía), perspectivas (John Dos Passos) y subjetividad (James Joyce).

Del fatalismo (aleatorio) al determinismo (voluntad de objetividad)

El fatalismo no siempre ha tenido connotaciones negativas: en Occidente, Aristóteles y los estoicos creían en un mundo donde el destino juega un papel preponderante, que sin embargo deja espacio al individuo para influir sobre su vida (y la percepción sobre pasado, presente y porvenir), y esta concepción del mundo presente en Epicteto, Marco Aurelio o Séneca, entre otros, influyó sobre el cristianismo y sobre filósofos que, como el español del Siglo de Oro Baltasar Gracián, serían esenciales para el pensamiento de Friedrich Nietzsche y los existencialistas.

A inicios de la Ilustración, los pensadores y científicos más próximos al fatalismo tenían que bregar con un conflicto interno: la aparente aleatoriedad del destino entraba en conflicto con la corriente filosófica que tomaba mayor importancia, el idealismo y su concepción de un universo dominado por la razón y el equilibrio matemático, poco dado a perspectivas y subjetividades.

De ahí que muchos optaran por el determinismo, donde todos los acontecimientos se derivan lógicamente de otros según el principio de causalidad: si A, entonces B.

El determinismo permitía integrar la razón sin tensiones importantes, explicando el universo según la moda mecanicista de la época. Pero ni la causalidad con aspiración matemática de Descartes o Newton (que creía en un espacio y tiempo absolutos, refutados por Einstein), ni la concepción igualmente ilusoria de libre albedrío en estado puro (debido a nuestra trayectoria, presencia en un contexto, estado de conciencia, circunstancias, etc.), explicaban un mundo complejo con sus distintas interpretaciones e interrelaciones, sino ideales abstractos surgidos del racionalismo con aspiración exacta.

…Y del determinismo al fatalismo

Esta aspiración a la exactitud de la máquina y el empirismo puro derivaría en la mayoría de ocasiones en un universo reduccionista donde no existen la contradicción, el sinsentido o la maldad pura, sino “defectos” y “atrasos” que se pueden curar con educación y bienestar material. Jean-Jacques Rousseau y Jeremy Bentham influirían, respectivamente, sobre conceptos como:

  • la educación rígida y poco atenta al potencial individual que todavía arrastramos;
  • y la doctrina anglosajona del utilitarismo, o voluntad racional de optar por las políticas que promuevan mayor bienestar para el mayor número posible de personas.

Educación estricta y bienestar material más centrado en el hedonismo (midiendo autorrealización y felicidad en bienestar material) como ideales. El edificio hacía aguas desde sus inicios, pero ha llegado -parcheado hasta el aburrimiento- hasta el presente, si bien el romanticismo (y, dentro de esta reacción, el existencialismo) trató de contrarrestarla recordando que el ser humano y la realidad aparentaban mucho más que algo reducible a ecuaciones.

Robert Rauschenberg, autorretrato (1962)
Robert Rauschenberg, autorretrato (1962)

Así que el determinismo deshizo lo andado para muchos, que volvieron a considerar el fatalismo (por su perspectivismo, por su indeterminación, por su respeto de la voluntad humana dentro de un universo con un logos, o leyes, que nos afectan).

Las grietas en el edificio (objetivo) de la ciencia

Las grietas de esta -falsa- aspiración a la exactitud, como la concepción del ser humano en tanto que individuo sin aristas y naturalmente dispuesto al comportamiento racional (dadas unas condiciones determinadas que le permitan florecer, como sostendría el racionalismo desde Sócrates hasta el propio Rousseau), no pararon con las pinceladas de sentido común de Kant y su Crítica de la razón pura.

Kant y los idealistas no querían derruir el castillo de naipes del determinismo y el libre albedrío de un mundo que tenía sentido de manera matemática. El descomunal engranaje exacto en que seguían creyendo necesitaría el ataque a lo gonzo de Schopenhauer (con su ensayo Sobre la libertad de la voluntad) y, sobre todo, con un retrato menos pesimista sobre el ser humano, a cargo de otro filósofo alemán: Friedrich Nietzsche.

A diferencia de Schopenhauer, que supeditaba rasgos humanos como la motivación, el instinto o la intuición a nuestra voluntad de vivir (un esfuerzo de afirmación y reproducción presente en la naturaleza y, por tanto, condicionador de nuestra experiencia), Friedrich Nietzsche creía que el ser humano no podía entenderse en abstracto, pues cada persona era consecuencia de un cúmulo de factores (contexto, creencias, ancestros, azar, constricciones sociales, clima, etc.), y el único modo de no caer en la apatía o nihilismo consistía en comprender su fatalismo (somos algo debido a circunstancias) y, a la vez, afirmando su voluntad de trascender estas limitaciones.

Afirmando hasta el momento más pequeño

Esta voluntad parte de las entrañas, pero no niega la autonomía individual (como sí lo hace el concepto instintivo de la existencia de Schopenhauer). Friedrich Nietzsche, sobre el sentido de vivir en un mundo sin absolutos (ni Dios perfecto ni doctrina perfecta), según el aforismo 1032 de La voluntad de dominio:

“El principal problema no es si estamos satisfechos de nosotros mismos, sino si estamos satisfechos con algo. Si afirmamos un solo momento, no sólo nos afirmamos a nosotros mismos, sino también a toda la existencia. Porque nada es autosuficiente, ni en nosotros mismos ni en las cosas; y si nuestra alma ha temblado de felicidad y ha sonado como las cuerdas de un arpa una sola vez, toda la eternidad fue necesaria para producir ese único momento y en este único momento de afirmación toda la eternidad se dio por buena, fue rescatada, justificada, afirmada.”

Para Nietzsche, la “voluntad de vivir” de Schopenhauer era una negación de la propia voluntad humana sólo comparable a la negación de la propia conciencia individual existente en doctrinas filosóficas como el budismo (donde persona y entorno se funden hasta anular cualquier intención o anhelo individuales), y la única manera de celebrar la aventura de vivir era afirmando la existencia, aunque fuera por un solo instante, ya que ello demostraba que el ser humano podía florecer buscando su propia voz.

Eterno retorno, perspectivismo, voluntad de dominio, afirmación, “amor fati”

Friedrich Nietzsche identificó el reconocimiento del potencial humano en varios pasajes diseminados en todos sus ensayos, referidos a conceptos como: eterno retorno, perspectivismo, voluntad de poder, afirmación, amor fati:

  • eterno retorno: postulado provocador de Nietzsche (que integró como pregunta, y no como hipótesis, en “La gaya ciencia”), según el cual una eternidad infinita (tiempo infinito) con un número finito de eventos implicaría que estos eventos tienen recurrencia infinita; es una concepción del tiempo más alegórica que literal, que reconoce la causalidad que nos ha hecho (somos fruto de unas circunstancias) y la presencia de un camino ante nosotros que, desde nuestra perspectiva presente, parece la trayectoria inversa de la causalidad, en una eternidad donde los acontecimientos se repiten;
  • perspectivismo: no hay “una” realidad objetiva, sino un punto de vista, pues el observador se integra en el medio e incide sobre el resultado de lo observado, y toda percepción de lo que identificamos como “real” parte de una perspectiva única y particular, llevada a cabo en un instante determinado;
  • voluntad de poder: si Schopenhauer encajona al ser humano en el nihilismo, al ligarlo a la voluntad de sus instintos (similares a los que impelen a un mineral a convertirse en cristal, y luego en molécula orgánica), Nietzsche cree que el principal motor del ser humano es su ambición, su propósito para crear de acuerdo con su potencial, contexto y esfuerzo, una voluntad que dos milenios de dualismo (cristianismo, idealismo) diluyen con falsas metas gregarias (mentalidad de rebaño, redención colectiva, chivo expiatorio, revoluciones, etc.);
  • afirmación: como ya indicaran los estoicos, somos incapaces de controlar circunstancias azarosas como sociedad, cultura, momento histórico o tragedias, pero sí podemos construir nuestro propio relato eligiendo en cada momento (nos podemos esforzar para, por ejemplo, ser “auténticos” con lo que queremos ser, o entrar en un proceso de cumplimiento de una potencialidad: un “convertirnos” siempre a medio hacer, pero impulsor);
  • amor fati: cuando somos capaces de asumir (y celebrar) lo que ocurre en la vida, en tanto que parte de nuestra única e intransferible experiencia humana, hasta el punto de querer revivirla.

Hijo de Baltasar Gracián

Todos estos conceptos están más próximos al fatalismo de los estoicos o de Spinoza y Baltasar Gracián, que al determinismo y el libre albedrío surgidos de la aspiración ilustrada a un mundo que tiene sentido a partir de la razón pura y el principio de causalidad.

Partiendo de los estoicos y de pensadores como Montaigne, Spinoza y Gracián, Nietzsche creyó en un mundo que condiciona la experiencia humana, pero cada persona es libre de rebelarse ante una existencia mediocre labrada por el contexto, afirmándose con su propia voluntad.

Retrato de Friedrich Nietzsche
Retrato de Friedrich Nietzsche

Según Nietzsche, pese a ser una criatura adoctrinada (por artificialidades como el dualismo cuerpo-mente, por el dogma eclesiástico o su sustituto, el dogma idealista -nacionalismo, materialismo dialéctico), cualquier persona podía rebelarse contra los dogmas que forjaban la realidad circundante (fueran Iglesia o razón pura).

Cada cual podía celebrar su existencia (y sus imperfecciones, desde el pasado que no podemos cambiar al complejo presente o el futuro incierto) y detectar su potencial -de crear, de encontrar un propósito verdadero a nuestras capacidades-, para cultivarlo luego con toda la determinación posible.

Virtud interpretada a rajatabla vs. voluntad de convertirse en algo mejor

A diferencia de la virtud interpretada a rajatabla como valor absoluto, según las doctrinas más intransigentes y puritanas del Cristianismo, que conducen a la frustración y al concepto de culpa, tan pernicioso en la historia de Occidente según Nietzsche, el filósofo llama a una celebración del espíritu humano, donde cuerpo y mente vuelven a encontrarse una vez superado el artificial dualismo (en religión y ciencia, igualmente rígidos e intransigentes al separar cuerpo y mente y declarar el cuerpo como entidad pasiva e impura supeditada a la conciencia).

Y, buceando en los estoicos, Nietzsche reivindica el “amor fati”: hay que hacer las paces con el propio destino y retar la vida a duelo si es necesario (“voluntad de poder”), abrazar acciones y decisiones (“afirmación”) una vez se convierten en experiencia, y celebrarlas (en vez de optar por la culpa, el remordimiento, la rabia, la resignación, etc.). Cualquier momento afrontado con autenticidad merece ser celebrado y revivido si es necesario (“eterno retorno”). Al fin y al cabo, un evento o suceso que ahora interpretamos de un modo quizá alcance otro sentido -más completo, o con más aristas- en otro momento (“perspectivismo”).

Somos, en definitiva, entidades complejas deambulando en un contexto, y tanto nosotros como el contexto dependen de una miríada de interacciones que se hunden en el pasado, se proyectan en el presente y se proyectan como una sombra hacia el porvenir.

La dificultad de desprenderse de liturgias y formalismos

El “amor fati” es difícil de lograr, ya que entra en tensión con construcciones culturales como la culpa y el sacrificio por el supuesto bien colectivo (mecanismo de Nietzsche expone en La genealogía de la moral).

Porque una actitud acorde con el concepto de “amor fati” implica salir buscar con ímpetu lo que creemos que nos puede asistir en el proceso de “convertirnos” en lo que queremos ser, y en esta elección de nuestro camino no sirven las lamentaciones ni la recreación en la culpa (tan importante en la liturgia cristiana).

Picasso visto por Juan Gris (1912)
Picasso visto por Juan Gris (1912)

La ciencia del siglo XX (relatividad general, física cuántica) se alinearía con las intuiciones de Nietzsche, descartando el universo de valores absolutos y certidumbre matemática para aproximarse a una filosofía que depende de la perspectiva del observador y de realidades veladas que no tienen traducción en la física (como el concepto de tiempo, la realidad como certidumbre de complejidades que no percibimos -multiverso, teoría de la realidad como “simulación” desde George Berkeley a la singularidad tecnológica de The Matrix o Elon Musk, etc.-).

Y la ciencia inspiraría el arte contemporáneo, introduciendo absurdo, subjetividad, perspectiva.

La trampa de protestantes y católicos (según Nietzsche)

Como en la existencia verdadera con la voluntad de poder de uno mismo, según Nietzsche, el objetivo de la vida debería ser encontrarnos a nosotros mismos. Y, en este contexto de eterna recurrencia y eterno desconocimiento de lo que en realidad somos, la verdadera madurez implica descubrir (o crear) una identidad “auténtica” con nuestro ser.

A diferencia de los valores protestantes (hay que alcanzar la “virtud” tal y como expone una supuesta relación con Dios sin intermediarios, y cualquier desviación -especialmente física- debe corregirse) y católicos (hay que alcanzar la “virtud”, pero cualquier error o pecata minuta será “corregido” con la ayuda de intermediarios -Iglesia-, a través de indulgencias), la voluntad de poder rinde cuentas ante uno mismo, y retarse a uno mismo implica celebrar la existencia (la nuestra ahora, la de todos toda la eternidad).

Si la afirmación y el “amor fati” de Friedrich Nietzsche aspiran a algo, es a convencernos de que no aceptemos una vida pasiva, sino auténtica con lo que en realidad somos y con nuestras aspiraciones.

Carta a un amigo

En una carta escrita a su amigo Erwin Rhode el 15 de diciembre de 1870, Nietzsche escribía, sobre las desilusiones y el sentido de la vida desde el punto de vista del joven lúcido que ve grietas irreparables en los idealismos del siglo XIX:

“Oye ahora lo que ha estado rumiando mi corazón: arrastrémonos todavía unos años a través de esta existencia universitaria, tomémosla como un ‘pesar instructivo’,

Con el tiempo, comprendo lo que enseña Schopenhauer sobre la sabiduría universitaria. Aquí no es posible que se dé una esencia de la verdad completamente radical. Sobre todo, no podrá salir de ahí nada verdaderamente revolucionario.

Después sólo podremos llegar a ser verdaderos ‘maestros’ si nos elevamos por todos los medios sobre el clima de esta época y somos no sólo hombres sabios, sino sobre todo ‘mejores’.

También aquí siento ante todo la necesidad de ser ‘verdadero’. Y es por ello por lo que no puedo soportar por mucho tiempo la atmósfera de la academia mucho tiempo más. En consecuencia, antes o después nos liberamos de este yugo, esto es ‘para mí’ algo completamente firme.

Y luego, fundamos una nueva Academia griega.”

Perspectivismo: cuando la realidad depende del observador (que participa)

Y, en el aforismo 29 de El ocaso de los ídolos o cómo se filosofa a martillazos (1889):

“¿Cuál es la tarea de todo sistema escolar superior? Hacer del hombre una máquina. ¿Cuál es el medio para ello? El hombre tiene que aburrirse. ¿Cómo se consigue eso? Con el concepto de deber. ¿Quién es su modelo en esto? El filólogo: éste enseña a ser un empollón. ¿Quién es el hombre perfecto? El funcionario estatal…”

No es casual que dos de los pensadores más citados en el siglo XXI por quienes creen que la educación más útil y enriquecedora en nuestro contexto, cuando el propio criterio aumenta su importancia en detrimento del conocimiento (accesible en cualquier pantalla conectada a Internet), fueron dos ávidos lectores de Nietzsche: Karl Popper y Hannah Arendt.

Diego Velázquez: el pintor en la obra
Diego Velázquez: el pintor en la obra

Al fin y al cabo, todo conocimiento (y camino hacia la autorrealización) es un avance en la oscuridad a base de conjeturas y de un interminable proceso de ensayo y error.

Pero esa es otra historia.